El secreto de Bathilda
—¡ESPERA, Harry!
—¿Qué pasa?
Se encontraban a la altura de la tumba de aquel Abbott desconocido.
—Ahí hay alguien. Alguien nos está observando. Lo noto. Allí, detrás de esos arbustos.
Se quedaron quietos, abrazados, escrutando los densos y negros límites del cementerio. Pero Harry no veía nada.
—¿Estás segura?
—He visto moverse algo, juraría que he… —Se separó de él para tener libre el brazo de la varita.
—Tenemos aspecto de muggles —le recordó Harry.
—¡Sí, de unos muggles que acaban de dejar flores en la tumba de tus padres! ¡Estoy segura de que hay alguien, Harry!
Al chico le vino a la memoria el libro Historia de la magia; se suponía que en ese cementerio había fantasmas. ¿Y si…? Pero entonces oyó un susurro y percibió un pequeño remolino de nieve que se desplazaba en el arbusto que Hermione había señalado. Los fantasmas no movían la nieve…
—Será un gato —comentó Harry— o un pájaro. Si fuera un mortífago ya estaríamos muertos. Pero salgamos de aquí y volvamos a ponernos la capa.
Miraron hacia atrás varias veces mientras salían del cementerio. Harry, que no estaba tan tranquilo como le había hecho creer a Hermione para calmarla, se alegró cuando llegaron a la cancela y pisaron la resbaladiza acera; entonces se taparon con la capa invisible.
El pub estaba más lleno que antes, y en su interior un coro de voces cantaba el mismo villancico que habían oído cuando se acercaron a la iglesia. Harry estuvo a punto de proponer que se refugiaran en el local, pero antes Hermione murmuró: «Vamos por aquí», y lo arrastró por una oscura calle por la que se salía del pueblo en dirección opuesta a la que los había llevado a Godric’s Hollow. Harry distinguió el punto donde terminaban las casitas y el camino se perdía de nuevo en los campos, así que anduvieron tan rápido como les fue posible, pasando por delante de varias ventanas en las que destellaban luces multicolores y a través de cuyas cortinas se adivinaba el contorno de árboles navideños.
—¿Cómo vamos a encontrar la casa de Bathilda? —preguntó Hermione, que temblaba ligeramente y no paraba de mirar hacia atrás—. ¡Harry! ¿Tú qué opinas? ¡Harry!
La chica le tiró del brazo, pero él no estaba prestándole atención, concentrado en la oscura edificación que se alzaba al final de la hilera de casas. A continuación echó a correr tirando de su amiga, que resbaló un poco en el hielo.
—Harry…
—Mira. Mírala, Hermione.
—No sé qué… ¡Oh!
El encantamiento Fidelio debía de haber perdido su eficacia al morir James y Lily, porque Harry la veía. El seto había crecido desmesuradamente en los dieciséis años transcurridos desde que Hagrid lo rescatara de entre los escombros esparcidos por la hierba, que ahora le llegaba por la cintura. Gran parte de la casita seguía en pie, aunque cubierta por completo de oscura hiedra y nieve, pero la zona derecha del piso superior estaba destrozada. Harry tenía la certeza de que era allí donde la maldición había rebotado. Ambos se quedaron de pie frente a la verja contemplando las ruinas de lo que, en su día, fue una casita muy parecida a las que había al lado.
—No entiendo por qué no la reconstruyeron —susurró Hermione.
—A lo mejor es que no se puede. Tal vez pasa como con las heridas producidas por magia oscura, que es imposible curarlas.
El chico sacó una mano de debajo de la capa y la apoyó sobre la oxidada verja cubierta de nieve, no con la intención de abrirla, sino simplemente por tocar una parte de la casa.
—¿No piensas entrar? No parece muy segura, podría… ¡Oh, Harry! ¡Mira!
Por lo visto, el roce de la mano sobre la verja había provocado que en el suelo, frente a ellos y entre la maraña de ortigas y hierbajos, surgiera un letrero de madera, como una extraña flor de crecimiento rápido, con una inscripción en letras doradas:
En este lugar, la noche del 31 de octubre de 1981, Lily y James Potter perdieron la vida. Su hijo, Harry, es el único mago que ha sobrevivido a la maldición asesina. Esta casa, invisible para los muggles, permanece en ruinas como monumento a los Potter y como recordatorio de la violencia que destrozó una familia.
Alrededor de esas frases pulcramente trazadas, otros magos y brujas que habían visitado el lugar donde «el niño que sobrevivió» logró escapar, habían añadido anotaciones. Algunos se limitaron a firmar con tinta imperecedera; otros grabaron sus iniciales en la madera, y otros escribieron mensajes. De entre éstos, los más recientes, que brillaban sobre los grafitis mágicos de dieciséis años de antigüedad, decían cosas muy parecidas: «Buena suerte, Harry, dondequiera que estés»; «Si lees esto, Harry, que sepas que estamos contigo», o bien, «Larga vida a Harry Potter».
—¡No deberían haber escrito en ese letrero! —se indignó Hermione.
Pero Harry la miró esbozando una sonrisa radiante, y replicó:
—Es genial. Me encanta que lo hayan hecho. Es…
No terminó la frase al ver que una figura envuelta de arriba abajo se les acercaba renqueando; las luces de la lejana plaza recortaban su silueta. A Harry le pareció que era una mujer, aunque resultaba difícil distinguirla. Andaba despacio, probablemente para no resbalar en el suelo nevado, pero el hecho de caminar encorvada, su gordura y la forma de arrastrar los pies indicaban que se trataba de una persona muy anciana. La observaron acercarse. Harry pensó que tal vez entraría en alguna de las casitas por las que pasaba, pero su instinto le decía que no lo haría. Al fin la figura se detuvo a pocos metros de ellos y se quedó quieta en medio de la calle helada, mirándolos.
Hermione pellizcó a Harry en el brazo, pero no hacía falta. No había prácticamente ninguna probabilidad de que esa mujer fuera una muggle: estaba allí inmóvil, contemplando una casa que, de no ser una bruja, le habría sido del todo imposible ver. Sin embargo, aun así era extraño que hubiera salido a la calle, de noche y con aquel frío, sólo para mirar una vieja casa en ruinas. Por otra parte, según todas las leyes de la magia normal, a la mujer no le sería posible ver a Hermione ni a Harry. Sin embargo, el muchacho intuía que la anciana sabía que estaban allí e incluso quiénes eran. Acababa de llegar a esa inquietante conclusión cuando la mujer levantó una mano enguantada y les indicó que se acercaran.
Hermione se estrechó más contra Harry bajo la capa, con un brazo pegado al suyo.
—¿Cómo lo sabe?
Harry negó con la cabeza. La mujer, que seguía mirándolos sin moverse en la calle desierta, volvió a hacerles señas, esta vez con apremio. A Harry se le ocurrían muchas razones para no hacerle caso, pero sus sospechas acerca de la identidad de aquella desconocida eran cada vez más sólidas.
¿Cabía la posibilidad de que llevara todos esos largos meses aguardándolos? ¿Podía ser que Dumbledore le hubiera pedido que esperara, porque Harry acabaría yendo a Godric’s Hollow? ¿Tal vez era ella la que estaba escondida en el cementerio y los había seguido hasta allí? El que la mujer fuera capaz de percibir su presencia indicaba que poseía poderes que Harry sólo había intuido en Dumbledore.
Por fin decidió dirigirle la palabra, y Hermione, sobresaltada, soltó un gritito ahogado.
—¿Es usted Bathilda?
La figura envuelta asintió y volvió a hacerles señas.
Bajo la capa, Harry consultó a Hermione con la mirada, y ella dio una breve y nerviosa cabezada de asentimiento.
Avanzaron poco a poco y, de inmediato, la mujer se dio la vuelta y echó a andar cojeando por donde había venido. Pasó por delante de varias casas, con los chicos detrás, y al fin entró por la verja de una de ellas. Harry y Hermione la siguieron por el sendero que discurría por un jardín casi tan descuidado como el que acababan de abandonar. Al llegar a la puerta principal, la mujer sacó una llave, abrió y se apartó para dejarlos entrar.
Ella olía mal, o quizá el mal olor provenía de la casa; Harry arrugó la nariz al pasar con sigilo por su lado y se quitó la capa. Ahora que estaba cerca de la anciana comprobó lo bajita que era; encorvada por la edad, apenas le llegaba a la altura del esternón. Cerró la puerta con una mano cubierta de manchas y nudillos azulados y se volvió hacia Harry; hundidos entre pliegues de piel casi translúcida, sus ojos eran opacos a causa de las cataratas, y tenía la cara cubierta de capilares rotos y manchas de vejez. El chico se preguntó si podía verlo con aquellos ojos enfermos; si así era, sólo vería al muggle calvo cuya apariencia él había adoptado.
El olor a viejo, polvo, ropa sucia y comida rancia se intensificó cuando la anciana se quitó el chal negro y apolillado, revelando una cabeza de cabello blanco y ralo a través del cual se veía claramente el cuero cabelludo.
—¿Es usted Bathilda? —repitió Harry.
Ella volvió a asentir y él recordó que llevaba el guardapelo colgado del cuello, porque la cosa que contenía el Horrocrux había despertado y sus pulsaciones se percibían a través de la fría cubierta de oro. ¿Sabía esa cosa, podía notarlo, que lo que iba a destruirla estaba cerca?
Bathilda echó a andar arrastrando los pies, empujó a Hermione al pasar, como si no la hubiera visto, y entró en lo que parecía un salón.
—Harry, esto no me gusta —musitó Hermione.
—¿La has visto bien? Estoy seguro de que en caso de necesidad podríamos dominarla. Mira, debí decírtelo antes, pero yo ya sabía que no estaba muy bien de la cabeza. Muriel lo dijo.
—¡Ven! —llamó Bathilda desde la otra habitación.
Hermione dio un respingo y se agarró al brazo de Harry.
—Tranquila —dijo él, y la precedió hacia el salón.
Bathilda iba de un lado para otro encendiendo velas, pero la estancia todavía estaba oscura, además de sumamente sucia. Una gruesa capa de polvo se removió bajo sus pies y, al olfatear, Harry detectó entre el olor a humedad y moho algo semejante a carne podrida. Se preguntó cuánto hacía que nadie iba allí a airear las habitaciones. Además, la mujer parecía haber olvidado que podía hacer magia, porque encendía las velas a mano, torpemente, de modo que siempre estaba a punto de prender el puño de encaje de su manga.
—Permítame que lo haga yo —se ofreció Harry, y le cogió las cerillas de la mano.
Ella lo observó mientras él acababa de encender los cabos de vela que había en unos platillos repartidos por toda la estancia, precariamente colocados sobre montones de libros y en mesitas abarrotadas de tazas sucias y desportilladas.
La última vela que encendió Harry estaba en una cómoda de frontal abombado y repleta de fotografías. Cuando la llama cobró vida, su reflejo titiló en los marcos de plata y los polvorientos cristales, y el muchacho detectó pequeños movimientos en las imágenes. Mientras Bathilda buscaba unos troncos para la chimenea, él musitó: «¡Tergeo!», y el polvo desapareció de las fotografías. Enseguida vio que faltaba una media docena de ellas, las de los marcos más grandes y ornamentados, y se preguntó si las habría retirado de allí la propia Bathilda. Entonces le llamó la atención una colocada al fondo de la colección, y la cogió.
Aquel ladrón de cara risueña, el joven rubio que había saltado desde el alféizar de la ventana de Gregorovitch, le sonreía perezosamente desde su marco de plata. Al instante recordó que había visto a aquel chico en Vida y mentiras de Albus Dumbledore, abrazado a un Dumbledore adolescente, y comprendió que las fotografías que faltaban probablemente estaban en el libro de Rita.
—Señora Bagshot… —dijo, y le tembló un poco la voz—. ¿Quién es éste?
Bathilda estaba en medio de la habitación contemplando cómo Hermione encendía el fuego de la chimenea.
—Señora Bagshot… —repitió Harry, y fue hacia ella para enseñarle la fotografía, al mismo tiempo que las llamas prendían en la chimenea. Bathilda miró a Harry y el Horrocrux latió más deprisa—. ¿Quién es este joven? —preguntó.
La anciana observó la fotografía con aire solemne, y luego a Harry.
—¿Sabe quién es? —insistió él en voz más alta y articulando con mayor claridad—. ¿Sabe quién es este joven? ¿Lo conoce? ¿Cómo se llama?
Bathilda compuso una expresión de indiferencia, frustrando a Harry. ¿Cómo había conseguido Rita Skeeter desenterrar los recuerdos de aquella mujer?
—¿Quién es este hombre? —dijo elevando aún más la voz.
—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Hermione.
—Mira esta fotografía… ¡Es el ladrón, el ladrón que robó a Gregorovitch!
»¡Por favor! —le suplicó a Bathilda—. ¿Quién es?
Pero ella se limitó a mirarlo fijamente.
—¿Por qué nos ha pedido que viniéramos con usted, señora Bagshot? —intervino Hermione elevando también el tono—. ¿Quería contarnos algo?
Bathilda se acercó a Harry arrastrando los pies, como si no hubiera oído a Hermione, y con la cabeza señaló el vestíbulo.
—¿Quiere que nos marchemos? —preguntó él.
Bathilda repitió el gesto, esta vez señalándolo primero a él, luego a sí misma y por último el techo.
—Ah, ya… me parece que quiere que suba con ella al piso de arriba.
—Está bien, vamos —dijo Hermione, pero cuando dio un paso, Bathilda sacudió la cabeza con repentina vehemencia y volvió a señalar primero a Harry y luego a sí misma.
—Quiere que suba con ella yo solo.
—¿Por qué? —preguntó Hermione, y su voz resonó, aguda y diáfana, en la estancia iluminada por las velas; la anciana movió un poco la cabeza, como molesta por la intensidad de ese sonido.
—A lo mejor Dumbledore le dijo que me diera la espada a mí y sólo a mí.
—¿De verdad crees que sabe quién eres?
—Sí, me parece que sí —respondió Harry observando los blanquecinos ojos de la anciana, de nuevo fijos en los suyos.
—Bueno, en ese caso… Pero date prisa, Harry.
—Usted primero —le dijo el chico a Bathilda.
La mujer debió de entenderlo, porque lo rodeó arrastrando los pies y fue hacia la puerta. Harry le lanzó una sonrisa tranquilizadora a su amiga, pero no estuvo seguro de que ella la viera, porque se había quedado en medio de aquella deprimente estancia, abrazándose el cuerpo y mirando la librería. Al salir, Harry se metió la fotografía del ladrón anónimo debajo de la chaqueta, sin que se dieran cuenta ni Hermione ni Bathilda.
La escalera era estrecha y empinada. Harry estuvo tentado de apoyar las manos en el voluminoso trasero de Bathilda para impedir que la anciana cayera hacia atrás y lo aplastara, lo cual parecía bastante probable. La mujer llegó resollando al primer rellano, torció hacia la derecha y guió a Harry hasta un dormitorio de techo bajo.
Allí dentro reinaba la oscuridad y también olía fatal. Harry atisbó un orinal que asomaba por debajo de la cama, pero Bathilda cerró la puerta y ya no vio nada más.
—¡Lumos! —dijo el muchacho, y su varita mágica se encendió. Al punto dio un respingo, porque la anciana se le había acercado aprovechando esos segundos de oscuridad total, aunque él no la había oído aproximarse.
—¿Eres Potter? —susurró Bathilda.
—Sí, soy Potter.
Ella asintió despacio, con solemnidad. Harry notó que los latidos del Horrocrux se aceleraban hasta superar los de su propio corazón, una sensación desagradable e inquietante.
—¿Tiene usted algo para mí? —preguntó, pero ella parecía absorta en la luz que emitía el extremo de la varita—. ¿Tiene algo que darme? —insistió.
La mujer cerró los ojos y entonces pasaron varias cosas a la vez: Harry sintió una fuerte punzada en la cicatriz, el Horrocrux palpitó con tanta fuerza que movió el jersey del muchacho, y la oscura y pestilente habitación desapareció por unos momentos. De pronto sintió un arrebato de júbilo y, con voz clara y aguda, gritó: «¡Retenlo!»
Se tambaleó un poco, mientras la maloliente habitación en penumbra volvía a formarse alrededor de él, pero no entendió qué había ocurrido.
—¿Tiene algo para mí? —preguntó por tercera vez, más fuerte aún.
—Está allí —susurró ella señalando un rincón.
Harry dirigió la varita hacia la ventana y bajo las cortinas vio un tocador atestado de cosas.
Esta vez la anciana no lo precedió. Con la varita en alto, Harry pasó lentamente entre ella y la cama, que estaba deshecha. No quería perder de vista a Bathilda.
—¿Qué es? —preguntó al llegar al tocador, sobre el que había un gran montón de ropa muy sucia, a juzgar por el hedor que desprendía.
—Ahí —insistió la mujer señalando el montón deforme.
Harry se volvió brevemente hacia aquel amasijo buscando distinguir la empuñadura de una espada o algo que pareciera un rubí, y entonces la mujer hizo un movimiento extraño que él advirtió con el rabillo del ojo; presa del pánico, miró rápidamente a la anciana y el horror lo paralizó al ver cómo su cuerpo se desmoronaba y una enorme serpiente le surgía del cuello.
La serpiente lo atacó cuando él alzaba la varita, y el impacto de la mordedura que recibió en el antebrazo hizo que aquélla saliera despedida hacia el techo girando sobre sí misma. La luz osciló vertiginosamente por la habitación antes de apagarse. En ese momento, la serpiente le propinó con la cola un fuerte golpe en el pecho que le cortó la respiración. Harry cayó hacia atrás sobre el montón de ropa del tocador.
Lanzándose hacia un lado logró esquivar por muy poco la cola de la serpiente, que descargó con violencia sobre el tocador. Harry se derrumbó en el suelo y le cayeron encima añicos del cristal que cubría la superficie del mueble.
—¿Harry, qué haces? —gritó Hermione desde abajo.
Él intentó coger aire para responder, pero una mole lisa y pesada lo derribó y se deslizó por encima de él, potente y musculosa…
—¡No! —chilló con voz ahogada, inmovilizado en el suelo.
—Sí —susurró la voz—. Sssíii… prepárate… prepárate…
—¡Accio… varita!
Pero la varita no acudió, y él necesitaba ambas manos para intentar soltarse de la serpiente, que ya empezaba a enroscarse alrededor de su torso, dejándolo sin aire y clavándole el Horrocrux en el pecho, un círculo de hielo que latía, vivo, a sólo unos centímetros de su propio y desbocado corazón. La mente se le iba llenando de una luz fría y blanca que le impedía pensar. Sin poder respirar, oía pasos a lo lejos y todo se iba…
Un corazón metálico golpeaba fuera de su pecho, y entonces Harry voló, voló triunfante, sin necesidad de escoba ni thestral…
Despertó bruscamente en la apestosa oscuridad. Nagini lo había soltado. Se puso en pie con dificultad y vio la silueta de la serpiente recortada contra la luz del rellano: en ese momento la bestia atacó y Hermione se lanzó hacia un lado dando un grito. La maldición de la chica dio contra la ventana y rompió los cristales. Un aire helado invadió la estancia. Harry se agachó para esquivar otra lluvia de cristales rotos y resbaló al pisar algo con forma de lápiz: su varita…
La recogió rápidamente, pero la serpiente sacudía la cola sin parar, ocupando toda la habitación. Harry no veía a Hermione y por un instante temió lo peor, pero entonces se oyó un fuerte estallido seguido de un destello de luz roja y la serpiente, golpeando con fuerza a Harry en la cara, dio una especie de brinco y se impulsó hacia el techo con un movimiento en espiral. Harry levantó la varita y al hacerlo sintió un dolor atroz en la cicatriz, un dolor que no notaba desde hacía años.
—¡Viene hacia aquí! ¡Viene hacia aquí, Hermione!
Mientras Harry gritaba, la serpiente cayó silbando como enloquecida. Reinaba un caos tremendo: la bestia destrozó los estantes de la pared e hizo saltar pedazos de porcelana por todas partes, mientras el muchacho se lanzaba hacia la cama y agarraba a tientas la oscura figura de Hermione.
La chica gritó de dolor cuando él la tumbó de un empujón sobre la cama. La serpiente se irguió de nuevo, pero Harry sabía que se avecinaba algo mucho peor, algo que quizá ya había llegado a la verja del jardín, porque la cicatriz le dolía horrores y la cabeza parecía a punto de explotarle…
La bestia se abalanzó sobre Harry, que saltó a un lado tirando de Hermione, la cual gritó «¡Confringo!». El hechizo voló por todo el cuarto, haciendo añicos el espejo del ropero, cuyos trozos rebotaron contra ellos, el suelo y el techo. El calor del hechizo le abrasó una mano a Harry y un fragmento de cristal le hizo un corte en la mejilla cuando, siempre tirando de Hermione, pasó junto al tocador y saltó hacia la destrozada ventana para lanzarse al vacío. El grito de Hermione resonó en la oscuridad mientras ambos giraban en el aire…
Y entonces se le abrió la cicatriz y él mismo era Voldemort, que corría por la hedionda habitación y se sujetaba con las largas y blancas manos al antepecho de la ventana, viendo al hombre calvo y a la mujer menuda girar sobre sí mismos y esfumarse; y él mismo gritó de rabia, un chillido que se fundió con el de Hermione y resonó por los oscuros jardines acallando el sonido de las campanadas de la iglesia que celebraban la Navidad…
Y su grito era el grito de Harry; su dolor era el dolor de Harry… Si sucediera allí, donde ya había sucedido una vez… Allí, desde donde se veía la casa en que él había estado tan a punto de saber qué significaba morir… Morir… Era un dolor tan intenso… Sentía como si lo arrancaran de su cuerpo. Pero si no tenía cuerpo, ¿por qué le dolía tanto la cabeza? Si estaba muerto, ¿por qué sentía un dolor tan insoportable? ¿Acaso no cesaba el dolor con la muerte, acaso no desaparecía?
La noche era húmeda y ventosa, dos niños disfrazados de calabaza caminaban como patos por la plaza, y los escaparates de las tiendas, cubiertos de arañas de papel, exhibían toda la parafernalia decorativa con que los muggles reproducían un mundo en que no creían. Y él se deslizaba con esa sensación de determinación, poder y potestad que siempre experimentaba en tales ocasiones. No era rabia… eso era para almas más débiles que la suya. No era rabia sino triunfo, sí… Había esperado mucho ese momento, lo había deseado tanto…
—¡Bonito disfraz, señor!
Vio cómo la sonrisa del niño flaqueaba cuando se le acercó lo suficiente para fisgar bajo la capucha de la capa; percibió el miedo ensombreciendo su maquillado rostro. Entonces el niño se dio la vuelta y huyó. Él aferró su varita mágica bajo la túnica… Un solo movimiento y el niño nunca llegaría a los brazos de su madre. Pero no hacía falta, no hacía ninguna falta…
Y siguió por otra calle más oscura, y por fin divisó su destino; el encantamiento Fidelio se había roto, aunque ellos todavía no lo supieran… Haciendo menos ruido que las hojas secas que se deslizaban por la acera, cuando llegó a la altura del oscuro seto miró por encima de él…
No habían corrido las cortinas, así que los vio claramente en su saloncito: él —alto, moreno y con gafas— hacía salir de su varita nubes de humo de colores para complacer al niño de pelo negro y pijama azul. El niño reía e intentaba atrapar el humo, asirlo con su manita…
Se abrió una puerta y entró la madre; dijo algo que él no pudo oír, pues el largo cabello pelirrojo le tapaba la cara. Entonces el padre levantó al niño del suelo y se lo dio a la madre. Dejó su varita mágica encima del sofá y se desperezó bostezando…
La puerta chirrió un poco cuando la abrió, pero James Potter no la oyó. Su blanca mano sacó la varita de debajo de la capa y apuntó a la puerta, que se abrió de par en par.
Ya había traspuesto el umbral cuando James llegó corriendo al vestíbulo. Fue fácil, demasiado fácil, ni siquiera llevaba su varita mágica…
—¡Coge a Harry y vete, Lily! ¡Es él! ¡Corre, vete! ¡Yo lo contendré!
¡Contenerlo! ¡Sin una varita a mano! Rió antes de lanzar la maldición.
—¡Avada Kedavra!
La luz verde inundó el estrecho vestíbulo, iluminó el cochecito apoyado contra la pared, reverberó en los balaustres como si fueran fluorescentes, y James Potter se desplomó como una marioneta a la que le han cortado los hilos.
La oyó gritar en el piso de arriba, atrapada, pero, mientras fuera sensata, al menos ella no tenía nada que temer. Subió la escalera, escuchando con cierto regocijo los ruidos que la mujer hacía mientras intentaba atrincherarse. Ella tampoco llevaba encima su varita mágica… Qué estúpidos eran y qué confiados; pensar que podían dejar su seguridad en manos de sus amigos, o separarse de sus armas aunque fuera sólo un instante.
Forzó la puerta, apartó con un único y lánguido movimiento de la varita la silla y las cajas que Lily había amontonado apresuradamente… Y allí la encontró, con el niño en brazos. Al verlo, ella dejó a su hijo en la cuna que tenía detrás y extendió ambos brazos, como si eso pudiera ayudarla, como si apartándolo de su vista fuera a conseguir que la eligiera a ella.
—¡Harry no! ¡Harry no! ¡Harry no, por favor!
—Apártate, necia. Apártate ahora mismo…
—¡Harry no! ¡Por favor, máteme a mí, pero a él no!
—Te lo advierto por última vez…
—¡Harry no! ¡Por favor… tenga piedad… tenga piedad! ¡Harry no! ¡Harry no! ¡Se lo ruego, haré lo que sea!
—Apártate. Apártate, estúpida…
Podría haberla apartado él mismo de la cuna, pero le pareció más prudente acabar con todos.
La luz verde destelló en la habitación y Lily se desplomó igual que su esposo. El niño no había llorado en todo ese rato; ya se sostenía en pie, agarrado a los barrotes de la cuna, y miró con expectación al intruso, quizá creyendo que quien se escondía bajo la capa era su padre, haciendo más luces bonitas, y que su madre se levantaría en cualquier momento, riendo…
Con sumo cuidado, apuntó la varita a la cara del niño: quería ver cómo sucedía, captar cada detalle de la destrucción de ese único e inexplicable peligro. El pequeño rompió a llorar: ya había comprendido que aquél no era su padre. A él no le gustó oírlo llorar; en el orfanato nunca había soportado oír llorar a los niños pequeños…
—¡Avada Kedavra!
Y entonces se derrumbó: no era nada, sólo dolor y terror, y tenía que esconderse, no allí, entre los escombros de la casa en ruinas, donde el niño seguía llorando, atrapado, sino lejos, muy lejos…
—No —gimió.
La serpiente susurró en el sucio y desordenado suelo, y él había matado al niño, y sin embargo él era el niño…
—No…
Y ahora estaba de pie junto a la ventana rota de la casa de Bathilda, abrumado por los recuerdos de otra pérdida mayor, y a sus pies la enorme serpiente se deslizaba sobre fragmentos de porcelana y cristal. Miró hacia abajo y vio algo, algo increíble…
—No…
—¡No pasa nada, Harry! ¡Estás bien!
Se agachó y recogió la destrozada fotografía. Y allí estaba el ladrón anónimo, el ladrón que él andaba buscando…
—No… Se me ha caído… Se me ha caído…
—¡No pasa nada, Harry! ¡Despierta! ¡Despierta!
Él era Harry… Harry, no Voldemort… Y esa cosa que susurraba no era una serpiente…
Abrió los ojos.
—Harry —musitó Hermione—. ¿Te encuentras bien?
—Sí… —mintió.
Se hallaba en la tienda de campaña, tumbado en la cama inferior de una litera, tapado con un montón de mantas. Comprendió que estaba a punto de amanecer por la quietud y la luz fría y mate que había en el exterior. Tenía el cuerpo empapado de sudor; lo notaba en las sábanas y mantas.
—Conseguimos huir.
—Sí —confirmó Hermione—. Tuve que utilizar un encantamiento planeador para ponerte en la litera, porque no podía levantarte. Has estado… Bueno, no has estado muy…
La muchacha tenía unas marcadas ojeras y sujetaba una pequeña esponja; Harry dedujo que le había limpiado la cara.
—Has estado enfermo —explicó ella—, muy enfermo.
—¿Cuánto hace que salimos de allí?
—Unas horas. Está amaneciendo.
—Y todo este tiempo he estado… ¿inconsciente?
—No exactamente —contestó Hermione, un tanto turbada—. Gritabas, gemías y hacías… cosas —añadió con un tono que inquietó a Harry.
¿Qué había hecho? ¿Gritar maldiciones como Voldemort, o llorar como el bebé de la cuna?
—No podía quitarte el Horrocrux —continuó ella, y él comprendió que quería cambiar de tema—. Estaba clavado, clavado en tu pecho. Te ha hecho una marca; lo siento, pero tuve que emplear un encantamiento seccionador para quitártelo. Además, te mordió la serpiente, aunque te he limpiado la herida y puesto un poco de díctamo…
Harry se apartó la sudada camiseta y se miró. Tenía un óvalo encarnado sobre el corazón, en el sitio donde el guardapelo le había quemado la piel. También vio la marca de la mordedura, casi cicatrizada, en el antebrazo.
—¿Dónde has puesto el Horrocrux?
—En mi bolso. Creo que deberíamos separarnos un tiempo de él.
Harry se recostó en las almohadas y observó la mala cara de su amiga.
—No debimos ir a Godric’s Hollow. Fue culpa mía. Todo es culpa mía, Hermione. Lo siento.
—Tú no tienes la culpa de nada; yo también quería ir. Creía que Dumbledore podía haberte dejado la espada allí.
—Ya… Pues parece que nos equivocamos.
—¿Qué pasó, Harry? ¿Qué pasó cuando Bathilda te llevó arriba? ¿La serpiente estaba escondida en algún sitio, o apareció de repente, la mató a ella y te atacó a ti?
—No, nada de eso. Ella era la serpiente, o la serpiente era ella. Lo era desde el principio.
—¿Qué quieres decir?
Harry cerró los ojos. Todavía estaba impregnado de la fetidez de aquella casa y eso contribuía a que el episodio le resultara horriblemente vívido.
—Bathilda debía de llevar ya algún tiempo muerta y la serpiente estaba… dentro de ella. Quien-tú-sabes la dejó esperando en Godric’s Hollow. Tenías razón: él sabía que yo volvería allí.
—¿Así que la serpiente estaba dentro de Bathilda?
Harry abrió los ojos y vio que su amiga ponía cara de asco.
—Lupin nos advirtió que nos encontraríamos ante una magia inimaginable —le recordó Harry—. Bathilda no quería decir nada delante de ti y habló todo el rato en lengua pársel, y yo no me di cuenta, claro, porque la entendía perfectamente. Cuando subimos a la habitación, la serpiente le envió un mensaje a Quien-tú-sabes, yo la oí en mi mente, y noté cómo él se emocionaba y le ordenaba que me retuviera allí… Y entonces… —recordó el momento en que la serpiente había salido por el cuello de Bathilda, pero decidió que Hermione no necesitaba conocer todos los detalles— entonces se transformó en la serpiente y me atacó. —Se miró la mordedura en el antebrazo—. No quería matarme, sólo retenerme allí hasta que llegara Quien-tú-sabes.
Si al menos hubiera conseguido matar a aquella bestia, todo habría valido la pena. Afligido, se incorporó y apartó las mantas.
—¡No, Harry! ¡Tienes que descansar!
—La que necesita descansar eres tú. No te ofendas, pero tienes un aspecto horrible. Yo me encuentro bien; voy a vigilar un rato. ¿Dónde está mi varita? —Hermione se limitó a mirarlo sin contestar—. ¿Hermione?
Ella se mordió el labio y los ojos se le humedecieron.
—Harry…
—¡¿Dónde está mi varita?!
Ella se inclinó junto a la cama, cogió la varita y se la dio.
La varita de acebo y fénix estaba casi partida en dos. Una frágil hebra de pluma de fénix mantenía unidos ambos trozos, pero la madera se había astillado por completo. Harry la cogió con delicadeza, como si fuera un ser vivo que hubiera sufrido un terrible accidente. Luego se la tendió a su amiga.
—Arréglala, por favor.
—Harry, me parece que no… Cuando una varita se rompe así…
—¡Inténtalo, Hermione! ¡Por favor!
—¡Re… reparo!
Los dos trozos de madera volvieron a unirse. El muchacho la cogió y exclamó:
—¡Lumos!
La varita chisporroteó un poco y enseguida se apagó. Harry apuntó con ella a Hermione.
—¡Expelliarmus!
La varita de la chica dio una pequeña sacudida, pero no le saltó de la mano. Aquel sencillo intento de hacer magia fue demasiado para la varita de Harry, que volvió a partirse. Él la miró perplejo, incapaz de asimilar lo que estaba viendo: la varita que tantas veces había sobrevivido…
—Harry —susurró Hermione de forma casi inaudible—. Lo lamento muchísimo. Creo que fui yo. Cuando nos íbamos, la serpiente nos siguió, así que le hice una maldición explosiva, pero rebotó por todas partes y debió de… debió de darle a…
—Fue un accidente —dijo Harry mecánicamente, pero se sentía vacío, aturdido—. Bueno, ya encontraremos la manera de repararla.
—No creo que podamos arreglarla —musitó Hermione mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. ¿Te acuerdas… de lo que le pasó a la varita de Ron cuando se rompió al estrellar el coche? Nunca volvió a ser la misma, y tuvo que comprar otra.
Harry pensó en Ollivander, a quien Voldemort había secuestrado y retenía como rehén; y en Gregorovitch, a quien había asesinado. ¿De dónde iba él a sacar una varita nueva?
—Bueno —dijo fingiendo naturalidad—, en ese caso, de momento utilizaré la tuya. Al menos para hacer la guardia.
Ella, llorosa, le entregó su varita y él la dejó sentada junto a la cama; no había nada que deseara más que alejarse de Hermione.