CAPÍTULO 11

El soborno

SI Kreacher había sido capaz de escapar de un lago lleno de inferi, Harry tenía la seguridad de que la captura de Mundungus le llevaría unas horas a lo sumo, pero aun así pasó toda la mañana rondando impaciente por la casa. Sin embargo, el elfo no volvió esa mañana, y tampoco por la tarde. Al anochecer, Harry estaba desanimado y nervioso, y la cena, que consistió en un pan mohoso al que Hermione intentó sin éxito hacer diversas transformaciones, no logró mejorar su estado de ánimo.

Kreacher tampoco regresó al día siguiente, ni al otro. En cambio, dos hombres ataviados con capa aparecieron en la plaza frente al número 12, y allí se quedaron hasta el anochecer, sin apartar la mirada de la fachada que no veían.

—Mortífagos, seguro —dictaminó Ron, mientras los tres amigos los espiaban desde las ventanas del salón—. ¿Creéis que saben que estamos aquí?

—Lo dudo —respondió Hermione, aunque parecía asustada—. Si lo supieran, habrían enviado a Snape a capturarnos, ¿no?

—¿Creéis que Snape entró en la casa y la maldición de Moody le ató la lengua? —preguntó Ron.

—Me parece que sí —contestó Hermione—; de lo contrario, habría podido decirles a sus compinches cómo se entra, ¿no opináis lo mismo? Seguro que están vigilando por si aparecemos. Al fin y al cabo, saben que la casa es de Harry.

—¿Cómo lo…? —se extrañó Harry.

—El ministerio examina los testamentos de los magos, ¿recuerdas? Por tanto, deben de saber que Sirius te dejó esta casa en herencia.

La presencia de aquellos mortífagos incrementó la atmósfera de amenaza en la casa. Además, los chicos no habían tenido noticias de nadie que estuviera fuera de Grimmauld Place desde que vieran el patronus del señor Weasley, y la tensión empezaba a notarse. Ron, inquieto e irritable, se dedicó al fastidioso ejercicio de jugar con el desiluminador que llevaba en el bolsillo; eso enfurecía sobre todo a Hermione, que mataba el tiempo estudiando los Cuentos de Beedle el Bardo y a quien no le hacía ninguna gracia que las luces se apagaran y encendieran continuamente.

—¿Quieres estarte quieto? —gritó la tercera noche de aquella larga espera cuando, por enésima vez, se apagaron las luces del salón.

—¡Perdón! ¡Perdón! —se disculpó Ron, y volvió a encenderlas—. ¡Lo hago sin darme cuenta!

—¿Y no se te ocurre nada más útil con que entretenerte?

—¿Como qué? ¿Acaso leer cuentos infantiles?

—Dumbledore me legó este libro, Ron…

—Y a mí me legó el desiluminador. ¡Le habría gustado que lo utilizara!

Harry, harto de sus constantes discusiones, salió de la habitación sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Se dirigió a la escalera con intención de bajar a la cocina, adonde acudía de vez en cuando porque estaba convencido de que sería allí donde Kreacher se aparecería. Pero cuando llegó hacia la mitad de la escalera que daba al vestíbulo, oyó un golpecito en la puerta de la calle, y a continuación unos ruidos metálicos y el rechinar de la cadenilla.

Con los nervios de punta, sacó su varita mágica, se escondió entre las sombras (al lado de las cabezas de los elfos decapitados) y esperó. Por fin se abrió la puerta y, por la rendija, distinguió la plaza iluminada; entonces una persona provista de capa entró despacio y cerró la puerta. El intruso avanzó un paso y la voz de Moody preguntó: «¿Severus Snape?» De inmediato la figura de polvo se alzó desde el fondo del vestíbulo y se abalanzó sobre él levantando una mano cadavérica.

—No fui yo quien te mató, Albus —dijo una voz serena.

El embrujo se rompió y, de nuevo, la figura de polvo se descompuso, lo que hizo imposible distinguir al recién llegado a través de la densa nube gris que se formó.

Harry apuntó con su varita al centro de la nube y gritó:

—¡No se mueva!

Pero no tuvo en cuenta la reacción del retrato de la señora Black, pues, al oír la orden, las cortinas que lo ocultaban se abrieron de golpe y la bruja se puso a chillar: «¡Sangre sucia y escoria que deshonran mi casa…!»

Ron y Hermione llegaron a todo correr hasta donde estaba Harry y también apuntaron con las varitas al desconocido, que permanecía plantado en la entrada con los brazos en alto.

—¡No disparéis! ¡Soy yo, Remus!

—¡Ay, menos mal! —dijo Hermione con un hilo de voz al tiempo que desviaba la varita hacia la señora Black. Con un estallido, las cortinas volvieron a cerrarse y se produjo un silencio.

Ron también bajó su varita, pero Harry no.

—¡Ponte donde podamos verte! —ordenó.

Lupin se acercó a la lámpara, todavía con las manos en alto.

—Soy Remus John Lupin, hombre lobo, apodado Lunático, uno de los cuatro creadores del mapa del merodeador, casado con Nymphadora (también conocida como Tonks), y yo te enseñé a hacer un patronus que adopta la forma de ciervo.

—Uf, bueno —masculló Harry, y bajó la varita—, pero tenía que comprobarlo, ¿no?

—Como tu ex profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, estoy de acuerdo en que tenías que hacerlo. En cambio vosotros, Ron y Hermione, no deberíais haber bajado la guardia tan deprisa.

Los chicos descendieron hasta el vestíbulo; Lupin, envuelto en una gruesa capa de viaje negra, parecía agotado pero contento de verlos.

—Así pues, ¿no hay señales de Severus? —preguntó.

—No, ninguna —contestó Harry—. ¿Qué ha sucedido? ¿Están todos bien?

—Sí, sí —asintió Lupin—, pero nos vigilan. Ahí fuera, en la plaza, hay un par de mortífagos…

—Ya lo sabemos…

—He tenido que aparecerme justo en el escalón de la puerta para que no me vieran. No deben de saber que estáis aquí, ya que si lo supieran habrían venido más compinches. Mantienen vigilados todos los lugares que guardan alguna relación contigo, Harry. Vamos abajo. Tengo muchas cosas que contaros y quiero saber qué ocurrió cuando os marchasteis de La Madriguera.

Bajaron, pues, a la cocina, y Hermione apuntó la varita hacia la chimenea. El fuego prendió al instante y su luz suavizó la austeridad de las paredes de piedra y se reflejó en la larga mesa de madera. Lupin sacó varias cervezas de mantequilla de su capa y todos se sentaron.

—Habría llegado hace tres días, pero tuve que deshacerme del mortífago que me seguía la pista —explicó Lupin—. Bueno, decidme, ¿vinisteis directamente aquí después de la boda?

—No —respondió Harry—, primero nos tropezamos con un par de mortífagos en una cafetería de Tottenham Court Road.

A Lupin se le derramó casi toda la cerveza que estaba bebiendo.

—¿Qué has dicho?

Le contaron lo que había ocurrido y Lupin se quedó perplejo.

—Pero ¿cómo os encontraron tan deprisa? ¡Es imposible seguirle el rastro a alguien que se traslada mediante Aparición, a menos que te agarres a él en el preciso instante en que se desaparece!

—Pues no es muy probable que estuvieran paseando por Tottenham Court Road por casualidad, ¿verdad? —observó Harry.

—Hemos pensado que quizá Harry todavía lleve activado el Detector —comentó Hermione.

—Eso es imposible —dijo Lupin; Ron sonrió con suficiencia y Harry sintió un profundo alivio—. Dejando aparte otras cosas, si Harry aún llevara el Detector, ellos habrían sabido a ciencia cierta que estaba aquí. Pero no entiendo cómo consiguieron seguiros hasta Tottenham Court Road. Eso sí es preocupante, muy preocupante.

Lupin parecía desolado, pero Harry opinaba que esa cuestión podía esperar, de modo que preguntó:

—Dinos qué pasó cuando nos marchamos. No hemos sabido nada desde que el padre de Ron nos dijo que su familia estaba a salvo.

—Bueno, Kingsley nos salvó —explicó Lupin—. Gracias a su aviso, la mayoría de los invitados de la boda pudieron desaparecerse antes de que llegaran ellos.

—¿Eran mortífagos o gente del ministerio? —preguntó Hermione.

—Un poco de todo, pero a efectos prácticos ahora son la misma cosa. Eran aproximadamente una docena, aunque no sabían que estabas allí, Harry. Arthur oyó el rumor de que habían torturado a Scrimgeour antes de matarlo para que les revelara tu paradero; si eso es cierto, el ministro no te delató.

Harry miró a sus amigos y vio en sus rostros la mezcla de conmoción y gratitud que él mismo sintió. Scrimgeour nunca le había caído bien, pero, si ese rumor era verdad, en el último momento el ministro había intentado protegerlo.

—Los mortífagos registraron La Madriguera de arriba abajo —prosiguió Lupin—. Encontraron al ghoul, pero no se atrevieron a acercársele mucho. Y luego interrogaron a los que quedábamos durante horas; trataban de obtener información sobre ti, Harry, pero naturalmente sólo los miembros de la Orden sabíamos que habías estado en la casa.

»Al mismo tiempo que arruinaban la boda, otros mortífagos allanaban todas las casas del país relacionadas con la Orden. No hubo víctimas mortales —se apresuró a precisar anticipándose a la pregunta—, pero emplearon métodos muy crueles: quemaron la casa de Dedalus Diggle, aunque, como ya sabéis, él no estaba allí, y utilizaron la maldición cruciatus contra la familia de Tonks. Querían saber adónde habías ido después de visitarlos. No obstante, están todos bien; muy impresionados, desde luego, pero, por lo demás, bien.

—¿Y los mortífagos lograron superar todos los encantamientos protectores? —preguntó Harry al recordar lo bien que habían funcionado la noche que se estrelló en el jardín de los padres de Tonks.

—Considera, Harry, que ahora cuentan con toda la potencia del ministerio —aclaró Lupin—, y tienen permiso para realizar hechizos brutales sin temor a que los identifiquen ni los detengan. Así que lograron traspasar los hechizos defensivos que habíamos puesto para protegernos de ellos, y una vez dentro no ocultaron a qué habían ido.

—¿Y al menos se han molestado en ofrecer una excusa por torturar a quienquiera que se haya acercado alguna vez a Harry? —preguntó Hermione, indignada.

—Bueno… —repuso Lupin. Vaciló un momento y sacó un ejemplar de El Profeta que llevaba doblado—. Mirad esto. —Y empujó el periódico sobre la mesa hacia Harry—. Tarde o temprano te ibas a enterar. Ése es su pretexto para perseguirte.

Harry alisó el periódico, cuya primera plana incluía una gran fotografía de su cara, y leyó el titular:

SE BUSCA PARA INTERROGARLO SOBRE LA MUERTE DE ALBUS DUMBLEDORE

Ron y Hermione prorrumpieron en exclamaciones, ofendidos, pero Harry no dijo nada y apartó el periódico; no quería seguir leyendo, porque ya se imaginaba lo que diría. Sólo los que habían estado presentes en lo alto de la torre cuando murió Dumbledore sabían quién lo había matado, y, como Rita Skeeter ya le había explicado al mundo mágico, a Harry lo habían visto huir de allí momentos después de que el director de Hogwarts se precipitara al vacío.

—Lo siento, Harry —murmuró Lupin.

—Entonces, ¿los mortífagos también se han apoderado de El Profeta? —preguntó Hermione, furiosa. Lupin asintió con la cabeza—. Pero seguro que la gente sabe lo que está pasando, ¿no?

—El golpe ha sido discreto y prácticamente silencioso —repuso Lupin—. La versión oficial del asesinato de Scrimgeour es que ha dimitido; lo ha sustituido Pius Thicknesse, que está bajo la maldición imperius.

—¿Y por qué Voldemort no se ha proclamado ministro de Magia? —preguntó Ron.

Lupin se echó a reír antes de contestar:

—Porque no lo necesita, Ron. De hecho, él es el ministro, pero ¿por qué iba a ocupar una mesa en el despacho del ministerio? Su títere, Thicknesse, se encarga de los asuntos cotidianos, y así él tiene libertad para extender su poder por donde le venga en gana.

»Como es lógico, la gente ha deducido lo que ha pasado, porque la política del ministerio ha experimentado un cambio drástico en los últimos días, y muchas personas sospechan que Voldemort debe de ser el responsable de tal cambio. Sin embargo, ésa es la clave: sólo lo sospechan. Pero no se atreven a confiar en nadie, porque no saben de quiénes pueden fiarse y les da miedo expresar sus opiniones, por si sus conjeturas son ciertas y el ministerio toma represalias contra sus familias. Sí, Voldemort juega a un juego muy inteligente. Si se hubiera proclamado ministro, habría podido provocar una rebelión; en cambio, permaneciendo enmascarado, ha logrado sembrar la confusión, la incertidumbre y el temor.

—Y ese cambio drástico de la política del ministerio —terció Harry— ¿implica prevenir al mundo mágico contra mí en lugar de contra Voldemort?

—Sí, desde luego —confirmó Lupin—, y es un golpe maestro. Ahora que Dumbledore está muerto, tú, el niño que sobrevivió, podrías convertirte en el símbolo y el aglutinante del movimiento antiVoldemort. Pero insinuando que participaste en la muerte del antiguo héroe, el Señor Tenebroso no sólo le ha puesto precio a tu cabeza, sino que además ha sembrado la duda y el miedo entre mucha gente que te habría defendido.

»Entretanto, el ministerio ha empezado a actuar contra los hijos de muggles. —Lupin señaló El Profeta y añadió—: Mirad en la página dos.

Hermione pasó las páginas con la misma expresión de desagrado que había adoptado cuando tenía en las manos Los secretos de las artes más oscuras, y leyó en voz alta:

Registro de «hijos de muggles»: el Ministerio de Magia está llevando a cabo un estudio sobre los que atienden a esa denominación para entender mejor cómo llegaron a poseer secretos mágicos.

Una investigación reciente realizada por el Departamento de Misterios revela que la magia sólo puede transmitirse entre magos mediante la reproducción. Por lo tanto, si no existen antepasados mágicos comprobados, es posible que los llamados «hijos de muggles» hayan obtenido sus poderes mágicos por medios ilícitos, como el robo o el empleo de la fuerza.

El ministerio está decidido, pues, a acabar con esos usurpadores de los poderes mágicos, y a tal fin ha invitado a todos ellos a presentarse para ser interrogados por la Comisión de Registro de Hijos de Muggles, de reciente creación.

—La gente no permitirá que esto pase —opinó Ron.

—Ya está pasando —lo desengañó Lupin—. Mientras nosotros estamos aquí hablando, ya están deteniendo a hijos de muggles.

—Pero ¿cómo van a tener magia «robada»? —se extrañó Ron—. La magia es mental; si pudiera robarse, no habría squibs, ¿verdad?

—Así es —repuso Lupin—. Pero a menos que demuestres que tienes, como mínimo, un pariente cercano mágico, se considera que has obtenido tus poderes mágicos de forma ilegal y debes ser castigado.

Ron echó un vistazo a Hermione y planteó:

—¿Y qué pasaría si los sangre limpia o los sangre mestiza juran que un hijo de muggles forma parte de su familia? Porque pienso decirle a todo el mundo que Hermione es prima mía…

—Gracias, Ron, pero yo no te permitiría… —musitó ella dándole un apretón de manos.

—No tienes alternativa —replicó él con fiereza, asiéndole también la mano—. Te enseñaré mi árbol genealógico para que puedas contestar a cualquier pregunta que te hagan.

—No creo que eso importe mucho —repuso ella soltando una risita nerviosa—, mientras estemos huyendo con Harry Potter, la persona más buscada del país, Ron. Si tuviera que volver al colegio, sería diferente. Por cierto, ¿qué piensa hacer Voldemort con Hogwarts? —le preguntó a Lupin.

—Ahora la asistencia es obligatoria para todos los magos y las brujas en edad escolar. Lo anunciaron ayer, y eso también representa un cambio, porque hasta ahora nunca había sido obligatorio estudiar en Hogwarts. Casi todos los magos y las brujas de Gran Bretaña se han educado allí, por supuesto, pero sus padres tenían la posibilidad de enseñarles en casa o enviarlos al extranjero si lo preferían. De este modo, Voldemort tendrá a toda la población mágica controlada desde edad muy temprana. Y, asimismo, es otra manera de evitar que asistan los hijos de muggles, porque, para matricularse, los alumnos deben presentar un Estatus de Sangre, un documento que certifica que le han demostrado al ministerio que son descendientes de magos.

Harry estaba asqueado y furioso. Le daba rabia pensar que en ese mismo momento unos emocionados niños de once años estarían estudiando minuciosamente montañas de libros de hechizos recién comprados, sin saber que nunca llegarían a ver Hogwarts, y quizá tampoco volvieran a ver a sus familias.

—Es… es… —masculló, buscando las palabras para expresar el horror de sus pensamientos, pero Lupin dijo en voz baja:

—Lo sé, muchacho, lo sé. —Vaciló un momento y agregó—: Si no puedes confirmármelo, Harry, lo entenderé, pero la Orden tiene la impresión de que Dumbledore te encomendó una misión.

—Es verdad, y Ron y Hermione también están implicados y me acompañarán.

—¿Puedes decirme en qué consiste esa misión?

Harry le escrutó el rostro, plagado de arrugas prematuras y enmarcado por una mata de pelo tupido pero canoso, y lamentó no poder dar otra respuesta:

—No, Remus, lo siento. Si no te lo contó Dumbledore, creo que yo tampoco debo hacerlo.

—Ya me esperaba esa respuesta —dijo Lupin, decepcionado—. Pero yo podría serte útil. Ya sabes qué soy y lo que puedo hacer, de manera que sería un ventaja que os acompañara y os proporcionara protección, aunque no haría falta que me contarais exactamente qué os traéis entre manos.

Harry titubeó. Era una oferta muy tentadora, aunque no veía claro cómo iban a mantener en secreto su misión si Lupin estaba siempre con ellos. En cambio, Hermione se extrañó y dijo:

—Pero ¿y Tonks?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lupin.

—Bueno… ¡estáis casados! ¿Qué opina ella de que colabores con nosotros?

—Tonks no correrá ningún peligro; se quedará en casa de sus padres.

Había algo raro en la frialdad de Lupin, así como en la idea de que Tonks se escondiera en la casa paterna, porque ella, al fin y al cabo, era miembro de la Orden. Harry creía conocer a la bruja y le sorprendía que no optara por estar en primera línea.

—¿Va todo bien, Remus? —preguntó Hermione con vacilación—. Ya me entiendes, entre tú y…

—Va todo muy bien, gracias —repuso Lupin, cortante.

Hermione se ruborizó. Hubo otra pausa, que los hizo sentirse incómodos a los cuatro, y entonces Lupin, como si se viese obligado a reconocer algo desagradable, dijo:

—Tonks va a tener un hijo.

—¡Oh! ¡Qué bien! —exclamó Hermione.

—¡Sí, qué alegría! —corroboró Ron con entusiasmo.

—Enhorabuena —dijo Harry.

Lupin compuso una sonrisa forzada que más bien parecía una mueca, y añadió:

—Entonces… ¿aceptáis mi oferta? ¿Iremos los cuatro juntos? Estoy seguro de que Dumbledore lo habría aprobado; a fin de cuentas, me nombró vuestro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Y os advierto que creo que nos enfrentamos a una magia con la que muchos de nosotros jamás nos hemos topado ni llegado a imaginar.

Los tres amigos cruzaron miradas.

—A ver si lo he entendido bien —recapituló Harry—: ¿quieres dejar a Tonks con sus padres y venir con nosotros?

—Allí no corre ningún peligro; sus padres cuidarán de ella —afirmó Lupin con una determinación rayana en la indiferencia—. Estoy seguro de que a James le habría gustado que me quedara contigo, Harry.

—Pues yo no —replicó el muchacho—. Yo estoy seguro de que a mi padre le habría gustado saber por qué no te quedas con tu hijo.

Lupin palideció, y la temperatura de la cocina pareció descender unos diez grados. Ron se dedicó a observar la estancia como si tratara de memorizar todos los detalles, mientras que Hermione miraba alternativamente a Harry y Remus.

—Veo que no lo entiendes —dijo Lupin por fin.

—Pues explícamelo.

Lupin tragó saliva y alegó:

—Cometí un grave error al casarme con Tonks. Lo hice contra lo que me aconsejaba mi instinto, y desde entonces me he arrepentido mucho.

—Ya —dijo Harry—. Y por eso vas a dejarlos colgados a ella y al niño y vas a acompañarnos a nosotros, ¿no?

Lupin se levantó de un brinco, derribando la silla en que estaba sentado, y miró a los tres jóvenes con tanta fiereza que Harry vio, por primera vez, la sombra del lobo que se ocultaba tras aquel rostro humano.

—¿No entiendes lo que les he hecho a mi esposa y a ese futuro hijo? ¡Nunca debí casarme con ella! ¡La he convertido en una marginada! —Y le dio una patada a la silla que había derribado—. ¡Tú sólo me has visto rodeado de miembros de la Orden, o en Hogwarts, bajo la protección de Dumbledore! ¡Pero no sabes qué piensa la mayoría del mundo mágico de las criaturas como yo! ¡Los que conocen mi condición apenas me dirigen la palabra! ¿No te das cuenta de lo que he hecho? Hasta la familia de Tonks está molesta por nuestra boda. ¿A qué padres les gustaría que su única hija se casara con un hombre lobo? Y el niño… el niño…

Lupin se mesó unos mechones de cabello con ambas manos; estaba trastornado.

—¡Los de mi clase no suelen reproducirse! Ese niño será como yo, estoy seguro. ¿Cómo puedo perdonarme si me arriesgué a transmitirle mi condición a un niño inocente, a sabiendas de lo que hacía? ¡Y si, por obra de algún milagro, el niño no es como yo, estará muchísimo mejor sin un padre del que se avergonzará toda la vida!

—¡Remus! —susurró Hermione con lágrimas en los ojos—. No digas eso. ¿Cómo iba a avergonzarse tu hijo de ti?

—No creas, Hermione —intervino Harry—. Yo me avergonzaría. —No sabía de dónde le salía la ira, pero lo había obligado a levantarse también. Lupin encajó sus palabras como un bofetón—. Si el nuevo régimen piensa que los hijos de muggles son inferiores —continuó—, ¿qué le harán a un semihombre lobo cuyo padre pertenece a la Orden? Mi padre murió intentando protegernos a mi madre y a mí, de modo que ¿tú crees que él aprobaría que abandonaras a tu propio hijo para emprender una aventura con nosotros?

—¿Cómo… cómo te atreves? —replicó Lupin—. Esto no lo hago movido por ansias de… de peligro ni de gloria personal. ¿Cómo te atreves a insinuar que…?

—Me parece que lo que quieres es demostrar tu coraje —repuso Harry—. Y opino que te encanta la idea de pasar a ocupar el puesto de Sirius.

—¡Calla, Harry! —suplicó Hermione, pero él siguió mirando con desprecio el pálido rostro de Lupin.

—Nunca lo habría dicho de ti —le soltó—. El hombre que me enseñó a combatir a los dementores… ¡convertido en un cobarde!

Lupin sacudió su varita tan deprisa que Harry apenas tuvo tiempo de sacar la suya. Se oyó un fuerte estallido y el chico, como si hubiera recibido un puñetazo, salió despedido hacia atrás y chocó contra la pared de la cocina. Mientras resbalaba hasta el suelo, vio los faldones de la capa de Lupin desaparecer por la puerta.

—¡Remus! ¡Vuelve, Remus! —gritó Hermione, pero Lupin no contestó. Un instante después oyeron cerrarse la puerta de la calle—. ¡Harry! —gimoteó—. ¿Cómo has podido…?

—Ha sido fácil. —Se levantó y notó que estaba saliéndole un chichón en la cabeza, donde se había golpeado contra la pared. Todavía temblaba de rabia—. ¡No me mires así! —le espetó.

—¡No te metas con ella! —gruñó Ron.

—¡No, no, callaos! ¡No tenemos que pelearnos! —exigió Hermione interponiéndose entre ambos.

—No debiste hablarle así a Lupin —reprochó Ron a Harry.

—Él se lo ha buscado. —Por la mente le pasaban imágenes rápidas e inconexas: Sirius cayendo a través del velo; Dumbledore herido de muerte, suspendido en el aire; un destello de luz verde y la voz de su madre suplicando piedad…—. Los padres —sentenció— no deben abandonar a sus hijos a menos… a menos que no tengan más remedio.

—Harry —musitó Hermione, y le tendió una mano para consolarlo, pero él la rechazó y, apartándose, se quedó mirando el fuego que ella había hecho aparecer en la chimenea.

Una vez había hablado con Lupin por aquella chimenea; en esa ocasión se sentía muy confuso respecto a su padre, y las tranquilizadoras palabras de Lupin lo habían consolado. Pero en este momento, el pálido y torturado rostro de Lupin parecía flotar ante él, y experimentó una repulsiva oleada de remordimiento. Ni Ron ni Hermione dijeron nada, pero él estaba seguro de que se miraban, a sus espaldas, comunicándose en silencio.

Se dio la vuelta y los sorprendió apartándose precipitadamente uno de otro.

—Ya sé que no debí llamarlo cobarde.

—No, no debiste hacerlo —refunfuñó Ron.

—Pero se comporta como tal.

—Aunque así fuera… —intervino Hermione.

—Ya lo sé. Pero si eso hace que vuelva junto a Tonks, habrá valido la pena, ¿no? —Harry no pudo evitar el deje de súplica de su voz.

Hermione lo miró con indulgencia y Ron, vacilante. Harry se miró los pies; pensaba en su padre. ¿Habría defendido James la postura de su hijo, o se habría enfadado por cómo había tratado a su amigo?

La cocina estaba en silencio, pero casi se oía el zumbido de la reciente conmoción y el de los reproches no expresados de Ron y Hermione. El Profeta que Lupin les había llevado seguía encima de la mesa, y la cara de Harry contemplaba el techo desde la primera plana. El chico se aproximó a la mesa y se sentó. Levantó el periódico, lo abrió al azar y fingió leer. Pero no lograba concentrarse, porque sólo pensaba en su encontronazo con Lupin. Sin duda sus dos amigos, tapados por el periódico, habían retomado sus silenciosas comunicaciones. Pasó una página, haciendo mucho ruido, y entonces descubrió el nombre de Dumbledore. Tardó unos instantes en comprender el significado de la fotografía, en la que aparecía un retrato de familia. El pie de foto rezaba: «La familia Dumbledore. De izquierda a derecha, Albus, Percival, con la recién nacida Ariana en brazos, Kendra y Aberforth.»

Intrigado, examinó la imagen con detenimiento. Percival, el padre de Dumbledore, era un hombre atractivo y sus ojos parecían brillar incluso en aquella fotografía vieja y deslucida. La pequeña Ariana era un indefinido bulto no más largo que una barra de pan. Kendra, la madre, de cabello negro azabache recogido en un moño alto, tenía un rostro esculpido con cincel y, pese a su vestido de seda de cuello alto, a Harry le recordó a los indios americanos: ojos oscuros, pómulos prominentes y nariz recta. Albus y Aberforth lucían sendas chaquetas con cuello de encaje e idénticas melenas cortas; Albus aparentaba ser unos años mayor que su hermano, pero, por lo demás, los dos niños se parecían bastante, porque la fotografía se había tomado antes de que a Albus le rompieran la nariz y usara gafas.

Ofrecían el aspecto de una familia feliz y normal que sonreía con serenidad en el periódico. La pequeña Ariana tenía un brazo fuera del chal que la envolvía, y de vez en cuando lo agitaba. Harry leyó el titular del artículo ilustrado con esa fotografía:

EXTRACTO DE LA BIOGRAFÍA DE

ALBUS DUMBLEDORE, DE PRÓXIMA APARICIÓN

Rita Skeeter

Harry se dijo que aquel texto no empeoraría mucho más su estado de ánimo, así que inició la lectura:

La orgullosa y altanera Kendra Dumbledore no soportó seguir viviendo en Mould-on-the-Wold después del arresto y el confinamiento en Azkaban de su esposo Percival. Por eso decidió llevarse a su familia de allí y trasladarse a Godric’s Hollow, el pueblo que más tarde se haría famoso por ser el escenario donde Harry Potter se libró —de forma muy extraña— de Quien-ustedes-saben.

En Godric’s Hollow, igual que en Mould-on-the-Wold, residían muchas familias de magos, pero como Kendra no conocía a nadie allí, no sería objeto de la curiosidad que despertaba el delito de su esposo, como le había ocurrido en su anterior lugar de residencia. Sin embargo, rechazó repetidamente las muestras de simpatía de sus nuevos vecinos magos, y de ese modo pronto se aseguró de que dejarían en paz a su familia.

«Me cerró la puerta en las narices cuando fui a darle la bienvenida llevándole una hornada de pasteles, con forma de caldero, hechos por mí —recuerda Bathilda Bagshot—. El primer año que vivieron ahí sólo vi a los dos chicos, y no habría sabido que también existía una niña si, en una ocasión (el invierno después de su llegada), no hubiera estado yo recogiendo plangentinas a la luz de la luna y la hubiera visto salir con Ariana al jardín trasero. Kendra le hizo dar a la niña una vuelta al jardín, sujetándola con fuerza por el brazo, y luego se la llevó dentro. No supe qué pensar.»

Al parecer, Kendra creyó que el traslado a Godric’s Hollow era una oportunidad perfecta para esconder a Ariana de una vez por todas, algo que probablemente llevaba años planeando. Era el momento más oportuno. La niña sólo tenía siete años cuando se la perdió de vista, y, según la mayoría de los expertos, a esa edad es cuando se habría revelado su magia, si la hubiera tenido. Nadie que todavía viva recuerda que Ariana mostrara jamás la más leve señal de poseer aptitudes mágicas. Por tanto, parece evidente que Kendra decidió ocultar la existencia de su hija para no sufrir la vergüenza de reconocer que había alumbrado a una squib. Alejarse de los amigos y los vecinos que conocían a Ariana facilitaría mucho su confinamiento, por supuesto. Y podía confiar en que las pocas personas que a partir de entonces conocieran la existencia de la niña guardarían el secreto, incluidos sus dos hermanos; ellos desviaban las preguntas inoportunas con la respuesta que les había enseñado su madre: «Mi hermana está demasiado débil para ir al colegio.»

La próxima semana: «Albus Dumbledore en Hogwarts: los premios y las falsedades.»

Harry se había equivocado: el extracto de la obra de Rita Skeeter que acababa de leer le hizo sentirse peor. Volvió a mirar la fotografía de la familia aparentemente feliz. ¿Era verdad lo que había leído? ¿Cómo lo averiguaría? Quería ir a Godric’s Hollow, aunque Bathilda no estuviera en condiciones de explicarle nada, y quería visitar el lugar donde Dumbledore y él habían perdido a sus seres queridos. Cuando estaba a punto de bajar el periódico para pedirles su opinión a Ron y Hermione, un «¡crac!» ensordecedor resonó en la cocina.

Por primera vez en tres días, Harry se había olvidado por completo de Kreacher. Al principio pensó que Lupin había vuelto a irrumpir en la habitación, pero no entendía qué era la maraña de agitadas extremidades que había aparecido de la nada justo al lado de su silla. Se puso rápidamente en pie al mismo tiempo que Kreacher se desenredaba y, haciendo una reverencia a Harry, anunciaba con su ronca voz:

—Kreacher ha vuelto con el ladrón Mundungus Fletcher, mi amo.

Mundungus se levantó con dificultad y sacó su varita; pero Hermione fue más rápida que él y gritó:

¡Expelliarmus!

La varita mágica de Mundungus saltó por los aires y ella la atrapó. Mundungus, despavorido, echó a correr hacia la escalera; sin embargo, Ron le hizo un placaje y lo derribó sobre el suelo de piedra con un amortiguado crujido.

—Pero ¿qué pasa aquí? —bramó retorciéndose para soltarse de los brazos de Ron—. ¿Qué he hecho? ¿Por qué enviáis a un maldito elfo doméstico a buscarme? ¿A qué jugáis? ¿Qué he hecho? ¡Suéltame! ¡Suéltame o…!

—No estás en posición de amenazarnos —dijo Harry. Apartó el periódico, cruzó la cocina en pocas zancadas y se arrodilló al lado de Mundungus, que dejó de forcejear y lo miró aterrado.

Ron se levantó jadeando y observó cómo Harry apuntaba su varita a la nariz de Mundungus. Éste apestaba a sudor y humo de tabaco; tenía el pelo enmarañado y la túnica manchada.

—Kreacher pide disculpas por el retraso en traer al ladrón, mi amo. Fletcher sabe cómo evitar que lo capturen, tiene muchos escondrijos y muchos cómplices. Sin embargo, al fin Kreacher consiguió acorralar al ladrón.

—Lo has hecho muy bien —lo felicitó Harry, y el elfo hizo una reverencia—. Bien, tenemos varias preguntas que hacerte —le dijo a Mundungus, que se apresuró a farfullar:

—Me entró pánico, ¿vale? Yo no quería ir, lo dije desde el principio; no te ofendas, chico, pero nunca me ofrecí como voluntario para morir por ti, y el maldito Quien-tú-sabes venía volando hacia mí… cualquiera se habría largado. Ya advertí que no quería hacerlo…

—Para que te enteres, nadie más se desapareció —le informó Hermione.

—Bueno, pues sois una pandilla de malditos héroes, ¿vale?, pero yo nunca dije que estuviera dispuesto a dar la vida por…

—No nos interesa saber por qué dejaste plantado a Ojoloco —lo interrumpió Harry, y le acercó un poco más la varita a los ojos, con bolsas e inyectados en sangre—. Ya sabíamos que eras un canalla y que no se podía confiar en ti.

—Entonces, ¿por qué demonios me ha traído aquí ese elfo doméstico? ¿Es otra vez por lo de las copas ésas? No me queda ni una; si las tuviera os las daría…

—No, no se trata de las copas, pero te estás acercando —dijo Harry—. Y ahora calla y escucha.

Era maravilloso tener algo que hacer, alguien a quien poder extraerle una pequeña parte de la verdad. La varita de Harry estaba tan cerca de la nariz de Mundungus que éste se había puesto bizco intentando no perderla de vista.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de valor… —empezó Harry, pero Mundungus volvió a interrumpirlo:

—Sirius nunca le dio ningún valor a la chatarra que…

Hubo un correteo, un destello de cobre, un resonante golpazo y un chillido de dolor: Kreacher se había abalanzado sobre Mundungus para golpearle la cabeza con una sartén.

—¡Sacádmelo de encima! ¡Sacádmelo! ¡Este bicho tendría que estar encerrado! —vociferó Mundungus cubriéndose la cabeza con ambos brazos al ver que el elfo volvía a levantar la enorme sartén.

—¡Kreacher, no lo hagas! —ordenó Harry.

Los delgados brazos de Kreacher temblaban bajo el peso de la sartén que sostenía en alto.

—Una vez más, amo Harry, por si acaso.

Ron se echó a reír.

—Nos interesa que esté consciente, Kreacher, pero si necesita que se le persuada un poco, podrás hacer los honores —prometió Harry.

—Gracias, amo —replicó el elfo inclinando la cabeza; se retiró un poco y se quedó a escasa distancia vigilando a Mundungus con sus enormes y pálidos ojos, cargados de odio.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de valor que encontraste —volvió a decir Harry—, cogiste unas cosas que estaban en el armario de la cocina. Entre ellas había un guardapelo… —De pronto se le secó la boca y también notó la tensión y la emoción de Ron y Hermione—. ¿Qué hiciste con él?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tiene algún valor?

—¡Todavía lo tienes! —acusó Hermione.

—No, ya no lo tiene —dijo Ron con astucia—. Se está preguntando si habría podido pedir más dinero por él.

—¿Más dinero? —se extrañó Mundungus—. Eso no habría sido difícil, porque puede decirse que lo regalé. No tuve alternativa.

—¿Qué quieres decir?

—Estaba vendiendo en el callejón Diagon cuando una tipa se me acercó y me preguntó si tenía permiso para comerciar con artilugios mágicos. Una fisgona asquerosa. Quería multarme, pero le gustó el guardapelo y me dijo que se lo quedaba y que por esa vez me perdonaba, y… y que podía considerarme afortunado.

—¿Quién era? —preguntó Harry.

—No lo sé, una arpía del ministerio. —Caviló un momento, frunciendo el entrecejo, y añadió—. Era bajita y llevaba un lazo en la cabeza. Ah, y tenía cara de sapo.

Harry bajó la varita y, sin querer, golpeó a Mundungus en la nariz. Saltaron unas chispas rojas que le prendieron fuego a las cejas.

¡Aguamenti! —gritó Hermione, y un chorro de agua salió del extremo de su varita y roció a Mundungus, que, atragantándose, se puso a farfullar como un enloquecido.

Harry alzó la vista y percibió su propia sorpresa reflejada en las caras de sus amigos, al tiempo que notaba un hormigueo en las cicatrices del dorso de la mano derecha.