CAPÍTULO 22

Las Reliquias de la Muerte

HARRY cayó jadeando en la hierba, pero se levantó enseguida. Se habían aparecido en un recodo de un campo, al anochecer, y Hermione ya corría describiendo un círculo para lanzar los correspondientes hechizos protectores agitando la varita:

¡Protego totalum! ¡Salvio hexia!

—¡Maldito traidor! —resolló Ron. Salió de debajo de la capa invisible y se la lanzó a Harry—. ¡Eres un genio, Hermione, un genio! ¡No puedo creer de la que nos hemos librado!

¡Cave inimicum! ¿No decía yo que era un cuerno de erumpent? ¿No se lo dije a Lovegood? ¡Y ahora su casa ha volado en pedazos!

—Se lo merece —repuso Ron mientras examinaba sus desgarrados vaqueros y los cortes que tenía en las piernas—. ¿Qué creéis que le harán?

—¡Ay, espero que no lo maten! —se lamentó Hermione—. ¡Por eso yo quería que los mortífagos vieran a Harry antes de marcharnos, para que supieran que Xenophilius no les había mentido!

—Pero ¿por qué tenía que esconderme yo? —preguntó Ron.

—¡Porque se supone que estás en cama con spattergroit! ¿Te das cuenta de que han secuestrado a Luna porque su padre apoyaba a Harry? ¿Qué sería de tu familia si supieran que estás con él?

—Vale, pero ¿y tus padres?

—Recuerda que están en Australia. No creo que corran peligro; no saben nada.

—Eres un genio —repitió Ron, impresionado.

—Sí, Hermione, lo eres —coincidió Harry—. No sé qué haríamos sin ti.

Ella sonrió encantada, pero enseguida volvió a adoptar una expresión solemne, y planteó:

—Bien, pero ¿y Luna qué?

—Bueno, si lo que decían es verdad y todavía está viva… —musitó Ron.

—¡No digas eso! ¡No lo digas! —chilló Hermione—. ¡Tiene que estar viva!

—Entonces supongo que la habrán llevado a Azkaban. Aunque no sé si sobrevivirá allí… Muchos no han podido.

—Sobrevivirá —afirmó Harry. Lo contrario era inimaginable—. Luna es fuerte, mucho más de lo que crees. Seguramente estará instruyendo a los presos sobre los torposoplos y los nargles.

—Espero que tengas razón —terció Hermione, compungida, y añadió—: Sentiría mucha lástima por Xenophilius si…

—… eso, si no hubiera intentado vendernos a los mortífagos —soltó Ron.

Montaron la tienda, se metieron dentro y Ron preparó té para todos. Después de lo poco que había faltado para que los atraparan, en aquel recinto frío y húmedo se sentían como en casa: al menos allí estaban seguros y protegidos.

—¡Ay! ¡Ojalá no hubiéramos ido a visitar al señor Lovegood! —se lamentó Hermione tras unos minutos de silencio—. Tenías razón, Harry; ha vuelto a pasarnos lo mismo que con Godric’s Hollow. ¡Qué pérdida de tiempo! Las Reliquias de la Muerte… menudo cuento chino. Aunque… —tuvo una idea repentina— a lo mejor se lo ha inventado todo, ¿no? Lo más probable es que ni siquiera él crea en esas reliquias, y sólo pretendiera hacernos hablar para ganar tiempo hasta que llegaran los mortífagos.

—No lo creo —opinó Ron—. Cuando actúas bajo presión, inventarte cosas es más difícil de lo que parece. Yo lo comprobé cuando me atraparon los Carroñeros; me resultaba más fácil hacerme pasar por Stan, porque lo conocía un poco, que inventarme a alguien. Y el viejo Lovegood estaba bajo una fuerte presión, pues tenía que impedir por todos los medios que nos marcháramos de su casa. Creo que nos dijo la verdad, o lo que él cree que es la verdad, sólo para entretenernos.

—Bueno, supongo que ya no importa —suspiró Hermione—. Aunque fuera sincero, jamás en la vida había oído tantas tonterías.

—Oye, un momento —masculló Ron—. Se suponía que la cámara secreta también era un mito, ¿no?

—¡Pero las Reliquias de la Muerte no pueden existir, Ron!

—Eso lo dices tú, pero hay una que sí existe —afirmó Ron—: la capa invisible de Harry…

—Mira, «La fábula de los tres hermanos» es una invención —se obstinó Hermione—. Es un cuento para ilustrar el miedo que los humanos le tenemos a la muerte. ¡Si sobrevivir fuera tan sencillo como esconderse bajo una capa invisible, no necesitaríamos nada más!

—Hum, no lo sé, porque una varita invencible tampoco nos vendría mal —intervino Harry, haciendo girar con los dedos la varita de endrino que tan poco le gustaba.

—¡Eso tampoco existe, Harry!

—Tú dices que ha habido montones de varitas mágicas: la Vara Letal y demás…

—Está bien, supongamos que existe la Varita de Saúco. Pero ¿qué me dices de la Piedra de la Resurrección? —cuestionó Hermione con sarcasmo, dibujando unas comillas en el aire mientras pronunciaba el nombre—. ¡No hay ninguna magia capaz de resucitar a los muertos, y eso no tiene vuelta de hoja!

—Cuando mi varita se conectó con la de Quien-vosotros-sabéis, hizo aparecer a mis padres… y a Cedric…

—Pero no resucitaron, ¿verdad? —replicó Hermione—. Esa especie de… de débiles imitaciones no suponen lo mismo que devolver a alguien a la vida.

—Pero esa chica, la de la fábula, no resucitó del todo. Según la historia, una vez que alguien muere, pertenece para siempre al mundo de los muertos. Sin embargo, el hermano mediano pudo verla y hablar con ella, ¿verdad? Hasta vivieron juntos cierto tiempo…

Harry detectó preocupación y otro sentimiento, no tan fácil de definir, en el rostro de su amiga. Entonces, cuando ella miró a Ron, Harry comprendió que era miedo; la había asustado al hacer referencia a la convivencia con los muertos.

—Y ese tipo, Peverell, el que está enterrado en Godric’s Hollow, ¿no sabes nada de él? —se apresuró a preguntar Harry tratando de parecer de lo más sensato.

—No —respondió Hermione, aliviada con el cambio de tema—. Después de ver el símbolo en su tumba, lo busqué; si hubiera sido famoso por cualquier motivo o hubiera hecho algo importante, estoy segura de que aparecería en alguno de nuestros libros. Pero en el único sitio donde he encontrado el apellido Peverell es La nobleza de la naturaleza: una genealogía mágica. Me lo prestó Kreacher —añadió al ver que Ron hacía un gesto de sorpresa—. Ese libro relaciona las familias de sangre limpia extinguidas por línea paterna. Por lo visto, los Peverell fueron una de las primeras familias que desapareció.

—¿Qué quiere decir extinguidas por línea paterna? —quiso saber Ron.

—Significa que el apellido se ha perdido. En el caso de los Peverell, eso ocurrió hace siglos. Si todavía hubiera descendientes, se apellidarían de otra forma.

Y de repente el recuerdo que se había removido al oír el nombre de Peverell destelló en la memoria de Harry, que visualizó a un anciano mugriento blandiendo un feo anillo ante el rostro de un funcionario del ministerio.

—¡Sorvolo Gaunt! —gritó.

—¿Qué dices? —exclamaron los otros dos al unísono.

—¡Sorvolo Gaunt! ¡El abuelo de Quien-vosotros-sabéis! ¡Lo vi en el pensadero con Dumbledore! ¡Sorvolo Gaunt afirmó que descendía de los Peverell! —Ron y Hermione se quedaron perplejos—. ¡El anillo, el anillo que se convirtió en Horrocrux! ¡Sorvolo Gaunt dijo que llevaba el escudo de armas de los Peverell! ¡Vi cómo lo agitaba ante la cara del tipo del ministerio, casi se lo mete por la nariz!

—¿El escudo de armas de los Peverell? —dijo Hermione con brusquedad—. ¿Viste cómo era?

—No, no lo vi —repuso Harry intentando recordar—. El anillo no tenía nada especial, o al menos no lo supe apreciar; quizá algunos arañazos. Cuando tuve ocasión de examinarlo de cerca, Dumbledore ya lo había roto.

Al ver la sorpresa de Hermione, Harry se dio cuenta de que había comprendido el quid de la cuestión. Ron los miraba estupefacto.

—Vaya… ¿Crees que el escudo también tenía ese símbolo, el símbolo de las reliquias?

—Podría ser —dijo Harry, emocionado—. Sorvolo Gaunt era un desgraciado y un ignorante que vivía en una pocilga; lo único que le importaba era su linaje. Si ese anillo había ido pasando de generación en generación durante siglos, quizá él no supiera qué era en realidad. En esa casa no había ni un solo libro, y, creedme, él no era de la clase de personas que les leen cuentos de hadas a los niños. Debía de encantarle pensar que aquellas rayas que había en la piedra representaban un escudo de armas, porque, según él, tener sangre limpia te convertía prácticamente en un miembro de la realeza.

—Ya. Todo eso es muy interesante —dijo Hermione con cautela—, pero si estás pensando lo mismo que yo…

—Pero podría ser. ¿Por qué no? —perseveró Harry, abandonando toda precaución—. Era una piedra, ¿no? —Miró a Ron buscando su apoyo—. ¿Y si se trataba de la Piedra de la Resurrección?

—Vaya… Pero ¿seguiría funcionando después de que Dumbledore rompiera…? —preguntó Ron, atónito.

—¿Funcionando? ¿Cómo que funcionando? ¡Nunca funcionó, Ron! ¡La Piedra de la Resurrección no existe! —Hermione se había puesto en pie; estaba que se subía por las paredes—. Harry, intentas que todo encaje en la historia de las reliquias y…

—¿Que todo encaje? ¡Pues claro que encaja todo por sí solo, Hermione! ¡Estoy seguro de que el símbolo de las Reliquias de la Muerte estaba en esa piedra! ¡Gaunt dijo que descendía de los Peverell!

—¡Hace un momento has dicho que no llegaste a ver bien la marca que había en la piedra!

—¿Sabes dónde está ese anillo, Harry? —preguntó Ron—. ¿Y qué hizo Dumbledore con él después de abrirlo?

Pero la imaginación de Harry ya estaba muy lejos, mucho más lejos que la de sus compañeros.

«Tres objetos o reliquias, que, si se unen, convertirán a su propietario en el señor de la muerte… señor… conquistador… dominador… El último enemigo que será derrotado es la muerte…» Y se vio a sí mismo como poseedor de las reliquias, enfrentándose a Voldemort, cuyos Horrocruxes no podrían competir con él. «Ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida…» ¿Sería ésa la respuesta? ¿Reliquias de la Muerte contra Horrocruxes? ¿Habría alguna manera, después de todo, de asegurar que fuera Harry quien triunfara? Si se convertía en el amo de las Reliquias de la Muerte, ¿estaría por fin a salvo?

—Harry…

El muchacho apenas oyó a Hermione. Había cogido su capa invisible y la estaba acariciando; la tela era escurridiza como el agua y ligera como el aire. En los casi siete años que llevaba en el mundo mágico, Harry nunca había visto nada parecido. La capa era exactamente como la que había descrito Xenophilius: «… una capa que de verdad convierte en invisible a la persona que la lleva, y que dura eternamente, proporcionando una ocultación constante e impenetrable, sin importar los hechizos que puedan hacerle».

Y entonces dio un grito ahogado al recordar…

—¡Dumbledore tenía mi capa la noche en que murieron mis padres! —Le tembló la voz y se ruborizó, pero le dio igual—. ¡Mi madre le dijo a Sirius que Dumbledore se la había llevado prestada! ¡Claro, quería examinarla porque creía que era la tercera reliquia! ¡Ignotus Peverell está enterrado en Godric’s Hollow! —Iba arriba y abajo por la tienda, como si alrededor de él se abrieran nuevas y fabulosas revelaciones—. ¡Es mi antepasado! ¡Yo soy descendiente del hermano menor! ¡Todo tiene sentido!

Se sintió amparado por esa certeza, por su fe en las reliquias, como si la mera idea de poseerlas le proporcionara protección, y se volvió exultante hacia sus dos amigos.

—Harry… —volvió a llamarlo Hermione, pero él estaba quitándose el monedero del cuello. Le temblaban los dedos.

—Léela, Hermione —le dijo—. ¡Léela! ¡Dumbledore tenía la capa! ¿Para qué otra cosa iba a quererla? ¡Él no necesitaba la capa para volverse invisible! ¡Sabía hacer un encantamiento desilusionador potentísimo! ¡Léela! —la urgió, tendiéndole la carta.

En ese momento, un objeto brillante cayó al suelo, rodó y fue a parar debajo de una silla: al sacar la carta del monedero, Harry había sacado la snitch sin querer. Se agachó para recogerla, y entonces se le reveló otro nuevo y fabuloso descubrimiento; la sorpresa y el gozo que experimentó lo hicieron gritar:

—¡¡Está aquí!! ¡Dumbledore me dejó el anillo! ¡Está dentro de la snitch!

—¿Tú… tú crees que…?

Harry no entendió por qué Ron se quedó tan asombrado. Para él estaba tan claro, era tan evidente… Todo encajaba, todo… Su capa era la tercera reliquia, y cuando descubriera cómo abrir la snitch tendría la segunda. Después, lo único que tenía que hacer era encontrar la primera —la Varita de Saúco—, y entonces…

Pero de pronto fue como si un telón cayera sobre un escenario iluminado, y toda su emoción, su esperanza y su felicidad se apagaron de golpe. Se quedó inmóvil en la oscuridad y el maravilloso hechizo se rompió.

—Eso es lo que busca. —Su tono hizo que Ron y Hermione se asustaran aún más—. Quien-vosotros-sabéis anda tras la Varita de Saúco.

Les dio la espalda y sus amigos se quedaron mirándolo con gesto de incredulidad y aprensión. Pero él sabía que no se equivocaba. Todo tenía sentido: Voldemort no estaba buscando una varita nueva, sino una varita vieja, viejísima. Fue hasta la entrada de la tienda, olvidándose de los otros dos, y escudriñó la oscuridad sin dejar de cavilar…

Voldemort se había criado en un orfanato de muggles y nadie le contó los Cuentos de Beedle el Bardo cuando era niño, igual que a Harry. Muy pocos magos creían en las Reliquias de la Muerte. ¿Acaso sabría Voldemort algo acerca de ellas?

Siguió escudriñando la noche mientras reflexionaba: si Voldemort hubiera estado al corriente de la existencia de esas reliquias, sin duda habría hecho cualquier cosa por conseguirlas, porque eran tres objetos que convertían a su poseedor en señor de la muerte, y además no habría necesitado los Horrocruxes. ¿Acaso el simple hecho de haberse quedado con una reliquia y convertirla en Horrocrux no demostraba que no conocía ese gran secreto mágico que Harry acababa de descubrir?

Todo ello significaba que Voldemort buscaba la Varita de Saúco sin ser consciente de su poder, sin saber que era una de las tres reliquias… porque la varita era la única cuya existencia no se había mantenido en secreto. «El rastro de sangre de la Varita de Saúco recorre las páginas de la historia de la magia…»

Estaba nublado. Harry contempló el contorno de las nubes plateadas y grises que se deslizaban ante la blanca luna; se sentía aturdido por sus descubrimientos.

Regresó a la tienda y le sorprendió encontrar a sus dos amigos de pie, exactamente como los había dejado: Hermione con la carta de Lily en las manos y Ron a su lado. Éste parecía un poco preocupado. ¿No se daban cuenta de lo mucho que habían avanzado en su misión en los últimos minutos?

—Ya está —dijo Harry, intentando contagiarlos de su prodigiosa certeza—. Esto lo explica todo. Las Reliquias de la Muerte existen, y yo tengo una, quizá dos. —Les mostró la snitch—. Y Quien-vosotros-sabéis está buscando la tercera, aunque él no lo sabe y cree que sólo se trata de una varita con un poder inusual…

—Harry —lo interrumpió Hermione, acercándose para devolverle la carta de Lily—. Lo siento, pero creo que te equivocas.

—Pero ¿es que no lo ves? Todo encaja…

—¡No, no encaja, Harry! Te engañas a ti mismo. Por favor —suplicó impidiéndole replicar—, contéstame a una pregunta: si las Reliquias de la Muerte existen y si Dumbledore lo sabía, si sabía que la persona que poseyera esos tres objetos se convertiría en el señor de la muerte, ¿por qué no te lo dijo, Harry? ¿Por qué?

Él tenía la respuesta preparada:

—Pero, Hermione, si tú me dijiste que debía averiguarlo por mí mismo. ¡Es una prueba a superar!

—¡Eso sólo lo dije para persuadirte de ir a visitar a los Lovegood, pero en realidad no lo creía! —se exasperó Hermione.

—A Dumbledore le gustaba que yo encontrara las cosas por mis propios medios —continuó Harry, sin hacerle caso—. Me dejaba poner a prueba mi fuerza, me dejaba correr riesgos. La búsqueda que se me plantea responde a su típica manera de actuar.

—¡Esto no es ningún juego, Harry, ni ningún ejercicio práctico! ¡Esto es la vida real, y Dumbledore te dejó instrucciones específicas: encontrar y destruir los Horrocruxes! Ese símbolo no significa nada, olvídate de las Reliquias de la Muerte, no podemos permitirnos el lujo de desviarnos de nuestro objetivo…

Harry apenas la escuchaba. Le daba vueltas y más vueltas a la snitch entre las manos, como convencido de que en cualquier momento se abriría por sí sola y revelaría la Piedra de la Resurrección; entonces su amiga comprobaría que él tenía razón y que las reliquias eran reales.

Hermione recurrió a Ron y le espetó:

—Tú no te lo crees, ¿verdad?

—Pues no lo sé. Bueno, hay cosas que sí encajan —dijo el chico, vacilante—. Pero cuando miras el cuadro general… ¡Uf! Mira, yo creo que tenemos que destruir los Horrocruxes, Harry; eso fue lo que Dumbledore nos pidió que hiciéramos. Quizá… quizá deberíamos olvidarnos de las reliquias.

—Gracias, Ron —dijo Hermione—. Ya hago yo la primera guardia.

Pasó al lado de Harry, muy decidida, y se sentó en la entrada de la tienda, como diciendo que no había nada más que hablar.

Pero Harry apenas durmió esa noche. La idea de las Reliquias de la Muerte lo obsesionaba y no lograba conciliar el sueño, porque esos inquietantes pensamientos no lo dejaban en paz: la varita, la piedra y la capa; si pudiera poseer los tres…

«Me abro al cierre.» Pero ¿qué era el cierre? ¿Por qué no conseguía hacerse ya con la piedra? Si la poseyera, podría formularle esas preguntas a Dumbledore… Se puso a murmurarle cosas a la snitch en la oscuridad; lo intentó todo, incluso le habló en pársel, pero la pelota dorada no se abría.

¿Y la Varita de Saúco? ¿Dónde estaba escondida? ¿Dónde estaría buscándola Voldemort? Harry deseaba que le doliera la cicatriz para acceder a los pensamientos de Voldemort, porque por primera vez el Señor Tenebroso y él buscaban el mismo objeto… A Hermione no le habría gustado nada esa idea, desde luego. Pero es que ella no creía… En cierto modo, Xenophilius tenía razón al definirla: «extremadamente limitada, intolerante y cerrada». En el fondo, a Hermione la asustaba la idea de las Reliquias de la Muerte, sobre todo la Piedra de la Resurrección… Volvió a llevarse la snitch a los labios, la besó, se la metió en la boca… pero el frío metal seguía sin ceder.

Casi al amanecer se acordó de Luna (sola en una celda de Azkaban, rodeada de dementores) y de repente se avergonzó de sí mismo. Absorto en sus febriles cavilaciones, se había olvidado por completo de ella. Si pudieran rescatarla… Pero era imposible enfrentarse a semejante número de dementores. Entonces reparó en que todavía no había tratado de hacer un patronus con la varita de endrino. Lo intentaría por la mañana…

Si hubiera alguna manera de conseguir otra varita mejor…

Y el deseo de dar con la Varita de Saúco —la Vara Letal, invencible, imbatible— volvió a apoderarse de él…

Por la mañana recogieron la tienda y se pusieron en marcha bajo un deprimente aguacero. La lluvia los persiguió hasta la costa, donde de nuevo montaron la tienda esa noche, y persistió a lo largo de toda la semana, mientras recorrían terrenos empapados que a Harry le resultaban inhóspitos y lúgubres. Él sólo pensaba en las Reliquias de la Muerte. Era como si en su interior hubiera prendido una llama que nada, ni siquiera la rotunda incredulidad de Hermione o las incesantes dudas de Ron, podría apagar. Sin embargo, cuanto más intenso era su deseo de encontrar esos objetos, más desgraciado se sentía, y de ello culpaba a sus amigos, cuya decidida indiferencia era tan perjudicial para su moral como la implacable lluvia; no obstante, su certeza era absoluta. La fe de Harry en las reliquias y su deseo de encontrarlas lo consumía a tal punto que se sentía aislado de sus dos compañeros y de la obsesión de éstos por los Horrocruxes.

—¿Te atreves a acusarnos de obsesivos? —le espetó Hermione una noche con fiereza, cuando Harry cometió el error de emplear esa palabra después de que ella le recriminara el poco interés que mostraba por localizar los otros Horrocruxes—. ¡Los que estamos obsesionados no somos nosotros, Harry! ¡Nosotros sólo estamos haciendo lo que Dumbledore deseaba!

Pero a Harry no le afectó esa velada crítica, porque él estaba convencido de que Dumbledore había dejado el símbolo de las reliquias en el libro para que Hermione lo descifrara, y además había escondido la Piedra de la Resurrección en la snitch dorada. «Ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida…», «señor de la muerte…» ¿Cómo era posible que ni Ron ni Hermione lo entendieran?

—«El último enemigo que será derrotado es la muerte» —citó Harry con serenidad.

—Suponía que era a Quien-tú-sabes a quien combatíamos —replicó Hermione, y él no insistió.

Incluso el misterio de la cierva plateada, del que sus dos amigos se empeñaban en seguir hablando, le parecía a Harry menos importante ya; era un mero entretenimiento secundario. En cambio, había otra cosa que sí le importaba: volvía a molestarle la cicatriz. Se esmeraba en ocultárselo a los otros dos, y siempre que le dolía se retiraba para estar solo, pero lo que veía lo decepcionaba. Las visiones que Harry y Voldemort compartían habían perdido calidad: se habían vuelto borrosas y movidas, como si las enfocaran y desenfocaran continuamente. Lo único que el muchacho distinguía eran los vagos rasgos de un objeto con aspecto de cráneo, y una forma que recordaba una montaña, pero semejante a un borrón desdibujado. Acostumbrado a unas imágenes tan nítidas que parecían reales, aquel cambio lo desconcertó. Le preocupaba que la conexión entre Voldemort y él se hubiera dañado, una conexión temida pero al mismo tiempo, pese a lo que le hubiera dicho a Hermione, valorada. Hasta cierto punto relacionaba esas imágenes imprecisas e insatisfactorias con la destrucción de su varita mágica, como si la responsable de que ya no pudiera introducirse en la mente de Voldemort tan bien como antes fuera la varita de endrino.

A medida que pasaban las semanas se percató (aunque lo dominaba un nuevo estado de ensimismamiento) de que Ron se estaba haciendo cargo de la situación. Quizá había decidido compensarlos por haberlos abandonado, o tal vez se le habían despertado sus latentes dotes de mando al ver la apatía en que se hallaba sumido Harry. El caso es que era Ron quien animaba e incitaba a la acción a sus dos amigos.

—Quedan tres Horrocruxes —decía una y otra vez—. ¡Vamos, necesitamos un plan de acción! ¿Dónde no hemos buscado todavía? Volvamos a repasarlo. El orfanato…

El callejón Diagon, Hogwarts, la mansión de los Ryddle, Borgin y Burkes, Albania… Ron y Hermione enumeraban sin cesar todos los lugares donde Tom Ryddle había vivido, trabajado o matado, o que había visitado; y Harry sólo se les unía para que Hermione dejara de darle la lata, pues habría preferido quedarse sentado solo y en silencio, intentando leerle el pensamiento a Voldemort para averiguar algo más sobre la Varita de Saúco. Pero Ron insistía en seguir viajando a sitios cada vez más inverosímiles, y Harry era consciente de que lo hacía únicamente para mantenerse en movimiento.

—Nunca se sabe —era la cantinela de Ron—. Upper Flagley es un pueblo de magos; a lo mejor pensó instalarse ahí. Vamos a echar un vistazo.

Durante esas frecuentes incursiones en territorios de magos, de vez en cuando veían bandas de Carroñeros.

—Dicen que algunos son tan malvados como los mortífagos —comentó un día Ron—. Los que me atraparon a mí eran un poco patéticos, pero Bill asegura que los hay muy peligrosos. En «Pottervigilancia» comentaron…

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Harry.

—¿El qué, «Pottervigilancia»? Ah, ¿no os había dicho cómo se llama? Es ese programa que intento sintonizar en la radio, el único que dice la verdad de lo que está pasando. Casi todos los demás siguen la línea de Quien-vosotros-sabéis, pero éste no. Me encantaría que lo oyerais, aunque no es fácil localizarlo.

Ron pasaba noche tras noche tamborileando con la varita sobre la radio, haciendo girar el dial. De vez en cuando captaban fragmentos de consejos sobre cómo tratar la viruela de dragón, y, en una ocasión, algunos compases de Un caldero de amor caliente e intenso. Mientras daba golpecitos, seguía intentando encontrar la contraseña correcta, murmurando una sarta de palabras elegidas al azar.

—Por lo general las contraseñas guardan relación con la Orden —les explicó—. Bill era un especialista en adivinarlas. Al final encontraré alguna…

Pero no fue hasta el mes de marzo cuando la suerte le sonrió por fin. Harry montaba guardia en la entrada de la tienda, contemplando un macizo de jacintos que habían conseguido brotar en la gélida tierra, cuando Ron, dentro de la tienda, gritó de emoción.

—¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo! ¡La contraseña era «Albus»! ¡Ven, Harry!

Dejando de cavilar sobre las Reliquias de la Muerte por primera vez en mucho tiempo, el chico corrió hacia dentro y encontró a Ron y Hermione arrodillados en el suelo junto a la pequeña radio. Ella, que para distraerse había estado sacándole brillo a la espada de Gryffindor, se hallaba contemplando boquiabierta el diminuto altavoz por el que salía una voz que a los tres les resultó muy familiar:

«… que nos disculpéis por nuestra ausencia temporal de la radio, debida a las diversas visitas a domicilio que últimamente han realizado esos encantadores mortífagos en nuestra zona.»

—¡Pero si es Lee Jordan! —exclamó Hermione.

—¡Sí, es él! —corroboró Ron, radiante de alegría—. Qué pasada, ¿verdad?

«… Ya hemos encontrado otro refugio —iba diciendo Lee—, y me complace comunicaros que esta noche me acompañan dos de nuestros colaboradores habituales. ¡Buenas noches, chicos!»

«¡Hola!»

«Buenas noches, Río.»

—«Río» es Lee —explicó Ron—. Usan todos los nombres en clave, pero normalmente sabes…

—¡Chisst! —dijo Hermione.

«Pero antes de escuchar a Regio y Romulus —prosiguió Lee—, vamos a informar de esas muertes que la cadena Noticiario Radiofónico Mágico y El Profeta no consideran dignas de mención. Con enorme pesar hemos de informar a nuestros oyentes de los asesinatos de Ted Tonks y Dirk Cresswell.»

Harry notó un vacío en el estómago, y los tres jóvenes se miraron horrorizados.

«También han matado a un duende llamado Gornuk. Todo parece indicar que Dean Thomas, hijo de muggles, y otro duende, los cuales presuntamente viajaban con Tonks, Cresswell y Gornuk, lograron huir. Si Dean nos está escuchando, o si alguien tiene alguna idea de su paradero, que lo comunique, porque sus padres y hermanas están desesperados por saber algo de él.

»Entretanto, en Gaddley, los cinco miembros de una familia de muggles también han sido hallados muertos en su casa. Las autoridades muggles lo han atribuido a una fuga de gas, pero miembros de la Orden del Fénix me han hecho saber que fueron víctimas de una maldición asesina. Ésa es otra prueba más, por si no teníamos ya suficientes, de que la matanza de muggles se está convirtiendo en poco menos que un deporte recreativo bajo el nuevo régimen.

»Por último, lamentamos informar a nuestros oyentes que se han encontrado los restos de Bathilda Bagshot en Godric’s Hollow; todo parece indicar que la bruja murió hace varios meses. La Orden del Fénix nos ha comentado que su cadáver presentaba inconfundibles heridas producidas por magia oscura.

»Queridos oyentes: quiero invitaros a guardar con nosotros un minuto de silencio en recuerdo de Ted Tonks, Dirk Cresswell, Bathilda Bagshot, Gornuk y los muggles anónimos, pero no por ello menos recordados, asesinados por los mortífagos.»

Se produjo un silencio, y los tres amigos no abrieron la boca. Por una parte, Harry estaba deseando saber más cosas, pero por otra le daba miedo escuchar lo que pudieran decir a continuación. Era la primera vez en mucho tiempo que se sentía completamente conectado con el mundo exterior.

«Gracias —dijo la voz de Lee—. Y ahora vamos a hablar con nuestro colaborador habitual, Regio, para que nos ponga al día de cómo el nuevo orden mágico está afectando al mundo de los muggles.»

«Gracias, Río», dijo una inconfundible voz, grave, comedida y tranquilizadora.

—¡Es Kingsley! —saltó Ron.

—¡Ya lo sabemos! —masculló Hermione y le ordenó que callara.

«Los muggles todavía no saben cuál es el origen de sus padecimientos, pero mientras tanto continúan sufriendo muchas bajas —dijo Kingsley—. Sin embargo, seguimos conociendo historias verdaderamente ejemplares de magos y brujas que han puesto en peligro su propia seguridad para proteger a sus amigos y vecinos muggles, muchas veces sin que éstos lo sepan. De modo que desearía hacer un llamamiento a nuestros oyentes para que sigan su ejemplo; quizá los ayudarían realizando un encantamiento protector a todas las viviendas de su calle. Si tomáramos algunas medidas tan sencillas como ésa, podríamos salvar muchas vidas.»

«¿Y qué les dirías, Regio, a esos oyentes que argumentan, dado que estos tiempos son tan peligrosos, que deberíamos “dar prioridad a los magos”?», le preguntó Lee.

«Pues les recordaría que sólo hay un paso entre “dar prioridad a los magos y los sangre limpia” y luego acabar diciendo: “dar prioridad a los mortífagos” —contestó Kingsley—. Pero hay que tener en cuenta que todos somos humanos, ¿no? Y por tanto, todas las vidas tienen el mismo valor y hay que protegerlas por igual.»

«Muy bien dicho, Regio. Si algún día salimos de este lío en que estamos metidos, te garantizo mi voto para ministro de Magia —prometió Lee—. Y ahora, Romulus presentará nuestro popular espacio “Amigos de Potter”.»

«Gracias, Río», dijo otra voz que también les resultó familiar; Ron quiso hacer un comentario, pero Hermione se lo impidió con un susurro:

—¡Ya sabemos que es Lupin!

«Dime, Romulus, ¿sostienes todavía, como has hecho todas las veces que has participado en nuestro programa, que Harry Potter está vivo?»

«Sí, así es —respondió Lupin sin vacilar—. No tengo ninguna duda de que los mortífagos divulgarían la noticia de su muerte por todo lo alto si se hubiera producido, porque eso asestaría un golpe brutal a la moral de los opositores al nuevo régimen. El niño que sobrevivió continúa siendo un símbolo de nuestra causa: el triunfo del bien, el poder de la inocencia y la necesidad de seguir resistiendo.»

Harry sintió una mezcla de vergüenza y gratitud. ¿Significaban esas palabras que Lupin lo había perdonado por las terribles cosas que le había dicho en su último encuentro?

«¿Y qué le dirías a Harry si supieras que nos está escuchando, Romulus?»

«Le aseguraría que estamos todos con él en espíritu —afirmó Lupin, y vaciló antes de añadir—: Y le aconsejaría que obedeciera a sus instintos, que casi nunca fallan.»

Harry y Hermione, que tenía los ojos anegados en lágrimas, cruzaron sus miradas.

—Que casi nunca fallan —repitió ella.

—Ay, ¿no os lo había dicho? —exclamó Ron—. ¡Bill me contó que Lupin volvía a vivir con Tonks! Y por lo visto ella se está poniendo enorme.

«¿… y las últimas novedades sobre los amigos de Harry Potter, que tanto sufren por su lealtad?», iba diciendo Lee.

«Bueno —respondió Lupin—, como sabrán nuestros oyentes habituales, algunos de los más destacados defensores de Harry Potter han sido encarcelados, entre ellos Xenophilius Lovegood, incansable editor de El Quisquilloso.»

—¡Al menos vive! —masculló Ron.

«También hemos sabido en las últimas horas que Rubeus Hagrid —los tres chicos sofocaron un grito y estuvieron a punto de perderse el resto de la frase—, el famoso guardabosques de Hogwarts, se ha librado por los pelos de que lo detuvieran en los mismos terrenos del colegio, donde se rumorea que celebró una fiesta en favor de Harry Potter. Con todo, no llegaron a apresarlo, y creemos que en estos momentos huye de la justicia.»

«Supongo que, a la hora de escapar de los mortífagos, debe servir de ayuda tener un hermanastro que mide cinco metros, ¿no?», comentó Lee.

«Sí, eso te coloca en una posición ventajosa —concedió Lupin con seriedad—. Pero permíteme añadir que, aunque aquí, en “Pottervigilancia”, aplaudimos el temple de Hagrid, instamos incluso a los más devotos seguidores de Harry a que no sigan el ejemplo del guardabosques, porque las fiestas para apoyar a Harry Potter no son muy prudentes, dada la coyuntura actual.»

«Tienes razón, Romulus —coincidió Lee—. ¡Así que os sugerimos que sigáis demostrando vuestra lealtad al chico de la cicatriz en forma de rayo escuchando “Pottervigilancia”! Y ahora, pasemos a las noticias relacionadas con otro mago que está demostrando ser tan escurridizo como Harry Potter. Nos gusta referirnos a él como el Gran Mortífago, y para ofrecer desde aquí sus opiniones sobre algunos de los más descabellados rumores que circulan sobre él, me gustaría presentar a un nuevo colaborador: Roedor.»

«¿Cómo que Roedor?», dijo otra voz, también familiar.

—¡Es Fred! —gritaron a la vez los tres amigos.

—¿Seguro que no es George?

—Me parece que es Fred —dijo Ron acercándose más a la radio, mientras uno de los gemelos decía:

«¡Me niego a que me llaméis Roedor! ¡Os dije que quería que me llamarais Rejón!»

«Está bien, está bien, pues Rejón. Vamos a ver, ¿podrías abordar las diversas historias que hemos oído últimamente sobre el Gran Mortífago, por favor?»

«Claro que sí, Río —dijo Fred—. Como ya deben de saber nuestros oyentes, a menos que se hayan refugiado en el fondo del estanque de un jardín o en algún sitio por el estilo, la estrategia de Quien-vosotros-sabéis de permanecer oculto está creando un considerable clima de pánico. Pero, naturalmente, si diéramos crédito a todos los que aseguran haberlo visto, tendría que haber como mínimo diecinueve Quienes-vosotros-sabéis por ahí sueltos.»

«Y eso le conviene, por supuesto —intervino Kingsley—. Esa aureola de misterio está dando lugar a más terror que si se dejara ver.»

«Estoy de acuerdo —corroboró Fred—. Así que ya lo sabéis: hay que calmarse un poco. La cosa ya pinta bastante mal para que encima nos inventemos historias como, por ejemplo, ese nuevo rumor de que Quien-vosotros-sabéis es capaz de matar con una simple mirada. Eso lo hacen los basiliscos, queridos oyentes. Pero es fácil hacer la prueba: observad si ese personaje que os mira tiene piernas; si las tiene, no hay peligro en devolverle la mirada, aunque, si de verdad es Quien-vosotros-sabéis, probablemente eso será lo último que hagáis.»

Por primera vez en muchas semanas, Harry rió al mismo tiempo que se le aligeraba el peso de la tensión.

«¿Y esos rumores de que lo han visto en el extranjero?», preguntó Lee.

«Bueno, ¿a quién no le gustaría tomarse unas vacaciones después de haber estado tan atareado? —replicó Fred—. Pero amigos, no os relajéis demasiado pensando en que se ha marchado del país. Quizá lo haya hecho, o quizá no, pero lo cierto es que, si quiere, puede desplazarse más rápido que Severus Snape cuando le enseñas una botella de champú. Así que, si planeáis correr algún riesgo, no contéis con que esté demasiado lejos. Nunca creí que diría algo así, pero ¡la seguridad es lo primero!»

«Muchas gracias por tus sabias palabras, Rejón —dijo Lee—. Queridos oyentes, con esta intervención llegamos al final de otro episodio de “Pottervigilancia”. No sabemos cuándo podremos emitir de nuevo, pero os garantizamos que volveremos. No dejéis de buscarnos en el dial; la próxima contraseña será “Ojoloco”. Protegeos unos a otros y no perdáis la fe. Buenas noches.»

El dial de la radio giró por sí solo y las luces detrás del panel se apagaron. Harry, Ron y Hermione estaban radiantes. Escuchar esas voces conocidas y amigas era extraordinariamente reconfortante; Harry se había acostumbrado tanto a su aislamiento que casi no recordaba que existían otras personas que presentaban batalla a Voldemort. Era como despertar de un largo sueño.

—Muy bueno, ¿verdad? —dijo Ron, risueño.

—¡Genial! —repuso Harry.

—¡Qué valientes son! —suspiró Hermione con admiración—. Si los encontraran…

—Bueno, no cesan de trasladarse, ¿no? —dijo Ron—. Igual que nosotros.

—Pero ¿habéis oído a Fred? —dijo Harry, emocionado; ahora que había terminado la emisión, volvía a concentrarse en su única obsesión—. ¡Está en el extranjero! ¡Sigue buscando la varita! ¡Lo sabía!

—Harry…

—Vamos, Hermione, ¿por qué te empeñas en no admitirlo? ¡Vol…

—¡¡No, Harry!!

—… demort va tras la Varita de Saúco!

—¡Ese nombre es tabú! —bramó Ron, y se puso en pie al mismo tiempo que un fuerte «¡crac!» sonaba fuera de la tienda—. Te lo dije, Harry, te lo dije, ya no podemos pronunciarlo. Tenemos que volver a rodearnos de protección. ¡Rápido! Así es como encuentran…

Pero no terminó la frase, y Harry entendió por qué: el chivatoscopio se había encendido y giraba encima de la mesa. Oyeron voces, más y más cerca, voces ásperas y ansiosas… Ron sacó el desiluminador del bolsillo, lo accionó y se apagaron las luces.

—¡Salid de ahí con las manos arriba! —gritó una voz bronca en la oscuridad—. ¡Sabemos que estáis ahí dentro! ¡Hay un montón de varitas apuntándoos y no nos importa a quién maldigamos!