El peor recuerdo de Snape
POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA
Dolores Jane Umbridge (Suma Inquisidora) sustituye a Albus Dumbledore como director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
Esta orden se ajusta al Decreto de Enseñanza n.º 28.
Firmado:
Cornelius Oswald Fudge
ministro de Magia
Los carteles habían aparecido en el colegio durante la noche, pero eso no explicaba cómo era posible que todo el mundo, sin exceptuar a nadie en el castillo, supiera que Dumbledore había burlado a dos aurores, a la Suma Inquisidora, al ministro de Magia y a su asistente junior, y había escapado. Fuera a donde fuese, Harry comprobaba que el único tema de conversación era la huida de Dumbledore, y pese a que algunos de los detalles se habían modificado al volverlos a contar (Harry oyó cómo una alumna de segundo le aseguraba a otra que Fudge estaba ingresado en el Hospital San Mungo con una calabaza por cabeza), resultaba sorprendente lo preciso que era el resto de la información que tenían. Todos sabían, por ejemplo, que Harry y Marietta habían sido los únicos estudiantes que habían presenciado la escena en el despacho de Dumbledore, pero como Marietta estaba en la enfermería, Harry se vio asediado por sus compañeros, que le pedían un relato de primera mano.
—Dumbledore no tardará en volver —aseguró Ernie Macmillan con aplomo cuando regresaban de Herbología, tras escuchar atentamente la historia de Harry—. Cuando estábamos en segundo, no consiguieron alejarlo de aquí mucho tiempo, y esta vez tampoco lo conseguirán. El Fraile Gordo me ha dicho —adoptó un tono confidencial y bajó la voz, de modo que Harry, Ron y Hermione tuvieron que acercarse más a él para oírlo— que anoche la profesora Umbridge trató de entrar en el despacho del director después de buscar a Dumbledore por todos los rincones del castillo y los jardines. Pero la gárgola no se apartó de la puerta. El despacho se había cerrado para impedirle la entrada. —Ernie sonrió con suficiencia—. Por lo visto, le dio un berrinche de miedo.
—Ya, seguro que le habría encantado sentarse en el despacho del director —dijo Hermione con rabia mientras subían la escalera de piedra hacia el vestíbulo—. No soporto la prepotencia con que trata a los demás profesores, la muy estúpida, engreída y arrogante…
—A ver, Granger, ¿cómo termina esa frase? —Draco Malfoy salió deslizándose por detrás de la puerta, seguido de Crabbe y Goyle. La malicia iluminaba su pálido y anguloso rostro—. Me temo que tendré que descontar unos cuantos puntos a Gryffindor y a Hufflepuff —sentenció arrastrando las palabras.
—Los prefectos no pueden quitarles puntos a sus colegas, Malfoy —saltó Ernie de inmediato.
—Ya sé que los prefectos no pueden descontarse puntos unos a otros —dijo Malfoy desdeñosamente. Crabbe y Goyle rieron por lo bajo—. Pero los miembros de la Brigada Inquisitorial…
—¡¿La qué?! —exclamó Hermione con aspereza.
—La Brigada Inquisitorial, Granger —repitió Malfoy, y señaló una «B» y una «I» diminutas y plateadas que llevaba en la túnica, debajo de la insignia de prefecto—. Un selecto grupo de estudiantes que apoyan al Ministerio de Magia, cuidadosamente seleccionados por la profesora Umbridge. Los miembros de la Brigada Inquisitorial tienen autoridad para descontar puntos. Así que, Granger, a ti te voy a quitar cinco por hacer comentarios groseros sobre nuestra nueva directora. Macmillan, cinco puntos menos por llevarme la contraria. Y a ti otros cinco porque me caes mal, Potter. Weasley, llevas la camisa fuera de los pantalones, tendré que quitarte cinco puntos por eso. Ah, sí, se me olvidaba, eres una sangre sucia, Granger: diez puntos menos.
Ron sacó su varita mágica, pero Hermione lo apartó y susurró:
—¡Quieto!
—Una actitud muy prudente, Granger —musitó Malfoy—. Nueva directora, nuevas reglas… Portaos bien, Pipipote, Rey Weasley…
Y dicho eso se alejó riendo a carcajadas con Crabbe y Goyle.
—Se estaba marcando un farol —dijo Ernie muy afligido—. No puede ser que esté autorizado a descontar puntos… Eso sería ridículo…, desmontaría por completo el sistema de prefectos.
Pero Harry, Ron y Hermione habían girado automáticamente la cabeza hacia los gigantescos relojes de arena que, instalados en hornacinas a lo largo de la pared que tenían detrás, registraban los puntos de las casas. Aquella mañana Gryffindor y Ravenclaw iban empatados en cabeza. Mientras ellos miraban, unas cuantas gemas ascendieron, con lo que disminuyeron las que había en la parte inferior de los relojes de ambas casas. El único reloj de arena que no cambió fue el de Slytherin, lleno de esmeraldas.
—Lo habéis visto, ¿verdad? —comentó Fred.
Él y George habían bajado por la escalera de mármol y se reunieron con Harry, Ron, Hermione y Ernie frente a los relojes de arena.
—Malfoy acaba de descontarnos cincuenta puntos —explicó Harry, furioso, mientras unas cuantas gemas más pasaban de la parte inferior a la superior del reloj de arena de Gryffindor.
—Sí, Montague también ha intentado jugárnosla en el recreo —aseguró George.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo ha intentado? —preguntó rápidamente Ron.
—No ha podido pronunciar todas las palabras —explicó Fred— porque lo hemos metido de cabeza en el armario evanescente del primer piso.
Hermione estaba horrorizada.
—¡Ahora sí que os habéis metido en un buen lío!
—No hasta que Montague reaparezca, y pueden pasar semanas. No sé adónde lo hemos enviado —comentó Fred, impasible—. Además… hemos decidido que ya no nos importa meternos en líos.
—¿Os ha importado alguna vez?
—Claro que sí —respondió George—. Nunca nos han expulsado, ¿no?
—Siempre hemos sabido cuándo teníamos que parar —añadió Fred.
—A veces nos hemos pasado un pelín de la raya… —admitió su gemelo.
—Pero siempre hemos parado antes de causar un verdadero caos —dijo Fred.
—¿Y ahora? —inquirió Ron, vacilante.
—Pues ahora… —empezó George.
—… que no está Dumbledore… —siguió Fred.
—… creemos que un poco de caos… —continuó George.
—… es precisamente lo que necesita nuestra querida nueva directora —concluyó Fred.
—¡No lo hagáis! —susurró Hermione—. ¡No lo hagáis, de verdad! ¿No veis que le encantaría tener un pretexto para expulsaros?
—Veo que no lo has entendido, Hermione —dijo Fred sonriente—. Ya no nos importa que nos expulsen. Nos marcharíamos ahora mismo por nuestro propio pie si no estuviéramos decididos a hacer algo por Dumbledore. Bueno —miró su reloj—, la fase uno está a punto de empezar. Yo en vuestro lugar entraría en el Gran Comedor, y así los profesores sabrán que no habéis tenido nada que ver.
—Nada que ver ¿con qué? —se extrañó Hermione, alarmada.
—Ya lo verás —dijo George por toda respuesta—. Y ahora, corred.
Los gemelos se dieron la vuelta y se perdieron entre la multitud que descendía por la escalera hacia el comedor. Ernie, muy desconcertado, murmuró algo acerca de unos deberes de Transformaciones que no había terminado y se escabulló.
—Mirad, creo que deberíamos largarnos de aquí —opinó Hermione con nerviosismo—, por si acaso…
—Vale —admitió Ron, y los tres se encaminaron hacia las puertas del Gran Comedor, pero cuando Harry apenas había vislumbrado el techo de aquel día, por el que se deslizaban unas nubes blancas, alguien le dio unos golpecitos en el hombro, y, al girarse, casi chocó contra la cara de Filch, el conserje. Harry se apresuró a dar unos cuantos pasos hacia atrás; a Filch era mejor verlo desde lejos.
—La directora quiere verte, Potter —dijo el hombre con una sarcástica sonrisa.
—No he sido yo —repuso Harry maquinalmente preguntándose qué podía ser eso que planeaban Fred y George. Los carrillos de Filch temblaron, sacudidos por una risa silenciosa.
—Tienes remordimientos de conciencia, ¿eh? —comentó entre resuellos—. Sígueme.
Harry miró a Ron y Hermione, que parecían preocupados, y luego se encogió de hombros y siguió a Filch por el vestíbulo, contra la marea de estudiantes hambrientos.
Filch estaba de un buen humor poco habitual en él; tarareaba con la boca cerrada mientras subían por la escalera de mármol. Cuando llegaron al primer rellano, el conserje dijo:
—Las cosas están cambiando, Potter.
—Ya lo he notado —repuso Harry con apatía.
—Sí… Llevo años diciéndole a Dumbledore que es demasiado blando con vosotros —le contó el conserje chasqueando la lengua con desprecio—. Vosotros, pequeñas bestias inmundas, nunca habríais tirado bombas fétidas si yo hubiera estado autorizado a azotaros hasta dejaros en carne viva, ¿verdad que no? A nadie se le habría ocurrido lanzar discos voladores con colmillos por los pasillos si yo hubiera podido colgaros por los tobillos en mi despacho, ¿verdad que no? Pero cuando entre en vigor el Decreto de Enseñanza número veintinueve, Potter, podré hacer todas esas cosas… Y la nueva directora ha pedido al ministro que firme una orden para expulsar a Peeves. Sí, ya lo creo, las cosas van a ser muy diferentes por aquí ahora que ella está al mando…
Era evidente que la profesora Umbridge había hecho todo lo posible para ganarse la simpatía de Filch, pensó Harry, y lo peor era que seguramente el conserje resultaría un arma muy útil; podía decirse que nadie conocía como él los escondites y los pasadizos secretos del colegio, después de los gemelos Weasley.
—Ya hemos llegado —indicó Filch sonriendo con malicia a Harry mientras daba tres golpes en la puerta del despacho de la profesora Umbridge y la abría—. Le traigo a Potter, señora.
El despacho de la profesora Umbridge, con el que Harry ya estaba familiarizado tras sus numerosos castigos, estaba igual que siempre. La única excepción era el enorme bloque de madera que había en la parte delantera de su mesa, con unas letras doradas que rezaban: «DIRECTORA.» Además, la Saeta de Fuego de Harry y las Barredoras de Fred y George estaban atadas con cadenas, a su vez aseguradas con candados, a una sólida barra de hierro que había en la pared, detrás de la mesa, y al verlas Harry notó una punzada de dolor.
La profesora Umbridge estaba sentada detrás de la mesa, muy ocupada escribiendo en un trozo de su pergamino rosa, pero levantó la cabeza y mostró una amplia sonrisa al verlos entrar.
—Gracias, Argus —dijo con dulzura.
—De nada, señora, de nada —repuso Filch, que se inclinó todo lo que le permitió su reumatismo y salió caminando hacia atrás.
—Siéntate —le indicó a Harry la profesora Umbridge de manera cortante señalando una silla.
El chico se sentó y la profesora siguió escribiendo. Harry se fijó en los feos gatitos que retozaban en los platos que la profesora Umbridge tenía colgados en la pared, y se preguntó qué nueva y espeluznante sorpresa le tendría preparada.
—Bueno —dijo por fin la profesora mientras dejaba la pluma encima de la mesa. Parecía un sapo a punto de engullir una mosca especialmente sabrosa—. ¿Qué te apetece beber?
—¿Cómo dice? —preguntó Harry, convencido de que no había oído bien.
—¿Qué te apetece beber, Potter? —repitió ella, ampliando aún más su sonrisa—. ¿Té? ¿Café? ¿Zumo de calabaza?
Cada vez que nombraba una bebida, daba una sacudida con su corta varita mágica, y una taza o un vaso aparecían sobre su mesa.
—Nada, gracias —contestó Harry.
—Quiero que tomes algo conmigo —insistió la profesora con una voz peligrosamente dulce—. Elige.
—Bueno…, pues té —decidió él encogiéndose de hombros.
La profesora Umbridge se levantó, se colocó de espaldas a Harry y, con mucha parsimonia, añadió leche a la taza. Entonces pasó junto a la mesa, con la taza en la mano, sonriendo con una ternura siniestra.
—Toma —dijo, y le dio la taza—. Bébetelo antes de que se enfríe, ¿de acuerdo? Muy bien, Potter… Me ha parecido oportuno mantener una breve charla contigo después de los lamentables sucesos ocurridos anoche. —Harry no dijo nada. La profesora Umbridge volvió a sentarse en su silla y esperó. Se produjo una larga pausa, que la bruja interrumpió diciendo con jovialidad—: Pero ¡si no te estás bebiendo el té!
Harry se llevó la taza a los labios y de repente la bajó. Uno de los horribles gatitos pintados de la profesora Umbridge tenía unos enormes y redondos ojos azules, como el ojo mágico de Moody, y a Harry le dio por pensar qué diría Ojoloco si se enteraba de que él había bebido té ofrecido por un enemigo declarado.
—¿Qué pasa? —preguntó la profesora Umbridge, que seguía observándolo—. ¿Quieres azúcar?
—No —respondió Harry.
Volvió a llevarse la taza a los labios y fingió que bebía un sorbo, aunque mantuvo la boca firmemente cerrada. La sonrisa de la profesora Umbridge se ensanchó.
—Así me gusta —susurró—. Estupendo. Veamos… —Se inclinó un poco hacia delante—. ¿Dónde está Albus Dumbledore?
—No tengo ni idea —respondió Harry sin vacilar.
—Bebe, bebe —lo animó la profesora Umbridge sin dejar de sonreír—. Dejémonos de juegos infantiles, Potter. Sé perfectamente que sabes adónde ha ido. Dumbledore y tú estáis juntos en este asunto desde el principio. Piensa en tus intereses, Potter…
—No sé dónde está.
Harry fingió que volvía a beber.
—Está bien —aceptó la profesora Umbridge, contrariada—. En ese caso, haz el favor de decirme dónde está Sirius Black.
Harry notó una opresión en el estómago. Le tembló la mano con que sujetaba la taza de té, que repiqueteó contra el platillo. Se llevó una vez más la taza a la boca, con los labios apretados, y unas gotas de líquido caliente se derramaron por su túnica.
—No lo sé —aseguró, quizá precipitadamente.
—Permíteme recordarte, Potter —comentó la profesora Umbridge—, que fui yo quien estuvo a punto de atrapar al criminal Black en la chimenea de Gryffindor en octubre. Sé perfectamente que estaba hablando contigo, y si tuviera alguna prueba, ninguno de los dos andaríais sueltos ahora, te lo prometo. Te lo preguntaré una vez más, Potter, ¿dónde está Sirius Black?
—Ni idea —aseguró Harry en voz alta—. No tengo ni la más remota idea.
Se miraron fijamente, tanto rato que Harry notó que le lloraban los ojos. Entonces la profesora Umbridge se levantó.
—Muy bien, Potter, esta vez confiaré en tu palabra, pero te lo advierto: el Ministerio me respalda. Todos los canales de comunicación de entrada y salida del colegio están vigilados. Hay un regulador de la Red Flu que vigila todas las chimeneas de Hogwarts, excepto la mía, por supuesto. Mi Brigada Inquisitorial abre y lee todo el correo lechucil que entra y sale del castillo. Y el señor Filch vigila todos los pasadizos secretos de entrada y salida del castillo. Si encuentro la más mínima prueba de que…
¡PUM!
El suelo del despacho tembló. La profesora Umbridge se desplazó hacia un lado y se sujetó a la mesa, impresionada.
—¿Qué ha sido eso?
Miraba hacia la puerta. Harry aprovechó la ocasión para vaciar la taza de té, casi llena, en el jarrón de flores secas que tenía más cerca. Oía que la gente corría y gritaba varios pisos más abajo.
—¡Vuelve al comedor, Potter! —gritó la profesora Umbridge levantando la varita y saliendo muy deprisa del despacho. Harry le dio unos segundos de ventaja y salió tras ella para ver cuál era el origen de tanto alboroto.
No le costó mucho averiguarlo. Un piso más abajo reinaba un caos absoluto. Alguien (y Harry tenía una idea bastante aproximada de quién se trataba) había hecho explotar lo que parecía un enorme cajón de fuegos artificiales encantados.
Por los pasillos revoloteaban dragones compuestos de chispas verdes y doradas que despedían fogonazos y producían potentes explosiones; girándulas de color rosa fosforito de un metro y medio de diámetro pasaban zumbando como platillos volantes; cohetes con largas colas de brillantes estrellas plateadas rebotaban contra las paredes; las bengalas escribían palabrotas en el aire; los petardos explotaban como minas allá donde Harry mirara, y en lugar de consumirse y apagarse poco a poco, esos milagros pirotécnicos parecían adquirir cada vez más fuerza y energía.
Filch y la profesora Umbridge estaban de pie, petrificados, en mitad de la escalera. Mientras Harry contemplaba el espectáculo, una de las girándulas más grandes por lo visto decidió que lo que necesitaba era más espacio para maniobrar, y fue dando vueltas hacia donde estaban la profesora Umbridge y el conserje, emitiendo un siniestro «¡Iiiiiuuuuu!». Ambos gritaron de miedo y se agacharon, y la girándula salió volando por la ventana que tenían detrás y fue a parar a los jardines. Entre tanto, varios dragones y un enorme murciélago de color morado, que humeaba amenazadoramente, aprovecharon que había una puerta abierta al final del pasillo para escapar por ella hacia el segundo piso.
—¡Corra, Filch, corra! —gritó la profesora Umbridge—. ¡Si no hacemos algo se dispersarán por todo el colegio! ¡Desmaius!
Un chorro de luz roja salió del extremo de su varita y fue a parar contra uno de los cohetes. En lugar de quedarse parado en el aire, éste explotó con tanta fuerza que hizo un agujero en el cuadro de una bruja de aspecto bobalicón, retratada en medio de un prado; la bruja corrió a refugiarse justo a tiempo, y apareció unos segundos más tarde apretujada en el cuadro de al lado, donde un par de magos que jugaban a las cartas se levantaron rápidamente para dejarle sitio.
—¡No los aturda, Filch! —gritó furiosa la profesora Umbridge, como si el conjuro lo hubiera pronunciado él.
—¡Como usted diga, señora! —exclamó resollando el conserje, quien siendo un squib jamás habría podido aturdir aquellos fuegos artificiales. Corrió hacia un armario cercano, sacó de él una escoba y empezó a golpear con ella los fuegos artificiales. Unos segundos más tarde, la parte delantera de la escoba estaba en llamas.
Harry ya había visto suficiente; riendo, se agachó cuanto pudo, corrió hacia una puerta que sabía que estaba un poco más allá, oculta detrás de un tapiz, y entró por ella. Allí encontró a Fred y George, que, escondidos, escuchaban los gritos de la profesora Umbridge y de Filch e intentaban contener la risa.
—Impresionante —admitió Harry en voz baja sonriendo—. Verdaderamente impresionante. El doctor Filibuster va a tener que cerrar su negocio, seguro…
—Gracias —susurró George, y se secó las lágrimas de risa de la cara—. Ay, espero que ahora intente un hechizo desvanecedor… Se multiplican por diez cada vez que lo intentas.
Aquella tarde los fuegos artificiales siguieron ardiendo y extendiéndose por el colegio. Pese a que ocasionaron graves trastornos, sobre todo los petardos, a los otros profesores no pareció importarles mucho.
—¡Vaya! —exclamó la profesora McGonagall con sarcasmo cuando uno de los dragones entró en su clase y se puso a volar describiendo círculos y lanzando sonoros estallidos y llamaradas—. Señorita Brown, ¿le importaría ir al despacho de la directora e informarle de que un dragón se ha escapado y ha entrado en nuestra aula?
El resultado de aquel jaleo fue que la profesora Umbridge se pasó la primera tarde como directora corriendo por el colegio y acudiendo a los llamamientos de los otros profesores, ninguno de los cuales parecía capaz de echar de su aula a los fuegos artificiales sin su ayuda. Cuando sonó la última campana y volvían a la torre de Gryffindor con sus mochilas, Harry vio con inmensa satisfacción que la profesora Umbridge, completamente despeinada y cubierta de hollín, salía tambaleándose y sudorosa del aula del profesor Flitwick.
—¡Muchas gracias, profesora! —decía el profesor Flitwick con su aguda vocecilla—. Me habría librado yo mismo de las bengalas, por supuesto, pero no estaba seguro de si tenía autoridad para hacerlo.
Y radiante de alegría, le dio con la puerta de la clase en las narices.
Aquella noche Fred y George fueron los héroes de la sala común de Gryffindor. Hasta Hermione se abrió paso entre la emocionada multitud para felicitarlos.
—Han sido unos fuegos artificiales maravillosos —dijo con admiración.
—Gracias —repuso George, sorprendido y complacido—. Son los Magifuegos Salvajes Weasley. El único problema es que hemos gastado todas nuestras existencias; ahora tendremos que volver a empezar desde cero.
—Pero ha valido la pena —añadió Fred mientras anotaba los pedidos que le hacían los vociferantes alumnos de Gryffindor—. Si quieres apuntarte en la lista de espera, Hermione, la Magicaja Sencilla vale cinco galeones, y la Deflagración Deluxe, veinte…
Hermione volvió a la mesa donde estaban sentados Harry y Ron, que observaban sus mochilas como si tuvieran la esperanza de que sus deberes salieran de ellas y empezaran a hacerse solos.
—¿Por qué no nos tomamos una noche libre? —les propuso Hermione alegremente, y un cohete con cola plateada pasó zumbando al otro lado de la ventana—. Al fin y al cabo, las vacaciones de Pascua empiezan el viernes, ya tendremos tiempo para estudiar.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ron mirándola con incredulidad.
—Ahora que lo dices —contestó Hermione, muy contenta—, ¿sabéis una cosa? Creo que me siento un poco… rebelde.
Harry seguía oyendo los lejanos estallidos de los petardos que se habían escapado, cuando él y Ron subieron a acostarse una hora más tarde; y cuando se estaba desvistiendo, una bengala pasó flotando junto a la torre y dibujó claramente la palabra «CACA».
Harry se metió en la cama bostezando. Se había quitado las gafas y cada vez que pasaba un cohete al otro lado de la ventana veía un bello y misterioso rastro borroso, como nubes chispeantes contra el negro cielo. Se tumbó sobre un costado y se preguntó qué pensaría la profesora Umbridge de su primer día en el puesto de Dumbledore, y cómo reaccionaría Fudge al enterarse de que el colegio se había pasado casi toda la jornada en el caos más absoluto. Harry cerró los ojos y sonrió…
Parecía que las explosiones y los silbidos de los fuegos artificiales, que habían salido disparados hacia los jardines, cada vez eran más lejanos… O quizá fuera que él se alejaba a toda velocidad de ellos…
Había ido a parar al pasillo que conducía al Departamento de Misterios. Corría hacia la puerta negra… «Que se abra, que se abra…»
La puerta se abría. Harry estaba dentro de la sala circular rodeada de puertas… La cruzaba, ponía la mano sobre una puerta idéntica y ésta se abría hacia dentro…
Ahora estaba en una habitación larga y rectangular donde se oía un extraño chasquido mecánico. En las paredes había motas de luz que se movían, pero Harry no se detenía a investigar de dónde provenían… Tenía que continuar…
Había una puerta al fondo…, y ésta también se abría cuando Harry la tocaba…
Ahora estaba en una habitación en penumbra, alta y espaciosa como una iglesia, donde sólo había hileras y más hileras de altísimas estanterías, llenas de pequeñas y polvorientas esferas de cristal soplado. Harry estaba emocionado, y el corazón le latía muy deprisa… Sabía adónde tenía que ir… Echaba a correr, pero sus pasos no hacían ruido en el enorme y desierto recinto…
Había algo en aquella habitación que él deseaba más que nada en el mundo…
Algo que él quería… o que alguien más quería…
Le dolía la cicatriz…
¡PUM!
Harry despertó al instante, aturdido y furioso. Se oían risas en el dormitorio.
—¡Genial! —exclamó Seamus, cuya silueta se destacaba contra la ventana—. Creo que una girándula ha chocado contra un cohete y se han fusionado, ¡no os lo perdáis!
Harry oyó que Ron y Dean se levantaban de la cama para verlo mejor. Él se quedó quieto y callado mientras remitía el dolor de la cicatriz y se le pasaba la decepción. Le parecía que le habían privado de un placer fabuloso en el último momento… Esa vez había estado muy cerca.
En esos momentos, unos relumbrantes cochinillos alados de color rosa y plateado volaban al otro lado de las ventanas de la torre de Gryffindor. Harry se quedó tumbado escuchando los gritos de admiración de los alumnos de su casa en los dormitorios de abajo, pero se le encogió el estómago al recordar que al día siguiente tenía clase de Oclumancia.
Harry pasó todo el día siguiente temiendo qué iba a decirle Snape si se enteraba de hasta dónde se había adentrado en el Departamento de Misterios en su último sueño. Se dio cuenta, arrepentido, de que no había practicado Oclumancia ni una sola vez desde la última clase, pero habían pasado demasiadas cosas desde que Dumbledore se había marchado; estaba seguro de que no habría podido vaciar su mente aunque lo hubiera intentado. Sin embargo, dudaba que Snape aceptara eso como excusa.
Aquel día intentó practicar un poco durante las clases, pero no sirvió de nada. Hermione no paraba de preguntarle qué le ocurría cada vez que él se quedaba callado intentando alejar de su mente toda emoción y todo pensamiento, aunque había que reconocer que poner la mente en blanco en clase, mientras los profesores los acribillaban a preguntas de repaso, no era lo más adecuado.
Después de la cena, Harry se dirigió al despacho de Snape preparado para lo peor. Sin embargo, cuando cruzaba el vestíbulo, Cho se le acercó corriendo.
—Aquí —indicó Harry, contento de tener un motivo para retrasar su reunión con Snape, y le señaló el rincón del vestíbulo donde estaban los gigantescos relojes de arena. El de Gryffindor ya estaba casi vacío—. ¿Estás bien? No te habrá preguntado la profesora Umbridge nada sobre el ED, ¿verdad?
—No, no —respondió Cho—. No, era sólo que…, bueno, sólo quería decirte… Harry, jamás pensé que Marietta se chivaría…
—Ya —repuso él con aire taciturno. Lamentaba que Cho no hubiera elegido a sus amigas con más cuidado; no lo consolaba mucho saber que Marietta todavía estaba en la enfermería y que la señora Pomfrey no había conseguido hacer desaparecer ni un solo grano de su cara.
—En el fondo es una persona encantadora —comentó Cho—. Pero cometió un error…
Harry la miró sin dar crédito a sus oídos.
—¿Una persona encantadora que cometió un error? Pero ¡si nos ha traicionado a todos, incluida tú!
—Bueno, no nos ha pasado nada, ¿verdad? —replicó Cho, suplicante—. Es que su madre trabaja para el Ministerio, y a ella le resulta muy difícil…
—¡El padre de Ron también trabaja para el Ministerio! —saltó Harry, furioso—. Y por si no lo habías notado, él no lleva escrito «chivato» en la cara.
—Eso no ha estado nada bien por parte de Hermione Granger —opinó Cho con dureza—. Debió decirnos que había embrujado esa lista…
—Pues yo creo que fue una idea excelente —replicó Harry con frialdad. Cho se ruborizó y se le pusieron los ojos brillantes.
—¡Ah, sí, se me olvidaba! Claro, si fue idea de tu querida Hermione…
—No te pongas a llorar otra vez —la previno Harry.
—¡No iba a ponerme a llorar! —gritó Cho.
—Bueno, vale. Ya tengo bastantes problemas.
—¡Pues ve y ocúpate de ellos! —le espetó Cho, furiosa; luego se dio la vuelta y se alejó.
Harry bajó la escalera hacia la mazmorra de Snape. Estaba que echaba chispas, y sabía por experiencia que a Snape le resultaría mucho más fácil entrar en su mente si llegaba enfadado y resentido, pero aun así, antes de alcanzar la puerta de la mazmorra, no fue capaz de pensar en nada más que en unas cuantas cosas que debería haberle dicho a Cho sobre Marietta.
—Llegas tarde, Potter —se quejó Snape fríamente cuando Harry cerró la puerta tras él.
El profesor estaba de pie de espaldas a Harry, retirando algunos pensamientos de su mente, como de costumbre, y colocándolos con cuidado en el pensadero de Dumbledore. Dejó la última hebra plateada en la vasija de piedra y se volvió para mirar a Harry.
—Bueno —dijo—. ¿Has practicado?
—Sí —mintió Harry fijando la vista en una de las patas de la mesa de Snape.
—Ahora lo veremos, ¿no? —comentó éste con voz queda—. Saca la varita, Potter. —Harry se colocó en la posición de siempre, frente al profesor, entre éste y su mesa. Estaba muy enfadado con Cho y muy preocupado por lo que Snape pudiera sacar de su mente—. Contaré hasta tres —anunció Snape perezosamente—. Uno, dos…
Pero de pronto se abrió la puerta y Draco Malfoy entró atropelladamente en el despacho.
—Profesor Snape, señor… ¡Oh, lo siento!
Malfoy se quedó mirando a Snape y a Harry, sorprendido.
—No pasa nada, Draco —lo tranquilizó el hombre, y bajó la varita—. Potter ha venido a repasar pociones curativas.
Harry no había visto a Malfoy tan contento desde el día en que la profesora Umbridge se presentó para supervisar la clase de Hagrid.
—No lo sabía —masculló mirando con gesto burlón a Harry, que se había puesto muy colorado. Habría dado cualquier cosa por gritarle la verdad a Malfoy, o mejor aún, por echarle una buena maldición.
—¿Qué ocurre, Draco? —preguntó Snape.
—Es la profesora Umbridge, señor. Han encontrado a Montague, señor, ha aparecido dentro de un servicio del cuarto piso.
—¿Cómo llegó allí?
—No lo sé, señor. Está un poco aturdido.
—Está bien, está bien. Potter —dijo Snape—, continuaremos la clase mañana por la noche.
Y tras pronunciar esas palabras Snape salió pisando fuerte del despacho. Cuando el profesor estaba de espaldas, Malfoy miró a Harry y, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, dijo: «¿Pociones curativas?»; luego siguió a Snape.
Harry, que hervía de rabia, se guardó la varita mágica en la túnica y se dispuso a abandonar el despacho. Al menos tenía veinticuatro horas más para practicar; sabía que debía estar agradecido por haberse salvado por los pelos, aunque fuera a costa de que Malfoy le contara a todo el colegio que necesitaba clases particulares de pociones curativas.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de marcharse, vio una mancha de luz temblorosa que danzaba en el marco de la puerta. Se detuvo y se quedó mirándola, y recordó algo… Entonces cayó en la cuenta: se parecía un poco a las luces que había visto en el sueño de la noche anterior, cuando entró en la segunda habitación, durante su incursión en el Departamento de Misterios.
Se dio la vuelta. La luz provenía del pensadero, que estaba encima de la mesa de Snape. Su contenido, de un blanco plateado, fluía y se arremolinaba. Los pensamientos de Snape… Lo que el profesor no quería que Harry viera si el chico le rompía accidentalmente las defensas…
Harry se quedó mirando el pensadero, muerto de curiosidad. ¿Qué era aquello que Snape tanto quería ocultarle?
Las luces plateadas temblaban en la pared. El muchacho avanzó un par de pasos hacia la mesa dándole vueltas al asunto. ¿Y si lo que Snape estaba decidido a ocultarle era información acerca del Departamento de Misterios?
Harry miró hacia la puerta; el corazón le latía más fuerte y más deprisa que nunca. ¿Cuánto podía tardar Snape en rescatar a Montague del servicio? ¿Volvería después directamente al despacho o acompañaría a Montague a la enfermería? Seguro que lo acompañaba… Montague era el capitán del equipo de quidditch de Slytherin, y Snape querría asegurarse de que se encontraba bien.
Harry siguió andando hacia el pensadero, se plantó delante de él y observó su contenido. Vaciló un momento aguzando el oído, y luego volvió a sacar la varita mágica. No se oía nada ni en el despacho ni en el pasillo, así que dio un ligero golpe en el pensadero con la punta de su varita.
La sustancia plateada empezó a arremolinarse muy deprisa. Harry se inclinó sobre ella y vio que se había vuelto transparente. Una vez más, estaba mirando desde arriba el interior de una sala, a través de una ventana circular que había en el techo… Entonces comprendió que, a menos que se equivocara, lo que estaba viendo era el Gran Comedor.
Estaba empañando con el aliento la superficie de los pensamientos de Snape… Tenía la sensación de que su cerebro esperaba algo… Sería una locura hacer lo que estaba tan tentado de hacer… Temblaba… Snape podía regresar en cualquier momento… Pero Harry pensó en la cara de enfado de Cho y en el gesto burlón de Malfoy, y un coraje imprudente se apoderó de él.
Inspiró hondo y hundió la cara en la superficie de los pensamientos de Snape. Inmediatamente, el suelo del despacho dio una sacudida y Harry cayó de cabeza dentro del pensadero.
Se precipitaba en una fría oscuridad, girando con furia sobre sí mismo, y entonces…
Estaba de pie en medio del Gran Comedor, pero las cuatro mesas de las casas habían desaparecido, y en su lugar había más de un centenar de mesitas, orientadas hacia el mismo sitio, y en cada una de ellas, sentado con la cabeza gacha, había un estudiante que escribía en un rollo de pergamino. Sólo se oía el rasgueo de las plumas y, de vez en cuando, un susurro cuando alguien colocaba bien el trozo de pergamino. Era evidente que se trataba de un examen.
El sol entraba a raudales por las altas ventanas y caía sobre las cabezas de los alumnos, arrancándoles destellos dorados, cobrizos y castaños. Harry miró atentamente a su alrededor. Snape tenía que estar por allí… Ese recuerdo era suyo…
Y, en efecto, allí estaba, sentado a una mesa colocada detrás de Harry. Éste se quedó mirándolo. El adolescente Snape tenía un aire pálido y greñudo, como una planta que no ha visto mucho la luz. Su cabello, lacio y grasiento, caía sobre la mesa; y mientras escribía, tenía la ganchuda nariz pegada al trozo de pergamino. Harry se colocó detrás de Snape y leyó el título de la hoja del examen: «DEFENSA CONTRA LAS ARTES OSCURAS. TIMO.»
Así pues, Snape debía de tener quince o dieciséis años, más o menos la edad que tenía Harry. Su mano iba rápidamente de un borde al otro del pergamino; había escrito como mínimo treinta centímetros más que sus vecinos, y eso que su letra era minúscula y muy apretada.
—¡Cinco minutos más!
Harry se sobresaltó al oír aquella voz. Giró la cabeza y vio la parte superior de la cabeza del profesor Flitwick, que se movía entre las mesas, a escasa distancia. El profesor pasaba junto a un muchacho de cabello negro y despeinado… Muy negro y muy despeinado…
Harry se desplazó tan deprisa que, de haber sido sólido, habría derribado varias mesas. Pero se deslizó como en un sueño, atravesó dos hileras de mesas y enfiló un pasillo. La espalda del muchacho de cabello negro se acercó y… El chico empezó a enderezarse; dejó la pluma encima de la mesa, cogió la hoja de pergamino y se puso a releer lo que había escrito.
Harry se colocó frente a la mesa y miró a su padre a la edad de quince años.
Notó una fuerte emoción y se le hizo un nudo en la garganta. Era como si se estuviera mirando a sí mismo, pero con algunas diferencias evidentes. Los ojos de James eran castaños, la nariz, un poco más larga que la de Harry, y no había ninguna cicatriz en la frente, pero ambos tenían la misma cara delgada, la misma boca, las mismas cejas; James tenía también el mismo remolino que Harry en la coronilla, las manos podrían haber sido las de su hijo, y Harry estaba seguro de que, cuando su padre se levantara, comprobaría que medían más o menos lo mismo.
James dio un gran bostezo y se pasó la mano por el pelo, despeinándoselo aún más. Entonces, tras echar un vistazo hacia donde estaba el profesor Flitwick, giró la cabeza y sonrió a un muchacho que estaba sentado cuatro mesas más atrás.
Harry volvió a sentirse embargado por la emoción al ver a Sirius haciéndole a James una señal de aprobación con el pulgar. Sirius estaba cómodamente repantigado, y se mecía sobre las patas traseras de la silla. Era muy atractivo; el oscuro cabello le tapaba los ojos con una elegante naturalidad que ni James ni Harry habrían conseguido, y una chica que estaba sentada detrás de él lo miraba expectante, aunque Sirius no parecía haber reparado en ese detalle. Y dos asientos más allá del de la chica (Harry notó un placentero cosquilleo en el estómago) estaba Remus Lupin. Estaba muy pálido (¿se acercaba la luna llena?) y muy concentrado en el examen; mientras releía sus respuestas, se rascaba la barbilla con el extremo de la pluma, con el entrecejo ligeramente fruncido.
Eso significaba que Colagusano también debía de estar por allí… Y, en efecto, Harry no tardó en dar con él: un chico menudo con cabello castaño claro y nariz puntiaguda. Colagusano parecía nervioso, se mordía las uñas, tenía la vista fija en la hoja de pergamino y no paraba de mover los pies. De vez en cuando, miraba con ansiedad la hoja del examen de su vecino. Harry se quedó observando a Colagusano un momento y luego volvió a mirar a James, que ahora garabateaba en un trozo de pergamino de borrador. Había dibujado una snitch y estaba escribiendo las letras «L. E.» ¿Qué significaban?
—¡Dejad las plumas, por favor! —chilló el profesor Flitwick—. ¡Tú también, Stebbins! ¡Por favor, quedaos sentados en vuestros sitios mientras yo recojo las hojas! ¡Accio!
Más de un centenar de rollos de pergamino salieron volando por los aires, se lanzaron hacia los extendidos brazos del profesor Flitwick y lo hicieron caer hacia atrás. Varios estudiantes rieron. Un par de alumnos de las primeras mesas se levantaron, sujetaron al profesor por los codos y lo ayudaron a levantarse.
—Gracias, gracias —dijo jadeando—. ¡Muy bien, ya podéis iros todos!
Harry miró a su padre, que había tachado rápidamente las iniciales «L. E.» que había estado adornando, se había puesto en pie de un brinco, había guardado su pluma y su hoja de preguntas en la mochila y se la había colgado del hombro, y esperaba que Sirius se le acercara.
Harry miró alrededor y vio a Snape no lejos de allí; iba entre las mesas hacia las puertas del vestíbulo, y seguía repasando la hoja de preguntas del examen. Cargado de espaldas pero anguloso, tenía unos andares agitados que recordaban a una araña, y su grasiento cabello se movía alrededor de su rostro.
Un grupo de chicas parlanchinas separaban a Snape de James y los demás, y colocándose en medio, Harry consiguió no perder de vista a Snape mientras aguzaba el oído para escuchar lo que decían su padre y sus amigos.
—¿Te ha gustado la pregunta número diez, Lunático? —preguntó Sirius cuando salieron al vestíbulo.
—Me ha encantado —respondió Lupin enérgicamente—. «Enumere cinco características que identifican a un hombre lobo.» Una pregunta estupenda.
—¿Crees que las habrás puesto todas? —preguntó a su vez James fingiendo preocupación.
—Creo que sí —repuso Lupin muy serio, mientras se unían a la multitud que se apiñaba alrededor de las puertas, impaciente por salir a los soleados jardines—. Pero me habría bastado con tres. Uno: está sentado en mi silla. Dos: lleva puesta mi ropa. Tres: se llama Remus Lupin…
Colagusano fue el único que no rió.
—Yo he puesto la forma del hocico, las pupilas y la cola con penacho —comentó con ansiedad—, pero no me acordaba de qué más…
—¡Mira que eres tonto, Colagusano! —exclamó James con impaciencia—. Te paseas con un hombre lobo una vez al mes y no…
—Baja la voz —suplicó Lupin.
Harry, nervioso, volvió a girar la cabeza. Snape seguía cerca, absorto todavía en las preguntas de su examen, pero aquél era su recuerdo, y Harry estaba seguro de que si Snape decidía tomar otro camino cuando salieran a los jardines, él no podría seguir a su padre. Sin embargo, cuando James y sus tres amigos echaron a andar por la ladera de césped hacia el lago, vio con gran alivio que Snape los seguía. Todavía iba repasando la hoja de preguntas, y al parecer no tenía un destino fijo. Harry caminaba un poco por delante de él y así podía continuar observando a James y a los demás.
—Bueno, el examen estaba chupado —oyó que decía Sirius—. Me sorprendería mucho que no me pusieran un «Extraordinario».
—A mí también —añadió James, que se metió la mano en el bolsillo y sacó una indómita snitch dorada.
—¿De dónde has sacado eso?
—La he robado —afirmó James sin darle importancia. Empezó a jugar con la snitch, dejándola volar hasta que se alejaba unos treinta centímetros, y luego la atrapaba; sus reflejos eran excelentes. Colagusano lo contemplaba admirado.
Se detuvieron bajo la sombra del haya que había a orillas del lago, donde Harry, Ron y Hermione habían pasado un domingo terminando sus deberes, y se tumbaron en la hierba. Harry giró la cabeza una vez más y vio, complacido, que Snape también se había sentado en la hierba, bajo la densa sombra de unos matorrales. Seguía repasando la hoja del TIMO, de modo que Harry también se sentó en la hierba, entre el haya y los matorrales, y de ese modo observaba a su padre y a sus tres amigos. El sol hacía brillar la lisa superficie del lago, a cuya orilla se habían instalado el grupo de risueñas chicas que acababan de salir del Gran Comedor; se habían quitado los zapatos y los calcetines y se estaban refrescando los pies en el agua.
Lupin había sacado un libro y se había puesto a leer. Sirius miraba a los estudiantes que se paseaban por los jardines, con un aire un tanto altivo y aburrido, pero con elegancia. James seguía jugando con la snitch, y cada vez dejaba que se alejase un poco más; la pelota siempre estaba a punto de escapar, pero él la atrapaba en el último momento. Colagusano lo observaba con la boca abierta. Cada vez que James la atrapaba de una manera particularmente difícil, él soltaba un grito de asombro y aplaudía. Tras cinco minutos, Harry se preguntó por qué su padre no le decía a Colagusano que se controlara, pero parecía que a James le gustaba que le prestaran tanta atención. Harry se fijó en que su padre tenía la costumbre de desordenarse el cabello, como si quisiera impedir que ofreciera un aspecto demasiado pulido, y también miraba continuamente a las chicas que se habían sentado a orillas del lago.
—Guarda eso, ¿quieres? —acabó diciéndole Sirius cuando James atrapó la snitch de un modo magnífico y Colagusano lo vitoreó—, antes de que Colagusano se haga pis encima de la emoción.
Colagusano se ruborizó ligeramente, pero James sonrió.
—Si tanto te molesta… —dijo, y se guardó la pelota en el bolsillo. Harry tuvo la certeza de que Sirius era la única persona por la que James habría dejado de presumir.
—Me aburro —comentó Sirius—. ¡Ojalá hubiera luna llena!
—¿Te aburres? —dijo Lupin sombríamente desde detrás de su libro—. Todavía nos queda Transformaciones; si te aburres puedes preguntarme la lección. Toma… —Y le pasó su libro.
Pero Sirius soltó un resoplido y dijo:
—No necesito el libro, me lo sé de memoria.
—Esto te animará, Canuto —comentó James en voz baja—. Mira quién está allí…
Sirius giró la cabeza y se quedó muy quieto, como un perro que ha olfateado un conejo.
—Fantástico —dijo con voz queda—. Quejicus.
Harry se volvió para ver a quién estaba mirando Sirius.
Snape se había levantado y estaba guardando la hoja del TIMO en su mochila. Cuando salió de la sombra de los matorrales y echó a andar por la extensión de césped, Sirius y James se pusieron en pie.
Lupin y Colagusano permanecieron sentados: Lupin seguía con la vista fija en el libro, aunque no movía los ojos y entre sus cejas había aparecido una pequeña arruga; Colagusano miraba a Sirius y a James y luego a Snape con avidez y expectación.
—¿Todo bien, Quejicus? —preguntó James en voz alta.
Snape reaccionó tan deprisa que dio la impresión de que estaba esperando un ataque: soltó su mochila, metió la mano dentro de su túnica y cuando empezó a levantar la varita, James gritó:
—¡Expelliarmus!
La varita de Snape saltó por los aires y cayó con un ruido sordo en la hierba, detrás de él. Sirius soltó una carcajada.
—¡Impedimenta! —exclamó éste señalando con su varita a Snape, que tropezó y cayó al suelo cuando se lanzaba a recoger su varita.
Muchos estudiantes se habían vuelto para mirar. Algunos se habían levantado y se acercaban poco a poco. Unos parecían preocupados; otros, divertidos.
Snape estaba tirado en el suelo, jadeante. James y Sirius avanzaron hacia él con las varitas levantadas; James giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a las chicas que había sentadas al borde del lago. Colagusano también se había puesto en pie y había pasado junto a Lupin para ver mejor.
—¿Cómo te ha ido el examen, Quejiquis? —preguntó James.
—Me he fijado en él, tenía la nariz pegada al pergamino —aseguró Sirius con maldad—. Su hoja debe de estar llena de manchas de grasa; no van a poder leer ni una palabra.
Varios estudiantes que estaban mirando rieron; era evidente que Snape no tenía muchos amigos. Colagusano rió con estridencia. Snape, por su parte, intentaba levantarse, pero el embrujo todavía duraba, de modo que forcejeaba como si estuviera atado con cuerdas invisibles.
—Esperad… y veréis —dijo entrecortadamente contemplando con profundo odio a James—. ¡Esperad… y veréis!
—¿Qué veremos? —preguntó Sirius impávido—. ¿Qué vas a hacer, Quejiquis, limpiarte los mocos en nuestra ropa?
Snape soltó un torrente de palabrotas mezcladas con maleficios, pero como su varita había ido a parar a tres metros de él, no pasó nada.
—Vete a lavar esa boca —le espetó James—. ¡Fregotego!
Inmediatamente empezaron a salir rosadas pompas de jabón de la boca de Snape; la espuma le cubría los labios, le provocaba arcadas y hacía que se atragantara…
—¡DEJADLO EN PAZ!
James y Sirius giraron la cabeza. Inmediatamente, James se llevó la mano que tenía libre a la cabeza y se revolvió el cabello.
Era una de las chicas de la orilla del lago. Tenía una poblada mata de cabello rojo oscuro que le llegaba hasta los hombros, y unos ojos almendrados de un verde asombroso, iguales que los de Harry.
Era la madre de Harry.
—¿Qué tal, Evans? —la saludó James con un tono de voz mucho más agradable, grave y maduro.
—Dejadlo en paz —repitió Lily. Miraba a James sin disimular una profunda antipatía—. ¿Qué os ha hecho?
—Bueno —respondió James, e hizo como si reflexionara acerca de la pregunta—, es simplemente que existe, no sé si me explico…
Muchos estudiantes que se habían acercado rieron, incluidos Sirius y Colagusano, pero Lupin, que seguía en apariencia concentrado en su libro, no se rió, y tampoco lo hizo Lily.
—Te crees muy gracioso —afirmó ella con frialdad—, pero no eres más que un sinvergüenza arrogante y bravucón, Potter. Déjalo en paz.
—Lo dejaré en paz si sales conmigo, Evans —replicó rápidamente James—. Vamos, sal conmigo y no volveré a apuntar a Quejiquis con mi varita.
A sus espaldas, el efecto del embrujo paralizante estaba remitiendo y Snape se arrastraba con lentitud hacia su varita, escupiendo espuma de jabón.
—No saldría contigo ni aunque tuviera que elegir entre tú y el calamar gigante —le aseguró Lily.
—Mala suerte, Cornamenta —exclamó Sirius con viveza, y se volvió hacia Snape—. ¡Eh!
Demasiado tarde: Snape apuntaba con su varita a James; se produjo un destello de luz, un tajo apareció en la cara de James y la túnica se le manchó de sangre. James giró rápidamente sobre sí mismo: hubo otro destello, y Snape quedó colgado por los pies en el aire; la túnica le tapó la cabeza y dejó al descubierto unas delgadas y pálidas piernas y unos calzoncillos grisáceos.
Muchos de los curiosos vitorearon a James; Sirius, James y Colagusano rieron a carcajadas.
Lily, cuya expresión de rabia había vacilado un instante, como si fuera a sonreír, gritó:
—¡Bajadlo!
—Como quieras —convino James, y apuntó hacia arriba con su varita.
Snape cayó al suelo como un montón de ropa arrugada. Se desenredó de la túnica y se puso rápidamente en pie, con la varita en la mano, pero Sirius exclamó «¡Petrificus totalus!» y Snape volvió a caer de bruces, rígido como una tabla.
—¡DEJADLO EN PAZ! —gritó Lily, que ahora también enarbolaba su varita. James y Sirius la miraron con cautela.
—Venga, Evans, no me obligues a echarte un maleficio —protestó James con seriedad.
—¡Pues retírale la maldición!
James exhaló un hondo suspiro, se volvió hacia Snape y pronunció la contramaldición.
—Ya está —dijo mientras Snape se ponía trabajosamente en pie—. Has tenido suerte de que Evans estuviera aquí, Quejicus…
—¡No necesito la ayuda de una asquerosa sangre sucia como ella!
Lily parpadeó y, fríamente, dijo:
—Vale, la próxima vez no me meteré donde no me llaman. Y por cierto —añadió—, yo que tú me lavaría los calzoncillos, Quejicus.
—¡Pídele disculpas a Evans! —le gritó James a Snape, apuntándolo amenazadoramente con la varita.
—No quiero que lo obligues a pedirme disculpas —le gritó Lily a James—. Tú eres tan detestable como él.
—¿Qué? —gritó James—. ¡Yo jamás te llamaría… eso que tú sabes!
—Siempre estás desordenándote el pelo porque crees que queda bien que parezca que acabas de bajarte de la escoba, vas presumiendo por ahí con esa estúpida snitch, te pavoneas y echas maleficios a la gente por cualquier tontería… Me sorprende que tu escoba pueda levantarse del suelo, con lo que debe de pesar tu enorme cabeza. ¡Me das ASCO! —exclamó, y dio media vuelta y se marchó de allí a buen paso.
—¡Evans! —le gritó James—. ¡Eh, EVANS!
Pero Lily no miró hacia atrás.
—¿Qué mosca le ha picado? —dijo James intentando en vano fingir que era una pregunta hecha al azar, y que en realidad no le importaba.
—Leyendo entre líneas, yo diría que te encuentra un poco creído, amigo mío —apuntó Sirius.
—Vale —aceptó James con gesto de fastidio—. Vale… —Entonces se produjo otro destello y Snape volvió a colgar por los pies en el aire—. ¿Quién quiere ver cómo le quito los calzoncillos a Snape?
Pero Harry no llegó a saber si James le quitó los calzoncillos a Snape o no, pues una mano se había cerrado alrededor de su brazo con la fuerza de unas tenazas. El chico hizo una mueca de dolor y giró la cabeza para ver quién lo estaba sujetando, y vio, con horror, al Snape adulto de pie detrás de él, lívido de rabia.
—¿Te diviertes?
Harry notó que se elevaba por el aire; los soleados jardines se evaporaban a su alrededor; subía flotando por una gélida oscuridad, y la mano de Snape seguía sujetándolo con fuerza por el brazo. Entonces, con la sensación de que caía en picado, como si hubiera dado una voltereta en el aire, sus pies dieron contra el suelo de piedra de la mazmorra de Snape, y se encontró de nuevo plantado ante el pensadero que había encima de la mesa del oscuro despacho del que, en la actualidad, era su profesor de Pociones.
—¿Y bien? —preguntó Snape; le apretaba tanto el brazo que a Harry empezó a dormírsele la mano—. ¿Te lo has pasado bien, Potter?
—N-no —contestó Harry al mismo tiempo que intentaba liberar su brazo.
Snape daba miedo: le temblaban los labios, estaba blanco como el papel y enseñaba los dientes.
—Tu padre era un tipo muy gracioso, ¿verdad? —dijo el profesor, y zarandeó a Harry hasta que le resbalaron las gafas por la nariz.
—Yo… no…
Snape empujó a Harry con todas sus fuerzas y éste cayó estrepitosamente contra el suelo de la mazmorra.
—¡No le cuentes a nadie lo que has visto! —bramó Snape.
—No —repuso Harry, y se levantó tan lejos como pudo de Snape—. No, claro que no…
—¡Largo de aquí! ¡No quiero volver a verte jamás en este despacho!
Y cuando Harry salía disparado hacia la puerta, un tarro de cucarachas muertas se estrelló sobre su cabeza. Abrió la puerta de un tirón, echó a correr por el pasillo y no paró hasta que estuvo a tres pisos de distancia de Snape. Entonces se apoyó en la pared jadeando y se frotó el magullado brazo.
No le apetecía volver tan pronto a la torre de Gryffindor, ni contarles a Ron y a Hermione lo que acababa de ver. Si se sentía horrorizado y desdichado no era porque Snape le hubiera gritado ni porque le hubiera lanzado un tarro de cucarachas, sino porque él sabía qué experimentaba uno cuando lo humillaban en medio de un corro de curiosos, y sabía exactamente qué había sentido Snape cuando su padre se había burlado de él; a juzgar por lo que acababa de ver, su padre había sido tan arrogante como Snape siempre le había dado a entender.