Visto y no visto
LUNA dijo que no sabía cuándo aparecería la entrevista de Rita con Harry en El Quisquilloso, pues su padre estaba esperando un largo e interesantísimo artículo basado en el testimonio de personas que recientemente habían visto snorkacks de cuernos arrugados.
—Como os podéis imaginar —explicó—, esa historia es muy importante, así que la de Harry quizá tenga que esperar al siguiente número.
Para Harry no fue una experiencia fácil hablar de la noche en que regresó Voldemort. Rita lo había presionado para sacarle hasta el último detalle, y él le había contado todo lo que recordaba, consciente de que aquélla era una oportunidad única para explicar la verdad. No sabía cómo reaccionaría la gente al leer la crónica. Imaginaba que serviría para que muchos se reafirmaran en la opinión de que estaba completamente loco, en parte porque su historia aparecería junto a una sarta de tonterías sobre los snorkacks de cuernos arrugados. Pero la fuga de Bellatrix Lestrange y de los otros mortífagos había despertado en Harry un deseo irrefrenable de hacer algo, funcionara o no…
—Estoy impaciente por saber lo que opina la profesora Umbridge de tus revelaciones a la prensa —le dijo Dean, atemorizado, el lunes por la noche durante la cena. Seamus, sentado al lado de Dean, engullía enormes cantidades de empanada de pollo con jamón, pero Harry se dio cuenta de que no se perdía detalle.
—Has hecho lo que tenías que hacer, Harry —terció Neville, que estaba sentado enfrente. Estaba muy pálido, pero añadió en voz baja—: Debió de ser… muy duro para ti hablar de todo eso, ¿verdad?
—Sí —musitó el chico—, pero la gente tiene que saber de qué es capaz Voldemort, ¿no?
—Claro; bueno, él y sus mortífagos —coincidió Neville asintiendo con la cabeza—. La gente debería saber…
Neville dejó la frase inacabada y siguió comiendo patatas asadas. Seamus, por su parte, levantó la cabeza, pero cuando su mirada se encontró con la de Harry, bajó rápidamente la vista hacia su plato. Al cabo de un rato, Dean, Seamus y Neville se marcharon a la sala común; Harry y Hermione se quedaron en la mesa esperando a Ron, que todavía no había cenado por culpa del entrenamiento de quidditch.
Cho Chang entró en el comedor con su amiga Marietta. Harry notó una desagradable sacudida en el estómago, pero ella no miró hacia la mesa de Gryffindor y se sentó de espaldas a él.
—Ah, se me olvidó preguntártelo —comentó Hermione con una sonrisa en los labios tras echar un vistazo a la mesa de Ravenclaw—, ¿cómo te fue la cita con Cho? ¿Por qué volviste tan pronto?
—Pues fue…, fue… —respondió Harry al mismo tiempo que acercaba una bandeja de pastel de ruibarbo y se servía por segunda vez— un fracaso total, ya que me lo preguntas.
Y le contó lo que había pasado en el salón de té de Madame Pudipié.
—… y entonces —concluyó varios minutos más tarde, cuando desaparecieron las últimas migas de pastel— va y se levanta, ¿vale?, dice: «Hasta la vista, Harry» ¡y se larga corriendo! —Dejó la cuchara sobre la mesa y miró a Hermione—. ¿Tú entiendes algo?
Hermione lanzó una mirada a la nuca de Cho y suspiró.
—¡Ay, Harry! —exclamó con tristeza—. Lo siento, pero tienes muy poco tacto.
—¿Poco tacto? ¿Yo? —dijo Harry, indignado—. Pero si estábamos la mar de bien, y de repente me cuenta que Roger Davies le había pedido salir y que ella solía ir a aquel ridículo salón de té a besuquearse con Cedric. ¿Cómo crees que me sentó a mí eso?
—Verás —dijo Hermione adoptando un aire de paciencia infinita, como si estuviera explicándole a un niño pequeño e hipersensible que uno más uno son dos—, no debiste soltarle en plena cita que habías quedado conmigo.
—Pero…, pero —balbuceó Harry—, pero tú me pediste que nos reuniéramos allí a las doce y me dijiste que podía llevarla. ¿Cómo querías que lo hiciera sin decírselo?
—Tendrías que habérselo explicado de otro modo —aclaró Hermione sin abandonar aquel exasperante aire de superioridad—. Tendrías que haberle asegurado que te daba mucha rabia, pero que yo te había hecho prometer que irías a Las Tres Escobas, y que en realidad no tenías ningunas ganas de ir allí porque preferías mil veces pasar todo el día con ella, pero desgraciadamente creías que no podías darme plantón; y tendrías que haberle pedido por favor que te acompañara, porque así podrías librarte antes de mí. Y no habría estado de más mencionar lo fea que me encuentras —añadió Hermione en el último momento.
—Pero si yo no te encuentro fea —dijo Harry, desconcertado.
Su amiga se rió.
—Eres peor que Ron, Harry. Bueno, peor no. —Suspiró, y en ese momento Ron entró en el comedor; iba lleno de salpicaduras de barro y estaba malhumorado—. Mira, a Cho le disgustó que hubieras quedado conmigo e intentó ponerte celoso. Lo hizo para averiguar hasta qué punto te gusta.
—¿Estás segura? —inquirió Harry al mismo tiempo que Ron se dejaba caer en el banco de enfrente y se acercaba todas las bandejas que tenía a su alcance—. ¿Y no habría sido más sencillo que me hubiera preguntado si ella me gusta más que tú?
—Las chicas no suelen hacer preguntas de ese tipo —le respondió Hermione.
—¡Pues deberían hacerlas! —exclamó Harry con vehemencia—. ¡Así yo habría podido decirle que me gusta, y ella no habría tenido que volver a ponerse a llorar por la muerte de Cedric!
—Yo no digo que lo que hizo fuera lo más sensato —puntualizó Hermione. Ginny acababa de llegar a la mesa de Gryffindor; también iba cubierta de barro y parecía tan contrariada como su hermano—. Sólo intento hacerte comprender lo que Cho sentía en aquel momento.
—Deberías escribir un libro —le dijo Ron a Hermione mientras cortaba las patatas que se había puesto en el plato—. Tendrías que explicar todas las locuras que hacen las chicas para que los chicos pudiéramos entenderlas.
—Sí —dijo Harry con fervor, y miró hacia la mesa de Ravenclaw. Cho acababa de levantarse y, sin mirar hacia donde estaba él, salió del Gran Comedor. Harry, muy deprimido, miró a Ron y a Ginny—. Bueno, ¿qué tal ha ido el entrenamiento de quidditch?
—Ha sido una pesadilla —contestó Ron hoscamente.
—Vamos, vamos —dijo Hermione mirando a Ginny—, seguro que no ha sido tan…
—Ya lo creo —afirmó Ginny—. Ha sido desastroso. Al final, Angelina estaba al borde de las lágrimas.
Después de cenar, Ron y Ginny fueron a darse un baño y Harry y Hermione regresaron a la concurrida sala común de Gryffindor y a su montón de deberes de rigor. Harry llevaba media hora peleando con un nuevo mapa celeste para la clase de Astronomía cuando aparecieron Fred y George.
—¿No están aquí ni Ron ni Ginny? —preguntó Fred, y miró alrededor mientras arrastraba una butaca; Harry negó con la cabeza, y entonces Fred dijo—: Mejor. Hemos estado viendo el entrenamiento. Los van a machacar. Sin nosotros son un completo desastre.
—Hombre, Ginny no lo hace mal del todo —intervino George, y se sentó junto a su gemelo—. La verdad es que no me explico que lo haga tan bien, porque nunca le hemos dejado jugar con nosotros.
—Tu hermana entra a hurtadillas en el cobertizo de las escobas del jardín desde que tiene seis años y vuela con vuestras escobas, por turnos, cuando no podéis verla —dijo Hermione desde detrás de un inseguro montón de libros sobre la asignatura de Runas Antiguas.
—¡Ah! —exclamó George, ligeramente impresionado—. Bueno, eso lo explica todo.
—¿Ha parado Ron alguna bola? —preguntó Hermione asomando por encima de la cubierta de Jeroglíficos y logogramas mágicos.
—Verás, el caso es que las para cuando cree que nadie lo mira —explicó Fred poniendo los ojos en blanco—, de modo que lo único que tenemos que hacer el sábado es pedir a los espectadores que se den la vuelta y hablen unos con otros cada vez que la quaffle llegue al extremo del campo donde está Ron. —Fred se levantó e, inquieto, fue hacia la ventana y desde allí contempló los oscuros jardines—. ¿Sabéis una cosa? El quidditch era lo único por lo que valía la pena quedarse en este colegio.
Hermione lo miró con severidad.
—¡Pronto tendrás exámenes!
—Ya te lo he dicho, los ÉXTASIS no nos preocupan —repuso Fred—. Los Surtidos Saltaclases ya están listos, hemos encontrado la manera de eliminar esos granos: basta con aplicarles un par de gotas de solución de murtlap. Lee fue quien nos lo recomendó.
George bostezó y miró desconsoladamente el nublado cielo nocturno.
—Me parece que no quiero ni ver ese partido. Si Zacharias Smith nos gana tendré que matarme.
—Querrás decir que tendrás que matarlo a él —lo corrigió Fred con firmeza.
—Eso es lo malo que tiene el quidditch —comentó Hermione, distraída, sin apartar la vista de su traducción de runas—, que crea muchas tensiones y enemistades entre las casas. —Levantó la cabeza para buscar su ejemplar del Silabario del hechicero y se dio cuenta de que Fred, George y Harry la miraban de hito en hito con una mezcla de asco e incredulidad en el rostro—. ¡Es cierto! —se defendió—. En realidad no es más que un juego, ¿no?
—Hermione —dijo Harry moviendo la cabeza con un gesto negativo—, eres un as con los sentimientos y esas cosas, pero de quidditch no tienes ni idea.
—Es posible —admitió ella con vaguedad, y siguió con su traducción—, pero al menos mi felicidad no depende de la habilidad de Ron como guardián.
Y pese a que Harry hubiera preferido saltar desde la torre de Astronomía antes que darle la razón a Hermione, habría dado un montón de galeones a cambio de que a él tampoco le interesara el quidditch después de ver el partido del sábado siguiente.
Lo mejor que podía decirse de aquel partido era que fue corto; los espectadores de Gryffindor sólo tuvieron que soportar veintidós minutos de martirio. No resultaba fácil decidir qué había sido lo peor, pero Harry creía que la palma se la disputaban la decimocuarta parada fallida de Ron, el momento en que Sloper no logró darle a la bludger y en cambio golpeó a Angelina en la boca con el bate, y el espectáculo que montó Kirke, que se puso a chillar y cayó de espaldas de su escoba, cuando Zacharias Smith salió zumbando hacia él con la quaffle. El milagro fue que Gryffindor sólo perdió por diez puntos: Ginny consiguió atrapar la snitch cuando la bola estaba debajo de las narices de Summerby, el buscador de Hufflepuff, de modo que el resultado final fue de doscientos cuarenta a doscientos treinta.
—¡Buena jugada! —le dijo Harry a Ginny un poco más tarde en la sala común, donde reinaba una atmósfera parecida a la de un funeral especialmente triste.
—He tenido suerte —replicó ella encogiéndose de hombros—. No era una snitch muy rápida, y Summerby está resfriado: ha estornudado y ha cerrado los ojos justo en el peor momento. Pero cuando tú vuelvas al equipo…
—Me han suspendido de por vida, Ginny.
—Te han suspendido mientras la profesora Umbridge siga en el colegio —lo corrigió ella—. No es lo mismo. En fin, cuando tú vuelvas, creo que me presentaré a las pruebas de cazador. Angelina y Alicia se marchan el año que viene, y de todos modos prefiero marcar goles a buscar. —Harry miró a Ron, que estaba encorvado en una esquina observándose las rodillas y llevaba una botella de cerveza de mantequilla colgando de una mano—. Angelina sigue sin dejarle renunciar —le explicó Ginny como si le hubiera leído el pensamiento a su amigo—. Dice que está segura de que lo lleva en la sangre.
A Harry le caía bien Angelina por la fe que demostraba tener en Ron, pero al mismo tiempo pensaba que en el fondo le haría un favor si lo dejara abandonar el equipo. Ron había salido del terreno de juego en medio de otro atronador coro de «A Weasley vamos a coronar» entonado con verdadero entusiasmo por los de Slytherin, que ya eran los favoritos para ganar la Copa de quidditch.
Los gemelos se le acercaron.
—Ni siquiera he tenido valor para tomarle el pelo —comentó Fred mirando a su hermano Ron—. Y eso que… cuando se le escapó la decimocuarta… —Hizo unos aspavientos con los brazos, como si nadara al estilo perro—. Bueno, me lo guardo para las fiestas, ¿eh?
Poco después, Ron subió arrastrándose hasta el dormitorio. Harry, por respeto al estado de ánimo de su amigo, tardó un rato en subir a acostarse, para que pudiera hacerse el dormido si le apetecía. Y en efecto, cuando Harry entró en la habitación, Ron roncaba de un modo demasiado exagerado para ser del todo verosímil.
Harry se metió en la cama y se puso a pensar en el partido. Observarlo desde las gradas había resultado muy frustrante. La actuación de Ginny le había impresionado mucho, pero estaba seguro de que de haber jugado él habría logrado atrapar antes la snitch… Hubo un momento en que la pequeña bola alada revoloteó cerca del tobillo de Kirke; si Ginny no hubiera vacilado, habría podido conseguir que Gryffindor ganara, aunque hubiera sido por los pelos.
La profesora Umbridge había contemplado el partido sentada unas cuantas filas por debajo de Harry y Hermione. En un par de ocasiones, la profesora había girado la cabeza para mirarlo, y a él le había parecido que la enorme boca de sapo de la profesora se había dilatado en una sonrisa de regodeo. Aquel recuerdo hizo que Harry, tumbado a oscuras en su cama, se pusiera rojo de ira. Sin embargo, pasados unos minutos recordó que tenía que vaciar su mente de toda emoción antes de dormir, como Snape seguía ordenándole siempre al final de la clase de Oclumancia.
Lo intentó durante un momento, pero la imagen de Snape se superponía a la de la profesora Umbridge, y eso no hacía más que intensificar su profundo resentimiento. De ese modo, en lugar de vaciar su mente, se dio cuenta de que estaba concentrado en pensar lo mucho que odiaba a aquellos dos personajes. Los ronquidos de Ron fueron apagándose poco a poco, y los sustituyó el sonido de su lenta y acompasada respiración. Harry tardó mucho más que su amigo en conciliar el sueño; estaba físicamente cansado, pero le llevó un buen rato desconectar el cerebro.
Soñó que Neville y la profesora Sprout bailaban un vals en la Sala de los Menesteres mientras la profesora McGonagall tocaba la gaita. Él los observaba tranquilamente, hasta que decidía ir a buscar a los otros miembros del ED.
Pero cuando salía de la sala no se encontraba frente al tapiz de Barnabás el Chiflado, sino frente a una antorcha que ardía en un soporte, en una pared de piedra. Giraba con lentitud la cabeza hacia la izquierda, y allí, al final del pasillo sin ventanas, había una puerta negra y lisa.
Se dirigía hacia ella con una emoción cada vez mayor. Tenía la extraña sensación de que esa vez, por fin, iba a tener suerte y descubriría la forma de abrirla… Estaba a pocos palmos de ella y veía, con gran entusiasmo, que había una reluciente rendija de débil luz azulada que discurría por la parte de la derecha. La puerta estaba entreabierta. Estiraba un brazo para empujarla y…
Ron soltó un fuerte, bronco y genuino ronquido, y Harry despertó bruscamente con la mano derecha en alto y extendida en la oscuridad para abrir una puerta que estaba a cientos de kilómetros de distancia. Luego la dejó caer con una mezcla de decepción y culpabilidad. Era consciente de que no debía haber visto aquella puerta, pero al mismo tiempo lo consumía hasta tal punto la curiosidad por saber qué había detrás de ella que se enfadó con Ron. ¿No podía haber esperado un minuto más para soltar aquel ronquido?
El lunes por la mañana entraron en el Gran Comedor para desayunar en el preciso instante en que llegaban las lechuzas con el correo. Hermione no era la única que esperaba con avidez su ejemplar de El Profeta: casi todos los estudiantes estaban ansiosos por saber más noticias sobre los mortífagos fugitivos, quienes todavía no habían sido detenidos, pese a que muchas personas aseguraban haberlos visto. Entregó un knut a la lechuza que le dio el periódico, y lo desplegó apresuradamente mientras Harry se servía zumo de naranja; como sólo había recibido un mensaje en todo el curso, cuando la primera lechuza aterrizó con un golpe seco delante de él, creyó que se había equivocado.
—¿A quién buscas? —le preguntó apartando lánguidamente su zumo de naranja de debajo del pico de la lechuza, y se inclinó hacia delante para leer el nombre y la dirección del destinatario.
Harry Potter
Gran Comedor
Colegio Hogwarts
Harry frunció el entrecejo y se dispuso a coger la carta, pero, antes de que pudiera hacerlo, tres, cuatro y hasta cinco lechuzas más llegaron volando y se posaron al lado de la primera disputándose un sitio, al mismo tiempo que pisaban la mantequilla y tiraban el salero en sus intentos de entregarle, antes que las demás, la carta que llevaban.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ron, asombrado, mientras los demás ocupantes de la mesa de Gryffindor se inclinaban para mirar y siete lechuzas más aterrizaban entre las anteriores, chillando, ululando y agitando las alas.
—¡Harry! —exclamó Hermione, que a continuación hundió las manos en la masa de plumas y levantó una lechuza que llevaba un paquete largo y cilíndrico—. Creo que sé lo que esto significa. ¡Abre ésta primero!
Harry retiró el envoltorio de papel de color marrón y encontró un ejemplar fuertemente enrollado del número de marzo de El Quisquilloso. Lo desenrolló y vio su cara, que sonreía tímidamente en la portada. Sobre la imagen de Harry había unas grandes letras rojas que rezaban:
HARRY POTTER HABLA POR FIN: «TODA LA VERDAD SOBRE EL-QUE-NO-DEBE-SER-NOMBRADO Y LA NOCHE QUE LO VI REGRESAR»
—¿Te gusta? —le preguntó Luna, que se había acercado a la mesa de Gryffindor y se apretujaba en el banco entre Fred y Ron—. Salió ayer. Le pedí a mi padre que te enviara un ejemplar gratuito. Supongo que todo esto —añadió señalando las lechuzas, que seguían buscando un lugar frente a Harry— son cartas de los lectores.
—Lo que me imaginaba —dijo Hermione con entusiasmo—. Harry, ¿te importa si…?
—Tú misma —repuso él con expresión de desconcierto.
Ron y Hermione empezaron a abrir sobres.
—Ésta es de un tipo que cree que estás como una cabra —dijo Ron mientras leía la carta que había cogido—. Ah, bueno…
—Esta mujer te recomienda que hagas un tratamiento de hechizos de choque en San Mungo —comentó Hermione, decepcionada, y arrugó su carta.
—Pues ésta no está mal —afirmó Harry despacio, leyendo por encima una larga carta de una bruja de Paisley—. ¡Eh, dice que me cree!
—Éste está indeciso —terció Fred, que se había apuntado con entusiasmo a abrir cartas—. Dice que no cree que estés loco, pero que no le hace ninguna gracia pensar que Quien-vosotros-sabéis ha regresado y por eso ahora no sabe qué pensar. ¡Vaya, qué manera de malgastar el pergamino!
—¡A éste también lo has convencido, Harry! —exclamó Hermione, emocionada—. «Después de leer tu versión de la historia, he llegado a la conclusión de que El Profeta te ha tratado injustamente… Aunque no me guste pensar que El-que-no-debe-ser-nombrado ha regresado, no tengo más remedio que aceptar que dices la verdad…» ¡Es fantástico!
—Otro que cree que has perdido la cabeza —comentó Ron, y tiró una carta arrugada por encima del hombro—, pero ésta dice que la has convencido y que ahora piensa que eres un verdadero héroe; ¡hasta ha incluido una fotografía suya! ¡Toma!
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una voz infantil y falsamente dulzona.
Harry, que tenía las manos llenas de sobres, levantó la cabeza. La profesora Umbridge estaba de pie, detrás de Fred y de Luna, y examinaba con sus saltones ojos de sapo el revoltijo de lechuzas y cartas que había encima de la mesa, enfrente de Harry. Y él se dio cuenta de que muchos estudiantes los observaban con avidez.
—¿A qué se debe que recibas tantas cartas, Potter? —le preguntó la profesora Umbridge lentamente.
—¿También es delito recibir correo? —inquirió Fred en voz alta.
—Ten cuidado, Weasley, o tendré que castigarte —respondió la bruja—. ¿Y bien, señor Potter?
Harry vaciló, pero no sabía cómo iba a mantener en secreto lo que había hecho; seguramente, sólo era cuestión de tiempo que un ejemplar de El Quisquilloso llegara a manos de la profesora Umbridge.
—La gente me escribe cartas porque me han hecho una entrevista —contestó Harry—. Sobre lo que pasó en junio.
Cuando pronunció esta frase, dirigió la vista hacia la mesa de los profesores sin saber por qué. Harry tuvo la extraña sensación de que un instante antes Dumbledore lo había estado observando, pero cuando miró al director lo vio enfrascado en una conversación con el profesor Flitwick.
—¿Una entrevista? —repitió la profesora Umbridge con una voz más aguda y alta que nunca—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que una periodista me hizo preguntas y que yo las contesté. Mire…
Y le lanzó un ejemplar de El Quisquilloso. La profesora Umbridge lo cogió al vuelo y se quedó contemplando la portada. Inmediatamente, su blancuzco rostro se cubrió de desagradables manchas violetas.
—¿Cuándo has hecho esto? —le preguntó con voz ligeramente temblorosa.
—En la última excursión a Hogsmeade —contestó Harry.
La profesora lo miró rabiosa mientras la revista temblaba entre sus regordetes dedos.
—Se te han acabado los fines de semana en Hogsmeade, Potter —susurró—. ¿Cómo te atreves…, cómo has podido…? —Inspiró hondo—. He intentado mil veces enseñarte a no decir mentiras. Por lo visto, todavía no has captado el mensaje. Cincuenta puntos menos para Gryffindor y otra semana de castigos.
Se marchó muy indignada, con el ejemplar de El Quisquilloso contra el pecho, y los estudiantes la siguieron con la mirada.
A media mañana aparecieron colgados enormes letreros por todo el colegio, no sólo en los tablones de anuncios, sino también en los pasillos y en las aulas.
POR ORDEN DE LA SUMA INQUISIDORA DE HOGWARTS
Cualquier estudiante al que se sorprenda en posesión de la revista El Quisquilloso será expulsado del colegio.
Esta norma se ajusta al Decreto de Enseñanza n.º 27.
Firmado:
Dolores Jane Umbridge
Suma Inquisidora
Por algún extraño motivo, a Hermione se le iluminaba la cara cada vez que veía uno de esos letreros.
—¿Se puede saber por qué estás tan contenta? —le preguntó Harry.
—¡Ay, Harry! ¿No lo entiendes? —exclamó Hermione—. ¡Si algo puede haber hecho la profesora Umbridge para tener la certeza absoluta de que hasta el último estudiante de este colegio lee tu entrevista, es prohibirla!
Y por lo visto Hermione tenía razón. Hacia el final del día, aunque Harry no había visto ni un trocito de El Quisquilloso en todo el colegio, los alumnos hablaban entre sí de la entrevista. Harry oyó que cuchicheaban mientras esperaban en fila para entrar en las aulas, y que la comentaban a la hora de comer y durante las clases; además, Hermione le informó de que las chicas también hablaban de la noticia en los lavabos cuando ella entró allí un momento antes de la clase de Runas Antiguas.
—Entonces me han visto, y como saben que te conozco, me han bombardeado a preguntas —le contó con los ojos relucientes—. Y me parece que te creen, Harry, de verdad, ¡creo que por fin los has convencido!
Entre tanto, la profesora Umbridge recorría el colegio parando a los estudiantes al azar, y les exigía que se vaciaran los bolsillos y le enseñaran los libros; Harry sabía que lo que buscaba era ejemplares de El Quisquilloso, pero los alumnos le llevaban ventaja: habían embrujado las páginas de la entrevista de Harry para que parecieran fragmentos de libros de texto por si las leía alguien que no fuera ellos, o las habían borrado mediante magia, y esperaban el momento adecuado para leerlas. Al poco tiempo daba la impresión de que todo el alumnado había leído la entrevista.
Los profesores tenían prohibido mencionar la entrevista según el Decreto de Enseñanza n.º 26, por supuesto, pero aun así encontraron formas de expresar lo que opinaban de ella. La profesora Sprout concedió veinte puntos a Gryffindor cuando Harry le acercó una regadera; el profesor Flitwick le puso una caja de ratones de azúcar chillones en las manos al finalizar la clase de Encantamientos, y luego dijo: «¡Chissst!» y se alejó a toda prisa; y la profesora Trelawney lloró como una histérica durante la clase de Adivinación y anunció a la desconcertada clase, y a la profesora Umbridge, que la contemplaba con gesto de desaprobación, que no era cierto que Harry moriría prematuramente, sino que llegaría a ser muy viejo, se convertiría en ministro de Magia y tendría doce hijos.
Sin embargo, lo que hizo más feliz a Harry fue que al día siguiente Cho lo alcanzara por un pasillo cuando él se dirigía a la clase de Transformaciones, y antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Cho le cogiera de la mano y le susurrara al oído: «Lo siento muchísimo. Esa entrevista es un verdadero acto de valentía. Me ha hecho llorar.»
Harry lamentó que Cho hubiera llorado por culpa de aquel tema, pero se alegraba mucho de que volvieran a ser amigos, y se puso aún más contento cuando Cho le dio un fugaz beso en la mejilla y se alejó corriendo. Y lo más increíble fue que, en cuanto Harry llegó al aula de Transformaciones, ocurrió algo francamente asombroso: Seamus se separó de la fila para hablar con él.
—Sólo quería decirte que te creo —masculló mirando la rodilla izquierda de Harry con los ojos entrecerrados—. Y que he enviado un ejemplar de esa revista a mi madre.
Y si algo hacía falta para redondear la felicidad de Harry, fue la reacción de Malfoy, Crabbe y Goyle. Los vio con las cabezas juntas a última hora de la tarde en la biblioteca; estaban con un chico enclenque que, según le dijo Hermione al oído, se llamaba Theodore Nott. Giraron la cabeza para mirar a Harry mientras él buscaba por las estanterías un libro sobre desaparición parcial que necesitaba: Goyle hizo crujir los nudillos, como si lo amenazara, y Malfoy le susurró algo sin duda malicioso a Crabbe. Harry sabía perfectamente por qué se comportaban así: él había identificado a sus respectivos padres como mortífagos.
—¡Y lo mejor de todo es que no pueden contradecirte porque no deben admitir que han leído el artículo! —dijo en voz baja Hermione, con regocijo, cuando abandonaban la biblioteca.
Por si fuera poco, a la hora de cenar, Luna le informó de que ningún otro número de El Quisquilloso se había agotado tan deprisa.
—¡Mi padre está haciendo una reimpresión! —le explicó a Harry con los ojos fuera de las órbitas—. ¡No puede creerlo; dice que a la gente le interesa más esta historia que la de los snorkacks de cuernos arrugados!
Aquella noche Harry recibió tratamiento de héroe en la sala común de Gryffindor. Fred y George, con gran osadía, le habían hecho un encantamiento de ampliación a la portada de El Quisquilloso y la habían colgado en la pared, de modo que la gigantesca cabeza de Harry presidía la reunión desde lo alto, y decía de vez en cuando cosas como: «LOS DEL MINISTERIO SON UNOS IMBÉCILES» o «CHÚPATE ÉSA, UMBRIDGE» con voz atronadora. Hermione no lo encontró muy divertido; dijo que le impedía concentrarse, y acabó acostándose temprano de lo fastidiada que estaba. Harry tuvo que reconocer, pasadas un par de horas, que el póster ya no resultaba tan gracioso, sobre todo cuando empezaron a agotarse los efectos del hechizo parlante y sólo gritaba palabras inconexas, como «CHÚPATE» y «UMBRIDGE», a intervalos cada vez más frecuentes y con una voz cada vez más alta. De hecho, aquellos gritos comenzaron a producirle dolor de cabeza, y la cicatriz volvía a molestarle mucho. Al final, pese a las exclamaciones de desilusión de los estudiantes que estaban sentados a su alrededor y que le pedían que reviviera su entrevista por enésima vez, Harry anunció que él también necesitaba acostarse pronto.
Cuando llegó al dormitorio lo encontró vacío. Apoyó un momento la frente en el frío cristal de la ventana que había junto a su cama, y eso le alivió un tanto el dolor. A continuación, se desvistió y se metió en la cama con la esperanza de que se le pasara. También estaba un poco mareado. Se tumbó sobre un costado, cerró los ojos y se quedó dormido casi al instante…
Estaba de pie en una habitación oscura con cortinas, iluminada con unas pocas velas, y agarraba con ambas manos el respaldo de una silla que tenía delante. Eran unas manos blancas de largos dedos, como si no hubieran visto la luz del sol durante años, y parecían enormes y pálidas arañas contra el oscuro terciopelo de la silla. Frente a ésta, bajo la luz que proyectaban las velas, estaba arrodillado un hombre que llevaba una túnica negra.
—Al parecer me han aconsejado mal —decía Harry con una voz fría y aguda, cargada de ira.
—Os ruego que me perdonéis, amo —respondía con voz ronca el hombre que estaba arrodillado en el suelo. La luz de las velas se reflejaba en su nuca. Estaba temblando.
—No te culpo a ti, Rookwood —afirmaba Harry, que seguía hablando con aquella voz fría y cruel.
Soltaba la silla, pasaba junto a ella y se acercaba al hombre que estaba encogido de miedo en el suelo, hasta situarse enfrente de él en la oscuridad, y miraba hacia abajo desde una altura mucho mayor de la habitual.
—¿Estás seguro de lo que dices, Rookwood? —preguntaba Harry.
—Sí, mi señor, sí… Yo trabajé en el Departamento después…, después de todo…
—Avery me dijo que Bode podría sacarla de allí.
—Bode jamás habría podido cogerla, amo… Bode debía de saber que no podía… Sin duda fue por eso por lo que se defendió tanto contra la maldición imperius que le echó Malfoy…
—Levántate, Rookwood —susurraba Harry.
El hombre arrodillado casi se caía con las prisas por obedecer. Tenía la cara picada de viruela y la luz de las velas daba relieve a las cicatrices. Al ponerse en pie permanecía un poco encorvado, como si se hubiera quedado a media reverencia, y lanzaba miradas aterradas a Harry.
—Has hecho bien contándome eso —decía Harry—. Muy bien… Por lo visto, he malgastado meses urdiendo planes inútiles… Pero no importa, volveremos a empezar. Cuentas con la gratitud de lord Voldemort, Rookwood.
—Sí, mi señor —contestaba éste con voz ahogada y ronca, cargada de alivio.
—Voy a necesitar tu ayuda. Voy a necesitar toda la información que puedas conseguir.
—Por supuesto, mi señor, por supuesto… Haría cualquier cosa…
—Muy bien, ya puedes irte. Envíame a Avery. —Rookwood salía caminando hacia atrás, haciendo reverencias, y desaparecía por una puerta.
Harry, a solas en la habitación en penumbra, se volvía hacia la pared, donde había colgado un viejo espejo rajado y con manchas. Harry iba hacia él. Su reflejo se hacía más grande y más nítido en la oscuridad… Veía una cara más blanca que una calavera, unos ojos rojos con unas pupilas que parecían rendijas…
—¡NOOOOOO!
—¿Qué pasa? —preguntó una voz.
Harry agitó los brazos, desesperado, se enredó en los cortinajes y cayó de la cama. Durante unos segundos no supo dónde se hallaba; estaba convencido de que volvería a ver de inmediato la cara blanca que parecía una calavera, pero entonces, muy cerca de él, la voz de Ron dijo:
—¿Quieres dejar de comportarte como un loco para que pueda sacarte de aquí?
Ron arrancó las cortinas y Harry, tumbado boca arriba y sintiendo un intenso dolor en la cicatriz, vio a su amigo bajo la luz de la luna. Ron debía de estar a punto de acostarse porque tenía un brazo fuera de la túnica.
—¿Han vuelto a atacar a alguien? —preguntó Ron al mismo tiempo que ayudaba a Harry a levantarse—. ¿A mi padre? ¿Ha sido esa serpiente otra vez?
—No, todos están bien —contestó Harry de forma entrecortada y con la frente ardiendo—. Bueno, Avery no… Él está metido en un lío… Le dio una información equivocada… Voldemort está muy enfadado…
Harry soltó un gemido y se desplomó temblando en la cama mientras se frotaba la cicatriz.
—Pero ahora Rookwood va a ayudarlo… Vuelve a estar sobre la pista correcta…
—Pero ¿de qué estás hablando? —dijo Ron, muy asustado—. ¿Insinúas… que has visto a Quien-tú-sabes?
—Yo era Quien-tú-sabes —lo corrigió Harry, y extendió las manos en la oscuridad y se las acercó a la cara para comprobar que ya no eran de un blanco mortal y que no tenían aquellos largos dedos—. Estaba con Rookwood, es uno de los mortífagos que se fugaron de Azkaban, ¿te acuerdas? Rookwood acaba de decirle que Bode no habría podido hacerlo.
—¿Que no habría podido hacer qué?
—Sacar algo… Dijo que Bode debía de saber que no habría podido hacerlo… Bode estaba bajo la maldición imperius… Creo que dijo que se la había echado Malfoy.
—¿Embrujaron a Bode para sacar algo de algún sitio? Pero… Harry, tiene que ser…
—El arma —confirmó él terminando la frase de Ron—. Ya lo sé.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y entraron Dean y Seamus. Harry subió las piernas a la cama. No quería que se notara que había pasado algo raro, puesto que hacía muy poco que Seamus pensaba que Harry no estaba chiflado.
—¿Qué has dicho? —murmuró Ron acercando la cabeza a la de Harry y fingiendo que se servía un poco de agua de la jarra que había en su mesilla de noche—. ¿Que eras Quien-tú-sabes?
—Sí —afirmó Harry en voz baja.
Ron bebió un gran sorbo de agua que no necesitaba y Harry vio que se le derramaba por la barbilla y por el pecho.
—Harry —dijo mientras Dean y Seamus iban de aquí para allá haciendo ruido, quitándose las túnicas y hablando entre ellos—, tienes que contárselo…
—No tengo que contárselo a nadie —le contradijo su amigo de manera cortante—. No habría visto nada de todo eso si supiera hacer Oclumancia. Se supone que he aprendido a no tener esas visiones. Eso es precisamente lo que quieren.
Con el «quieren» se refería a Dumbledore. Se metió de nuevo en la cama y se tumbó sobre un costado, dándole la espalda a Ron; al cabo de un rato, oyó crujir el colchón de su amigo, que también se había acostado. Entonces a Harry empezó a arderle la cicatriz y mordió con fuerza la almohada para no hacer ningún ruido. Sabía que en algún lugar estaban castigando a Avery.
Al día siguiente, Harry y Ron esperaron hasta la hora del recreo para contarle a Hermione lo que había pasado; querían estar completamente seguros de que nadie los oiría. De pie en su rincón de siempre del frío y ventoso patio, Harry le relató su sueño con todos los detalles que pudo recordar. Cuando hubo terminado, su amiga no dijo nada durante unos momentos; se quedó mirando fijamente a Fred y George, que se paseaban sin cabeza por el otro extremo del patio mientras vendían los sombreros mágicos que llevaban escondidos debajo de las capas.
—Así que es por eso por lo que lo mataron —comentó entonces con voz queda, y apartó por fin la vista de los gemelos—. Cuando Bode intentaba robar esa arma, le ocurrió algo raro. Supongo que, para impedir que la toquen, debe de tener hechizos defensivos encima o alrededor de ella. Por eso Bode estaba en San Mungo, porque tenía el cerebro afectado y no podía hablar. Pero ¿os acordáis de lo que nos dijo la sanadora? Aseguró que se estaba recuperando. Y ellos no podían arriesgarse a que se recuperara del todo, ¿no? Quiero decir que la conmoción o lo que fuera que sufrió Bode al tocar esa arma, seguramente provocó que la maldición imperius dejara de ejercer efecto sobre él. En cuanto recobrara la voz, explicaría lo que había estado haciendo, ¿verdad? Se habría sabido que lo habían enviado a robar el arma. A Lucius Malfoy debió de resultarle fácil echarle la maldición porque se pasa la vida en el Ministerio, ¿no es así?
—Hasta estaba por allí el día que se celebró mi vista —comentó Harry—. En el… Un momento —dijo lentamente—. ¡Aquel día estaba en el pasillo del Departamento de Misterios! Tu padre, Ron, comentó que era probable que estuviera intentando colarse allí abajo y averiguar qué había pasado en mi vista, pero ¿y si…?
—¡Sturgis! —exclamó Hermione con un grito ahogado de estupefacción.
—¿Cómo dices? —preguntó Ron sin comprender.
—¡A Sturgis Podmore lo detuvieron por intentar colarse por una puerta! —exclamó Hermione con voz entrecortada—. ¡Lucius Malfoy también debió de echarle una maldición a él! Apuesto algo a que lo hizo el día que tú lo viste allí, Harry. Sturgis llevaba la capa de Moody, ¿verdad? ¿Y si estaba plantado junto a la puerta, manteniéndose invisible, y Malfoy lo oyó moverse, o adivinó que había alguien allí, o sencillamente lanzó la maldición imperius para ver si por casualidad había un vigilante apostado en aquel lugar? Y en cuanto a Sturgis se le presentó una ocasión, probablemente cuando volvió a tocarle montar guardia, intentó entrar en el Departamento para robar el arma para Voldemort… Tranquilo, Ron… Pero lo pillaron y lo enviaron a Azkaban… —Hermione miró fijamente a Harry—. ¿Y ahora Rookwood le ha explicado a Voldemort cómo conseguir el arma?
—No oí toda la conversación, pero eso fue lo que me pareció —confirmó Harry—. Rookwood trabajaba allí… ¿Y si Voldemort envía a Rookwood a robarla?
Hermione asintió con la cabeza, abstraída. De repente dijo:
—Pero no debiste ver nada de todo eso, Harry.
—¿Qué? —dijo él sin comprender.
—Se supone que estás aprendiendo a cerrar tu mente a esas cosas —comentó Hermione con severidad.
—Ya lo sé, pero…
—Mira, creo que deberíamos intentar olvidar lo que has visto —añadió Hermione con firmeza—. Y a partir de ahora también deberías poner un poco más de empeño en las clases de Oclumancia.
Harry se enfadó tanto con ella que no le dirigió la palabra durante el resto del día, que nuevamente resultó ser un asco. Cuando en los pasillos no se comentaba el tema de los mortífagos fugados, la gente se reía de la pésima actuación de los de Gryffindor en su partido contra Hufflepuff, y los de Slytherin cantaron «A Weasley vamos a coronar» tan fuerte y tan a menudo que, antes de que el sol se pusiera, Filch, harto de la cancioncilla, la había prohibido.
La situación no mejoró con el paso de los días. Harry recibió otras dos D en Pociones; todavía estaba en ascuas por si despedían a Hagrid, y no podía dejar de pensar en el sueño en que él era Voldemort, aunque no volvió a hablar sobre ello ni con Ron ni con Hermione porque no quería que su amiga volviera a regañarlo. Le habría encantado hablar de aquel tema con Sirius, pero eso estaba descartado, así que intentó confinar el asunto a lo más recóndito de su mente.
Aunque, por desgracia, lo más recóndito de su mente había dejado de ser un lugar seguro.
—Levántate, Potter.
Un par de semanas después de soñar con Rookwood, Harry volvía a estar arrodillado en el suelo del despacho de Snape, intentando vaciar su mente. Snape acababa de obligarlo una vez más a revivir un caudal de recuerdos muy antiguos que él ni siquiera era consciente de conservar, y la mayoría estaban relacionados con humillaciones que le habían infligido Dudley y sus compinches en la escuela primaria.
—¿Qué era ese último recuerdo? —preguntó Snape.
—No lo sé —contestó Harry, y se puso en pie cansinamente. Cada vez le resultaba más difícil desenredar los recuerdos del torrente de imágenes y sonidos que Snape le hacía evocar—. ¿Ese en que mi primo intentaba que metiera los pies en el retrete?
—No —dijo el profesor en voz baja—. Me refiero al del hombre arrodillado en medio de una habitación en penumbra.
—No es… nada —mintió Harry.
Snape taladró al muchacho con sus oscuros ojos, pero éste, recordando el comentario del profesor de que el contacto visual era indispensable para la Legeremancia, parpadeó y desvió la mirada.
—¿Qué hacen ese hombre y esa habitación dentro de tu cabeza, Potter? —insistió Snape.
—Sólo es… —balbuceó él mirando a todas partes menos a Snape—, sólo es… un sueño que tuve.
—¿Un sueño? —Hubo una pausa durante la cual Harry fijó la vista en una gran rana muerta que flotaba en un tarro lleno de un líquido de color morado—. Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad, Potter? —le preguntó Snape con voz débil pero amenazadora—. Sabes por qué estoy sacrificando mi tiempo libre y realizo esta tediosa tarea, ¿no?
—Sí —contestó Harry fríamente.
—Recuérdame por qué estamos aquí, Potter.
—Para que pueda aprender Oclumancia —repuso él mientras miraba una anguila muerta, desafiante.
—Correcto, Potter. Y pese a lo torpe que eres —Harry miró con odio a Snape—, creía que después de más de dos meses de clases habrías progresado algo. ¿Cuántos sueños más sobre el Señor Tenebroso has tenido?
—Sólo ése —mintió.
—A lo mejor —prosiguió Snape entrecerrando ligeramente sus fríos y oscuros ojos—, a lo mejor resulta que te gusta tener esas visiones y esos sueños, Potter. Tal vez hacen que te sientas especial, importante…
—No —repuso Harry con las mandíbulas apretadas y los dedos fuertemente cerrados alrededor de su varita mágica.
—Me alegro, Potter —dijo Snape con frialdad—, porque no eres ni especial ni importante, y no te corresponde a ti averiguar qué dice el Señor Tenebroso a sus mortífagos.
—No, eso le corresponde a usted, ¿verdad? —le espetó Harry.
Lo dijo sin querer, las palabras salieron por su boca impulsadas por la rabia que sentía. Se miraron fijamente; Harry estaba convencido de que había ido demasiado lejos. Pero cuando Snape habló, lo hizo con una expresión curiosa, casi de satisfacción.
—Sí, Potter —afirmó, y sus ojos destellaron—. Ése es mi trabajo. Y ahora, si estás preparado, volveremos a empezar. —Snape levantó la varita y dijo—: Uno, dos, tres, ¡Legeremens!
Un centenar de dementores se abatían sobre Harry cruzando el lago de los jardines de Hogwarts… Harry hizo una mueca de concentración… Cada vez estaban más cerca… Veía los oscuros agujeros que había bajo sus capuchas… Y, sin embargo, también veía a Snape enfrente de él, que lo observaba con atención al mismo tiempo que murmuraba por lo bajo… Y la imagen de Snape cada vez era más clara, y la de los dementores más débil…
Harry levantó su varita.
—¡Protego!
Snape se tambaleó, su varita saltó por los aires, lejos de Harry, y de pronto la mente del chico se llenó de recuerdos que no eran suyos: un hombre de nariz aguileña gritaba a una mujer que se encogía de miedo, mientras un niño de cabello oscuro lloraba en un rincón… Un adolescente de cabello grasiento estaba sentado, solo, en un oscuro dormitorio, y apuntaba al techo con su varita mágica para matar moscas… Una muchacha reía mientras un chico escuálido intentaba montar en una escoba que no paraba de dar sacudidas…
—¡BASTA!
Harry sintió como si lo hubieran empujado con fuerza por el pecho; dio unos pasos hacia atrás tambaleándose, chocó contra una de las estanterías que cubrían las paredes del despacho de Snape, y oyó que algo se rompía. El profesor temblaba ligeramente y estaba muy pálido.
Harry tenía la parte de atrás de la túnica mojada. Uno de los tarros que había en la estantería contra la que había chocado se había roto, y el elemento viscoso que había dentro giraba como un remolino en el líquido que se derramaba.
—¡Reparo! —exclamó Snape por lo bajo, y el tarro se selló de inmediato—. Bueno, Potter, veo que vas mejorando… —Jadeando ligeramente, Snape enderezó el pensadero en el que había vuelto a almacenar algunos de sus pensamientos antes de iniciar la clase, como si quisiera comprobar que seguían allí—. No recuerdo haberte dicho que utilizaras un encantamiento escudo, pero no cabe duda de que ha surtido efecto…
Harry no dijo nada, pues tenía la impresión de que decir algo podría resultar peligroso. Estaba seguro de que acababa de entrar en los recuerdos de Snape, y que había contemplado algunas escenas de su infancia. Resultaba desconcertante pensar que aquel niño, que lloraba mientras veía cómo sus padres se gritaban, estaba en esos momentos de pie ante él mirándolo con ojos llenos de odio.
—Volvamos a intentarlo —dijo Snape.
Harry se estremeció de miedo; estaba a punto de pagar por lo que acababa de pasar, estaba convencido de ello. Se colocaron de nuevo en sus posiciones, separados por la mesa. Harry temía que esa vez le costara mucho más vaciar su mente.
—Contaré hasta tres —le avisó Snape, y levantó la varita una vez más—. Uno, dos… —Harry no tuvo tiempo para prepararse e intentar vaciar su mente antes de que Snape gritara—: ¡Legeremens!
Iba corriendo por el pasillo de paredes de piedra con antorchas hacia el Departamento de Misterios; la puerta negra cada vez era más grande. Corría tanto que iba a chocar contra ella; estaba a pocos palmos y volvía a ver aquella rendija de débil luz azulada.
¡La puerta se había abierto! Por fin había entrado por ella, y se encontraba en una sala circular de paredes y suelo negros, iluminada por velas de llama azul, y había más puertas a su alrededor. Tenía que seguir adelante, pero ¿cuál debía abrir?
—¡POTTER!
Harry abrió los ojos. Volvía a estar tumbado boca arriba, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí; jadeaba como si de verdad hubiera atravesado corriendo el pasillo del Departamento de Misterios, hubiera entrado apresuradamente por la puerta negra y se hubiera encontrado en la sala circular.
—¡Explícate! —le ordenó Snape, que estaba plantado delante de él, furioso.
—No…, no sé qué ha pasado —dijo Harry con sinceridad al mismo tiempo que se levantaba. Tenía un chichón en la parte de atrás de la cabeza, del golpe que se había dado contra el suelo, y sentía como si tuviera fiebre—. Es la primera vez que lo veo. Ya se lo he dicho, he soñado otras veces con esa puerta, pero nunca se había abierto…
—¡No te esfuerzas lo suficiente! —Por algún extraño motivo, Snape parecía aún más enojado de lo que lo estaba hacía dos minutos, cuando Harry había visto los recuerdos del profesor—. Eres perezoso y descuidado, Potter, no me extraña que el Señor Tenebroso…
—¿Puede decirme una cosa, señor? —lo interrumpió Harry con renovado ímpetu—. ¿Por qué llama a Voldemort Señor Tenebroso? Sólo he oído a los mortífagos llamarlo así.
Snape despegó los labios e hizo una mueca de desdén, pero entonces se oyó gritar a una mujer fuera del despacho.
El profesor levantó la cabeza y miró hacia el techo.
—¿Qué demonios…? —masculló. Harry oyó ruidos amortiguados que provenían, al parecer, del vestíbulo. Snape miró alrededor, ceñudo—. ¿Has visto algo raro cuando venías hacia aquí, Potter?
Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y la mujer volvió a gritar. Snape fue a grandes zancadas hacia la puerta del despacho, con la varita en ristre, y salió. Tras vacilar unos instantes, el chico lo siguió.
Los gritos, efectivamente, procedían del vestíbulo, y se hicieron más fuertes cuando Harry corrió hacia la escalera de piedra. Cuando llegó al vestíbulo, lo encontró abarrotado: los estudiantes habían salido en tropel del Gran Comedor, donde todavía se estaba sirviendo la cena, para ver qué pasaba; otros se habían amontonado en la escalera de mármol. Harry se abrió paso a empujones entre un grupo de alumnos de Slytherin, que eran muy altos, y vio que los curiosos habían formado un gran corro; algunos estaban asombrados, y otros, incluso aterrados. La profesora McGonagall se hallaba enfrente de Harry, al otro lado del vestíbulo, y daba la impresión de que lo que estaba viendo le producía un débil mareo.
La profesora Trelawney estaba de pie en medio del vestíbulo, sosteniendo la varita en una mano y una botella vacía de jerez en la otra, completamente enloquecida. Tenía el pelo de punta, las gafas se le habían torcido, de modo que uno de los ojos aparecía más ampliado que el otro, y sus innumerables chales y bufandas le colgaban desordenadamente de los hombros causando la impresión de que se le habían descosido las costuras. En el suelo, junto a ella, había dos grandes baúles, uno de ellos volcado, como si se lo hubieran lanzado desde la escalera. La profesora Trelawney miraba fijamente, con gesto de terror, algo que Harry no distinguía, pero que al parecer estaba al pie de la escalera.
—¡No! —gritó la profesora Trelawney—. ¡NO! ¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! ¡Me niego a aceptarlo!
—¿No se imaginaba que iba a pasar esto? —preguntó una voz aguda e infantil con un deje de crueldad; Harry, que se había desplazado un poco hacia la derecha, descubrió que la aterradora visión de la profesora Trelawney no era ni más ni menos que la profesora Umbridge—. Pese a que es usted incapaz de predecir ni siquiera el tiempo que hará mañana, debió darse cuenta de que su lamentable actuación durante mis supervisiones, y sus nulos progresos, provocarían su despido.
—¡N-no p-puede! —bramó la profesora Trelawney, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas por detrás de sus enormes gafas—. ¡No p-puede despedirme! ¡Llevo d-dieciséis años aquí! ¡Hogwarts es m-mi hogar!
—Era su hogar hasta hace una hora, en el momento en que el ministro de Magia firmó su orden de despido —la corrigió la profesora Umbridge, y Harry sintió asco al ver que el placer le ensanchaba aún más la cara de sapo mientras contemplaba cómo la profesora Trelawney, que lloraba desconsoladamente, se desplomaba sobre uno de sus baúles—. Así que haga el favor de salir de este vestíbulo. Nos está molestando.
Pero la profesora Umbridge se quedó donde estaba, regodeándose con la imagen de la profesora Trelawney, que gemía, se estremecía y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre su baúl en el paroxismo del dolor. Harry oyó un sollozo amortiguado a su izquierda y giró la cabeza. Lavender y Parvati lloraban en silencio, cogidas del brazo. Luego oyó pasos. La profesora McGonagall había salido de entre los espectadores, había ido directamente hacia la profesora Trelawney y le estaba dando firmes palmadas en la espalda al mismo tiempo que se sacaba un gran pañuelo de la túnica.
—Toma, Sybill, toma… Tranquilízate… Suénate con esto… No es tan grave como parece… No tendrás que marcharte de Hogwarts…
—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz implacable, y dio unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha autorizado para hacer esa afirmación?
—Yo —contestó una voz grave.
Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral. Harry no tenía ni idea de qué debía de haber estado haciendo el director en los jardines, pero tenía un aire imponente allí plantado, como si lo enmarcara una extraña neblina nocturna. Dumbledore dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del corro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.
—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de Magia. Según el Decreto de Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla, y la he despedido.
Para gran sorpresa de Harry, Dumbledore siguió sonriendo. Miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:
—Tiene usted razón, desde luego, profesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia—, y yo deseo que la profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.
Al escuchar las palabras de Dumbledore, la profesora Trelawney soltó una risita nerviosa que no logró disimular un hipido.
—¡No, no! ¡M-me m-marcharé, Dumbledore! M-me iré de Ho-Hogwarts y b-buscaré fortuna en otro lugar…
—No —dijo Dumbledore, tajante—. Yo deseo que usted permanezca aquí, Sybill. —Se volvió hacia la profesora McGonagall y añadió—: ¿Le importaría acompañar a Sybill arriba, profesora McGonagall?
—En absoluto —repuso ésta—. Vamos, Sybill, levántate…
La profesora Sprout salió apresuradamente de entre la multitud y agarró a la profesora Trelawney por el otro brazo. Juntas la guiaron hacia la escalera de mármol pasando por delante de la profesora Umbridge. El profesor Flitwick corrió tras ellas con la varita en ristre, gritó: «¡Baúl locomotor!», y el equipaje de la profesora Trelawney se elevó por los aires y la siguió escaleras arriba. El profesor Flitwick cerraba la comitiva.
La profesora Umbridge no se había movido, y miraba de hito en hito a Dumbledore, que continuaba sonriendo con benevolencia.
—¿Y qué piensa hacer cuando yo nombre a un nuevo profesor de Adivinación que necesitará las habitaciones de la profesora Trelawney? —le preguntó la profesora Umbridge en un susurro que se oyó por todo el vestíbulo.
—¡Ah, eso no supone ningún problema! —contestó Dumbledore en tono agradable—. Verá, ya he encontrado a un nuevo profesor de Adivinación, y resulta que prefiere alojarse en la planta baja.
—¿Que ha encontrado…? —repitió la profesora Umbridge con voz chillona—. ¿Que usted ha encontrado…? Permítame que le recuerde, profesor Dumbledore, que el Decreto de Enseñanza número veintidós…
—El Ministerio sólo tiene derecho a nombrar un candidato adecuado en el caso de que el director no consiga encontrar uno —la interrumpió Dumbledore—. Y me complace comunicarle que en esta ocasión lo he conseguido. ¿Me permite que se lo presente?
Entonces se dio la vuelta hacia las puertas, que seguían abiertas y dejaban pasar la neblina. Harry oyó ruido de cascos. Un murmullo de asombro recorrió el vestíbulo, y los que estaban más cerca de las puertas se apartaron rápidamente; algunos hasta tropezaron con las prisas por abrir camino al recién llegado.
A través de la niebla apareció un rostro que Harry ya había visto antes, una noche oscura y llena de peligros, en el Bosque Prohibido: tenía el cabello rubio, casi blanco, y los ojos de un azul espectacular; eran la cabeza y el torso de un hombre unidos al cuerpo de un caballo claro con la crin y la cola blancas.
—Le presento a Firenze —le dijo Dumbledore alegremente a la perpleja profesora Umbridge—. Creo que lo encontrará adecuado.