Grawp
LA historia del vuelo hacia la libertad de Fred y George se contó tantas veces en los días siguientes que Harry comprendió que pronto se convertiría en una de las leyendas de Hogwarts. Al cabo de una semana, los que lo habían presenciado estaban casi convencidos de que habían visto a los gemelos lanzar bombas fétidas desde sus escobas a la profesora Umbridge antes de salir disparados hacia los jardines. Inmediatamente después de su partida, muchos alumnos se plantearon seguir los pasos de los gemelos Weasley. Harry oyó a varios hacer comentarios como: «Te aseguro que hay días en que me montaría en mi escoba y me largaría de aquí» o «Una clase más como ésta y creo que me marco un Weasley».
Fred y George se habían asegurado de que nadie se olvidara de ellos demasiado deprisa. Para empezar, no habían dejado instrucciones para lograr que el pantano, que todavía inundaba el pasillo del quinto piso del ala este, desapareciera. La profesora Umbridge y Filch habían intentado retirarlo de allí por diversos medios, pero ninguno había dado resultado. Finalmente acordonaron la zona, y Filch, aunque rechinaba los dientes muerto de rabia, tenía que encargarse de llevar a los alumnos en un bote hasta las aulas. Harry no tenía ninguna duda de que profesores como Flitwick o McGonagall habrían hecho desaparecer el pantano en un abrir y cerrar de ojos, pero, como había ocurrido en el caso de los Magifuegos Salvajes Weasley, al parecer preferían que la profesora Umbridge pasara apuros.
Por otra parte, no había que olvidar los dos enormes agujeros con forma de escoba que habían hecho las Barredoras de Fred y George en la puerta del despacho de la profesora Umbridge al ir a reunirse con sus dueños. Filch puso una puerta nueva y se llevó la Saeta de Fuego de Harry a las mazmorras, donde se rumoreaba que la profesora Umbridge había puesto un trol de seguridad para vigilarla. Sin embargo, los problemas de Dolores Umbridge no acababan ahí.
Inspirados por el ejemplo de los gemelos Weasley, un gran número de estudiantes aspiraban a ocupar el cargo vacante de alborotador en jefe. Pese a la nueva puerta del despacho de la profesora Umbridge, alguien consiguió deslizar en la estancia un escarbato de hocico peludo que no tardó en destrozar el lugar en su búsqueda de objetos relucientes, saltó sobre la profesora cuando ésta entró en la habitación e intentó roer los anillos que llevaba en los regordetes dedos. Además, por los pasillos se tiraban tantas bombas fétidas que los alumnos adoptaron la nueva moda de hacerse encantamientos casco-burbuja antes de salir de las aulas, porque así podían respirar aire no contaminado, aunque eso les diera un aspecto muy peculiar: parecía que llevaban la cabeza metida en una pecera.
Filch rondaba por los pasillos con un látigo en la mano, ansioso por atrapar granujas, pero el problema era que había tantos que el conserje no sabía adónde mirar. La Brigada Inquisitorial hacía todo lo posible por ayudarlo, pero a sus miembros les ocurrían cosas extrañas sin parar. Warrington, del equipo de quidditch de Slytherin, se presentó en la enfermería con una afección de la piel tan espantosa que parecía que lo habían recubierto de copos de maíz; Pansy Parkinson, para gran alegría de Hermione, se perdió todas las clases del día siguiente porque le habían salido cuernos.
Entre tanto, se hizo patente la cantidad de Surtidos Saltaclases que Fred y George habían conseguido vender antes de marcharse de Hogwarts. En cuanto la profesora Umbridge entraba en el aula, los alumnos que había allí reunidos se desmayaban, vomitaban, tenían fiebre altísima o empezaban a sangrar por ambos orificios nasales. La profesora, que chillaba de rabia y frustración, intentó detectar el origen de aquellos síntomas, pero los alumnos, testarudos, insistían en que padecían «umbridgitis». Tras castigar a cuatro clases sucesivas y no conseguir desvelar su secreto, la profesora no tuvo más remedio que abandonar y dejar que los alumnos, entre desmayos, sudores, vómitos y hemorragias, salieran a montones de la clase.
Pero ni siquiera los consumidores de Surtidos Saltaclases podían competir con el gran maestro del descalabro, Peeves, quien parecía haberse tomado muy en serio las palabras de despedida de Fred. Volaba por el colegio riendo desenfrenadamente, tumbaba mesas, atravesaba pizarras, volcaba estatuas y jarrones… En dos ocasiones encerró a la Señora Norris en una armadura, de donde fue rescatada, mientras maullaba como una histérica, por el enfurecido conserje. Peeves rompía faroles y apagaba velas, hacía malabarismos con antorchas encendidas sobre las cabezas de los alarmados estudiantes, lograba que ordenados montones de hojas de pergamino cayeran en las chimeneas o salieran volando por las ventanas; inundó el segundo piso al arrancar todos los grifos de los lavabos, tiró una bolsa de tarántulas en medio del Gran Comedor a la hora del desayuno y, cuando le apetecía descansar un poco, pasaba horas flotando detrás de la profesora Umbridge y haciendo fuertes pedorretas cada vez que ella abría la boca para decir algo.
Ningún miembro del profesorado parecía dispuesto a ayudar a la nueva directora. Es más, una semana después de la partida de Fred y George, Harry vio que la profesora McGonagall pasaba junto a Peeves, que estaba muy entretenido aflojando una lámpara de araña, y habría jurado que oyó que le decía al poltergeist sin apenas mover los labios: «Se desenrosca hacia el otro lado.»
Por si fuera poco, Montague todavía no se había recuperado de su estancia en el servicio; seguía desorientado y aturdido, y un martes por la mañana vieron a sus padres subiendo por el camino muy enfadados.
—¿No deberíamos decir algo? —propuso Hermione con preocupación mientras pegaba la mejilla a la ventana del aula de Encantamientos para ver cómo el señor y la señora Montague entraban en el castillo—. Sobre lo que le pasó. Por si eso ayuda a la señora Pomfrey a curarlo.
—Claro que no. Ya se recuperará —dijo Ron con indiferencia.
—Bueno, más problemas para la profesora Umbridge, ¿no? —comentó Harry, satisfecho.
Ron y él dieron unos golpecitos a las tazas de té que intentaban encantar con sus varitas mágicas. A la de Harry le salieron cuatro patas muy cortas que no llegaban a la mesa y que se retorcían en vano en el aire. A la de Ron le salieron cuatro patas delgadísimas que mantuvieron la taza apoyada en la mesa con mucha dificultad, temblaron unos segundos y entonces se doblaron, con lo que la taza cayó y se partió por la mitad.
—¡Reparo! —exclamó Hermione rápidamente, y arregló la taza de Ron con una sacudida de su varita—. Todo eso está muy bien, pero ¿y si Montague se queda mal para siempre?
—¿Y a mí qué? —replicó Ron con fastidio mientras su taza volvía a incorporarse sobre las delgadas patas, temblando y tambaleándose—. Montague no debió intentar descontarle todos esos puntos a Gryffindor, ¿no te parece? Si tanto te apetece preocuparte por alguien, preocúpate por mí.
—¿Por ti? —se extrañó ella, y agarró su taza cuando ésta salió correteando alegremente por la mesa con sus cuatro robustas patitas de estilo chino y la colocó de nuevo en su sitio—. ¿Por qué voy a preocuparme por ti?
—Porque cuando la próxima carta de mi madre supere todos los controles de la profesora Umbridge, voy a pasarlo muy mal —dijo amargamente Ron, que sujetaba su taza mientras las cuatro frágiles patas intentaban con dificultad aguantar su peso—. No me sorprendería nada que me hubiera enviado otro vociferador.
—Pero si…
—Ya verás como, según ella, yo tengo la culpa de que Fred y George se hayan marchado —afirmó Ron con tristeza—. Mi madre dirá que yo debí impedírselo, que debí agarrarme del extremo de sus escobas y colgarme de ellas, o algo así. Sí, seguro que me echa la culpa a mí.
—Pues mira, si lo hace será muy injusta contigo. ¡Tú no podías hacer nada! Pero estoy segura de que no lo hará. Si es cierto que tienen un local en el callejón Diagon, deben de llevar años planeando esto.
—Sí, pero eso también me preocupa. ¿Cómo han conseguido el local? —se preguntó Ron, y golpeó su taza con la varita con tanta fuerza que las patas volvieron a doblarse y la taza se derrumbó ante él—. Es un poco raro, ¿no? Necesitarán montones de galeones para pagar el alquiler de un local en el callejón Diagon. Mi madre querrá saber qué han hecho para reunir tanto oro.
—Tienes razón, yo tampoco me lo explico —comentó Hermione, y dejó que su taza de té corriera describiendo círculos perfectos alrededor de la de Harry, cuyas patitas regordetas seguían sin alcanzar la superficie de la mesa—. A lo mejor Mundungus los ha convencido de que vendan artículos robados o algo peor.
—No, no lo ha hecho —saltó Harry.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntaron a la vez Ron y Hermione.
—Porque… —Harry vaciló, pero tenía la impresión de que había llegado el momento de confesar. No tenía sentido seguir guardando silencio si con eso alguien iba a sospechar que Fred y George eran unos delincuentes—. Porque el oro se lo di yo. En junio del año pasado les di el premio del Torneo de los tres magos.
Los tres se quedaron callados. Entonces la taza de Hermione salió corriendo hacia el borde de la mesa, cayó al suelo y se hizo añicos.
—¡Harry! ¡No puede ser! —gritó ella.
—Sí —afirmó Harry, desafiante—. ¿Y sabes una cosa? Que no me arrepiento. Yo no necesitaba ese oro y ellos van a triunfar con su tienda de artículos de broma.
—¡Esto es genial! —intervino Ron, emocionado—. ¡Tú tienes la culpa de todo, Harry, mi madre no podrá acusarme de nada! ¿Me dejas que se lo diga?
—Sí, supongo que lo mejor que puedes hacer es contárselo —contestó Harry—, sobre todo si cree que tus hermanos están recibiendo dinero de la venta de calderos robados o algo semejante.
Hermione no abrió la boca durante el resto de la clase, pero Harry intuía que el autocontrol de su amiga no podía durar mucho. Y no se equivocaba: cuando salieron del castillo, a la hora del recreo, y se paseaban por el patio bajo el débil sol de mayo, Hermione miró fijamente a Harry y despegó los labios con aire muy decidido.
Pero Harry la interrumpió antes de que empezara a hablar.
—No te molestes en darme la lata, ya está hecho —dijo con firmeza—. Fred y George tienen el oro, aunque por lo que parece han debido de gastar bastante. Y no puedo pedirles que me lo devuelvan, ni quiero hacerlo. Así que no pierdas el tiempo, Hermione.
—¡No iba a decirte nada sobre Fred y George! —replicó ella, dolida. Ron soltó un resoplido de incredulidad y Hermione le lanzó una mirada asesina—. ¡Es la verdad! —protestó, furiosa—. ¡Lo que iba a preguntarle a Harry es cuándo piensa ir a hablar con Snape y pedirle que siga dándole clases de Oclumancia!
Harry no supo qué contestar. Tras agotar el tema de la espectacular partida de Fred y George, y había que reconocer que eso les había llevado varias horas, Ron y Hermione quisieron saber cómo le había ido a Harry con Sirius. Como Harry no les había confesado el motivo por el que había querido hablar con su padrino, no sabía qué decir a sus amigos; acabó explicándoles únicamente que Sirius quería que Harry reanudara las clases de Oclumancia. Y desde que lo hizo no había dejado de lamentarlo, porque Hermione se resistía a aparcar el tema y seguía sacándolo cuando Harry menos lo esperaba.
—No me vengas con el cuento de que has dejado de tener esos sueños tan raros —le dijo Hermione a continuación—, porque Ron me ha comentado que anoche volviste a hablar mientras dormías.
Harry miró furioso a Ron, quien tuvo el detalle de mostrarse avergonzado de sí mismo.
—Únicamente murmuraste un poco —dijo intentando reparar el daño—. Decías: «Sólo un poquito más.»
—Soñé que jugabais al quidditch —mintió Harry despiadadamente—. Quería que estiraras un poco más el brazo para atrapar la quaffle.
A Ron se le pusieron las orejas coloradas y Harry sintió una especie de placer vengativo: no había soñado nada de eso, por descontado.
La noche pasada había vuelto a recorrer el pasillo del Departamento de Misterios. Había cruzado la sala circular, había atravesado la habitación llena de tintineos y luces parpadeantes y había vuelto a entrar en aquella enorme y tenebrosa sala llena de estanterías donde se almacenaban polvorientas esferas de cristal.
Había ido derecho hacia la estantería número noventa y siete, había torcido a la izquierda y había corrido por el pasillo… Debió de ser entonces cuando dijo en voz alta: «Sólo un poquito más», porque notaba que su conciencia intentaba despertar. Y antes de llegar al final del pasillo, se había encontrado de nuevo tumbado, contemplando el dosel de su cama.
—Supongo que intentas aislar tu mente, ¿no? —dijo Hermione al mismo tiempo que lo atravesaba con una mirada que echaba chispas—. Y supongo también que sigues practicando Oclumancia.
—Claro que sí —contestó Harry fingiendo que encontraba insultante aquella pregunta, pero no miró a su amiga a la cara. La verdad era que sentía tanta curiosidad por saber qué era lo que se ocultaba en aquella sala repleta de esferas cubiertas de polvo que estaba encantado de que los sueños continuaran.
El problema era que como sólo faltaba un mes para los exámenes y Harry dedicaba todo su tiempo libre a repasar, tenía la mente tan saturada de información que, al meterse en la cama, le resultaba muy difícil conciliar el sueño; y cuando por fin se dormía, la mayoría de las noches sólo llegaban a su abrumado cerebro sueños estúpidos relacionados con los exámenes. También sospechaba que una parte de la mente (esa que a menudo hablaba con la voz de Hermione) se sentía culpable cuando se colaba en aquel pasillo que terminaba frente a la puerta negra, e intentaba despertarlo antes de que pudiera llegar al final del trayecto.
—¿Te has parado a pensar que si Montague no se recupera antes de que Slytherin juegue contra Hufflepuff aún tendríamos alguna posibilidad de ganar la Copa? —comentó Ron, que todavía tenía las orejas ardiendo y coloradas.
—Sí, supongo —contestó Harry, aliviado con el cambio de tema.
—Porque mira, hemos ganado un partido y hemos perdido otro; si Slytherin perdiera contra Hufflepuff el sábado que viene…
—Sí, tienes razón —respondió Harry sin saber de qué estaban hablando, pues Cho Chang acababa de cruzar el patio con paso decidido y sin mirarlo.
El partido que cerraría la temporada de quidditch, Gryffindor contra Ravenclaw, iba a celebrarse el último fin de semana de mayo. Y pese a que Hufflepuff había ganado por poco a Slytherin en el último encuentro, Gryffindor no tenía muchas esperanzas de ganar, debido principalmente (aunque nadie se lo decía, por supuesto) a la pésima trayectoria de Ron como guardián. Sin embargo, él parecía haber encontrado un nuevo optimismo.
—Hombre, peor no puedo hacerlo, ¿no creéis? —les planteó con gravedad a Harry y a Hermione durante el desayuno el día del partido—. Ahora no tengo nada que perder, ¿no?
—¿Sabes qué? —dijo poco después Hermione, mientras Harry y ella bajaban al campo de quidditch en medio de una exacerbada multitud—. Creo que Ron lo hará mejor ahora que no están ni Fred ni George. La verdad es que nunca han fomentado mucho su autoestima. —Luna Lovegood los adelantó; llevaba una cosa que parecía un águila viva encima de la cabeza—. ¡Anda, no me acordaba! —exclamó Hermione contemplando el águila, que agitaba las alas mientras Luna pasaba sin inmutarse al lado de un grupo de alumnos de Slytherin, que la señalaban y reían—. Hoy juega Cho, ¿verdad?
Harry, que no había olvidado ese detalle, se limitó a gruñir.
Se sentaron en la penúltima fila de las gradas. Hacía un día templado y despejado; Ron no podía quejarse, y Harry confió, pese a tenerlo todo en contra, en que su amigo no diera motivos a los de Slytherin para que se pusieran a corear: «A Weasley vamos a coronar.»
Como era costumbre, Lee Jordan, que estaba muy alicaído desde que Fred y George se habían marchado del colegio, comentaba el partido. Mientras los dos equipos salían al terreno de juego, fue nombrando a los jugadores sin el entusiasmo de siempre.
—… Bradley… Davies… Chang —anunció, y cuando Cho saltó al campo, Harry tuvo la impresión de que su estómago daba una voltereta hacia atrás, o como mínimo una sacudida.
La débil brisa agitaba el negro y reluciente cabello de Cho. Harry ya no estaba seguro de sus sentimientos hacia ella; lo único que sabía era que no soportaría más discusiones. Tanto era así que al ver a Cho charlando animadamente con Roger Davies mientras los jugadores se preparaban para montar en sus escobas, sólo sintió una pizca de celos.
—¡Allá van! —gritó Lee—. Davies atrapa inmediatamente la quaffle, el capitán de Ravenclaw en posesión de la quaffle, regatea a Johnson, regatea a Bell, regatea también a Spinnet… ¡Va directo hacia la portería! Se dispone a lanzar y, y… —Lee soltó una palabrota—. Y marca.
Harry y Hermione gimieron con el resto de los alumnos de Gryffindor. Como era de esperar, los alumnos de Slytherin, sentados al otro lado de las gradas, empezaron a cantar:
Weasley no atrapa las pelotas
y por el aro se le cuelan todas…
—Harry —dijo una voz ronca al oído del chico—. Hermione…
Harry giró la cabeza y vio la enorme y barbuda cara de Hagrid, que asomaba entre los asientos. Por lo visto, había recorrido toda la hilera, porque los alumnos de primero y de segundo curso, que estaban sentados detrás de Harry y Hermione, parecían aplastados y despeinados. Por algún extraño motivo, Hagrid estaba doblado por la cintura, como si no quisiera que alguien lo viera, aunque de cualquier modo sobresalía más de un metro entre los demás.
—Escuchad —susurró—, ¿podéis venir conmigo? Ahora, mientras todos ven el partido.
—¿Tan urgente es? —preguntó Harry—. ¿No puedes esperar a que acabe el encuentro?
—No. No, Harry, tiene que ser ahora, mientras todo el mundo mira hacia el otro lado. Por favor.
A Hagrid le sangraba un poco la nariz y tenía ambos ojos amoratados. Harry no lo había visto tan de cerca desde que regresó al colegio, y le pareció que estaba sumamente angustiado.
—Claro —repuso Harry al momento—. Claro que vamos contigo.
Hermione y él recorrieron su hilera de asientos provocando las protestas de los estudiantes que tuvieron que levantarse para dejarlos pasar. Los de la fila de Hagrid no se quejaban: sólo intentaban ocupar el mínimo espacio posible.
—Os lo agradezco mucho, de verdad —dijo Hagrid cuando llegaron a la escalera. Siguió mirando alrededor, nervioso, mientras bajaban hacia el jardín—. Espero que no hayan visto que nos marchamos.
—¿Te refieres a la profesora Umbridge? —le preguntó Harry—. Tranquilo, seguro que no nos ha visto. Está sentada con toda su brigada, ¿no te has fijado? Debe de imaginarse que pasará algo durante el partido.
—Ya, bueno, un poco de jaleo no nos vendría mal —comentó Hagrid, y se detuvo al llegar al pie de las gradas para asegurarse de que la extensión de césped que las separaba de su cabaña estaba desierta—. Así dispondríamos de más tiempo.
—¿Qué ocurre, Hagrid? —inquirió Hermione mirándolo con cara de preocupación mientras corrían por la hierba hacia la linde del bosque.
—Bueno, enseguida lo verás —contestó él, y miró hacia atrás cuando estalló una gran ovación en el estadio—. Eh, acaba de marcar alguien, ¿no?
—Seguro que ha sido Ravenclaw —afirmó Harry, apesadumbrado.
—Estupendo…, estupendo —murmuró Hagrid, distraído—. Me alegro…
Harry y Hermione tuvieron que correr para alcanzar a su amigo, que avanzaba por la ladera a grandes zancadas y de vez en cuando miraba hacia atrás. Cuando llegaron a su cabaña, Hermione torció automáticamente hacia la izquierda, donde estaba la puerta. Pero Hagrid pasó de largo y siguió hasta la linde del bosque, y una vez allí cogió una ballesta que estaba apoyada en el tronco de un árbol. Cuando se dio cuenta de que los chicos ya no estaban a su lado, se dio la vuelta.
—Hemos de entrar ahí —dijo, e hizo una seña con la enmarañada cabeza.
—¿En el bosque? —se extrañó Hermione, atónita.
—Sí —confirmó Hagrid—. ¡Vamos, deprisa, antes de que nos vean!
Harry y Hermione se miraron y se pusieron a cubierto entre los árboles, detrás de Hagrid, que seguía adentrándose en la verde penumbra con la ballesta al hombro. Los chicos corrieron para alcanzarlo.
—¿Por qué vas armado, Hagrid? —le preguntó Harry.
—Sólo es por precaución —respondió, encogiendo sus fornidos hombros.
—El día que nos enseñaste los thestrals no llevabas la ballesta —observó tímidamente Hermione.
—Ya, bueno, porque aquel día no íbamos a adentrarnos tanto —explicó Hagrid—. Además, eso fue antes de que Firenze se marchara del bosque, ¿verdad?
—¿Qué tiene que ver que Firenze se haya marchado? —preguntó Hermione con curiosidad.
—Que ahora los otros centauros están furiosos conmigo —repuso Hagrid en voz baja, y miró alrededor—. Antes éramos…, bueno, no diré que amigos, pero nos llevábamos bien. Ellos se ocupaban de sus asuntos y yo de los míos, pero siempre venían si yo quería hablar con ellos. Ahora todo ha cambiado. —Y dio un profundo suspiro.
—Firenze dijo que están enfadados porque él aceptó trabajar para Dumbledore —comentó Harry, y tropezó con una raíz que sobresalía del suelo, pues iba distraído observando el perfil de su amigo.
—Sí —asintió Hagrid con pesar—. Bueno, enfadados es poco. Yo diría condenadamente rabiosos. Creo que si no llego a intervenir habrían matado a coces a Firenze.
—¿Lo atacaron? —se sorprendió Hermione.
—Sí —afirmó Hagrid con brusquedad al mismo tiempo que apartaba unas ramas bajas para abrirse paso—. Se le echó encima la mitad de la manada.
—¿Y tú los paraste? —quiso saber Harry, asombrado e impresionado—. ¿Tú solo?
—Pues claro, no podía quedarme allí plantado viendo cómo lo mataban, ¿no? Fue una suerte que pasara por allí, la verdad… ¡Y Firenze debería haberlo recordado antes de enviarme estúpidas advertencias! —añadió acalorada e inesperadamente. Harry y Hermione se miraron con cara de susto, pero Hagrid frunció el entrecejo y no dio más explicaciones—. En fin —prosiguió, respirando más ruidosamente de lo habitual—, desde aquel día los otros centauros están furiosos conmigo, y lo malo es que tienen mucha influencia en el bosque. Son las criaturas más astutas que hay por aquí.
—¿Por eso hemos venido, Hagrid? —inquirió Hermione—. ¿Por los centauros?
—¡Ah, no! —respondió él, y negó con la cabeza—. No, no es por ellos. Bueno, ellos podrían complicar aún más las cosas, desde luego, pero esperad un poco y me entenderéis.
Dejó aquel indescifrable comentario en el aire y siguió adelante; cada paso que daba Hagrid equivalía a tres pasos de los chicos, de modo que les costaba trabajo seguirlo.
A medida que se adentraban en el Bosque Prohibido la maleza iba invadiendo el camino y los árboles cada vez crecían más juntos, así que estaba tan oscuro como al anochecer. Habían llegado mucho más allá del claro donde Hagrid les había enseñado los thestrals, pero Harry no empezó a inquietarse hasta que de pronto Hagrid se apartó de la senda y comenzó a caminar entre los árboles hacia el tenebroso corazón del bosque.
—¡Hagrid! —exclamó el muchacho mientras atravesaba unas zarzas llenas de pinchos por las que su amigo había pasado sin grandes dificultades, al mismo tiempo que recordaba claramente lo que le había pasado una vez que se apartó del camino del bosque—. ¿Adónde vamos?
—Un poco más allá —contestó él mirándolo por encima del hombro—. Vamos, Harry, ahora hemos de avanzar juntos.
Costaba mucho trabajo seguir el ritmo de Hagrid al haber tantas ramas y tantos espinos por entre los que él pasaba sin inmutarse, como si fueran telarañas, pero en cambio a Harry y a Hermione se les enganchaban en las túnicas, y a veces se les enredaban hasta tal punto que tenían que parar varios minutos para soltárselos. Al poco rato, Harry tenía la zona descubierta de brazos y piernas llena de pequeños cortes y rasguños. Se habían adentrado tanto en el bosque que, de vez en cuando, lo único que Harry veía de Hagrid en la penumbra era una inmensa silueta negra delante de él. En medio de aquel denso silencio, cualquier sonido parecía amenazador. El crujido de una ramita al partirse resonaba con intensidad, y hasta el más débil susurro, aunque lo hubiera hecho un inocente gorrión, conseguía que Harry escudriñara la oscuridad tratando de descubrir a un enemigo. De pronto reparó en que era la primera vez que se alejaba tanto por el bosque sin encontrar ningún tipo de criatura, e interpretó esa ausencia como un mal presagio.
—Hagrid, ¿no podríamos encender las varitas? —propuso Hermione en voz baja.
—Bueno, vale —susurró Hagrid—. En realidad… —Entonces paró en seco y se dio la vuelta; Hermione chocó contra él y cayó hacia atrás. Harry la sujetó justo antes de que diera contra el suelo—. Quizá sería conveniente que nos detuviéramos un momento, para que pueda… poneros al corriente —sugirió—. Antes de que lleguemos a donde vamos.
—¡Genial! —exclamó Hermione mientras Harry la ayudaba a enderezarse.
Ambos murmuraron: ¡Lumos!, y las puntas de sus varitas se encendieron. El rostro de Hagrid surgió de la penumbra, entre los dos vacilantes haces de luz, y Harry comprobó una vez más que su amigo estaba nervioso y afligido.
—Bueno —empezó Hagrid—, veamos… El caso es que… —Inspiró hondo—. Bueno, hay muchas posibilidades de que me despidan cualquier día de éstos —expuso.
Harry y Hermione se miraron y luego miraron a Hagrid.
—Pero si has aguantado hasta ahora —comentó Hermione tímidamente—, ¿qué te hace pensar que…?
—La profesora Umbridge cree que fui yo quien metió ese escarbato en su despacho.
—¿Lo hiciste? —le preguntó Harry sin poder contenerse.
—¡No, claro que no! —contestó Hagrid, indignado—. Pero ella cree que cualquier cosa relacionada con criaturas mágicas tiene que ver conmigo. Ya sabéis que ha estado buscando una excusa para librarse de mí desde que regresé a Hogwarts. Yo no quiero marcharme, por supuesto, pero si no fuera por…, bueno, el carácter excepcional de lo que estoy a punto de revelaros, me marcharía ahora mismo, antes de que a ella se le presente la ocasión de echarme delante de todo el colegio, como hizo con la profesora Trelawney.
Harry y Hermione hicieron signos de protesta, pero Hagrid los desechó agitando una de sus enormes manos.
—No es el fin del mundo; cuando salga de aquí, tendré ocasión de ayudar a Dumbledore y puedo resultarle muy útil a la Orden. Y vosotros contáis con la profesora Grubbly-Plank, así que no tendréis problemas para… para aprobar los exámenes. —La voz le tembló hasta quebrarse—. No os preocupéis por mí —se apresuró a añadir cuando Hermione le hizo una caricia en un brazo. Luego Hagrid sacó su inmenso pañuelo de lunares del bolsillo de su chaleco y se enjugó las lágrimas con él—. Mirad, no os estaría soltando este sermón si no fuera necesario. Veréis, si me voy…, bueno, no puedo marcharme sin… sin contárselo a alguien… porque… porque necesito que me ayudéis. Y Ron también, si quiere.
—Pues claro que te ayudaremos —soltó Harry enseguida—. ¿Qué quieres que hagamos?
Hagrid se sorbió la nariz y dio unas palmadas a Harry en el hombro, con tanta fuerza que el chico salió impulsado hacia un lado y chocó contra un árbol.
—Ya sabía que diríais que sí —comentó Hagrid tapándose la cara con el pañuelo—, pero no…, nunca… olvidaré… Bueno, vamos… Ya falta poco… Tened cuidado porque por aquí hay ortigas…
Continuaron andando en silencio otros cinco minutos; cuando Harry abrió la boca para preguntar si faltaba mucho, Hagrid extendió el brazo derecho indicándoles que debían parar.
—Muy despacito —indicó con voz queda—. Sin hacer ruido…
Avanzaron con sigilo y de pronto Harry vio que se encontraban frente a un gran y liso montículo de tierra, tan alto como Hagrid; sintió terror al comprender que debía de ser la guarida de algún animal gigantesco. El montículo, a cuyo alrededor los árboles habían sido arrancados de raíz, se alzaba sobre un terreno desprovisto de vegetación y rodeado de montones de troncos y de ramas que formaban una especie de valla o barricada detrás de la cual se hallaban los tres amigos.
—Duerme —dijo Hagrid en voz baja.
Harry oyó claramente un ruido sordo, rítmico, que parecía el de un par de inmensos pulmones en funcionamiento. Miró de reojo a Hermione, que contemplaba el montículo con la boca entreabierta; era evidente que estaba muerta de miedo.
—Hagrid —dijo la chica en un susurro apenas audible por encima del ruido que hacía la criatura durmiente—, ¿quién es? —A Harry le sorprendió aquella pregunta. Si la hubiera formulado él, habría dicho «¿Qué es?»—. Hagrid, nos dijiste… —continuó Hermione, cuya varita mágica temblaba en su mano—, ¡nos dijiste que ninguno quiso venir contigo!
Harry miró a Hagrid y de repente lo entendió todo; luego dirigió de nuevo la mirada hacia el montículo al mismo tiempo que soltaba un ahogado grito de horror.
El montículo de tierra, al que habrían podido subir fácilmente los tres, ascendía y descendía lentamente al compás de la profunda y resoplante respiración. Aquella masa informe no era ningún montículo. No podía ser más que la curvada espalda de…
—Bueno, no, él no quería venir —aclaró Hagrid, presa de la desesperación—. Pero ¡tenía que traerlo conmigo, Hermione, tenía que traerlo!
—Pero ¿por qué? —preguntó Hermione, que parecía a punto de llorar—. ¿Por qué…, qué…? ¡Oh, Hagrid!
—Pensé que si lo traía aquí —continuó el guardabosques, que también parecía al borde de las lágrimas— y le enseñaba buenos modales… podría presentárselo a todo el mundo y demostrar que es inofensivo.
—¿Inofensivo, dices? —chilló Hermione, y Hagrid se puso a hacer frenéticos ademanes para que se callase, pues la enorme criatura que tenían ante ellos, aún dormida, había soltado un fuerte gruñido y había cambiado de postura—. Ha sido él quien te ha hecho esas heridas, ¿verdad? ¡Te ha estado pegando todo este tiempo!
—¡No es consciente de la fuerza que tiene! —aseguró Hagrid muy convencido—. Y está mejorando, ya no pelea tanto como antes…
—¡Ahora lo entiendo! ¡Por eso tardaste dos meses en llegar a casa! —comentó Hermione—. Oh, Hagrid, ¿por qué lo trajiste si él no quería venir? ¿No habría sido más feliz si se hubiera quedado con su gente?
—No lo dejaban vivir, Hermione, se metían con él por lo pequeño que es.
—¿Pequeño? —se extrañó la chica—. ¿Has dicho pequeño?
—No podía dejarlo allí, Hermione —afirmó Hagrid. Las lágrimas resbalaban por su magullada cara y se perdían entre los pelos de su barba—. Es que… ¡es mi hermano!
Hermione se quedó mirando a Hagrid, boquiabierta.
—Cuando dices «hermano» —intervino Harry—, ¿quieres decir…?
—Bueno, hermanastro —se corrigió—. Resulta que cuando dejó a mi padre, mi madre estuvo con otro gigante y tuvo a Grawp…
—¿Grawp? —repitió Harry.
—Sí…, bueno, así es como suena cuando él pronuncia su nombre —explicó Hagrid con nerviosismo—. No sabe mucho nuestra lengua… He intentado enseñarle un poco, pero… En fin, por lo visto mi madre no le tenía más cariño del que me tenía a mí. Veréis, para las gigantas lo más importante es tener hijos grandotes, y él siempre ha sido tirando a canijo, para ser un gigante. Sólo mide cinco metros.
—¡Ya, pequeñísimo! —opinó Hermione con sarcasmo y un deje de histeria—. ¡Minúsculo!
—Todo el mundo lo maltrataba; comprenderéis que no podía abandonarlo…
—¿Estaba de acuerdo Madame Maxime en traerlo? —preguntó Harry.
—Bueno, ella entendía que para mí era muy importante —contestó Hagrid mientras se retorcía las enormes manos—. Pero… pero pasados unos días se hartó de él, he de reconocerlo… Así que nos separamos en el viaje de regreso. Sin embargo, ella me prometió que no se lo contaría a nadie.
—¿Cómo demonios te las ingeniaste para traerlo hasta aquí sin que os vieran? —inquirió Harry.
—Bueno, por eso tardé tanto. Sólo podíamos viajar de noche y por zonas agrestes y deshabitadas. Cuando le interesa, avanza muy deprisa, ya lo creo, pero él quería volver con los suyos.
—¡Oh, Hagrid! ¿Por qué no lo dejaste marchar? —se lamentó Hermione dejándose caer en un árbol arrancado y tapándose la cara con las manos—. ¡Ya me explicarás qué piensas hacer ahora con un gigante violento que ni siquiera ha venido aquí voluntariamente!
—Mira, «violento» es un poco exagerado —puntualizó Hagrid, que seguía retorciéndose las manos con nerviosismo—. Reconozco que alguna vez ha intentado pegarme, cuando estaba de mal humor, pero está mejorando mucho, está mucho más tranquilo.
—Entonces ¿para qué son esas cuerdas? —quiso saber Harry.
Acababa de fijarse en unas cuerdas del grosor de árboles jóvenes, sujetas a los troncos de los árboles cercanos más anchos; las cuerdas conducían hasta Grawp, que estaba acurrucado en el suelo, de espaldas a ellos.
—¿Tienes que mantenerlo necesariamente atado? —preguntó Hermione con un hilo de voz.
—Bueno, sí… —admitió Hagrid, que continuaba muy nervioso—. Es que…, ya os lo he dicho, no controla su fuerza.
En ese momento Harry entendió por qué había visto tan pocas criaturas en aquella parte del bosque.
—¿Y qué quieres que hagamos Harry, Ron y yo? —inquirió Hermione con aprensión.
—Cuidar de él —respondió Hagrid con voz ronca—. Cuando yo me vaya.
Harry y Hermione se miraron con congoja. Harry se dio cuenta, alarmado, de que había prometido a Hagrid que haría lo que le pidiera.
—¿Qué…, qué implica exactamente «cuidar de él»? —balbuceó Hermione.
—¡Tranquila, no tendréis que darle de comer ni nada de eso! —aclaró Hagrid—. Él se busca su propia comida sin ninguna dificultad. Caza pájaros, ciervos… No, lo que necesita es compañía. Si yo supiera que alguien sigue ayudándolo un poco, enseñándole nuestro idioma… ¿Me explico?
Harry no dijo nada, pero dirigió la mirada hacia el gigantesco bulto que yacía dormido en el suelo frente a ellos. A diferencia de Hagrid, que simplemente parecía un ser humano mayor de lo normal, Grawp era deforme. Lo que Harry había tomado por una inmensa piedra cubierta de musgo, a la izquierda del montículo de tierra, era en realidad la cabeza de Grawp. Casi perfectamente redonda y cubierta de una densa mata de pelo muy rizado del color de los helechos, era mucho más grande en relación con el cuerpo que una cabeza humana. El borde de una oreja, grande y carnosa, asomaba en lo alto de la cabeza, que parecía aposentada, como la de tío Vernon, directamente sobre los hombros, sin que apenas hubiera cuello en medio. La espalda, cubierta por una especie de sucio blusón marrón hecho de pieles de animal cosidas burdamente, era muy ancha; y mientras Grawp dormía, se le tensaban un poco las costuras. El gigante tenía las piernas enroscadas bajo el cuerpo. Harry le vio las plantas de los enormes, sucios y descalzos pies, grandes como dos trineos, que reposaban uno encima del otro sobre el terroso suelo del bosque.
—Quieres que le enseñemos a hablar… —dijo Harry con voz apagada.
Ya entendía qué significaba la advertencia de Firenze: «Sus intentos no están dando resultado. Más le valdría abandonar.» Lógicamente, las otras criaturas que habitaban en el bosque debían de haber oído los vanos esfuerzos de Hagrid de enseñar a hablar a Grawp.
—Sí, sólo tendríais que darle un poco de conversación —comentó Hagrid esperanzado—. Porque me imagino que cuando pueda hablar con la gente, entenderá mejor que todos lo queremos y que nos encantaría que se quedara aquí.
Harry miró a Hermione, que le devolvió la mirada entre los dedos que le tapaban la cara.
—Casi preferiría que hubiera vuelto Norberto, ¿tú no? —le comentó a Hermione, y ella soltó una risita nerviosa.
—Entonces, ¿lo haréis? —les preguntó Hagrid, que no había captado el significado de lo que Harry acababa de decir.
—Sí, lo… —respondió Harry, que ya se había comprometido—. Lo intentaremos.
—Sabía que podía contar contigo, Harry —repuso Hagrid, y sonrió con los ojos llorosos mientras volvía a secarse la cara con el pañuelo—. Y no quisiera que esto os afectara demasiado… Ya sé que tenéis exámenes… Si tan sólo pudierais acercaros hasta aquí con tu capa invisible una vez por semana y charlarais un rato con él… Bueno, voy a despertarlo para presentároslo…
—¡No! —exclamó Hermione dando un respingo—. No, Hagrid, no lo despiertes, de verdad, no hace falta…
Pero Hagrid ya había pasado por encima del enorme tronco que tenían delante y se dirigía hacia Grawp. Cuando estaba a unos tres metros de él, cogió una larga rama del suelo, volvió la cabeza y sonrió a sus amigos para tranquilizarlos; luego golpeó la espalda del gigante.
Éste soltó un rugido que resonó por el silencioso bosque; los pájaros que estaban posados en las copas de los árboles echaron a volar, gorjeando, y se alejaron de allí. Entre tanto, frente a Harry y Hermione, el gigantesco Grawp se levantaba del suelo, que tembló cuando apoyó una inmensa mano en él para darse impulso y ponerse de rodillas. Después giró la cabeza para ver quién lo había despertado.
—¿Estás bien, Grawpy? —le preguntó Hagrid con una voz que pretendía ser alegre, y retrocedió con la larga rama en alto, preparado para volver a pegar a Grawp—. ¿Qué tal has dormido? ¿Bien?
Harry y Hermione retrocedieron cuanto pudieron, pero sin perder de vista al gigante. Grawp se arrodilló entre dos árboles que todavía no había arrancado. Los chicos, estupefactos, contemplaron su cara, increíblemente grande: parecía una luna llena gris que relucía en la penumbra del claro. Era como si hubieran tallado sus facciones en una gran esfera de piedra: la nariz era pequeña, gruesa y deforme; la boca, torcida y llena de dientes amarillos e irregulares del tamaño de ladrillos; los ojos, pequeños para tratarse de un gigante, eran de un color marrón verdoso, como el barro, y en aquellos momentos los tenía entornados a causa del sueño. Grawp se llevó los sucios nudillos, cada uno del tamaño de una pelota de críquet, a los ojos, se los frotó enérgicamente y luego, sin previo aviso, se puso en pie con una velocidad y una agilidad asombrosas.
—¡Madre mía! —oyó Harry exclamar a Hermione, que permanecía pegada a él.
Los árboles a los que estaban atados los extremos de las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Grawp crujieron amenazadoramente. El gigante medía como mínimo cinco metros, como les había comentado Hagrid. Adormilado, Grawp miró alrededor, estiró una mano del tamaño de una sombrilla, cogió un nido de pájaros de las ramas superiores de un altísimo pino y lo volcó a la vez que emitía un gruñido de desagrado por no haber encontrado dentro ningún pájaro; los huevos cayeron como granadas al suelo y Hagrid se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse.
—Mira, Grawpy —gritó el guardabosques mirando con aprensión hacia arriba por si caían más huevos—, he traído a unos amigos míos para presentártelos. Ya te hablé de ellos, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que te dije que quizá tuviera que irme de viaje y dejarte a su cargo unos días? ¿Te acuerdas, Grawpy?
Pero Grawp se limitó a soltar otro débil gruñido; resultaba difícil saber si estaba escuchando a Hagrid o si ni siquiera reconocía los sonidos que emitía el guardabosques al hablar. Había cogido con la mano la copa del pino y tiraba del árbol hacia sí por el puro placer de ver hasta dónde rebotaba cuando lo soltaba.
—¡No hagas eso, Grawpy! —lo regañó Hagrid—. Así es como has arrancado todos los demás… —Y, efectivamente, Harry vio cómo el suelo empezaba a resquebrajarse alrededor de las raíces del árbol—. ¡Te he traído compañía! —gritó Hagrid—. ¡Mira, amigos! ¡Mira hacia abajo, payasote, te he traído a unos amigos!
—No, Hagrid, por favor —gimió Hermione, pero el guardabosques ya había levantado otra vez la rama y golpeó con fuerza a Grawp.
El gigante soltó la copa del árbol, que osciló peligrosamente y arrojó sobre Hagrid un aluvión de agujas de pino, y miró hacia abajo.
—¡Éste es Harry, Grawp! —gritó Hagrid, y fue corriendo hacia donde estaban los chicos—. ¡Harry Potter! Vendrá a verte si yo tengo que marcharme, ¿entendido?
El gigante acababa de percatarse de la presencia de Harry y Hermione, que vieron, atemorizados, cómo Grawp agachaba la colosal cabeza y los miraba con cara de sueño.
—Y ésta es Hermione, ¿vale? —Hagrid vaciló. Se volvió hacia ella y dijo—: ¿Te importa que él te llame Hermy? Es que para él es un nombre difícil de recordar.
—No, no me importa —chilló Hermione.
—¡Ésta es Hermy, Grawp! ¡Vendrá a hacerte compañía! Qué bien, ¿verdad? Tendrás dos amiguitos para… ¡NO, GRAWPY!
De pronto la mano de Grawp salió lanzada hacia Hermione, pero Harry agarró a su amiga, tiró de ella hacia atrás y la escondió tras un árbol. La mano de Grawp rozó el tronco, y cuando se cerró sólo atrapó aire.
—¡ERES UN NIÑO MALO, GRAWPY! —gritó Hagrid mientras Hermione se abrazaba a Harry temblando y gimoteando—. ¡MUY MALO! ¡ESO NO SE…, AY!
Harry asomó la cabeza por detrás del árbol y vio a Hagrid tumbado boca arriba, con una mano sobre la nariz. Grawp, que al parecer había perdido el interés, se había enderezado y volvía a tirar del pino para ver hasta dónde llegaba.
—Bueno… —dijo Hagrid con voz nasal; luego se puso en pie al tiempo que con una mano se tapaba la sangrante nariz y con la otra recogía su ballesta—. Bueno, ya está, ya os lo he presentado, así cuando volváis él os reconocerá. Sí, bueno…
Levantó la cabeza y miró a Grawp, que tiraba del pino con una expresión de placer e indiferencia en aquella cara que parecía una roca; las raíces crujían a medida que las arrancaba del suelo.
—Bueno, creo que ya hay suficiente por hoy —afirmó Hagrid—. Ahora…, ahora podemos regresar, ¿de acuerdo?
Harry y Hermione asintieron con la cabeza. Hagrid volvió a colocarse la ballesta sobre el hombro y, sin dejar de apretarse la nariz, los guió por entre los árboles.
Caminaban en silencio; ni siquiera hicieron ningún comentario cuando oyeron un estruendo a lo lejos, señal de que finalmente Grawp había arrancado el pino. Hermione iba muy tensa y muy pálida. A Harry no se le ocurría nada que decir. ¿Qué demonios pasaría cuando alguien se enterara de que Hagrid había escondido a Grawp en el Bosque Prohibido? Y por si fuera poco, había prometido que Ron, Hermione y él continuarían con los intentos totalmente inútiles de civilizar al gigante. ¿Cómo podía pensar Hagrid, pese a su inmensa capacidad para engañarse a sí mismo y creer que monstruos con colmillos eran adorables e inofensivos, que Grawp llegaría a estar preparado para convivir con seres humanos?
—Quietos —dijo de pronto Hagrid cuando Harry y Hermione lo seguían con dificultad por una zona de densas matas de centinodia. A continuación, sacó una flecha del carcaj que llevaba colgado del hombro y cargó la ballesta. Harry y Hermione levantaron sus varitas mágicas; ahora que habían dejado de andar, ellos también oían moverse algo cerca de allí—. ¡Vaya! —exclamó Hagrid en voz baja.
—Me parece recordar que te advertimos que ya no serías bien recibido aquí, Hagrid —sentenció una profunda voz masculina.
Por un instante, el torso desnudo de un hombre pareció que flotaba hacia ellos a través de la verdosa y veteada penumbra; pero entonces vieron que su cintura se fundía con el cuerpo de un caballo, cuyo pelaje era marrón. El centauro tenía un rostro imponente de pómulos muy marcados y largo cabello negro. Iba armado, igual que Hagrid: llevaba colgados del hombro un arco y un carcaj lleno de flechas.
—¿Cómo estás, Magorian? —lo saludó Hagrid con cautela.
Se oyeron susurros entre los árboles que había detrás del centauro, y entonces aparecieron otros cuatro o cinco congéneres. Harry reconoció la barba y el cuerpo negros de Bane, a quien había visto casi cuatro años atrás, la misma noche que vio por primera vez a Firenze. Sin embargo, Bane no dio muestras de reconocerlo.
—Creo que acordamos lo que haríamos si este humano volvía a entrar en el bosque, ¿verdad? —puntualizó Bane con una desagradable entonación.
—¿Ahora me llamas «este humano»? —replicó Hagrid, molesto—. ¿Sólo porque intenté impedir que cometierais un asesinato?
—No debiste entrometerte, Hagrid —replicó Magorian—. Nuestros métodos no son como los vuestros, ni tampoco nuestras leyes. Firenze nos ha traicionado y nos ha deshonrado.
—No sé por qué dices eso —repuso Hagrid con impaciencia—. No ha hecho más que ayudar a Albus Dumbledore…
—Firenze se ha convertido en esclavo de los humanos —afirmó un centauro gris de rostro severo surcado de arrugas.
—¡Esclavo! —exclamó Hagrid en tono mordaz—. Sólo le está haciendo un favor a Dumbledore, nada…
—Está revelando nuestra sabiduría y nuestros secretos a los humanos —concretó Magorian sin alterarse—. Esa ignominia no tiene perdón.
—Si tú lo dices… —replicó Hagrid encogiéndose de hombros—, pero creo que cometes un grave error.
—Igual que tú, humano —le espetó Bane—, por entrar en nuestro bosque cuando te advertimos que…
—Escúchame bien —lo interrumpió Hagrid, enojado—: si no te importa, preferiría que no lo llamaras «nuestro bosque». Tú no eres nadie para decidir quién puede entrar aquí y quién no.
—Ni tú, Hagrid —intervino Magorian, impasible—. Hoy te dejaré pasar porque vas acompañado de tus jóvenes…
—¡No son suyos! —lo corrigió Bane con desprecio—. ¡Son alumnos, Magorian, del colegio! Seguramente ya se habrán beneficiado de las enseñanzas del traidor Firenze.
—De todos modos —prosiguió Magorian con calma—, matar potros es un crimen terrible; nosotros no hacemos daño a inocentes. Hoy puedes pasar, Hagrid. Pero, a partir de ahora, mantente alejado de este lugar. Perdiste la amistad de los centauros cuando ayudaste al traidor Firenze a huir de nosotros.
—¡No pienso mantenerme alejado del bosque porque me lo manden un puñado de mulas viejas como vosotros! —protestó Hagrid a voz en grito.
—¡Hagrid —exclamó Hermione con voz chillona, muerta de miedo, mientras Bane y el centauro gris piafaban—, vámonos, por favor!
Hagrid echó a andar, pero aún tenía la ballesta cargada y seguía mirando fijamente a Magorian.
—¡Sabemos qué es lo que guardas en el bosque, Hagrid! —le gritó Magorian mientras los centauros desaparecían de la vista—. ¡Y nuestra tolerancia tiene límites!
Hagrid, que parecía dispuesto a ir derecho hacia donde estaba Magorian, giró la cabeza.
—¡Lo toleraréis mientras esté aquí porque este bosque es tan suyo como vuestro! —gritó mientras Harry y Hermione tiraban con todas sus fuerzas de su chaleco de piel de topo en un intento de impedir que siguiera avanzando.
Hagrid miró hacia abajo con el entrecejo fruncido; al ver a los dos tirando de su chaleco puso cara de sorpresa, pues al parecer acababa de notar que iba arrastrándolos.
—Tranquilos, chicos —dijo; se dio la vuelta y reemprendió el camino, y Harry y Hermione lo siguieron jadeando—. ¡Malditas mulas!
—Hagrid —comentó Hermione, casi sin aliento, mientras sorteaban la zona de ortigas por donde habían pasado en el camino de ida—, si los centauros no quieren que los humanos entremos en el bosque, no sé cómo Harry y yo vamos a poder…
—Bah, ya has oído lo que han dicho —respondió Hagrid quitándole importancia—, no harían daño a unos potros…, quiero decir, a unos niños. Además, no podemos permitir que esas mulas nos mangoneen.
—Has hecho bien en intentarlo —animó Harry por lo bajo a la alicaída Hermione.
Finalmente llegaron al camino y, tras unos minutos más, comprobaron que los árboles ya no crecían tan juntos. Entonces volvieron a divisar fragmentos de cielo azul y oyeron gritos y vítores a lo lejos.
—¿Qué ha sido eso? ¿Otro gol? —preguntó Hagrid, y se paró entre los árboles cuando el estadio de quidditch apareció ante su vista—. ¿O será que ha terminado el partido?
—No lo sé —respondió Hermione con tristeza.
Harry vio que su amiga ofrecía muy mal aspecto: tenía la melena llena de hojas y de ramitas, la cara y los brazos estaban cubiertos de arañazos, y había varios desgarrones en su túnica. Imaginó que él no debía de tener una pinta mucho mejor.
—¡Eh, creo que ha terminado! —exclamó Hagrid, que seguía mirando hacia el estadio con los ojos entornados—. ¡Mirad, ya empieza a salir gente, si os dais prisa podréis mezclaros entre el público y nadie se enterará de que no habéis estado ahí!
—Buena idea —dijo Harry—. Bueno…, hasta luego, Hagrid.
—No puedo creerlo —musitó Hermione con voz temblorosa en cuanto estuvieron lo bastante lejos de Hagrid para que él no pudiera oírlos—. No puedo creerlo. No puedo creerlo, de verdad.
—Tranquilízate —le aconsejó Harry.
—¿Que me tranquilice? —se extrañó ella, sofocada—. ¡Un gigante! ¡Un gigante en el bosque! ¡Y pretende que nosotros le enseñemos nuestro idioma! ¡Suponiendo, claro, que podamos burlar a una manada de centauros asesinos al entrar y al salir! ¡No… puedo… creerlo!
—¡Todavía no tenemos que hacer nada! —afirmó Harry en voz baja para aplacarla mientras se mezclaban con una marea de alumnos de Hufflepuff que iban charlando hacia el castillo—. No nos ha pedido que hagamos nada a menos que lo echen, y cabe la posibilidad de que eso no llegue a ocurrir.
—¡Harry, por favor! —chilló Hermione, furiosa, y se paró en seco; los alumnos que iban detrás de ella tuvieron que esquivarla para pasar—. Claro que lo van a echar, y si quieres que te diga la verdad, después de lo que acabamos de ver no podemos culpar a la profesora Umbridge.
Harry lanzó una mirada fulminante a su amiga, cuyos ojos se llenaron lentamente de lágrimas.
—No lo dirás en serio —dijo Harry en voz baja.
—No, bueno, vale, no, no lo he dicho en serio —balbuceó Hermione, enfadada, y se secó las lágrimas—. Pero ¿quieres decirme por qué Hagrid tiene que complicarse tanto la vida y complicárnosla a nosotros?
—No lo sé…
A Weasley vamos a coronar.
A Weasley vamos a coronar.
La quaffle consiguió parar.
A Weasley vamos a coronar…
—Y me encantaría que dejaran de cantar esa estúpida canción —añadió Hermione con desánimo—. ¿No se han regodeado ya bastante con el sufrimiento de Ron? —Una marea de estudiantes subía por la ladera desde el campo de quidditch—. Venga, entremos antes de que lleguen los de Slytherin —suplicó.
Weasley las para todas
y por el aro no entra ni una pelota.
Por eso los de Gryffindor tenemos que cantar:
a Weasley vamos a coronar.
—Hermione… —dijo Harry, vacilante.
La canción cada vez sonaba más fuerte, pero no provenía del grupo de alumnos de Slytherin, vestidos de color verde y plateado, sino de una masa de alumnos, vestidos de rojo y dorado, que subía lentamente hacia el castillo; un par de ellos llevaban sobre los hombros a un tercero.
A Weasley vamos a coronar.
A Weasley vamos a coronar.
La quaffle consiguió parar.
A Weasley vamos a coronar…
—No… —susurró Hermione con voz queda.
—¡SÍ! —exclamó Harry.
—¡HARRY! ¡HERMIONE! —gritó Ron, que enarbolaba la copa de plata de quidditch y estaba loco de alegría—. ¡LO HEMOS CONSEGUIDO! ¡HEMOS GANADO!
Cuando Ron pasó por delante de ellos, Harry y Hermione sonrieron muy contentos a su amigo. Los estudiantes se agolparon junto a la puerta del castillo y Ron se golpeó la cabeza contra el dintel, pero los que lo llevaban a hombros se resistían a bajarlo. Sin dejar de cantar, la muchedumbre entró apretujadamente en el vestíbulo y se perdió de vista. Harry y Hermione, que continuaban sonriendo, la vieron marchar, hasta que dejaron de oírse las últimas notas de «A Weasley vamos a coronar». Entonces se miraron y sus sonrisas se desvanecieron.
—Nos guardaremos la noticia para mañana, ¿de acuerdo? —propuso Harry.
—De acuerdo —convino Hermione cansinamente—. No tengo ninguna prisa.
Luego subieron juntos la escalera de piedra. Al llegar a las puertas del castillo, ambos miraron instintivamente hacia el Bosque Prohibido. Harry no estaba seguro de si se lo había imaginado, pero le pareció ver a lo lejos una pequeña bandada de pájaros que echaban a volar sobre las copas de los árboles, como si alguien hubiera arrancado de raíz el árbol en el que estaban posados.