CAPÍTULO 15

La venganza de los duendes

A la mañana siguiente, antes de que Ron y Hermione despertaran, Harry salió de la tienda para buscar por el bosque el árbol más viejo, retorcido y fuerte que encontrara. Cuando lo halló, enterró el ojo de Ojoloco Moody bajo su sombra y marcó una crucecita en la corteza con la varita mágica. No era gran cosa, pero creyó que Ojoloco habría preferido estar ahí a quedarse incrustado en la puerta del despacho de Dolores Umbridge. Luego regresó a la tienda y esperó a que despertaran sus amigos para debatir lo que harían a continuación.

Tanto Hermione como él opinaron que no era conveniente quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, y Ron estuvo de acuerdo, pero puso como condición que el siguiente paso los llevara a algún lugar donde pudiera conseguir un bocadillo de beicon. Hermione retiró los sortilegios que había repartido por el claro, mientras ambos chicos borraban todas las marcas y huellas que revelaran que habían acampado allí. Entonces se desaparecieron hacia las afueras de una pequeña población con mercado.

Tras montar la tienda al amparo de un bosquecillo y rodearla de nuevos sortilegios defensivos, Harry se puso la capa invisible y salió a buscar comida. Pero las cosas no salieron según lo planeado. Acababa de llegar a un pueblo cercano cuando un frío inusual, una densa niebla y la repentina oscuridad del cielo lo hicieron detenerse en seco.

—¡Pero si tú sabes hacer un patronus de primera! —protestó Ron cuando Harry llegó a la tienda con las manos vacías, sin aliento y murmurando una única palabra: «dementores».

—No he logrado… hacerlo —se disculpó casi sin resuello mientras se sujetaba el costado, donde notaba una fuerte punzada—. No me… salía…

La cara de consternación y decepción de sus amigos logró que se avergonzara de sí mismo. No obstante, acababa de pasar por una experiencia de pesadilla: había visto a lo lejos cómo los dementores salían deslizándose de la niebla y había comprendido, mientras aquel frío paralizante lo envolvía y un grito sonaba en la distancia, que no sería capaz de protegerse. Había tenido que emplear toda su energía para echar a correr, dejando a los dementores —esas tétricas figuras sin ojos— entre los muggles que, aunque no los vieran, sin duda sentirían la desesperación que sembraban a su paso.

—Así que seguimos sin comida.

—Cállate, Ron —le espetó Hermione—. ¿Qué ha pasado, Harry? ¿Por qué crees que no has podido convocar el patronus? ¡Ayer te salió la mar de bien!

—No lo sé.

Se dejó caer en una de las viejas butacas de Perkins; cada vez se sentía más humillado y temía que algún mecanismo interior hubiera dejado de funcionarle. El día anterior parecía muy lejano; se sentía como si volviera a tener trece años y fuera el único que se desplomaba en el expreso de Hogwarts.

Ron le dio un puntapié a una silla.

—Bueno ¿qué? —le dijo a Hermione, enfurruñado—. ¡Tengo un hambre de muerte! ¡Lo único que he comido desde que casi muero desangrado ha sido un par de setas!

—Pues ve tú a pelearte con los dementores —replicó Harry, dolido.

—¡Iría, pero, por si no te has fijado, llevo un brazo en cabestrillo!

—Ya, eso resulta muy práctico.

—¿Y qué se supone que…?

—¡Claro! —saltó Hermione dándose una palmada en la frente, y los chicos la miraron—. ¡Dame el guardapelo, Harry! ¡Corre, el Horrocrux, Harry! ¡Todavía lo llevas encima! —exclamó impaciente, chasqueando los dedos al ver que él no reaccionaba.

Tendió una mano y Harry se quitó la cadena de oro del cuello. Tan pronto el guardapelo perdió el contacto con su piel, él se sintió libre y extrañamente aliviado. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía las manos sudorosas, o que notaba una desagradable presión en el estómago, hasta que esas sensaciones desaparecieron.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Hermione.

—¡Sí, mucho mejor!

—Harry —dijo ella poniéndose en cuclillas delante de él y empleando el tono con que uno se dirige a personas muy enfermas—, no creerás que estás poseído, ¿verdad?

—¿Qué dices? ¡No, claro que no! —contestó él, ofendido—. Recuerdo todo lo que he hecho mientras lo llevaba colgado. Si estuviera poseído, no sabría cómo había actuado, ¿no? Ginny me contó que a veces no recordaba nada.

—Hum —murmuró Hermione examinando el grueso guardapelo—. Bueno, quizá no deberíamos llevarlo colgado. Podríamos guardarlo en la tienda.

—No vamos a dejar ese Horrocrux por ahí —declaró Harry—. Si lo perdemos, si nos lo roban…

—De acuerdo, de acuerdo —cedió la chica, y se colgó el guardapelo del cuello y lo ocultó debajo de su camisa—. Pero nos turnaremos para que ninguno lo lleve demasiado rato seguido.

—Estupendo —dijo Ron con irritación—. Y ahora que ya hemos solucionado ese punto, ¿podemos ir a buscar algo de comer?

—Sí, pero iremos a otro sitio —determinó Hermione mirando de reojo a Harry—. No tiene sentido que nos quedemos aquí sabiendo que hay dementores patrullando.

Por fin, decidieron pasar la noche en un campo apartado que pertenecía a una granja solitaria de la que habían conseguido llevarse huevos y pan.

—Esto no es robar, ¿verdad? —preguntó Hermione con aprensión, mientras devoraban los huevos revueltos con pan tostado—. He dejado dinero en el gallinero…

Ron puso los ojos en blanco y, con los carrillos henchidos, dijo:

Emión, no te pecupes tanto. ¡Elájate!

Desde luego, les resultó mucho más fácil relajarse después de haber comido. Esa noche, las risas les hicieron olvidar la discusión sobre los dementores, y Harry estaba contento, casi optimista, cuando eligió hacer la primera guardia de la noche.

De ese modo comprobaron que con el estómago lleno uno está mucho más animado, mientras que si se tiene vacío es fácil que surjan las peleas y el pesimismo. Harry fue el menos sorprendido por este descubrimiento, porque en casa de los Dursley había pasado períodos de verdadera inanición. Hermione sobrellevaba bien las noches en que sólo encontraban unas bayas o unas galletas rancias, aunque quizá se mostraba un poco más malhumorada de lo habitual y sus silencios eran algo más hoscos. Ron, en cambio, estaba acostumbrado a tres deliciosas comidas al día, cortesía de su madre o de los elfos domésticos de Hogwarts, y el hambre lo ponía irascible y poco razonable. Siempre que la falta de comida coincidía con su turno de llevar el Horrocrux, se volvía de lo más desagradable.

«¿Y ahora adónde vamos?», era su cantinela de siempre. Sin embargo, daba la impresión de que no tenía ideas propias, y en todo momento esperaba que a sus dos compañeros se les ocurriera algún plan, mientras él se limitaba a amargarse pensando en la escasez de comida. Por tanto, Harry y Hermione pasaban horas infructuosas intentando averiguar dónde estarían los otros Horrocruxes y cómo destruir el que ya poseían; y como no disponían de nuevos datos, sus conversaciones cada vez eran más repetitivas.

Según recordaba Harry, Dumbledore sostenía que Voldemort había escondido los Horrocruxes en sitios que tenían alguna importancia para él, de modo que los chicos no paraban de enumerar, como si recitaran una especie de deprimente letanía, los lugares donde Voldemort había vivido o que guardaban cierta relación con él: el orfanato donde nació y se crió; Hogwarts, donde se educó; Borgin y Burkes, donde trabajó después de abandonar los estudios; y por último, Albania, donde transcurrieron sus años de exilio. Esas pistas formaban la base de sus especulaciones.

—Sí, vamos a Albania. Registrar todo un país no nos llevará más de una tarde —sugirió Ron con sarcasmo.

—Allí no puede haber nada. Cuando se marchó al exilio, ya había hecho cinco Horrocruxes, y Dumbledore estaba seguro de que la serpiente es el sexto —razonó Hermione—. Pero sabemos que ésta no se halla en Albania, porque suele acompañar a Vol…

—¿No os he pedido que no mencionéis su nombre?

—¡Vale! La serpiente suele acompañar a Quien-vosotros-sabéis. ¿Satisfecho?

—No mucho, la verdad.

—No me lo imagino escondiendo nada en Borgin y Burkes —intervino Harry, que ya había expresado su opinión varias veces; pero volvió a decirlo simplemente para romper aquel desagradable silencio—. Los dueños de esa tienda eran expertos en objetos tenebrosos, de modo que habrían reconocido un Horrocrux enseguida. —Ron soltó un elocuente bostezo y Harry, reprimiendo el impulso de lanzarle algo, prosiguió—: Insisto en que podría haber escondido uno en Hogwarts.

Hermione suspiró.

—¡Pero entonces Dumbledore lo habría encontrado!

Harry repitió el argumento que siempre presentaba para defender su teoría:

—Dumbledore dijo delante de mí que nunca había previsto conocer todos los secretos de Hogwarts. Os lo advierto, si hay un sitio donde Vol…

—¡Eh!

—¡¡Vale, Quien-vosotros-sabéis!! —exclamó Harry, ya harto del asunto—. ¡Si hay algún sitio que era verdaderamente importante para Quien-vosotros-sabéis, es Hogwarts!

—¡Anda ya! —se burló Ron—. ¿Su colegio?

—¡Sí, su colegio! Fue su primer hogar verdadero, el sitio que significaba que él era especial, que lo representaba todo para él, e incluso después de marcharse de allí…

—Vamos a ver, ¿de quién estamos hablando, de Quien-vosotros-sabéis o de ti? —saltó Ron. Estaba jugueteando con la cadena del Horrocrux que llevaba colgada del cuello, y Harry sintió ganas de agarrarla y estrangularlo con ella.

—Nos explicaste que Quien-vosotros-sabéis le pidió empleo a Dumbledore después de haber terminado los estudios —terció Hermione.

—Sí, exacto.

—Y Dumbledore pensó que sólo quería volver porque estaba buscando algo, seguramente el objeto de algún fundador del colegio, para hacer con él otro Horrocrux, ¿no?

—Así es —confirmó Harry.

—Pero no consiguió el empleo, ¿verdad? ¡De modo que nunca tuvo ocasión de robar un objeto de otro fundador ni de esconderlo en Hogwarts!

—Está bien —concedió Harry, derrotado—. Descartemos Hogwarts.

Como no tenían otras pistas, se trasladaron a Londres y, ocultos bajo la capa invisible, buscaron el orfanato donde se había criado Voldemort. Hermione se coló en una biblioteca y descubrió en los archivos que muchos años atrás habían demolido el edificio. Pese a ello, fueron a ver el lugar y comprobaron que allí habían construido un bloque de oficinas.

—¿Y si caváramos en los cimientos? —sugirió Hermione sin mucho entusiasmo.

—Él nunca escondería un Horrocrux aquí —aseveró Harry. En el fondo sabía que habrían podido ahorrarse ese viaje, porque el orfanato era el sitio de donde Voldemort estaba decidido a escapar, y por eso jamás se le habría ocurrido esconder una parte de su alma allí. Dumbledore le había hecho ver que Voldemort buscaba, como escondrijos, lugares que revistieran esplendor o un aura de misterio; por el contrario, ese lúgubre y deprimente rincón de Londres no tenía nada que ver con Hogwarts, ni con el ministerio ni con un edificio como Gringotts, la banca mágica de puertas doradas y suelos de mármol.

Aunque no se les ocurrían nuevas ideas, siguieron viajando por el campo y cada noche montaban la tienda en un sitio diferente, por precaución. Por las mañanas, tras asegurarse de haber borrado toda señal de su presencia, buscaban otro emplazamiento solitario y aislado, trasladándose mediante Aparición a otros bosques, a umbrías grietas de acantilados, a rojizos brezales, a laderas de montañas cubiertas de aulaga y, en una ocasión, a una resguardada cala de guijarros. Cada doce horas aproximadamente se pasaban el Horrocrux, como si jugaran al baile de la escoba —a cámara lenta y con un ingrediente perverso—, temiendo el momento en que dejara de sonar la música porque la recompensa eran doce horas de miedo y angustia extras.

A Harry seguía molestándole la cicatriz, casi siempre cuando llevaba colgado el Horrocrux. A veces no conseguía evitar que se notara que le dolía.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué has visto? —preguntaba Ron siempre que lo veía componer una mueca de dolor.

—Una cara —musitaba Harry—. La misma de siempre: la del ladrón que robó a Gregorovitch.

Y Ron se daba la vuelta sin disimular su desilusión. Harry sabía que su amigo deseaba tener noticias de su familia, o de los restantes miembros de la Orden del Fénix, pero al fin y al cabo él no era una antena de televisión, sino que sólo veía lo que Voldemort pensaba en determinado momento, y tampoco era capaz de sintonizar las imágenes a su antojo. Al parecer, el Señor Tenebroso pensaba sin cesar en aquel joven de cara risueña, cuyo nombre y paradero seguramente ignoraba, igual que le ocurría a Harry. Como seguía doliéndole la cicatriz y lo atormentaba el recuerdo del chico rubio, aprendió a disimular todo indicio de dolor o malestar, porque sus amigos no mostraban sino impaciencia cada vez que él mencionaba al joven ladrón, aunque no podía recriminárselo, pues también ellos estaban ansiosos por encontrar alguna pista de los Horrocruxes.

A medida que transcurrían los días, empezó a sospechar que Ron y Hermione hablaban de él a sus espaldas. En más de una ocasión dejaron de hablar bruscamente al entrar él en la tienda, y los sorprendió dos veces en un lugar un poco apartado, con las cabezas juntas y hablando deprisa, y al verlo acercarse se callaron de golpe y fingieron estar recogiendo leña o buscando agua.

Harry empezó a preguntarse si sus amigos sólo habían accedido a acompañarlo en aquel viaje, que iba adquiriendo apariencia de intrincado y sin sentido, porque creían que él tenía algún plan secreto que descubrirían a su debido tiempo. Por su parte, Ron no hacía ningún esfuerzo por disimular su malhumor, y Harry comenzaba a temer que Hermione también estuviera desengañada de sus escasas dotes de liderazgo. Se devanaba los sesos pensando dónde podía haber otros Horrocruxes, pero el único sitio que se le ocurría era Hogwarts, y como a sus amigos no les parecía probable, dejó de sugerirlo.

El otoño iba apoderándose del campo a medida que los chicos lo recorrían, de manera que ya montaban la tienda sobre mantillos de hojas secas. Además, las nieblas naturales se sumaban a las que provocaban los dementores, y el viento y la lluvia suponían una dificultad más. El hecho de que Hermione estuviera aprendiendo a identificar las setas comestibles no compensaba aquel continuo aislamiento, ni la falta de contacto con otras personas, ni la total ignorancia de cómo evolucionaba la lucha contra Voldemort.

—Mi madre sabe hacer aparecer comida de la nada —dijo Ron una noche, acampados en una ribera de Gales. Y, enfurruñado, empujó los trozos de pescado grisáceo y carbonizado que tenía en el plato.

Harry le miró el cuello y comprobó, tal como esperaba, que llevaba puesta la cadena de oro del Horrocrux. Entonces contuvo el impulso de replicarle, porque sabía que su actitud mejoraría un poco cuando le llegara el turno de quitarse el guardapelo. Pero Hermione lo contradijo:

—Tu madre no sabe hacer semejante cosa. Nadie es capaz de eso. La comida es la primera de las cinco Principales Excepciones de la Ley de Gamp sobre Transformaciones Elemen…

—A mí háblame claro, ¿vale? —le espetó Ron, quitándose una espina que se le había quedado entre los dientes.

—¡Es imposible que la comida aparezca de la nada! Si sabes dónde está, puedes hacer un encantamiento convocador, o transformarla, o si tienes un poco, multiplicarla…

—Pues esto será mejor que no lo multipliques, porque está asqueroso —murmuró Ron.

—¡Harry lo ha pescado y yo lo he cocinado lo mejor que he podido! ¡No sé por qué siempre acaba tocándome a mí preparar la comida! ¡Porque soy una chica, claro!

—¡No, es porque se supone que eres la mejor haciendo magia! —le soltó Ron.

Ella se puso en pie de un brinco, y unos pedacitos de lucio asado resbalaron de su plato de estaño y cayeron al suelo.

—Pues mañana puedes cocinar tú. Busca los ingredientes y hazles un encantamiento para convertirlos en algo que valga la pena comer. Yo me sentaré aquí, pondré cara de asco y me lamentaré, y ya veremos cómo…

—¡Alto! —ordenó Harry, y se puso rápidamente en pie levantando las manos para pedir silencio—. ¡Calla!

A Hermione le hervía la sangre.

—¿Cómo puedes darle la razón? Ron casi nunca cocina, nunca…

—¡Cállate, Hermione! ¡He oído algo!

Harry aguzó el oído sin bajar las manos. Entonces, pese al murmullo del oscuro río junto al que se encontraban, volvió a oír voces. Giró la cabeza y miró el chivatoscopio, pero seguía quieto.

—¿Has hecho el encantamiento muffliato? —le preguntó a Hermione en voz baja.

—Lo he hecho todo. El muffliato, los repelentes mágicos de muggles y los encantamientos desilusionadores; todos. Quienquiera que sea no debería poder oírnos ni vernos.

Entonces oyeron fuertes crujidos y roces; poco después, el sonido de piedras y ramitas sueltas pareció indicar que varias personas bajaban por la boscosa pendiente que descendía hasta la estrecha orilla donde ellos habían acampado. Los chicos sacaron sus varitas y se pusieron en guardia. Los sortilegios de que se habían rodeado deberían bastar para que, en aquella oscuridad casi total, no los vieran los muggles, ni las brujas ni los magos normales. Sin embargo, si eran mortífagos, sus defensas estaban a punto de pasar la prueba de la magia oscura por primera vez.

Cuando el grupo llegó a la orilla, las voces se oyeron más fuerte pero no más inteligibles. Harry calculó que estaban a unos seis metros de la tienda, pero el ruido del agua que caía en cascada no le permitía asegurarlo. Hermione agarró el bolsito de cuentas y se puso a rebuscar en él; al momento sacó tres orejas extensibles y le lanzó una a Harry y otra a Ron, que rápidamente se metieron un extremo de la cuerda de color carne en la oreja y sacaron el otro por la entrada de la tienda.

Pasados unos segundos, Harry escuchó una voz masculina que, con un deje de hastío, decía:

—Por aquí debería haber salmones, ¿o creéis que todavía no ha empezado la temporada? ¡Accio salmón!

Se produjeron unos chapoteos y luego un sonido de bofetada, como si alguien atrapara un pez al vuelo; alguien soltó un gruñido de apreciación. Harry se ajustó mejor la oreja extensible en el oído: por encima del murmullo del río había distinguido otras voces, pero no hablaban en su idioma ni en ningún lenguaje humano que él conociera. Era una lengua tosca y nada melodiosa, como una sarta de ruidos vibrantes y guturales, y daba la impresión de que había dos personas que la hablaban, una de ellas con voz más débil y cansina.

Un fuego prendió en el exterior, y los chicos vieron pasar unas sombras enormes entre la tienda y las llamas, al mismo tiempo que les llegaba el delicioso y tentador aroma a salmón asado. A continuación se oyó el tintineo de cubiertos sobre platos, y el desconocido que había hablado primero volvió a hacerlo:

—Tomad… Griphook… Gornuk…

—¡Duendes! —articuló Hermione mirando a Harry, que asintió en silencio.

—Gracias —respondieron los duendes en el idioma del otro.

—Bueno, ¿y cuánto tiempo lleváis vosotros tres huyendo? —preguntó una voz nueva, dulce y melodiosa; a Harry le resultó vagamente familiar e imaginó a un hombre barrigudo y de rostro jovial.

—Seis semanas, quizá siete. Ya no me acuerdo —contestó el que parecía aburrido—. Me encontré con Griphook el primero o el segundo día, y poco después se nos unió Gornuk. Es agradable tener un poco de compañía. —Guardaron silencio y se percibió el ruido de los cuchillos y tenedores rozando los platos y de las tazas de estaño, levantadas y vueltas a posar en el suelo—. Y tú, Ted, ¿por qué te marchaste? —añadió.

—Sabía que iban por mí —contestó Ted con su melodiosa voz, y de pronto Harry cayó en la cuenta de quién era: el padre de Tonks—. La semana pasada me enteré de que había mortífagos en la zona y decidí poner pies en polvorosa. Me negué a registrarme como hijo de muggles por principio, así que sabía que sólo era cuestión de tiempo, y que tarde o temprano tendría que marcharme. A mi esposa no le pasará nada porque ella es sangre limpia. Y luego me encontré con Dean… ¿cuánto hace, hijo? Unos pocos días, ¿no?

—Sí, eso es —contestó otra voz, y Harry, Ron y Hermione se miraron con asombro, callados pero emocionados, convencidos de haber reconocido la voz de Dean Thomas, su compañero de Gryffindor.

—Eres hijo de muggles, ¿verdad? —preguntó el que había hablado primero.

—No estoy seguro —respondió Dean—. Mi padre abandonó a mi madre cuando yo era muy pequeño, y no puedo demostrar que fuera un mago.

Permanecieron un rato sin hablar, sólo se los oía masticar; entonces Ted volvió a tomar la palabra.

—He de admitir, Dirk, que me sorprende haberme tropezado contigo. Me alegra pero me sorprende. Circulaba el rumor de que te habían detenido.

—Es que me detuvieron —confirmó Dirk—. Iba camino de Azkaban, pero me escapé. Aturdí a Dawlish y le robé la escoba. Fue más fácil de lo que imagináis, y Dawlish salió muy mal parado. No me extrañaría que alguien le hubiera hecho un encantamiento confundus. Si es así, me gustaría estrecharle la mano a la bruja o al mago que se lo hizo, porque seguramente me salvó la vida.

Volvieron a guardar silencio mientras el fuego chisporroteaba y el río continuaba murmurando. Poco después Ted preguntó:

—¿Y de dónde salís vosotros dos? Creía que los duendes apoyaban a Quien-vosotros-sabéis.

—Pues estabas equivocado, porque nosotros no nos ponemos de parte de nadie —dijo el duende de voz más aguda—. Ésta es una guerra de magos.

—Entonces ¿por qué os escondéis?

—Me pareció lo más prudente —respondió el duende de voz grave—. Había rechazado lo que consideraba una petición impertinente, y comprendí que peligraba mi seguridad personal.

—¿Qué te pidieron que hicieras? —preguntó Ted.

—Cosas inapropiadas para la dignidad de mi raza —contestó el duende con tono más tosco y menos humano—. Yo no soy ningún elfo doméstico.

—¿Y tú, Griphook?

—Por motivos parecidos —dijo el duende de voz aguda—. Gringotts ya no la controlan únicamente los de mi raza, pero yo jamás reconoceré a ningún mago como amo.

Añadió algo por lo bajo en duendigonza, y Gornuk rió.

—¿Era un chiste? —preguntó Dean.

—Ha dicho que también hay cosas que los magos no reconocen —explicó Dirk.

Hubo una breve pausa.

—No lo capto —admitió Dean.

—Antes de marcharme me tomé una pequeña venganza personal —dijo Griphook en la lengua de los otros.

—Bien hecho —dijo Ted—. Supongo que no conseguirías encerrar a un mortífago en una de esas viejas cámaras de máxima seguridad, ¿no?

—Si lo hubiera hecho, la espada no lo habría ayudado a salir de allí —replicó Griphook. Gornuk rió otra vez, y hasta Dirk soltó una risita.

—Me parece que Dean y yo nos estamos perdiendo algo —dijo Ted.

—Severus Snape también, aunque él no lo sabe —dijo Griphook, y los dos duendes rieron a carcajadas, con malicia.

En la tienda, Harry apenas podía respirar de emoción; Hermione y él se miraron, aguzando el oído al máximo.

—¿No te has enterado, Ted? —preguntó Dirk—. ¿No sabes que unos chicos intentaron robar la espada de Gryffindor del despacho de Snape en Hogwarts?

Harry notó como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo poniéndole todos los nervios de punta, y se quedó clavado en su sitio.

—No, no sabía nada —dijo Ted—. En El Profeta no lo han comentado, ¿verdad?

—No, ya me imagino que no —repuso Dirk riendo con satisfacción—. A mí me lo contó Griphook, y éste se enteró por Bill Weasley, que trabaja para la banca mágica. Entre los chicos que intentaron llevarse la espada estaba la hermana pequeña de Bill.

Harry miró a sus amigos, que tenían aferradas las orejas extensibles como si de ello dependiera su vida.

—Ella y un par de compañeros suyos entraron en el despacho de Snape y rompieron la urna de cristal donde, presuntamente, estaba guardada la espada. Snape los atrapó en la escalera cuando ya se la llevaban.

—¡Benditos sean! —exclamó Ted—. Pero ¿qué creían, que podrían emplear la espada contra Quien-vosotros-sabéis, o contra el propio Snape?

—Bueno, fuera cual fuese su intención, Snape decidió que la espada no estaba segura en su despacho —explicó Dirk—. Y un par de días más tarde, imagino que tras obtener el permiso de Quien-vosotros-sabéis, la hizo llevar a Londres para que la guardaran en Gringotts.

Los duendes volvieron a reír.

—Sigo sin entender el chiste —dijo Ted.

—Es una falsificación —afirmó Griphook.

—¿Qué la espada de Gryffindor es…?

—Eso mismo. Es una copia, una copia excelente, sin duda, pero hecha por magos. La original la forjaron los duendes hace siglos, y tenía ciertas propiedades que sólo poseen las armas fabricadas por los de mi raza. No sé dónde puede estar la genuina espada de Gryffindor, pero desde luego no en una cámara de la banca Gringotts.

—¡Ah, ya entiendo! —dijo Ted—. Y deduzco que no os molestasteis en contarles eso a los mortífagos, ¿correcto?

—No vi ningún motivo para preocuparlos con esa información —dijo Griphook con petulancia, y Ted y Dean unieron sus risas a las de Gornuk y Dirk.

Dentro de la tienda, Harry cerró los ojos, ansioso porque alguien hiciera la pregunta cuya respuesta él necesitaba oír. Un minuto más tarde, que se le hizo eterno, Dean la formuló, y entonces Harry recordó, sobresaltado, que ese muchacho también había sido novio de Ginny.

—¿Qué les pasó a Ginny y los otros chicos que intentaron robarla?

—Bah, los castigaron, y con crueldad —dijo Griphook, indiferente.

—Pero están bien, ¿no? —se apresuró a preguntar Ted—. Porque los Weasley ya han sufrido suficiente con sus otros hijos.

—Que yo sepa, no sufrieron daños graves —comentó Griphook.

—Me alegro por ellos —repuso Ted—. Con el historial de Snape, supongo que deberíamos dar las gracias de que sigan con vida.

—Entonces, ¿tú te crees esa historia? —preguntó Dirk—. ¿Crees que Snape mató a Dumbledore?

—Por supuesto —afirmó Ted—. No tendrás el valor de decirme que piensas que Potter tuvo algo que ver en eso, ¿verdad?

—Últimamente uno ya no sabe qué creer —masculló Dirk.

—Yo conozco a Harry Potter —terció Dean—. Y estoy seguro de que es auténtico; de que es el Elegido, o como queráis llamarlo.

—Sí, hijo, a mucha gente le gustaría creer que lo es —dijo Dirk—, y yo me incluyo. Pero ¿dónde está? Por lo que parece, ha escurrido el bulto. Si supiera algo que no sabemos nosotros, o si le hubieran encomendado alguna misión especial, estaría luchando, organizando la resistencia, en vez de escondido. Y mira, El Profeta lo dejó muy claro cuando…

¿El Profeta? —lo interrumpió Ted con sorna—. No me digas que todavía lees esa basura, Dirk. Si quieres hechos, tienes que leer El Quisquilloso.

De pronto se produjo un estallido de toses y arcadas, seguidas de unos buenos palmetazos; al parecer, Dirk se había tragado una espina. Por fin farfulló:

¿El Quisquilloso? ¿Ese periodicucho disparatado de Xeno Lovegood?

—Últimamente no cuenta muchos disparates —replicó Ted—. Échale un vistazo, ya lo verás. Xeno publica todo lo que El Profeta pasa por alto; en el último ejemplar no había ni una sola mención de los snorkacks de cuernos arrugados. Lo que no sé es cuánto tiempo van a dejarlo tranquilo. Pero él afirma, en la primera plana de todos los ejemplares, que cualquier mago que esté contra Quien-vosotros-sabéis debería tener como prioridad ayudar a Harry Potter.

—Es difícil ayudar a un chico que ha desaparecido de la faz de la Tierra —objetó Dirk.

—Mira, el hecho de que todavía no lo hayan atrapado ya es muy significativo —dijo Ted—. A mí no me importaría que Potter me diera algún que otro consejo. Al fin y al cabo, él ha conseguido lo que intentamos todos, ¿no?, es decir, conservar la libertad.

—Sí, bueno, en eso tienes razón —concedió Dirk—. Con el ministerio en pleno y todos sus informadores siguiéndole la pista, me extraña que todavía no lo hayan encontrado. Aunque ¿quién me asegura que no lo han detenido y matado, y están ocultando la noticia?

—Vamos, no digas eso, Dirk —murmuró Ted.

Entonces se produjo una larga pausa; sólo se oía el ruido de los cuchillos y los tenedores. Cuando volvieron a conversar, el tema de discusión fue si les convenía pasar la noche en la orilla del río o subir un poco por la boscosa pendiente. Tras decidir que entre los árboles estarían más guarecidos, apagaron el fuego y treparon por el terraplén; sus voces fueron perdiéndose en la distancia.

Harry, Ron y Hermione enrollaron las orejas extensibles. Harry, que había tenido que esforzarse para permanecer callado mientras escuchaban la conversación, ahora sólo logró musitar:

—Ginny… la espada…

—¡Lo sé, Harry, lo sé! —exclamó Hermione. Cogió el bolsito de cuentas y metió el brazo hasta el fondo—. Aquí está… —dijo apretando los dientes, y tiró de algo que se encontraba en las profundidades del bolsito.

Poco a poco, fue apareciendo la esquina del ornamentado marco de un cuadro. Harry corrió a ayudarla. Mientras sacaban el retrato vacío de Phineas Nigellus, Hermione no dejaba de apuntarlo con la varita, preparada para hacerle un hechizo.

—Si alguien cambió la espada auténtica por otra falsa mientras se hallaba en el despacho de Dumbledore —dijo con ansiedad al tiempo que apoyaban el cuadro contra la pared de la tienda—, Phineas Nigellus debió de verlo, porque su retrato está colgado justo detrás de la urna.

—A menos que estuviera dormido —puntualizó Harry, y contuvo la respiración al ver que Hermione se arrodillaba delante del lienzo vacío, con la varita dirigida hacia el centro, y tras carraspear decía:

—¡Hola, Phineas! ¿Phineas Nigellus, está usted ahí? —No ocurrió nada—. ¿Phineas Nigellus, está usted ahí? —repitió—. ¿Profesor Black, podríamos hablar con usted, por favor?

—Pedir las cosas por favor siempre ayuda —replicó una voz fría e insidiosa, y Phineas Nigellus apareció en su retrato. Al instante Hermione exclamó:

¡Obscuro!

De pronto, una venda cubrió los avispados y oscuros ojos del personaje, que dio una sacudida y un grito de dolor.

—Pero… ¿qué? ¿Cómo se atreve? ¿Qué está ha…?

—Lo siento mucho, profesor Black —se disculpó la chica—, pero es una precaución necesaria.

—¡Retíreme de inmediato esta inmunda añadidura! ¡He dicho que me la retire! ¡Está destrozando una gran obra de arte! ¿Dónde estoy? ¿Qué pasa aquí?

—No importa dónde estemos —dijo Harry, y Phineas Nigellus se quedó de piedra y abandonó sus intentos de quitarse la venda que le habían pintado.

—¿Me equivoco, o ésa es la voz del escurridizo señor Potter?

—Podría serlo —contestó Harry, consciente de que la duda mantendría despierto el interés del profesor Black—. Nos gustaría hacerle un par de preguntas sobre la espada de Gryffindor.

—¡Ah, vaya! —exclamó Phineas Nigellus moviendo la cabeza a uno y otro lado, esforzándose por ver a Harry—. Esa chiquilla estúpida actuó de un modo muy imprudente…

—No hable así de mi hermana —le espetó Ron, y Phineas Nigellus arqueó las cejas con altanería.

—¿Quién más hay aquí? —preguntó sin dejar de mover la cabeza—. ¡Su tono me desagrada! Esa chica y sus amigos fueron sumamente insensatos. ¡Mira que robar al director!

—No estaban robando —dijo Harry—. Esa espada no es de Snape.

—Pero pertenece al colegio del profesor Snape. ¿Acaso tenía esa Weasley algún derecho sobre ella? Merece el castigo que recibió, igual que ese idiota de Longbottom y la chiflada de Lovegood.

—¡Neville no es idiota y Luna no está chiflada! —saltó Hermione.

—¿Dónde estoy? —repitió Phineas Nigellus, y se puso a tirar de la venda otra vez—. ¿Adónde me han traído? ¿Por qué me han sacado de la casa de mis antepasados?

—¡Eso no importa! ¿Cómo castigó Snape a Ginny, Neville y Luna? —lo apremió Harry.

—El profesor Snape los envió al Bosque Prohibido para que hicieran un trabajo para ese zopenco de Hagrid.

—¡Hagrid no es un zopenco! —se indignó Hermione.

—Y Snape quizá pensara que eso era un castigo —intervino Harry—, pero esos tres seguramente se lo pasaron en grande con Hagrid. ¡Mira que enviarlos al Bosque Prohibido! ¡Ja! ¡Se han visto en situaciones mucho peores! —Y sintió un gran alivio, porque había imaginado cosas horrorosas, como mínimo que les hubieran echado la maldición cruciatus.

—En realidad, lo que queríamos saber es si alguien más ha… sacado esa espada de ahí. ¿No la han llevado a limpiar, o algo así? —preguntó Hermione.

Phineas Nigellus dejó de forcejear para quitarse la venda y soltó una risita.

—¡Hijos de muggles! —gritó—. Las armas fabricadas por duendes no requieren limpieza alguna, so boba. La plata de los duendes repele la suciedad mundana y sólo se imbuye de lo que la fortalece.

—No llame boba a mi amiga —se sulfuró Harry.

—Estoy harto de contradicciones —protestó Nigellus—. Quizá vaya siendo hora de que regrese al despacho del director.

Todavía con la venda en los ojos, tanteó el borde del cuadro, intentando salir del lienzo y volver al que estaba colgado en Hogwarts. Entonces Harry tuvo una repentina inspiración:

—¡Dumbledore! ¿No puede traernos a Dumbledore?

—¿Cómo dice? —se asombró Phineas Nigellus.

—Me refiero al retrato del profesor Dumbledore. ¿No puede traerlo aquí, al suyo?

El profesor Black volvió la cabeza en dirección a la voz de Harry y espetó:

—Es evidente que no sólo los hijos de muggles son ignorantes, Potter. Los retratos de Hogwarts pueden establecer comunicación, pero no pueden salir del castillo salvo para trasladarse a un cuadro de ellos mismos colgado en algún otro lugar. Dumbledore no puede venir aquí conmigo, y después del trato que he recibido de ustedes, les aseguro que no pienso volver a hacer otra visita.

Harry, un tanto decepcionado, vio cómo Phineas redoblaba sus esfuerzos por salir del lienzo.

—Profesor Black —terció Hermione—, ¿no podría decirnos sólo… por favor… cuándo fue la última vez que sacaron la espada de su urna? Me refiero a antes de que se la llevara Ginny.

Phineas bufó de impaciencia y dijo:

—Creo que la última vez fue cuando el profesor Dumbledore la utilizó para abrir un anillo.

Hermione se volvió bruscamente hacia Harry. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada más delante de Phineas Nigellus, que por fin había localizado la salida.

—Buenas noches —dijo con tono cortante, y se dispuso a salir del retrato. De pronto, cuando ya sólo se veía el borde del ala de su sombrero, Harry gritó:

—¡Espere! ¿Le ha contado a Snape que vio eso que nos ha dicho?

Phineas Nigellus asomó la vendada cabeza por el cuadro y puntualizó:

—El profesor Snape tiene cosas más importantes en que pensar que las excentricidades de Albus Dumbledore. ¡Adiós, Potter!

Y dicho esto, desapareció por completo, dejando atrás el fondo impreciso del cuadro.

—¡Harry! —exclamó Hermione.

—¡Sí, ya lo sé! —Incapaz de contenerse, el chico dio un puñetazo al aire; aquello era mucho más de lo que se había atrevido a imaginar.

Se puso a dar grandes zancadas por la tienda pletórico de energía, sintiendo que podría correr dos kilómetros sin parar; ya ni siquiera tenía hambre. Y Hermione, tras meter el retrato de Phineas Nigellus en su bolsito de cuentas, le dijo con una sonrisa radiante:

—¡La espada destruye los Horrocruxes! ¡Las armas fabricadas por duendes sólo se imbuyen de aquello que las fortalece! ¡Harry, esa espada está impregnada con veneno de basilisco!

—Y Dumbledore no me la dio porque todavía la necesitaba; quería utilizarla para destruir el guardapelo…

—… y debió de prever que si la ponía en su testamento no te la entregarían…

—… y por eso hizo una copia…

—… y la puso en la urna de cristal…

—… y dejó la auténtica… ¿dónde?

Los chicos se miraron. Harry tuvo la impresión de que la respuesta estaba suspendida en el aire, muy cerca pero invisible. ¿Por qué Dumbledore no se lo dijo? ¿O sí se lo dijo y él no se dio cuenta en su momento?

—¡Piensa! —le susurró Hermione—. ¡Piensa! ¿Dónde pudo dejarla?

—En Hogwarts no —contestó, y reanudó sus paseos por la tienda.

—¿Y en Hogsmeade?

—¿En la Casa de los Gritos? Allí nunca va nadie.

—Pero Snape sabe cómo se entra, ¿no sería eso un poco arriesgado?

—Dumbledore confiaba en Snape —le recordó Harry.

—No lo suficiente para explicarle que había cambiado las espadas —razonó Hermione.

—¡Sí, tienes razón! —Harry se alegró aún más de pensar que el anciano profesor había tenido ciertas reservas, aunque débiles, acerca de la honradez de Snape—. Entonces, ¿crees que decidió esconder la espada muy lejos de Hogsmeade? ¿Qué opinas tú, Ron? ¡Eh, Ron!

Harry lo buscó, y, por un instante, creyó que había salido de la tienda, pero entonces vio que se había tumbado en la litera de abajo, con cara de pocos amigos.

—Ah, ¿te has acordado de que existo?

—¿Cómo dices?

Ron dio un resoplido sin dejar de contemplar el somier de la cama de arriba.

—Nada, nada. Por mí podéis continuar; no quiero estropearos la fiesta.

Harry, perplejo, miró a Hermione buscando ayuda, pero ella estaba tan desconcertada como él.

—¿Qué te pasa? —preguntó Harry.

—¿Que qué me pasa? No me pasa nada —respondió Ron, que seguía sin mirarlo a la cara—. Al menos, según tú.

Se oyeron unos golpecitos en el techo de la tienda. Había empezado a llover.

—Oye, es evidente que algo te ocurre —insistió Harry—. Suéltalo ya, ¿quieres?

Ron se sentó en la cama; tenía una expresión ruin, nada propia de él.

—Está bien, lo soltaré. No esperes que me ponga a dar vueltas por la tienda porque hay algún otro maldito cacharro que tenemos que encontrar. Limítate a añadirlo a la lista de cosas que no sabes.

—¿De cosas que no sé? —se asombró Harry—. ¿Que yo no sé?

Plaf, plaf, plaf; la lluvia caía cada vez con más fuerza, tamborileando en la tienda, así como en la hojarasca de la orilla y en el río. El miedo sofocó el júbilo de Harry, porque Ron estaba diciendo lo que él se temía que su amigo creía.

—No es que no me lo esté pasando en grande aquí —dijo Ron—, con un brazo destrozado, sin nada que comer y congelándome el culo todas las noches. Lo que pasa es que esperaba… no sé, que después de varias semanas dando vueltas hubiéramos descubierto algo.

—Ron —intervino Hermione, pero en voz tan baja que el chico hizo como si no la hubiera oído, ya que el golpeteo de la lluvia en el techo amortiguaba cualquier sonido.

—Creía que sabías dónde te habías metido —insinuó Harry.

—Sí, yo también.

—A ver, ¿qué parte de nuestra empresa no está a la altura de tus expectativas? —La rabia estaba acudiendo en su ayuda—. ¿Creías que nos alojaríamos en hoteles de cinco estrellas, o que encontraríamos un Horrocrux un día sí y otro también? ¿O tal vez creías que por Navidad habrías vuelto con tu mami?

—¡Creíamos que sabías lo que hacías! —replicó Ron poniéndose en pie, y sus palabras atravesaron a Harry como cuchillos—. ¡Creíamos que Dumbledore te había explicado qué debías hacer! ¡Creíamos que tenías un plan!

—¡Ron! —gritó Hermione, y esta vez se la oyó perfectamente a pesar del fragor de la lluvia, pero el chico volvió a hacer oídos sordos.

—Bueno, pues lamento decepcionaros —dijo Harry con voz serena, aunque se sentía vacío, inepto—. He sido sincero con vosotros desde el principio, os he contado todo lo que me dijo Dumbledore. Y por si no te habías enterado, hemos encontrado un Horrocrux…

—Sí, y estamos tan cerca de deshacernos de él como de encontrar los otros. ¡O sea, a años luz!

—Quítate el guardapelo, Ron —le pidió Hermione con inusitada vehemencia—. Quítatelo, por favor. Si no lo hubieras llevado encima todo el día, no estarías diciendo estas cosas.

—Sí, las estaría diciendo igualmente —la contradijo Harry, que no quería que su amiga le facilitara excusas a Ron—. ¿Creéis que no me doy cuenta de que cuchicheáis a mis espaldas? ¿Que no sospechaba que pensabais todo esto?

—Harry, nosotros no…

—¡No mientas! —saltó Ron—. ¡Tú también lo dijiste, dijiste que estabas decepcionada, que creías que Harry tenía un poco más de…!

—¡No lo decía en ese sentido! ¡De verdad, Harry!

La lluvia seguía martilleando la tienda. Hermione fue presa del llanto, y la emoción de unos minutos atrás se desvaneció por completo, como unos fuegos artificiales que, tras su fugaz estallido, lo hubieran dejado todo oscuro, húmedo y frío. No sabían dónde se hallaba la espada de Gryffindor, y ellos eran tres adolescentes refugiados en una tienda de campaña cuyo único objetivo era no morir todavía.

—Entonces, ¿por qué seguimos aquí? —le espetó Harry a Ron.

—A mí, que me registren.

—¡Pues vuelve a tu casa!

—¡Sí, quizá lo haga! —gritó Ron dando unos pasos hacia Harry, que no retrocedió—. ¿No oíste lo que dijeron de mi hermana? Pero eso a ti te importa un pimiento, ¿verdad? ¡Ah, el Bosque Prohibido! Al valiente Harry Potter, que se ha enfrentado a cosas mucho peores, no le preocupa lo que pueda pasarle a mi hermana allí. Pues mira, a mí sí: me preocupan las arañas gigantes y los fenómenos…

—Lo único que he dicho es que Ginny no estaba sola, y que Hagrid debió de ayudarlos…

—¡Ya, ya! ¡Te importa muy poco! ¿Y qué me dices del resto de mi familia? «Los Weasley ya han sufrido suficiente con sus otros hijos», ¿eso tampoco lo oíste?

—Sí, claro que…

—Pero no te importa lo que significa, ¿verdad?

—¡Ron! —terció Hermione interponiéndose entre los dos chicos—. No creo que signifique que haya pasado nada más, nada que nosotros no sepamos. Piénsalo, Ron: Bill está lleno de cicatrices, mucha gente ya debe de haber visto que George ha perdido una oreja, y se supone que tú estás en el lecho de muerte, enfermo de spattergroit. Estoy segura de que sólo se referían a que…

—Ah, ¿estás segura? Muy bien, pues no me preocuparé por ellos. A vosotros os parece muy fácil, claro, porque vuestros padres están a salvo de…

—¡Mis padres están muertos! —bramó Harry.

—¡Los míos podrían ir por el mismo camino! —replicó Ron.

—¡Pues vete! —rugió Harry—. Vuelve con ellos, haz como si te hubieras curado del spattergroit y tu mami podrá prepararte comiditas y…

Ron hizo un movimiento brusco y Harry reaccionó, pero antes de que cualquiera de los dos pudiera sacar su varita mágica, Hermione sacó la suya.

¡Protego! —chilló, y un escudo invisible se extendió dejándolos a ella y a Harry de un lado y a Ron del otro; los tres se vieron obligados a retroceder por la fuerza del hechizo, y Harry y Ron se fulminaron con la mirada desde sus respectivos lados de la barrera transparente, como leyéndose con claridad sus más íntimos pensamientos por primera vez. Harry experimentó un odio corrosivo hacia Ron; se había roto el lazo que los unía.

—Deja el Horrocrux —ordenó Harry.

Ron se quitó la cadena y dejó el guardapelo encima de una silla. Entonces se volvió hacia Hermione y dijo:

—Y tú, ¿qué haces?

—¿Cómo que qué hago?

—¿Te quedas o qué?

—Yo… —Parecía angustiada—. Sí, me quedo. Ron, dijimos que acompañaríamos a Harry, que lo ayudaríamos a…

—Vale. Lo prefieres a él.

—¡No, Ron! ¡Vuelve, por favor! —Pero el encantamiento escudo que ella misma había hecho le impedía moverse; para cuando lo hubo retirado, Ron ya se había marchado de la tienda.

Harry se quedó quieto donde estaba, callado, escuchando los sollozos de Hermione, que repetía el nombre de Ron entre los árboles.

Pasados unos momentos, ella regresó con el cabello empapado y pegado a la cara.

—¡Se ha… ido! ¡Se ha desaparecido! —Se dejó caer en una butaca, se acurrucó y rompió a llorar.

Harry estaba aturdido. Recogió el Horrocrux y se lo colgó del cuello; luego quitó las sábanas de la cama de Ron y tapó a Hermione. Finalmente subió a la litera de arriba y se quedó contemplando el oscuro techo de lona, escuchando la lluvia.