El testamento de Albus Dumbledore
IBA caminando por una carretera de montaña bajo la fría y azulada luz del amanecer. En la distancia, un poco más abajo, se distinguía el contorno de un pueblecito envuelto en la neblina. ¿Estaría allí el hombre al que buscaba? El hombre al que tanto necesitaba que casi no podía pensar en otra cosa, el hombre que tenía la solución a su problema.
—¡Eh, despierta!
Harry abrió los ojos; volvía a estar tumbado en la cama plegable de la sombría habitación de Ron, en el desván de La Madriguera. Todavía no había salido el sol y el cuarto estaba en penumbra; Pigwidgeon dormía con la cabeza bajo una de sus diminutas alas. Harry notaba pinchazos en la cicatriz de la frente.
—Estabas hablando en sueños.
—¿Ah, sí?
—Sí, de verdad. Todo el rato decías «Gregorovitch, Gregorovitch».
Como Harry no llevaba puestas las gafas, veía el rostro de Ron un poco borroso.
—¿Quién es Gregorovitch?
—Ni idea. Lo decías tú, no yo.
Pensativo, Harry se frotó la frente. Le parecía haber oído ese nombre antes, pero no sabía dónde.
—Creo que Voldemort está buscándolo.
—Pobre hombre —se apiadó Ron.
Harry ya estaba del todo despierto y se incorporó sin dejar de frotarse la cicatriz. Trató de recordar qué había visto con exactitud en el sueño, pero lo único que logró reconstruir fue un horizonte montañoso y el contorno de un pueblecito enclavado en un profundo valle.
—Me parece que está en el extranjero.
—¿Quién? ¿Gregorovitch?
—No, Voldemort. Y creo que se halla en algún país buscando a Gregorovitch. No tenía aspecto de ser Gran Bretaña.
—¿Insinúas… que has vuelto a entrar en su mente? —se preocupó Ron.
—No se lo digas a Hermione, por favor. Aunque no sé cómo, pretende que deje de ver cosas en sueños. —Se quedó mirando la jaula de la pequeña Pigwidgeon, cavilando… ¿Por qué le resultaba tan familiar ese nombre, Gregorovitch?—. Yo diría —comentó con lentitud— que tiene algo que ver con el quidditch. Hay alguna relación, pero no sé… no sé cuál.
—¿Con el quidditch? —se extrañó Ron—. ¿Seguro que no estás pensando en Gorgovitch?
—¿Quién has dicho?
—Dragomir Gorgovitch, cazador. Lo traspasaron hace dos años al Chudley Cannons por una cifra astronómica. Tiene el récord de anotación en una sola temporada.
—No, no. No estaba pensando en Gorgovitch.
—Yo también prefiero no pensar en él. Bueno, feliz cumpleaños.
—¡Vaya, es verdad! ¡No me acordaba! ¡Ya tengo diecisiete años!
Harry cogió la varita mágica, que estaba al lado de su cama plegable, apuntó al desordenado escritorio donde había dejado sus gafas y dijo: «¡Accio gafas!» Aunque las tenía a sólo un palmo, le produjo una gran satisfacción verlas volar hacia él, al menos hasta que una patilla se le metió en un ojo.
—¡Vaya estilo! —resopló Ron.
Para celebrar que se le había desactivado el Detector, Harry hizo volar por la habitación las cosas de Ron. Pigwidgeon despertó y empezó a revolotear muy agitada por la jaula. Harry también intentó atarse los cordones de las zapatillas deportivas mediante magia (aunque luego tardó varios minutos en desatar los nudos a mano). Luego, sólo por probar, cambió el naranja de las túnicas de los pósteres del Chudley Cannons de Ron por un azul intenso.
—Yo en tu lugar me subiría la cremallera a mano —le aconsejó Ron, y se echó a reír cuando Harry bajó la vista rápidamente para comprobar si llevaba la bragueta desabrochada—. Anda, toma tu regalo. Ábrelo aquí arriba, para que no lo vea mi madre.
—¿Es un libro? —se extrañó Harry al coger el paquete rectangular—. Un cambio con respecto a la tradición, ¿no?
—No es un libro como otro cualquiera. Es una joya: Doce formas infalibles de hechizar a una bruja. Explica todo lo que hay que saber sobre las chicas. Si lo hubiera tenido el año pasado, habría sabido cómo librarme de Lavender y qué hacer para… Bueno, a mí me lo regalaron Fred y George, y he aprendido mucho con él. Te sorprenderá, ya lo verás. Y no todos los trucos son a base de varita mágica.
Cuando bajaron a la cocina, encontraron un montón de regalos esperando encima de la mesa. Bill y monsieur Delacour estaban terminando de desayunar, y la señora Weasley, de pie, charlaba con ellos mientras vigilaba lo que tenía en una sartén.
—Arthur me ha pedido que te felicite de su parte, Harry —dijo la mujer con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha tenido que ir temprano al trabajo, pero volverá a la hora de la cena. Ese de ahí encima es nuestro regalo.
Harry se sentó, cogió el paquete cuadrado que la madre de Ron había señalado y lo desenvolvió. Dentro había un reloj muy parecido al que los Weasley le habían regalado a Ron cuando cumplió los diecisiete; era de oro y, en lugar de manecillas, tenía unas estrellas que giraban en la esfera.
—Es tradición regalar un reloj cuando un mago alcanza la mayoría de edad —explicó la señora Weasley mirando emocionada al chico, sin apartarse de los fogones—. Aunque ése no es nuevo como el de Ron, pues pertenecía a mi hermano Fabian, que no era muy cuidadoso con sus cosas. Verás que está un poco abollado por la parte de atrás, pero…
No pudo terminar su discurso, porque Harry se levantó y la abrazó. El muchacho intentó expresar así muchas cosas que nunca había dicho, y la señora Weasley debió de entenderlo, porque, cuando él la soltó, le dio unas palmaditas en la mejilla, haciendo un movimiento involuntario con la varita que provocó que un trozo de panceta saltara de la sartén y cayera al suelo.
—¡Feliz cumpleaños, Harry! —exclamó Hermione al irrumpir en la cocina, y puso su regalo en lo alto del montón—. No es gran cosa, pero espero que te guste. Y tú ¿qué le has regalado? —le preguntó a Ron, que simuló no oírla.
—¡Vamos, abre el de Hermione! —lo incitó Ron.
Su amiga le había comprado un chivatoscopio. Los otros paquetes contenían una navaja de afeitar encantada, regalo de Bill y Fleur («Ah, sí, con eso conseguigás el afeitado más suave que puedas imaginag —le aseguró monsieur Delacour—, pego debes decigle clagamente lo que quiegues, pogque si no puedes acabag más pelado de la cuenta…»); bombones, regalo de los Delacour; y una caja enorme de los últimos artículos de Sortilegios Weasley, regalo de Fred y George.
Harry, Ron y Hermione no se quedaron mucho rato en la mesa, ya que, cuando madame Delacour, Fleur y Gabrielle bajaron a desayunar, casi no cabían en la cocina.
—Dame eso. Lo pondré con el resto del equipaje —dijo Hermione alegremente; le cogió los regalos de los brazos a Harry y los tres amigos volvieron al piso de arriba—. Ya lo tengo casi todo preparado. Sólo falta que el resto de tus calzoncillos salga de la colada, Ron.
Éste se atragantó, pero el ruido que hizo fue interrumpido al abrirse una puerta del rellano del primer piso.
—¿Puedes venir un momento, Harry?
Era Ginny. Ron se detuvo en seco, pero Hermione lo cogió por el codo y lo obligó a seguir subiendo la escalera. Nervioso, Harry entró en el dormitorio de Ginny.
Era la primera vez que visitaba esa habitación. Era pequeña pero muy luminosa; en una pared había un gran póster del grupo mágico Las Brujas de Macbeth, y en otra una fotografía de Gwenog Jones, capitana del Holyhead Harpies, el equipo femenino de quidditch. También había un escritorio enfocado hacia la ventana abierta que daba al huerto de árboles frutales donde, una vez, Ginny y él habían jugado al quidditch —dos contra dos— con Ron y Hermione, y donde ya estaba montada la gran carpa blanca. La bandera dorada que la coronaba quedaba a la altura de la ventana.
La chica miró a Harry a los ojos, respiró hondo y dijo:
—Feliz cumpleaños.
—Ah… gracias…
Ginny lo miraba con fijeza, pero a él le costaba sostenerle la mirada: era como mirar directamente una luz muy brillante.
—Qué vista tan bonita —murmuró señalando la ventana.
Ella no le hizo caso, y a Harry no le extrañó.
—No se me ocurría qué regalarte —murmuró.
—No hacía falta que me regalaras nada.
Ella tampoco prestó atención a esa réplica y comentó:
—Tenía que ser algo útil y no demasiado grande; de lo contrario no podrías llevártelo.
Harry se aventuró a mirarla. No estaba llorando; ésa era una de las cosas que más lo maravillaban de Ginny: que casi nunca lloraba. Él suponía que tener seis hermanos varones la había curtido.
Ginny se le acercó un poco.
—Y entonces pensé que me gustaría regalarte algo que te ayudara a acordarte de mí, por si… no sé, por si conoces a alguna veela cuando estés por ahí haciendo eso que tienes que hacer.
—Sospecho que ahí fuera no voy a tener muchas ocasiones de ligar, la verdad.
—Eso era lo único que necesitaba oír —susurró ella, y de pronto lo besó como nunca hasta entonces.
Harry le devolvió el beso y sintió una felicidad que no podía compararse con nada, un bienestar mucho mayor que el producido por el whisky de fuego. Sintió que Ginny era lo único real que había en el mundo: Ginny, su contacto, una mano en su espalda y la otra en su largo y fragante cabello…
De repente se abrió la puerta y ambos se separaron dando un respingo.
—Vaya —dijo Ron con tono significativo—. Lo siento.
—¡Ron! —exhaló Hermione sin aliento detrás de él.
Hubo unos momentos de embarazoso silencio, hasta que Ginny dijo con voz monocorde:
—Bueno, feliz cumpleaños de todas formas, Harry.
A Ron se le habían puesto coloradas las orejas y Hermione parecía nerviosa. A Harry le habría gustado cerrarles la puerta en las narices, pero era como si una fría corriente de aire hubiera entrado en la habitación y aquel magnífico instante se había desvanecido como una pompa de jabón. Todas las razones que lo habían decidido a poner fin a su relación con Ginny y mantenerse alejado de ella parecían haberse colado en la habitación junto con Ron, y aquella feliz dicha lo abandonó.
Miró a Ginny; quería decirle algo pero no sabía qué, y además ella se había dado la vuelta. Se preguntó si por una vez habría sucumbido al llanto. Delante de Ron no podía consolarla.
—Hasta luego —fue lo único que dijo, y salió con sus dos amigos del dormitorio.
Ron bajó resueltamente la escalera, cruzó la cocina todavía abarrotada y salió al patio; Harry llevaba el mismo paso que él, y Hermione iba detrás con cara de susto.
Cuando llegó a la zona ajardinada de la casa, donde acababan de cortar el césped y donde nadie podía oírlos, Ron se dio la vuelta y espetó:
—¿No habíais cortado? ¿De qué vas? ¿Por qué tonteas con ella?
—No tonteo con ella —se defendió Harry, y en ese momento Hermione los alcanzó.
—Ron…
Pero éste levantó una mano para hacerla callar.
—Cuando cortasteis, mi hermana se quedó hecha polvo…
—Yo también. Ya sabes por qué le propuse dejarlo, y no fue porque yo quisiera.
—Sí, pero si ahora empiezas a pegarte el lote con ella, volverá a tener esperanzas y…
—Tu hermana no es idiota, sabe perfectamente que no puede ser, no espera que… acabemos casándonos ni…
Al decir eso, una vívida imagen se le formó en la mente: Ginny, vestida de blanco, casándose con un desconocido alto y aborrecible. De pronto sintió vértigo y lo entendió: Ginny tenía ante sí un futuro libre y sin obstáculos, mientras que el suyo… Más allá, él sólo veía a Voldemort.
—Si sigues besándote con mi hermana cada vez que se te presenta una oportunidad…
—No volverá a pasar —aseguró Harry con aspereza. Hacía un día radiante, pero él sintió como si el sol se hubiera escondido—. ¿Vale?
Ron parecía entre resentido y avergonzado; se balanceó adelante y atrás un par de veces y dijo:
—Está bien… Vale.
Ginny no procuró volver a verse a solas con Harry durante el resto del día, y nada en su aspecto ni actitud hizo sospechar que en su dormitorio hubieran mantenido otra cosa que no fuera una conversación normal. Aun así, la llegada de Charlie supuso un gran alivio para Harry; al menos lo distrajo ver cómo la señora Weasley lo obligaba a sentarse en una silla, cómo levantaba admonitoriamente su varita mágica y anunciaba que se disponía a hacerle un corte de pelo apropiado a su hijo.
Como en la cocina de La Madriguera no había espacio suficiente para celebrar la cena de cumpleaños de Harry —y aún faltaban por llegar Charlie, Lupin, Tonks y Hagrid—, juntaron varias mesas en el jardín. Fred y George hechizaron unos farolillos morados, todos con un gran diecisiete estampado, y los suspendieron sobre las mesas. Gracias a los cuidados de la señora Weasley, George ya tenía la herida curada, pero Harry todavía no se acostumbraba a ver el oscuro orificio que le había quedado en lugar de la oreja, pese a que los gemelos no paraban de hacer chistes sobre él.
Hermione hizo aparecer unas serpentinas doradas de la punta de su varita mágica y las colgó con mucho arte encima de árboles y arbustos.
—¡Qué bonito queda! —alabó Ron cuando, con un último floreo de la varita, Hermione tiñó de dorado las hojas del manzano silvestre—. Eres una artista para estas cosas.
—Gracias, Ron —repuso ella, complacida y un poco turbada.
Harry, muy divertido, se dio la vuelta para que no vieran su expresión; estaba segurísimo de que encontraría un capítulo dedicado a los cumplidos cuando tuviera tiempo de leer detenidamente su ejemplar de Doce formas infalibles de hechizar a una bruja. Entonces advirtió que Ginny lo miraba, y le sonrió, pero recordó la promesa hecha a Ron y rápidamente entabló conversación con monsieur Delacour.
—¡Apartaos, apartaos! —vociferó la señora Weasley, y entró por la verja con una snitch del tamaño de una pelota de playa flotando delante de ella.
Segundos más tarde, Harry comprendió que la snitch era su pastel de cumpleaños, y que la señora Weasley la hacía flotar con la varita mágica para no arriesgarse a llevarla con las manos por aquel terreno tan irregular. Cuando el pastel se hubo posado por fin en medio de la mesa, Harry exclamó:
—¡Es increíble, señora Weasley!
—Bah, no es nada, cielo —repuso ella con cariño. Ron asomó la cabeza por detrás de su madre, le hizo una seña de aprobación con el pulgar a Harry y articuló con los labios: «¡Bien!»
A las siete en punto ya habían llegado todos los invitados; Fred y George fueron a esperarlos al final del camino y los acompañaron a la casa. Para tan señalada ocasión, Hagrid se había puesto su mejor traje —marrón, peludo y horrible—. Lupin sonrió al estrecharle la mano, pero a Harry le pareció que no estaba muy contento (qué raro); en cambio, Tonks, al lado de su marido, estaba sencillamente radiante.
—¡Feliz cumpleaños, Harry! —lo felicitó la bruja abrazándolo con fuerza.
—Diecisiete, ¿eh? —dijo Hagrid mientras cogía la copa de vino, del tamaño de un balde, que le ofrecía Fred—. Ya han pasado seis años desde el día que nos conocimos, ¿te acuerdas, Harry?
—Vagamente —sonrió—. ¿Verdad que echaste la puerta abajo, provocaste que a Dudley le saliera una cola de cerdo y me dijiste que yo era mago?
—No tengo buena memoria para los detalles —repuso Hagrid riendo—. Ron, Hermione, ¿va todo bien?
—Muy bien, Hagrid —respondió la chica—. Y tú, ¿cómo estás?
—No puedo quejarme. Un poco atareado, porque tengo unos unicornios recién nacidos; ya os los enseñaré cuando volváis. —Harry evitó la mirada de sus dos amigos mientras Hagrid rebuscaba en un bolsillo—. Toma, Harry. No sabía qué regalarte, pero entonces me acordé de esto. —Sacó un monedero ligeramente peludo que se cerraba tirando de un largo cordón que también servía para colgárselo del cuello—. Es de piel de moke. Esconde lo que quieras dentro, porque sólo puede sacarlo su propietario. No se ven muchos, la verdad.
—¡Gracias, Hagrid!
—De nada, de nada —replicó el hombretón haciendo un ademán con una mano tan grande como la tapa de un cubo de basura—. ¡Mira, ahí está Charlie! Siempre me cayó bien ese chico. ¡Eh, Charlie!
El aludido se acercó, pasándose, compungido, una mano por la recién rapada cabeza. Era más bajo que Ron, más fornido, y tenía los musculosos brazos cubiertos de arañazos y quemaduras.
—Hola, Hagrid. ¿Qué tal?
—Hace mucho tiempo que quiero escribirte. ¿Cómo anda Norberto?
—¿Norberto, dices? —repitió Charlie, muerto de risa—. ¿Te refieres al ridgeback noruego? ¡Pues querrás decir Norberta!
—¿Cómooo? ¿Que Norberto es una hembra?
—Ni más ni menos —confirmó Charlie.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hermione.
—Las hembras son mucho más feroces —explicó Charlie. Miró hacia atrás y, bajando la voz, añadió—: A ver si llega pronto nuestro padre, porque mamá se está poniendo nerviosa.
Al mirar a la señora Weasley comprobaron, en efecto, que intentaba conversar con madame Delacour mientras echaba vistazos una y otra vez a la verja.
—Creo que será mejor que empecemos sin Arthur —anunció Molly al cabo de un momento a los invitados en general—. Deben de haberlo entretenido en… ¡Oh!
Todo el mundo lo vio al mismo tiempo: un rayo de luz cruzó el jardín y fue a parar sobre la mesa, donde se descompuso y formó una comadreja plateada que se sentó sobre las patas traseras y habló con la voz del señor Weasley:
—«El ministro de Magia me acompaña.»
Acto seguido, el patronus se esfumó. La familia de Fleur se quedó contemplando con perplejidad el sitio donde se había desvanecido.
—No quiero que nos encuentre aquí —dijo de inmediato Lupin—. Lo siento, Harry; ya te lo explicaré en otro momento. —Cogió a Tonks por la muñeca y se la llevó de allí; llegaron a la valla, la saltaron y enseguida se perdieron de vista.
—¿Que el ministro viene…? —balbuceó la señora Weasley, desconcertada—. Pero… ¿por qué? No lo entiendo.
Pero no había tiempo para conjeturas; un segundo más tarde, Arthur Weasley apareció de la nada junto a la verja, en compañía de Rufus Scrimgeour, a quien era fácil reconocer por su melena entrecana.
Los recién llegados atravesaron el patio y se encaminaron hacia el jardín, donde se hallaba la mesa iluminada por los farolillos. Los comensales guardaban silencio mientras los veían acercarse. Cuando la luz alcanzó a Scrimgeour, Harry comprobó que el ministro estaba flaco, ceñudo y mucho más viejo que la última vez que se habían visto.
—Lamento esta intromisión —se disculpó Scrimgeour al detenerse cojeando junto a la mesa—. Y más ahora que veo que me he colado en una fiesta. —Clavó la vista en el enorme pastel con forma de snitch y musitó—: Muchas felicidades.
—Gracias —dijo Harry.
—Quiero hablar en privado contigo —añadió el ministro—. Y también con Ronald Weasley y Hermione Granger.
—¿Con nosotros? —se extrañó Ron—. ¿Por qué?
—Os lo explicaré cuando estemos en un sitio menos concurrido. ¿Algún lugar para conversar a solas? —le preguntó al señor Weasley.
—Sí, por supuesto —respondió Arthur, que parecía nervioso—. Pueden ir al salón.
—Condúcenos, por favor —pidió el ministro a Ron—. No es necesario que nos acompañes, Arthur.
Harry advirtió que éste le dirigía una mirada de preocupación a su esposa cuando Ron, Hermione y él se levantaron de la mesa. Y mientras guiaban en silencio a Scrimgeour hacia la casa, intuyó que sus amigos estaban pensando lo mismo que él: de algún modo, el ministro debía de haberse enterado de que planeaban no asistir a Hogwarts ese año.
Scrimgeour no dijo nada mientras cruzaban la desordenada cocina y entraban en el salón. Aunque la débil y dorada luz del crepúsculo todavía bañaba el jardín, allí dentro ya estaba oscuro. Al entrar, Harry apuntó con su varita hacia las lámparas de aceite, que iluminaron la acogedora aunque deslucida estancia. El ministro se acomodó en la hundida butaca que solía ocupar el señor Weasley y los tres jóvenes se apretujaron en el sofá. Una vez que los cuatro se hubieron sentado, Scrimgeour tomó la palabra.
—Quiero haceros unas preguntas, y creo que será mejor que lo haga individualmente. Vosotros —señaló a Harry y Hermione— podéis esperar arriba. Empezaré con Ronald.
—No pensamos ir a ninguna parte —le espetó Harry mientras Hermione lo apoyaba asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Puede interrogarnos a los tres juntos, o a ninguno.
Scrimgeour le lanzó una fría mirada. Harry tuvo la impresión de que el ministro trataba de decidir si valía la pena iniciar tan pronto las hostilidades.
—Está bien. Los tres a la vez, pues —concedió, y carraspeó antes de proseguir—: Como seguramente suponéis, estoy aquí para hablar con vosotros del testamento de Albus Dumbledore. —Los chicos se miraron perplejos—. ¡Vaya, os he dado una sorpresa! ¿He de deducir, entonces, que no sabíais que Dumbledore os ha dejado algo en herencia?
—¿A todos? —preguntó Ron—. ¿A Hermione y a mí también?
—Sí, a los…
Pero Harry lo interrumpió:
—Dumbledore murió hace más de un mes. ¿Por qué han tardado tanto en entregarnos lo que nos legó?
—Eso es obvio —intervino Hermione—. Querían examinarlo. ¡Pero no tenían derecho a hacerlo! —protestó, y le tembló un poco la voz.
—Tengo todo el derecho del mundo —se defendió Scrimgeour con menosprecio—. El Decreto para la confiscación justificable concede al ministerio poderes para incautar el contenido de un testamento…
—¡Esa ley se creó para impedir que los magos dejaran en herencia artilugios tenebrosos —argumentó Hermione—, y el ministerio ha de tener pruebas sólidas de que las pertenencias del difunto son ilegales antes de decomisarlas! ¿Insinúa que creyó que Dumbledore intentaba legarnos algún objeto maldito?
—¿Tiene intención de cursar la carrera de Derecho Mágico, señorita Granger? —ironizó Scrimgeour.
—No, no es mi propósito. ¡Pero espero hacer algo positivo en la vida!
Ron se echó a reír y Scrimgeour le lanzó un vistazo rápido, pero volvió a prestar atención a Harry, que le preguntaba:
—¿Y por qué ahora ha decidido darnos lo que nos pertenece? ¿Ya no se le ocurre ningún pretexto para retenerlo?
—Debe de ser porque ya han pasado los treinta y un días que marca la ley —respondió Hermione en lugar del ministro—. No es lícito retener los objetos más días, a menos que el ministerio logre demostrar que son peligrosos. ¿No es así?
—¿Opinas que tenías una estrecha relación con Dumbledore, Ronald? —preguntó Scrimgeour, haciendo oídos sordos a la pregunta de Hermione.
Ron se sorprendió.
—¿Yo? No… Bueno, no mucho. Siempre era Harry quien… —Echó una ojeada a sus amigos, y vio que Hermione le lanzaba una mirada de advertencia: «¡No digas ni una palabra más!»; pero el mal ya estaba hecho. Por lo visto, el ministro acababa de oír exactamente lo que quería, de manera que se abatió sobre la respuesta de Ron como un ave de presa.
—Si no tenías una relación muy estrecha con él, ¿cómo explicas que te recordara en su testamento? Hizo poquísimos legados personales, ya que la mayoría de sus posesiones (la biblioteca privada, los instrumentos mágicos y otros efectos personales) se las legó a Hogwarts. ¿Por qué crees que te eligió a ti?
—Pues… no lo sé. Yo… Cuando digo que no teníamos una relación muy estrecha… Es decir, creo que yo le caía bien…
—No seas tan modesto, Ron —terció Hermione—. Dumbledore te tenía mucho cariño.
Esa afirmación significaba estirar al máximo la verdad; que Harry supiera, Dumbledore y Ron nunca hablaron a solas, y el contacto directo entre los dos fue insignificante. Sin embargo, Scrimgeour no parecía escucharlos; metió una mano en su capa y sacó una bolsita no mucho más grande que el monedero que Hagrid le había regalado a Harry. Extrajo un rollo de pergamino, lo desenrolló y leyó en voz alta:
—«Última voluntad y testamento de Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore…» Sí, aquí está: «… a Ronald Bilius Weasley le lego mi desiluminador, con la esperanza de que me recuerde cuando lo utilice».
El ministro sacó de la bolsa un objeto que Harry ya conocía; era parecido a un encendedor plateado, pero poseía el poder de absorber toda la luz de un lugar, y el de devolverla mediante un simple clic. Inclinándose hacia delante, el ministro le entregó el desiluminador a Ron, que lo cogió y lo hizo girar entre los dedos, atónito.
—Es un objeto muy valioso —comentó Scrimgeour sin dejar de observar al muchacho—, y es posible que sea único. Lo diseñó el propio Dumbledore, desde luego. ¿Por qué crees que te dejó un artículo tan exclusivo? —Ron negó con la cabeza, apabullado—. El antiguo director de Hogwarts tuvo a su cargo a miles de alumnos… Sin embargo, vosotros tres sois los únicos a quienes tuvo en cuenta en su testamento. ¿A qué se debe eso? ¿Para qué debió de pensar que usarías ese desiluminador, Weasley?
—Para apagar luces, supongo —musitó Ron—. ¿Qué otra cosa podría hacer con él?
El ministro no tenía ninguna otra sugerencia. Tras mirar a Ron con los ojos entornados, siguió leyendo:
—«A la señorita Hermione Jean Granger le lego mi ejemplar de los Cuentos de Beedle el Bardo, con la esperanza de que lo encuentre ameno e instructivo.»
Scrimgeour sacó de la bolsa un librito que parecía tan antiguo como el ejemplar de Los secretos de las artes más oscuras que Hermione conservaba en el piso de arriba; la tapa estaba manchada y en algunos puntos despegada. Ella lo cogió sin decir nada, se lo puso en el regazo y se quedó observándolo. Harry se fijó en que el título estaba escrito con runas, pero él nunca había aprendido a leerlas. Mientras hacía estas consideraciones, percibió que una lágrima caía sobre los símbolos grabados.
—¿Por qué crees que te dejó Dumbledore este libro, Granger? —Era más o menos la misma pregunta que le había hecho a Ron.
—Porque… porque sabía que me encantan los libros —respondió Hermione con voz sorda, y se enjugó las lágrimas con la manga.
—Pero ¿por qué este libro en particular?
—No lo sé. Debió de pensar que me gustaría.
—¿Alguna vez hablaste con él de códigos, o de cualquier otra forma de transmitir mensajes secretos?
—No, nunca —contestó Hermione, que seguía enjugándose las lágrimas—. Y si el ministerio no ha encontrado ningún código oculto en este libro en treinta y un días, dudo que lo encuentre yo.
La chica reprimió un sollozo; estaban tan apretujados en el sofá que Ron tuvo dificultades para abrazarla. Scrimgeour siguió leyendo el testamento:
—«A Harry James Potter —dijo, y a Harry la emoción le cerró de golpe el estómago— le lego la snitch que atrapó en su primer partido de quidditch en Hogwarts, como recordatorio de las recompensas que se obtienen mediante la perseverancia y la pericia.»
Cuando el ministro extrajo la diminuta pelota dorada, del tamaño de una nuez y cuyas alas plateadas se agitaban débilmente, Harry no pudo evitar sentirse decepcionado.
—¿Por qué te dejaría Dumbledore esta snitch, Potter?
—Ni idea. Por las razones que usted acaba de leer, imagino: para recordarme lo que puedes conseguir si… perseveras y no sé qué más.
—Entonces, ¿crees que esto no es más que un obsequio simbólico?
—Supongo. ¿Qué otra cosa podría ser?
—Aquí el que hace las preguntas soy yo —le recordó Scrimgeour arrimando un poco más la butaca al sofá. Fuera anochecía, y por las ventanas se veía la carpa que se alzaba, fantasmagórica, detrás del seto—. He observado que tu pastel de cumpleaños tiene forma de snitch. ¿A qué se debe?
—Uy, no puede ser una referencia a que Harry sea un gran buscador, porque resultaría demasiado obvio —ironizó Hermione—. ¡Debe de haber un mensaje secreto de Dumbledore escondido en el recubrimiento de azúcar glasé!
—No creo que haya algo oculto en el glaseado —replicó Scrimgeour—, pero una snitch sería muy buen sitio para guardar un objeto pequeño. Ya sabéis por qué, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros; Hermione, sin embargo, contestó, y él pensó que su amiga no había conseguido controlarse debido a lo arraigado que tenía el hábito de responder correctamente a cualquier pregunta.
—Porque las snitches tienen memoria táctil —dijo ella.
—¿Quéeee? —saltaron Ron y Harry a la vez, extrañados, pues ambos consideraban que Hermione no sabía nada de quidditch.
—Correcto —confirmó el ministro—. Nadie toca una snitch hasta que la sueltan; ni siquiera el fabricante, que utiliza guantes. Ese tipo de pelotas lleva incorporado un sortilegio mediante el cual identifican al primer ser humano que las coge; facultad que resulta útil en caso de que se produzca una captura controvertida. Esta snitch —especificó sosteniendo en alto la diminuta pelota dorada— recordará tu tacto, Potter. Se me ha ocurrido que quizá Dumbledore, que pese a sus muchos defectos poseía una prodigiosa habilidad mágica, encantó la snitch para que sólo pudieras abrirla tú.
A Harry se le aceleró el corazón, porque creía que Scrimgeour tenía razón. ¿Cómo podía evitar tocar la bola con la mano desnuda delante de él?
—No haces ningún comentario —observó Scrimgeour—. ¿No será que ya sabes qué contiene?
—No, no lo sé —contestó Harry, sin dejar de pensar en cómo se las ingeniaría para engañar al ministro y coger la snitch sin tocarla. Si hubiera dominado la Legeremancia, lo sabría y le habría leído el pensamiento a Hermione, a quien casi le detectaba los zumbidos del cerebro.
—Cógela —le ordenó Scrimgeour con serenidad.
Harry clavó la mirada en los amarillentos ojos del ministro y comprendió que no tenía opción. Así que tendió una mano con la palma hacia arriba. Scrimgeour volvió a inclinarse y, con mucha parsimonia, se la puso encima.
Pero no pasó nada. Cuando Harry aferró la snitch, las cansadas alas de ésta se agitaron un poco y luego se quedaron quietas. Scrimgeour, Ron y Hermione siguieron observando la pelota con avidez, ahora parcialmente oculta, como si todavía esperaran que sufriera alguna transformación.
—Ha sido muy teatral —comentó Harry con frialdad, y sus amigos rieron.
—Bueno, ya está, ¿no? —dijo Hermione, e intentó levantarse del sofá.
—No del todo —replicó Scrimgeour con gesto de enojo—. Dumbledore te dejó un segundo legado, Potter.
—¿Qué es? —La emoción de Harry se reavivó.
Esta vez, el ministro no tuvo que leer el testamento, sino que dijo:
—La espada de Godric Gryffindor.
Hermione y Ron se pusieron en tensión. Harry miró alrededor en busca de la empuñadura con rubíes incrustados, pero Scrimgeour no sacó la espada de la bolsita de piel que, de cualquier forma, era demasiado pequeña para contenerla.
—¿Dónde está? —preguntó el muchacho con recelo.
—Por desgracia —replicó Scrimgeour—, Dumbledore no podía disponer de esa espada a su gusto, puesto que es una importante joya histórica y, como tal, pertenece…
—¡Le pertenece a Harry! —saltó Hermione—. La espada lo eligió, él fue quien la encontró, salió del Sombrero Seleccionador y fue…
—Según fuentes históricas fidedignas, la espada puede presentarse ante cualquier miembro respetable de Gryffindor —aclaró Scrimgeour—. Pero eso no la convierte en propiedad exclusiva de Potter, independientemente de lo que decidiera Dumbledore. —Se rascó la mal afeitada mejilla escudriñando el rostro de Harry—. ¿Por qué crees que…?
—¿… que Dumbledore quería regalarme la espada? —completó Harry, esforzándose por controlar su genio—. No sé, quizá imaginó que quedaría bien colgada en la pared de mi habitación.
—¡Esto no es ninguna broma, Potter! ¿No sería porque él creía que sólo la espada de Godric Gryffindor lograría derrotar al heredero de Slytherin? ¿Quería darte esa espada, Potter, porque estaba convencido, como creen muchos, de que estás destinado a ser quien destruya a El-que-no-debe-ser-nombrado?
—Es una teoría interesante —repuso Harry—. ¿Ha intentado alguien alguna vez clavarle una espada a Voldemort? Quizá el ministerio debería enviar a alguien a probarlo, en lugar de perder el tiempo desmontando desiluminadores o tratar de que no se sepa nada de las fugas de Azkaban. ¿De modo que eso hacía usted, señor ministro, encerrado en su despacho: intentar abrir una snitch? Ha muerto gente, ¿sabe?; yo mismo estuve a punto de morir porque Voldemort me persiguió por tres condados y asesinó a Ojoloco Moody… Pero de eso el ministerio no ha dicho ni una palabra, ¿verdad que no? ¡Y encima espera que cooperemos con usted!
—¡Te estás pasando, chico! —gritó Scrimgeour levantándose de la butaca.
Harry también se puso en pie. El ministro se le aproximó cojeando y, al hincarle la punta de la varita en el pecho, le hizo un agujero en la camiseta, como quemada con un cigarrillo encendido.
—¡Eh! —exclamó Ron, levantándose asimismo y sacando su varita mágica, pero Harry gritó:
—¡Quieto, Ron! No le des una excusa para detenernos.
—Has recordado que ya no estás en el colegio, ¿verdad? —le espetó Scrimgeour, resollando y con la cara muy próxima a la de Harry—. Has recordado que yo no soy Dumbledore, que siempre perdonaba tu insolencia e insubordinación, ¿verdad? ¡Quizá lleves esa cicatriz como si fuera una corona, Potter, pero ningún bribonzuelo de diecisiete años me dirá cómo tengo que trabajar! ¡Ya va siendo hora de que aprendas a tener un poco de respeto!
—Ya va siendo hora de que usted haga algo para merecerlo —repuso Harry.
De repente, el suelo tembló, se notó que alguien corría por la casa, y la puerta del salón se abrió de par en par. Eran los Weasley.
—Nos ha… parecido oír… —balbuceó Arthur, alarmado al ver a Harry y el ministro con las narices tan juntas.
—… gritos —completó su esposa jadeando.
Scrimgeour retrocedió un par de pasos y observó el agujero que le había hecho en la camiseta a Harry. Dio la impresión de que lamentaba haber perdido los estribos.
—No pasa nada —gruñó—. Siento mucho… tu actitud —masculló mirando a Harry una vez más—. Por lo visto, piensas que el ministerio no persigue el mismo objetivo que tú o que Dumbledore. ¿Cuándo entenderás que deberíamos trabajar juntos?
—No me gustan sus métodos, señor ministro —replicó Harry—. ¿Ya no se acuerda?
Como había hecho en una ocasión el año anterior, Harry levantó el puño derecho y le mostró al ministro las cicatrices que conservaba en el dorso de la mano: «No debo decir mentiras.» El semblante de Scrimgeour se endureció y, tras darse la vuelta sin decir palabra, salió cojeando de la habitación. La señora Weasley lo siguió; Harry la oyó detenerse en la puerta trasera. Al cabo de un minuto, ella anunció:
—¡Ya se ha ido!
—¿Qué quería? —preguntó el padre de Ron mirando a los tres amigos mientras su esposa volvía a toda prisa.
—Darnos lo que nos dejó en herencia Dumbledore —contestó Harry—. Acaba de revelarnos el contenido del testamento.
Fuera, en el jardín, los tres objetos que Scrimgeour había llevado a los chicos pasaron de mano en mano alrededor de la mesa. Todos prorrumpieron en exclamaciones de admiración ante el desiluminador y los Cuentos de Beedle el Bardo, y lamentaron que Scrimgeour se hubiera negado a entregarle la espada a Harry; sin embargo, nadie se explicaba por qué Dumbledore le había legado a Harry una vieja snitch. Mientras el señor Weasley examinaba el desiluminador por tercera o cuarta vez, su esposa dijo:
—Harry, cielo, están todos muertos de hambre, pero no queríamos empezar sin ti. ¿Puedo ir sirviendo la cena?
Comieron con prisas y después, tras entonar a coro un rápido «Cumpleaños feliz» y engullir cada uno su trozo de pastel, dieron por terminada la fiesta. Hagrid, que estaba invitado a la boda del día siguiente pero cuya corpulencia le impedía dormir en la abarrotada Madriguera, fue a montar una tienda en un campo cercano.
—Sube a la habitación de Ron cuando los demás se hayan acostado —le susurró Harry a Hermione mientras ayudaban a la señora Weasley a dejar el jardín como estaba antes de la cena.
Arriba, en la habitación del desván, Ron examinó su desiluminador y Harry llenó el monedero de piel de moke; lo que metió dentro no fueron monedas, sino los artículos que él consideraba más valiosos, aunque algunos parecieran inútiles: el mapa del merodeador, el fragmento del espejo encantado de Sirius y el guardapelo de «R.A.B.». Cerró el monedero tirando del cordón y se lo colgó del cuello; a continuación cogió la vieja snitch y se sentó a observar cómo aleteaba débilmente. Por fin, Hermione llamó a la puerta y entró de puntillas.
—¡Muffliato! —susurró la chica apuntando con la varita hacia la escalera.
—Creía que no aprobabas ese hechizo —comentó Ron.
—Los tiempos cambian. A ver, enséñame ese desiluminador.
Ron no se hizo de rogar. Lo sostuvo en alto ante sí y lo accionó: la única lámpara que habían encendido se apagó de inmediato.
—El caso es que podríamos haber conseguido lo mismo con el polvo peruano de oscuridad instantánea —observó Hermione.
Entonces se oyó un débil clic y la esfera de luz de la lámpara subió hasta el techo y volvió a iluminar la estancia.
—Ya, pero mola —exclamó Ron un poco a la defensiva—. Y según dicen, lo inventó el propio Dumbledore.
—Ya lo sé, pero no creo que te nombrara en su testamento sólo para que nos ayudes a apagar las luces.
—¿Crees que él suponía que el ministerio confiscaría sus últimas voluntades y examinaría todo lo que nos legaba? —preguntó Harry.
—Sí, sin duda —respondió Hermione—. En el documento no podía aclararnos por qué nos lo dejaba, pero eso sigue sin justificar…
—… ¿que no nos lo explicara en vida? —completó la frase Ron.
—Eso es, ni más ni menos —afirmó Hermione, y se puso a hojear los Cuentos de Beedle el Bardo—. Si estas cosas son lo bastante importantes para dárnoslas ante las mismísimas narices del ministerio, lo lógico es que nos dijera por qué… A menos que creyera que era obvio, ¿no?
—Pues está claro que se equivocaba —concluyó Ron—. Siempre dije que estaba chiflado; era muy inteligente, de acuerdo, pero estaba como un cencerro. Mira que dejarle a Harry una vieja snitch… ¿Qué demonios significa?
—No tengo ni idea —admitió Hermione—. Cuando Scrimgeour te obligó a cogerla, Harry, tuve la certeza de que pasaría algo.
—Ya —dijo Harry, y el pulso se le aceleró al levantar la snitch—. Pero no iba a esforzarme mucho delante del ministro, ¿no?
—¿Qué insinúas? —preguntó Hermione.
—Ésta es la snitch que atrapé en mi primer partido de quidditch. ¿No te acuerdas?
Hermione puso cara de desconcierto. Ron, en cambio, dio un grito ahogado, señalando alternativamente a su amigo y la snitch, hasta que recuperó el habla.
—¡Es la pelota que casi te tragas!
—Exacto —confirmó Harry y, con el corazón acelerado, se la llevó a los labios.
Sin embargo, la pelota no se abrió. Harry sintió frustración; pero, al apartar la esfera dorada de la boca, Hermione exclamó:
—¡Letras! ¡Han salido unas letras! ¡Mira, mira!
La sorpresa y la emoción estuvieron a punto de hacérsela soltar. Hermione tenía razón: grabadas en la lisa superficie dorada, donde segundos antes no había nada, destacaban ahora cuatro palabras escritas con la pulcra y estilizada caligrafía de Dumbledore.
«Me abro al cierre.»
Apenas las hubo leído, las palabras se borraron.
—«Me abro al cierre.» ¿Qué querrá decir?
Hermione y Ron negaron con la cabeza, perplejos.
—Me abro al cierre… Al cierre… Me abro al cierre…
Pero, por mucho que repitieron esas palabras, dándoles diferentes entonaciones, no lograron arrancarles ningún significado.
—Y la espada… —dijo Ron al fin, cuando ya habían abandonado sus intentos de adivinar el sentido de la inscripción—. ¿Por qué querría Dumbledore que Harry tuviera la espada?
—¿Y por qué no me lo dijo directamente? —se preguntó Harry en voz baja—. Estaba allí mismo, colgada en la pared de su despacho, durante todas las charlas que mantuvimos el año pasado. Si quería que la tuviera yo, ¿por qué no me la dio entonces?
Era como estar en un examen ante una pregunta que tendría que saber contestar pero su cerebro funcionara con angustiosa lentitud. ¿Acaso se le había escapado algún detalle de las largas conversaciones sostenidas con Dumbledore el año anterior? ¿Debía conocer el significado de todo aquello, o tal vez Dumbledore confiaba en que lo entendiera?
—Y respecto a este libro —terció Hermione—, los Cuentos de Beedle el Bardo… ¡Nunca había oído hablar de esos cuentos!
—¿Que nunca habías oído hablar de los Cuentos de Beedle el Bardo? —repuso Ron con incredulidad—. Bromeas, ¿no?
—¡No, lo digo en serio! —exclamó Hermione, sorprendida—. ¿Tú los conoces?
—¡Pues claro!
Alzando la cabeza, Harry salió de su ensimismamiento. El hecho de que Ron hubiera leído un libro que Hermione ni siquiera conocía no tenía precedentes. Ron, sin embargo, no entendía la sorpresa de sus amigos.
—¡Venga ya! Pero si, según dicen, todos los cuentos infantiles los escribió Beedle, ¿no? Por ejemplo, «La fuente de la buena fortuna», «El mago y el cazo saltarín», «Babbitty Rabbitty y su cepa cacareante»…
—¿Cómo dices? —preguntó Hermione con una risita—. ¿Cuál es ese último título?
—¡Me tomáis el pelo! —protestó Ron, incrédulo—. Tenéis que haber oído hablar de Babbitty Rabbitty.
—¡Sabes perfectamente que Harry y yo nos hemos criado con muggles, Ron! —le recordó Hermione—. A nosotros no nos contaban esos cuentos cuando éramos pequeños. Nos contaban «Blancanieves y los siete enanitos», «La Cenicienta»…
—¿«La Cenicienta»? ¿Qué es eso, una enfermedad? —preguntó Ron.
—¡Anda ya! Entonces ¿son cuentos infantiles? —quiso saber Hermione inclinándose de nuevo sobre las runas grabadas en la tapa del libro.
—Sí… Bueno, mira, al menos la gente asegura que todas esas historias las escribió Beedle. Yo no conozco las versiones originales.
—Pero ¿por qué querría Dumbledore que las leyera?
En ese instante se oyó un crujido proveniente del piso de abajo.
—Debe de ser Charlie; estará intentando que vuelva a crecerle el pelo, ahora que mi madre duerme —dijo Ron, inquieto.
—En fin, tendríamos que acostarnos —susurró Hermione—. Mañana no podemos dormirnos.
—No —coincidió Ron—. Un brutal triple asesinato cometido por la madre del novio estropearía un poco la boda. Ya apago yo la luz.
Volvió a accionar el desiluminador y Hermione salió del dormitorio.