CAPÍTULO 21

El ojo de la serpiente

EL domingo por la mañana, Hermione volvió a la cabaña de Hagrid caminando con dificultad por la capa de medio metro de nieve que cubría los jardines. A Harry y a Ron les habría gustado acompañarla, pero la montaña de deberes había vuelto a alcanzar una altura alarmante, así que se quedaron de mala gana en la sala común e intentaron ignorar los gritos de alegría provenientes de los jardines, donde los alumnos se divertían patinando en el lago helado, deslizándose en trineo y, lo peor de todo, encantando bolas de nieve que volaban a toda velocidad hacia la torre de Gryffindor y golpeaban con fuerza los cristales de las ventanas.

—¡Ya está bien! —estalló Ron, que finalmente había perdido la paciencia, y sacó la cabeza por la ventana—. Soy prefecto, y si una de esas bolas de nieve vuelve a golpear esta ventana… ¡Ay! —Metió la cabeza rápidamente. Tenía la cara cubierta de nieve—. Son Fred y George —dijo con amargura, y cerró la ventana—. ¡Imbéciles!

Hermione volvió de la cabaña de Hagrid poco antes de la hora de comer, temblando ligeramente y con la túnica mojada hasta las rodillas.

—¿Y bien? —le preguntó Ron, que levantó la cabeza al verla llegar—. ¿Ya le has programado las clases?

—Bueno, lo he intentado —contestó ella con desánimo, y se sentó en una butaca al lado de Harry. Luego sacó su varita mágica e hizo un complicado movimiento con ella. Del extremo salió un chorro de aire caliente que Hermione dirigió hacia su túnica, y ésta empezó a despedir vapor hasta que se secó por completo—. Ni siquiera estaba en la cabaña cuando he llegado, y he pasado media hora llamando a la puerta. Hasta que he visto que venía del bosque…

Harry soltó un gemido. El Bosque Prohibido estaba lleno del tipo de criaturas que podían hacer perder el empleo a Hagrid.

—¿Qué tiene guardado allí? ¿Te lo ha dicho? —inquirió.

—No —respondió Hermione tristemente—. Dice que quiere que sea una sorpresa. He intentado explicarle qué clase de persona es la profesora Umbridge, pero él no lo entiende. Insiste en que nadie en su sano juicio preferiría estudiar los knarls a las quimeras. No, no creo que tenga una quimera —añadió al ver las caras de horror de Harry y de Ron—, pero no será porque no lo haya intentado, pues ha hecho un comentario sobre lo difícil que es conseguir sus huevos. No sé cuántas veces le habré dicho que haría mejor siguiendo el programa de la profesora Grubbly-Plank. Francamente, creo que ni siquiera me escuchaba. Está un poco raro, la verdad. Y sigue sin querer explicar cómo se hizo esas heridas.

La reaparición de Hagrid en la mesa de los profesores al día siguiente no fue recibida con entusiasmo por parte de todos los alumnos. Algunos, como Fred, George y Lee, gritaron de alegría y echaron a correr por el pasillo que separaba la mesa de Gryffindor y la de Hufflepuff para estrecharle la enorme mano; otros, como Parvati y Lavender, intercambiaron miradas lúgubres y movieron la cabeza. Harry sabía que muchos estudiantes preferían las clases de la profesora Grubbly-Plank, y lo peor era que en el fondo, si era objetivo, reconocía que tenían buenas razones: para la profesora Grubbly-Plank una clase interesante no era aquella en la que existía el riesgo de que alguien acabara con la cabeza seccionada.

El martes, Harry, Ron y Hermione, muy atribulados, se encaminaron hacia la cabaña de Hagrid a la hora de Cuidado de Criaturas Mágicas, bien abrigados para protegerse del frío. Harry estaba preocupado no sólo por lo que a Hagrid se le habría ocurrido enseñarles, sino también por cómo se comportaría el resto de la clase, y en particular Malfoy y sus amigotes, si los observaba la profesora Umbridge.

Con todo, no vieron a la Suma Inquisidora cuando avanzaban trabajosamente por la nieve hacia la cabaña de Hagrid, que los esperaba de pie al inicio del bosque. Hagrid no presentaba una imagen muy tranquilizadora: los cardenales, que el sábado por la noche eran de color morado, estaban en ese momento matizados de verde y amarillo, y algunos de los cortes que tenía todavía sangraban. Aquello desconcertó a Harry; la única explicación que se le ocurría era que a su amigo lo había atacado alguna criatura cuyo veneno impedía que las heridas que producía cicatrizaran. Para completar aquel lamentable cuadro, Hagrid llevaba sobre el hombro un bulto que parecía la mitad de una vaca muerta.

—¡Hoy vamos a trabajar aquí! —anunció alegremente a los alumnos que se le acercaban, señalando con la cabeza los oscuros árboles que tenía a su espalda—. ¡Estaremos un poco más resguardados! Además, ellos prefieren la oscuridad.

—¿Quién prefiere la oscuridad? —preguntó Malfoy ásperamente a Crabbe y a Goyle con un deje de pánico en la voz—. ¿Quién ha dicho que prefiere la oscuridad? ¿Vosotros lo habéis oído?

Harry recordó la única ocasión en que Malfoy había entrado en el bosque; aquella vez tampoco demostró mucha valentía. Sonrió; después del partido de quidditch, a Harry le parecía magnífica cualquier cosa que produjera malestar a Malfoy.

—¿Listos? —preguntó Hagrid festivamente mirando a sus estudiantes—. Muy bien, he preparado una excursión al bosque para los de quinto año. He pensado que sería interesante que observarais a esas criaturas en su hábitat natural. Veréis, las criaturas que vamos a estudiar hoy son muy raras, creo que soy el único en toda Gran Bretaña que ha conseguido domesticarlas.

—¿Seguro que están domesticadas? —preguntó Malfoy, y el deje de pánico de su voz se hizo más pronunciado—. Porque no sería la primera vez que nos trae bestias salvajes a la clase.

Los de Slytherin murmuraron en señal de adhesión, y unos cuantos estudiantes de Gryffindor también parecían opinar que Malfoy tenía razón.

—Claro que están domesticadas —contestó Hagrid frunciendo el entrecejo y colocándose bien la vaca muerta sobre el hombro.

—Entonces, ¿qué le ha pasado en la cara? —inquirió Malfoy.

—¡Eso no es asunto tuyo! —respondió Hagrid con enojo—. Y ahora, si ya habéis acabado de hacerme preguntas estúpidas, ¡seguidme!

Se dio la vuelta y entró en el bosque, pero nadie se mostraba muy dispuesto a seguirlo. Harry miró a Ron y a Hermione, que suspiraron y asintieron con la cabeza, y los tres echaron a andar detrás de su amigo, precediendo al resto de la clase.

Caminaron unos diez minutos hasta llegar a un sitio donde los árboles estaban tan pegados que no había ni un copo de nieve en el suelo y parecía que había caído la tarde. Hagrid, con un gruñido, depositó la media vaca en el suelo, retrocedió y se volvió para mirar a los alumnos, la mayoría de los cuales pasaban sigilosamente de un árbol a otro hacia donde estaba él, escudriñando nerviosos los alrededores como si fueran a atacarlos en cualquier momento.

—Agrupaos, agrupaos —les aconsejó Hagrid—. Bueno, el olor de la carne los atraerá, pero de todos modos voy a llamarlos porque les gusta saber que soy yo.

Se dio la vuelta, movió la desgreñada cabeza para apartarse el cabello de la cara y dio un extraño y estridente grito que resonó entre los oscuros árboles como el reclamo de un pájaro monstruoso. Nadie rió: la mayoría de los estudiantes estaban demasiado asustados para emitir sonido alguno.

Hagrid volvió a pegar aquel chillido. Luego pasó un minuto, durante el cual los alumnos, inquietos, siguieron escudriñando los alrededores por si veían acercarse algo. Y entonces, cuando Hagrid se echó el cabello hacia atrás por tercera vez e infló su enorme pecho, Harry le dio un codazo a Ron y señaló un espacio que había entre dos retorcidos tejos.

Un par de ojos blancos y relucientes empezaron a distinguirse en la penumbra, poco después la cara y el cuello de un dragón, y luego el esquelético cuerpo de un enorme y negro caballo alado surgió de la oscuridad. El animal se quedó mirando a los niños unos segundos mientras agitaba su larga y negra cola; a continuación agachó la cabeza y empezó a arrancar carne de la vaca muerta con sus afilados colmillos.

Harry sintió un alivio inmenso. Por fin tenía pruebas de que no se había imaginado aquellas criaturas, de que eran reales: Hagrid también las conocía. Miró ansioso a Ron, pero su amigo seguía observando entre los árboles, y pasados unos segundos dijo en un susurro:

—¿Por qué no sigue llamando Hagrid?

El resto de los alumnos de la clase ponían la misma cara de aturdimiento y de nerviosa expectación que Ron, y miraban en todas direcciones menos al caballo que tenían delante. Al parecer, sólo había otras dos personas que podían verlo: un muchacho nervudo de Slytherin, que estaba detrás de Goyle y contemplaba al caballo con una expresión de profundo disgusto en la cara, y Neville, que seguía con la mirada los movimientos oscilantes de la larga cola negra del animal.

—¡Ah, aquí llega otro! —exclamó Hagrid con orgullo cuando otro caballo negro salió de entre los oscuros árboles. El animal plegó sus coriáceas alas, las pegó al cuerpo, agachó la cabeza y también se puso a comer—. A ver, que levanten la mano los que puedan verlos.

Harry la levantó. Estaba muy contento porque por fin iban a desvelarle el misterio de aquellos caballos. Hagrid le hizo una seña con la cabeza.

—Sí, claro, ya sabía que tú los verías, Harry —dijo con seriedad—. Y tú también, ¿eh, Neville? Y…

—Perdone —dijo Malfoy con una voz socarrona—, pero ¿qué es exactamente eso que se supone que tendríamos que ver?

Por toda respuesta, Hagrid señaló el cuerpo de la vaca muerta que yacía en el suelo. Los alumnos la contemplaron unos segundos; entonces varios de ellos ahogaron un grito y Parvati se puso a chillar. Harry entendió por qué: lo único que veían eran trozos de carne que se separaban solos de los huesos y desaparecían, y era lógico que lo encontraran muy extraño.

—¿Quién lo hace? —preguntó Parvati, aterrada, retirándose hacia el árbol más cercano—. ¿Quién se está comiendo esa carne?

—Son thestrals —respondió Hagrid con orgullo, y Hermione, que estaba al lado de Harry, soltó un débil «¡Oh!» porque sabía de qué se trataba—. Hay una manada en Hogwarts. Veamos, ¿quién sabe…?

—Pero ¡si traen muy mala suerte! —lo interrumpió Parvati, alarmada—. Dicen que causan todo tipo de desgracias a quien los ve. Una vez la profesora Trelawney me contó…

—¡No, no, no! —negó Hagrid chasqueando la lengua—. ¡Eso no son más que supersticiones! Los thestrals no traen mala suerte. Son inteligentísimos y muy útiles. Bueno, estos de aquí no tienen mucho trabajo, sólo tiran de los carruajes del colegio, a menos que Dumbledore tenga que hacer un viaje largo y no quiera aparecerse. Mirad, ahí llega otra pareja…

Dos caballos más salieron despacio de entre los árboles; uno de ellos pasó muy cerca de Parvati, que se estremeció y se pegó más al árbol, diciendo:

—¡Me parece que noto algo! ¡Creo que está cerca de mí!

—No te preocupes, no te hará ningún daño —le aseguró Hagrid con paciencia—. Bueno, ¿quién puede decirme por qué algunos de vosotros los veis y otros no?

Hermione levantó la mano.

—Adelante —dijo Hagrid sonriéndole.

—Los únicos que pueden ver a los thestrals —explicó Hermione— son los que han visto la muerte.

—Exacto —confirmó Hagrid solemnemente—. Diez puntos para Gryffindor. Veréis, los thestrals…

—Ejem, ejem.

La profesora Umbridge había llegado. Estaba a unos palmos de Harry, luciendo su capa y su sombrero verdes, y con el fajo de hojas de pergamino preparado. Hagrid, que nunca había oído aquella tosecilla falsa de la profesora Umbridge, miró preocupado al thestral que tenía más cerca, creyendo que era el animal el que había producido aquel sonido.

—Ejem, ejem.

—¡Ah, hola! —saludó Hagrid, sonriendo, cuando por fin localizó el origen de aquel ruidito.

—¿Ha recibido la nota que le he enviado a su cabaña esta mañana? —preguntó la profesora Umbridge hablando despacio y elevando mucho la voz, como había hecho anteriormente para dirigirse a Hagrid. Era como si le hablara a un extranjero corto de entendimiento—. La nota en la que le anunciaba que iba a supervisar su clase.

—Sí, sí —afirmó Hagrid muy contento—. ¡Me alegro de que haya encontrado el sitio! Bueno, como verá…, o quizá no… No lo sé… Hoy estamos estudiando los thestrals.

—¿Cómo dice? —preguntó la profesora Umbridge en voz alta, llevándose la mano a la oreja y frunciendo el entrecejo.

Hagrid parecía un poco confundido.

—¡Thestrals! —gritó—. Esos… caballos alados, grandes, ¿sabe?

Hagrid agitó sus gigantescos brazos imitando el movimiento de unas alas. La profesora Umbridge lo miró arqueando las cejas y murmuró mientras escribía en una de sus hojas de pergamino:

—«Tiene… que… recurrir… a… un… burdo… lenguaje… corporal.»

—Bueno…, en fin… —balbuceó Hagrid, y se volvió hacia sus alumnos. Parecía un poco aturullado—. Esto…, ¿por dónde iba?

—«Presenta… signos… de… escasa… memoria… inmediata» —murmuró la profesora Umbridge lo bastante alto para que todos pudieran oírla.

Draco Malfoy estaba exultante, como si las Navidades se hubieran adelantado un mes. Hermione, en cambio, estaba roja de ira reprimida.

—¡Ah, sí! —exclamó Hagrid, y echó una ojeada a las notas de la profesora Umbridge, inquieto. Pero siguió adelante con valor—. Sí, os iba a contar por qué tenemos una manada. Pues veréis, empezamos con un macho y cinco hembras. Éste —le dio unas palmadas al caballo que había aparecido en primer lugar— se llama Tenebrus y es mi favorito. Fue el primero que nació aquí, en el bosque…

—¿Se da cuenta de que el Ministerio de Magia ha catalogado a los thestrals como criaturas peligrosas? —dijo Umbridge en voz alta interrumpiendo a Hagrid.

A Harry se le encogió el corazón, pero Hagrid se limitó a chasquear la lengua.

—¡Qué va, estos animales no son peligrosos! Bueno, quizá te peguen un bocado si los fastidias mucho…

—«Parece… que… la… violencia… lo motiva» —murmuró la profesora Umbridge, y continuó escribiendo en sus notas.

—¡En serio, no son peligrosos! —dijo Hagrid, que se estaba poniendo un poco nervioso—. Mire, los perros muerden cuando se los molesta, ¿no? Lo que pasa es que los thestrals tienen mala reputación por eso de la muerte. Antes la gente creía que eran de mal agüero, ¿verdad? Porque no lo entendían, claro.

La profesora Umbridge no hizo ningún comentario más; terminó de escribir la última nota, levantó la cabeza, miró a Hagrid y volvió a hablar lentamente y en voz alta:

—Continúe dando la clase, por favor. Yo voy a pasearme —con mímica hizo como que caminaba y Malfoy y Pansy Parkinson rieron a carcajadas, aunque sin hacer ruido— entre los alumnos —señaló a unos cuantos estudiantes— y les haré preguntas —añadió, señalándose la boca mientras movía los labios.

Hagrid se quedó mirándola; no se explicaba por qué la profesora Umbridge actuaba como si él no entendiera su idioma. Hermione tenía lágrimas de rabia en los ojos.

—¡Eres una arpía! —dijo por lo bajo mientras la bruja se acercaba a Pansy Parkinson—. Ya sé lo que pretendes, asquerosa, retorcida y malvada…

—Bueno… —continuó Hagrid haciendo un esfuerzo por recuperar el hilo de sus ideas—. Thestrals. Sí. Veréis, los thestrals tienen un montón de virtudes…

—¿Te resulta fácil —le preguntó la profesora Umbridge a Pansy Parkinson con voz resonante— entender al profesor Hagrid cuando habla?

Pansy, como Hermione, tenía lágrimas en los ojos, pero las suyas eran de risa. Cuando contestó, apenas se la entendió porque, al mismo tiempo que hablaba, intentaba contener una carcajada.

—No…, porque…, bueno…, no pronuncia muy bien…

La profesora Umbridge escribió más notas. Las pocas zonas de la cara de Hagrid que no estaban amoratadas se pusieron rojas, pero intentó fingir que no había oído la respuesta de Pansy.

—Esto…, sí, son muy buenos chicos, los thestrals. Bueno, una vez que estén domados, como éstos, nunca volveréis a perderos. Tienen un sentido de la orientación increíble, sólo hay que decirles adónde quieres ir…

—Lo increíble es que esos caballos lo entiendan a él, desde luego —observó Malfoy en voz alta, y Pansy Parkinson tuvo otro ataque de risa. La profesora Umbridge les sonrió con indulgencia y luego se volvió hacia Neville.

—¿Tú puedes ver a los thestrals, Longbottom? —inquirió. Neville asintió con la cabeza—. ¿A quién has visto morir? —preguntó nuevamente con indiferencia.

—A… mi abuelo —contestó Neville.

—¿Y qué opinas de ellos? —continuó la profesora Umbridge, señalando con una mano pequeña y regordeta a los caballos, que ya habían arrancado una gran cantidad de carne a la res, dejándola reducida a los huesos.

—Pues… —dijo Neville, acongojado, y miró a Hagrid—. Pues… están… muy bien.

—«Los… alumnos… están… demasiado… intimidados… para… admitir… que… tienen… miedo» —murmuró la profesora Umbridge tomando otra nota en sus pergaminos.

—¡No! —protestó Neville—. ¡No, yo no tengo miedo!

—No pasa nada —dijo la profesora Umbridge, y le dio unas palmaditas en el hombro a Neville mostrando una sonrisa que pretendía ser de comprensión, aunque a Harry le pareció maliciosa—. Bueno, Hagrid —se volvió hacia él una vez más, y elevó el tono de voz—, creo que ya he recogido suficiente información. Recibirá —mediante signos hizo como que cogía algo que estaba suspendido en el aire— los resultados de su supervisión —señaló sus notas— dentro de diez días.

Y levantó ambas manos, extendiendo mucho los dedos, y a continuación amplió más que nunca aquella sonrisa de sapo bajo el sombrero verde, se abrió paso entre los alumnos y dejó a Malfoy y a Pansy desternillándose de risa, a Hermione, temblando de ira, y a Neville, muy confundido y disgustado.

—¡Es una repugnante, mentirosa y retorcida gárgola! —vociferaba Hermione media hora más tarde cuando regresaban al castillo por los senderos que habían abierto en la nieve a la ida—. Habéis visto lo que pretende, ¿no? Es esa fobia que les tiene a los híbridos. Intenta que parezca que Hagrid es una especie de trol idiota, y sólo porque tenía una madre giganta. ¡No hay derecho! La clase no ha estado nada mal. De acuerdo, si hubiera vuelto a traernos escregutos de cola explosiva… Pero los thestrals son prácticamente inofensivos; de hecho, tratándose de Hagrid, están muy bien.

—La profesora Umbridge dice que son peligrosos —apuntó Ron.

—Bueno, ya lo ha dicho Hagrid, saben cuidarse ellos solitos —repuso Hermione, impaciente—, y supongo que alguien como la profesora Grubbly-Plank no nos los enseñaría hasta que preparáramos los ÉXTASIS, pero lo cierto es que son interesantes, ¿verdad? Eso de que algunas personas puedan verlos y otras no… Me encantaría poder verlos.

—¿Ah, sí? —dijo Harry en voz baja.

Hermione comprendió que había metido la pata.

—Perdona, Harry… Lo siento mucho… No, claro que no… Qué estupidez acabo de decir.

—No pasa nada —replicó él—, no te preocupes.

—A mí me ha sorprendido que pudiera verlos tanta gente —comentó Ron—. Tres personas en una clase…

—Sí, Weasley, ¿y sabes qué hemos pensado nosotros? —preguntó una sarcástica voz. Malfoy, Crabbe y Goyle caminaban detrás de ellos, pero la nieve amortiguaba el ruido de sus pasos y no se habían dado cuenta—. Que, a lo mejor, si contemplaras cómo alguien estira la pata, podrías ver mejor la quaffle. ¿Qué te parece?

Malfoy, Crabbe y Goyle rieron a carcajadas y se separaron de ellos, encaminándose hacia el castillo. Cuando ya se habían alejado un poco se pusieron a cantar «A Weasley vamos a coronar». A Ron se le pusieron las orejas coloradas.

—No les hagáis caso. Ignoradlos —les aconsejó Hermione; a continuación, sacó su varita mágica y volvió a hacer el encantamiento que producía aire caliente para abrir con él un camino en la capa de nieve intacta que los separaba de los invernaderos.

Llegó diciembre, y dejó más nieve y un verdadero alud de deberes para los alumnos de quinto año. Las obligaciones como prefectos de Ron y Hermione también se hacían más pesadas a medida que se aproximaba la Navidad. Los llamaron para que supervisaran la decoración del castillo («Intenta colgar una tira de espumillón por una punta cuando Peeves sujeta la otra y pretende estrangularte con ella», contó Ron), para que vigilaran a los de primero y a los de segundo, que tenían que quedarse dentro del colegio a la hora del recreo porque fuera hacía demasiado frío («Hay que ver lo descarados que son esos mocosos; nosotros no éramos tan maleducados cuando íbamos a primero», aseguró Ron), y para turnarse con Argus Filch para patrullar por los pasillos, pues el conserje sospechaba que el espíritu navideño podía traducirse en un brote de duelos de magos («Tiene estiércol en lugar de cerebro», dijo Ron, furioso). Estaban tan ocupados que Hermione tuvo que dejar de tejer gorros de elfo, y estaba muy nerviosa porque sólo le quedaba lana para hacer otros tres.

—¡No soporto pensar en esos pobres elfos a los que todavía no he liberado y que tendrán que quedarse aquí en Navidad porque no hay suficientes gorros!

Harry, que no había tenido valor para explicarle que Dobby cogía todas las prendas que ella hacía, se inclinó aún más sobre su redacción de Historia de la Magia. De todos modos, no le apetecía pensar en la Navidad. Por primera vez desde que estudiaba en Hogwarts, le habría encantado pasar las vacaciones lejos del colegio. Entre la prohibición de jugar al quidditch y lo preocupado que estaba por si ponían a Hagrid en periodo de prueba, le estaba cogiendo manía al colegio. Lo único que de verdad le hacía ilusión eran las reuniones del ED, y durante las vacaciones tendrían que suspenderlas, pues casi todos los miembros del grupo pasarían las Navidades con sus familias. Hermione se iba a esquiar con sus padres, lo cual a Ron le hizo mucha gracia, porque no sabía que los muggles se atan unas estrechas tiras de madera a los pies para deslizarse por las montañas. Ron se iba a La Madriguera. Harry pasó varios días tragándose la envidia que sentía, hasta que, cuando le preguntó cómo iría a su casa aquella Navidad, su amigo exclamó: «Pero ¡si tú también vienes! ¿No te lo había dicho? ¡Mi madre me escribió hace semanas y me dijo que te invitara!»

Hermione puso los ojos en blanco, pero a Harry la noticia le levantó mucho los ánimos. La perspectiva de pasar aquellos días en La Madriguera era verdaderamente maravillosa, aunque la estropeaba un poco el sentimiento de culpa que tenía por no poder pasar las vacaciones con Sirius. Se preguntaba si conseguiría convencer a la señora Weasley de que invitara a su padrino durante las fiestas. Sin embargo, había demasiados factores adversos: dudaba que Dumbledore permitiera a Sirius salir de Grimmauld Place, y no estaba seguro de que la señora Weasley quisiera invitar a su padrino porque ellos dos siempre estaban en desacuerdo. Sirius no había vuelto a comunicarse con Harry desde su última aparición en la chimenea, y a pesar de que el chico sabía que habría sido una imprudencia intentar ponerse en contacto con él, ya que la profesora Umbridge vigilaba constantemente, no le hacía ninguna gracia imaginar que Sirius estaría solo en la vieja casa de su madre, quién sabe si tirando del extremo de uno de esos regalos sorpresa que estallan al abrirlos, mientras Kreacher tiraba del otro.

Harry llegó con tiempo a la Sala de los Menesteres para la última reunión del ED antes de las vacaciones, y se alegró de ello porque, cuando las antorchas se encendieron, vio que Dobby se había tomado la libertad de decorar la sala con motivo de las Navidades; y se dio cuenta de que lo había hecho el elfo porque a nadie más se le habría ocurrido colgar un centenar de adornos dorados del techo, cada uno de los cuales iba acompañado de una fotografía de la cara de Harry y la leyenda «¡FELICES HARRY-NAVIDADES!».

Cuando Harry descolgó el último adorno, la puerta se abrió con un chirrido y entró Luna Lovegood con su aire soñador de siempre.

—¡Hola! —dijo distraídamente, y echó una ojeada a lo que quedaba de la decoración—. Qué adornos tan bonitos. ¿Los has puesto tú?

—No —contestó Harry—, ha sido Dobby, el elfo doméstico.

—Muérdago —comentó Luna en el mismo tono soñador, señalando un ramito lleno de bayas blancas que Harry tenía casi encima de la cabeza. Él se apartó enseguida—. Bien hecho —comentó Luna muy seria—. Suele estar infestado de nargles.

Harry se libró de tener que preguntar a Luna qué eran los nargles porque en ese momento llegaron Angelina, Katie y Alicia. Las tres jadeaban y estaban muertas de frío.

—Bueno —dijo la primera sin mucho ánimo, quitándose la capa y dejándola en un rincón—, por fin os hemos reemplazado.

—¿Reemplazado? —inquirió Harry sin comprender.

—A ti, a Fred y a George —aclaró Angelina, impaciente—. ¡Tenemos otro buscador!

—¿Quién es?

—Ginny Weasley —dijo Katie.

Harry la miró boquiabierto.

—Sí, ya… —comentó Angelina, que luego sacó su varita y flexionó el brazo—, pero es muy buena, la verdad. No es que tenga nada contra ti, desde luego —añadió lanzándole una mirada asesina—, pero como tú no puedes jugar…

Harry se calló la respuesta que estaba deseando darle: ¿acaso se imaginaba que él no lamentaba su expulsión del equipo cien veces más que ella?

—¿Y los golpeadores? —preguntó intentando controlar su voz.

—Andrew Kirke y Jack Sloper —dijo Alicia sin entusiasmo—. No es que sean muy buenos, pero comparados con el resto de inútiles que se han presentado…

La llegada de Ron, Hermione y Neville puso fin a aquella deprimente conversación, y unos minutos más tarde la sala estaba lo bastante llena para impedir que Harry recibiera las incendiarias miradas de reproche de Angelina.

—Bueno —dijo Harry, y llamó a sus compañeros al orden—. He pensado que esta noche podríamos repasar lo que hemos hecho hasta ahora, porque ésta es la última reunión antes de las vacaciones, y no tiene sentido empezar nada nuevo antes de un descanso de tres semanas…

—¿No vamos a hacer nada nuevo? —preguntó Zacharias Smith en un contrariado susurro, aunque lo bastante alto para que lo oyeran todos—. Si lo llego a saber, no vengo.

—Pues mira, es una lástima que Harry no te lo haya dicho antes —replicó Fred.

Varios estudiantes rieron por lo bajo. Harry observó que Cho también reía y volvió a notar aquella sensación de vacío en el estómago, como si se hubiera saltado un escalón al bajar por una escalera.

—Practicaremos por parejas —siguió—. Empezaremos con el embrujo paralizante durante diez minutos; luego nos sentaremos en los cojines y volveremos a practicar los hechizos aturdidores.

Los alumnos, obedientes, se agruparon de dos en dos; Harry volvió a formar pareja con Neville. La sala se llenó enseguida de gritos intermitentes de ¡Impedimenta! Uno de los integrantes de cada pareja se quedaba paralizado un minuto, y durante ese tiempo el compañero miraba alrededor para ver lo que hacían las otras parejas; luego recuperaban el movimiento y les tocaba a ellos practicar el embrujo.

Neville había mejorado hasta límites insospechables. Al cabo de un rato, Harry, después de recuperar la movilidad tres veces seguidas, le pidió a Neville que practicara con Ron y Hermione para que él pudiera pasearse por la sala y observar cómo lo hacían los demás. Al pasar junto a Cho, ella le sonrió; Harry resistió la tentación de pasar por su lado más veces.

Tras diez minutos de practicar el embrujo paralizante, esparcieron los cojines por el suelo y se dedicaron al hechizo aturdidor. Como no había suficiente espacio para que todos practicaran a la vez, la mitad del grupo estuvo observando a la otra un rato, y luego cambiaron. Harry se sentía muy orgulloso mientras los contemplaba. Ciertamente, Neville aturdió a Padma Patil en lugar de a Dean, al que estaba apuntando, pero tratándose de Neville podía considerarse un fallo menor, y todos los demás habían mejorado muchísimo.

Al cabo de una hora, Harry les dijo que pararan.

—Lo estáis haciendo muy bien —comentó, sonriente—. Cuando volvamos de las vacaciones, empezaremos a hacer cosas más serias; quizá el encantamiento patronus.

Hubo un murmullo de emoción y luego la sala empezó a quedarse vacía; los estudiantes se marchaban en grupos de dos y de tres, como de costumbre, y al salir por la puerta deseaban a Harry feliz Navidad. Éste, muy animado, ayudó a Ron y a Hermione a recoger los cojines, que amontonaron en un rincón. Ron y Hermione se fueron antes que Harry, que se rezagó un poco porque Cho todavía no se había ido, y él suponía que también le desearía unas felices fiestas.

—No, ve tú primero —oyó que le decía a su amiga Marietta, y el corazón le dio tal vuelco que pareció que se lo enviaba a la altura de la nuez.

Harry fingió que enderezaba el montón de cojines. Estaba casi seguro de que se habían quedado solos, y esperó a que Cho dijera algo. Pero lo que oyó fue un fuerte sollozo.

Se dio la vuelta y vio a Cho, plantada en medio de la sala, con lágrimas en los ojos.

—¿Qué…? —No sabía qué hacer. Cho estaba de pie y lloraba en silencio—. ¿Qué te pasa? —le preguntó Harry débilmente.

Cho movió la cabeza y se secó las lágrimas con la manga.

—Lo siento… —se excusó—. Supongo que… es que… aprender todas estas cosas… Me imagino… que si él las hubiera sabido… todavía estaría vivo.

El corazón de Harry volvió a dar un vuelco más violento de lo habitual, y fue a parar a un punto situado más o menos a la altura de su ombligo. Debió haberlo supuesto. Cho sólo quería hablar de Cedric.

—Él sabía hacer estas cosas —comentó Harry con aplomo—. Era muy bueno en defensa; si no, no habría llegado al centro de aquel laberinto. Pero si Voldemort se propone matarte, lo tienes muy difícil.

Al oír el nombre de Voldemort, Cho hipó bruscamente, pero siguió mirando a Harry a los ojos, sin pestañear.

—Tú sobreviviste cuando sólo eras un crío —dijo con un hilo de voz.

—Sí, tienes razón —admitió Harry cansinamente, y fue hacia la puerta—. Pero no sé por qué, no lo sabe nadie, de modo que no es nada de lo que pueda estar orgulloso.

—¡No, no te vayas! —exclamó Cho adoptando de nuevo una expresión llorosa—. Perdona que me haya puesto así… No me lo esperaba… —Volvió a hipar. Estaba muy guapa pese a que tenía los ojos rojos e hinchados. Harry se sentía inmensamente desgraciado. Se habría contentado con un simple «Feliz Navidad»—. Ya sé que tiene que ser horrible para ti que yo mencione a Cedric, porque tú lo viste morir… —continuó Cho, y volvió a secarse las lágrimas con la manga de la túnica—. Supongo que te gustaría olvidarlo. —Harry no dijo nada; Cho tenía razón, pero le parecía cruel confirmárselo—. Eres un profesor estupendo, Harry —añadió ella forzando una débil sonrisa—. Yo nunca había podido aturdir a nadie.

—Gracias —dijo él, abochornado.

Se miraron el uno al otro largo rato. Harry sentía un deseo incontrolable de salir corriendo de la sala, y al mismo tiempo era incapaz de mover los pies.

—Mira, muérdago —dijo Cho con voz queda, y señaló el techo.

—Sí —afirmó Harry. Tenía la boca seca—. Pero debe de estar lleno de nargles.

—¿Qué son nargles?

—No tengo ni idea —confesó Harry. Cho se le había acercado un poco más, y él sintió como si tuviera el cerebro bajo los efectos de un hechizo aturdidor—. Tendrás que preguntárselo a Luna.

Cho hizo un ruidito raro, entre un sollozo y una risa. Se había acercado todavía un poco más a él. Harry habría podido contar las pecas que tenía en la nariz.

—Me gustas mucho, Harry.

Él no podía pensar. Un cosquilleo se extendía por todo su cuerpo, paralizándole los brazos, las piernas y el cerebro.

Cho estaba demasiado cerca, y Harry veía las lágrimas que pendían de sus pestañas…

• • •

Media hora más tarde, Harry entró en la sala común y encontró a Hermione y a Ron en los mejores sitios junto a la chimenea; casi todos los demás se habían acostado. Hermione estaba escribiendo una carta larguísima; ya había llenado medio rollo de pergamino, que colgaba por el borde de la mesa. Ron estaba tumbado sobre la alfombrilla de la chimenea intentando terminar sus deberes de Transformaciones.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Ron cuando Harry se sentó en la butaca que había al lado de la de Hermione.

Harry no contestó. Estaba conmocionado. Por una parte quería contarles a sus amigos lo que acababa de suceder, pero por otra prefería llevarse aquel secreto a la tumba.

—¿Estás bien, Harry? —preguntó Hermione mirándolo con ojos escrutadores por encima del extremo de la pluma.

Harry se encogió de hombros con poco entusiasmo. La verdad era que no sabía si estaba bien o no.

—¿Qué pasa? —inquirió Ron, y se incorporó un poco apoyándose en el codo para verlo mejor—. ¿Te ha ocurrido algo?

Harry no estaba seguro de por dónde empezar, y tampoco estaba seguro de que quisiera explicárselo. Cuando por fin decidió no decir nada, Hermione tomó las riendas de la situación.

—¿Es Cho? —preguntó con seriedad—. ¿Te ha abordado después de la reunión?

Harry, muy sorprendido, asintió con la cabeza. Ron rió por lo bajo, pero paró cuando Hermione lo miró con severidad.

—¿Y… qué quería? —preguntó Ron fingiendo indiferencia.

—Pues… —empezó a decir Harry con voz ronca; luego se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo—. Pues… ella…

—¿Os habéis besado? —inquirió Hermione bruscamente.

Ron se incorporó tan deprisa que derramó el tintero sobre la alfombra. Ignorando por completo el desastre, miró con interés a Harry.

—Bueno, ¿qué? —dijo.

Harry miró a Ron, que lo miraba a su vez entre risueño y curioso; luego dirigió la vista hacia Hermione, que tenía el entrecejo ligeramente fruncido, y asintió con la cabeza.

—¡Toma!

Ron hizo un ademán de triunfo con el puño y se puso a reír a carcajadas; unos estudiantes de segundo año de aspecto tímido que estaban más allá, junto a la ventana, se sobresaltaron. Harry esbozó una sonrisa de mala gana al ver que Ron se revolcaba sobre la alfombra. Hermione, por su parte, lanzó a Ron una mirada de profundo disgusto y siguió escribiendo su carta.

—¿Y qué? —preguntó Ron por fin mirando a su amigo—. ¿Cómo ha sido?

Harry reflexionó un momento.

—Húmedo —respondió sinceramente. Ron hizo un ruido que podía interpretarse tanto como expresión de júbilo como de asco, no estaba muy claro—. Porque ella estaba llorando —aclaró Harry.

—¡Ah! —dijo Ron, y su sonrisa se apagó un poco—. ¿Tan malo eres besando?

—No lo sé —contestó Harry, que no se lo había planteado, e inmediatamente lo asaltó la preocupación—. Quizá sí.

—Claro que no —intervino Hermione distraídamente sin dejar de escribir.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ron.

—Porque últimamente Cho se pasa el día llorando —respondió Hermione con toda tranquilidad—. En las comidas, en los lavabos… En todas partes.

—Y tú, Harry, creíste que unos besos la animarían, ¿no? —preguntó Ron, y sonrió burlonamente.

—Ron —dijo Hermione con gravedad mientras mojaba la punta de la pluma en el tintero—, eres el ser más insensible que jamás he tenido la desgracia de conocer.

—¿Qué se supone que significa eso? —replicó Ron, indignado—. ¿Qué clase de persona llora mientras están besándola?

—Sí —dijo Harry con un deje de desesperación—. ¿Quién?

Hermione los miró a los dos como si le dieran lástima.

—¿Es que no entendéis cómo debe de sentirse Cho?

—No —contestaron Harry y Ron a la vez.

Hermione suspiró y dejó la pluma sobre la mesa.

—A ver, es evidente que está muy triste por la muerte de Cedric. Supongo que, además, está hecha un lío porque antes le gustaba Cedric y ahora le gusta Harry, y no puede decidir cuál de los dos le gusta más. Por otra parte, debe de sentirse culpable, porque a lo mejor cree que es un insulto a la memoria de Cedric besarse con Harry y esas cosas, y también debe de preocuparle qué dirá la gente si empieza a salir con Harry. De todos modos, lo más probable es que no esté segura de lo que siente por Harry, porque él estaba con Cedric cuando éste murió, así que todo es muy complicado y doloroso. ¡Ah, y por si fuera poco, teme que la echen del equipo de quidditch de Ravenclaw porque últimamente vuela muy mal!

Cuando Hermione terminó su discurso, se produjo un silencio de perplejidad. Entonces Ron dijo:

—Nadie puede sentir tantas cosas a la vez. ¡Explotaría!

—Que tú tengas la variedad de emociones de una cucharilla de té no significa que los demás seamos iguales —repuso Hermione con crueldad, y volvió a coger su pluma.

—Fue ella la que empezó —explicó Harry—. Yo no habría… Vino hacia mí y… cuando me di cuenta, estaba llorando desconsoladamente. Yo no sabía qué hacer…

—No me extraña, Harry —comentó Ron, alarmado sólo de pensarlo.

—Lo único que tenías que hacer era ser cariñoso con ella —aclaró Hermione levantando la cabeza con impaciencia—. Lo fuiste, ¿verdad?

—Bueno —contestó Harry, y un desagradable calor se extendió por su cara—, más o menos… Le di unas palmaditas en la espalda… —Parecía que Hermione estaba conteniéndose con muchísima dificultad para no poner los ojos en blanco.

—Bueno, supongo que pudo ser peor. ¿Vas a volver a verla?

—Me imagino que sí. En las reuniones del ED, ¿no?

—Ya sabes a qué me refiero —contestó Hermione, impaciente.

Harry no dijo nada. Las palabras de su amiga le abrían un nuevo mundo de aterradoras posibilidades. Intentó imaginar que iba a algún sitio con Cho (a Hogsmeade, quizá) y que estaba a solas con ella durante varias horas seguidas. Después de lo que había pasado, lo lógico era que Cho esperase que le pidiera salir con él… Aquella idea hizo que el estómago se le encogiera dolorosamente.

—No te preocupes —continuó Hermione, que volvía a estar enfrascada en la redacción de su carta—, tendrás oportunidades de sobra para pedírselo.

—¿Y si Harry no quiere? —insinuó Ron, que había estado observando a su amigo con una expresión de perspicacia poco habitual en él.

—No seas tonto —repuso Hermione distraídamente—. Hace siglos que a Harry le gusta Cho, ¿verdad, Harry?

Él no contestó. Sí, Cho le gustaba desde hacía siglos, pero siempre que se había imaginado una escena en la que aparecían los dos, ella estaba divirtiéndose, y no llorando desconsoladamente sobre su hombro.

—Oye, ¿para quién es esa novela que estás escribiendo? —le preguntó Ron a Hermione mientras intentaba leer lo que había escrito en el trozo de pergamino que ya llegaba al suelo. Ella lo subió para que Ron no pudiera ver nada.

—Para Viktor —contestó.

—¿Viktor Krum?

—¿A cuántos Viktor más conocemos?

Ron no dijo nada, pero parecía contrariado. Permanecieron en silencio durante otros veinte minutos: Ron terminaba su redacción de Transformaciones entre resoplidos de impaciencia y tachaduras; Hermione escribía sin parar hasta que llegó al final del pergamino, que enrolló y selló con mucho cuidado; y Harry contemplaba el fuego deseando más que nunca que la cabeza de Sirius apareciera entre las llamas y le diera algún consejo sobre cómo comportarse con las chicas. Pero las llamas sólo crepitaban, cada vez más pequeñas, hasta que las brasas quedaron reducidas a cenizas; entonces Harry giró la cabeza y vio que, una vez más, se habían quedado solos en la sala común.

—Buenas noches —dijo entonces Hermione bostezando, y se marchó por la escalera de los dormitorios de las chicas.

—No sé qué habrá visto en Krum —comentó Ron cuando Harry y él subían la escalera de los chicos.

—Bueno —dijo Harry deteniéndose a pensarlo—. Es mayor que nosotros, ¿no? Y es un jugador internacional de quidditch…

—Sí, pero aparte de eso… —continuó Ron, que parecía exasperado—. No sé, es un protestón y un imbécil, ¿no?

—Un poco protestón sí es —admitió Harry, que seguía pensando en Cho.

Se quitaron las túnicas y se pusieron los pijamas en silencio. Dean, Seamus y Neville ya dormían. Harry dejó sus gafas en la mesilla y se acostó, pero no cerró las cortinas de su cama adoselada, sino que se quedó contemplando el trozo de cielo estrellado que se veía por la ventana que había junto a la cama de Neville. Si la noche anterior a aquella misma hora hubiera sabido que veinticuatro horas más tarde iba a besar a Cho Chang…

—Buenas noches —gruñó Ron, que dormía a la derecha de Harry.

—Buenas noches —repuso él.

Quizá la próxima vez…, si es que había una próxima vez…, ella estaría un poco más contenta. Debería haberle pedido salir; seguramente ella estaría esperando que lo hiciera, y en esos momentos debía de estar furiosa con él… ¿O estaría tumbada en la cama llorando por la muerte de Cedric? Harry no sabía qué pensar. Las explicaciones que le había dado Hermione sólo habían conseguido que todo pareciera más complicado en lugar de ayudarlo a entender lo que sucedía.

«Eso es lo que deberían enseñarnos aquí —pensó, y se giró hacia un lado—, cómo funciona el cerebro de las chicas… Sería mucho más útil que lo que nos enseñan en Adivinación, desde luego…»

Neville gimoteaba en sueños. Se oyó el lejano ulular de una lechuza.

Harry soñó que estaba otra vez en la sala del ED. Cho lo acusaba de haberla obligado a ir allí mediante engaños; decía que había prometido regalarle ciento cincuenta cromos de ranas de chocolate si se presentaba. Harry protestaba… Cho gritaba: «¡Mira, Cedric me dio cientos de cromos de ranas de chocolate!» Y sacaba puñados de cromos de la túnica y los lanzaba al aire. Entonces Cho se volvía hacia Hermione, que decía: «Es verdad, Harry, se lo prometiste… Creo que será mejor que le regales otra cosa a cambio… ¿Qué te parece si la obsequias con tu Saeta de Fuego?» Y Harry respondía que no podía darle su Saeta de Fuego a Cho porque la tenía la profesora Umbridge, y que todo aquello era absurdo, que él sólo había ido a la sala del ED para colgar unos adornos navideños que tenían la forma de la cabeza de Dobby…

Entonces el sueño cambió…

Harry notaba su cuerpo liso, fuerte y flexible. Se deslizaba entre unos relucientes barrotes de metal, sobre una fría y oscura superficie de piedra… Iba pegado al suelo y se arrastraba sobre el vientre… Estaba oscuro, y, sin embargo, él veía a su alrededor brillantes objetos de extraños y vivos colores. Giraba la cabeza… A primera vista el pasillo estaba vacío, pero no… Había un hombre sentado en el suelo, enfrente de él, con la barbilla caída sobre el pecho, y su silueta destacaba contra la oscuridad…

Harry sacaba la lengua… Percibía el olor que desprendía aquel hombre, que estaba vivo pero adormilado, sentado frente a una puerta, al final del pasillo…

Harry se moría de ganas de morder a aquel hombre… Pero debía contener el impulso…, tenía cosas más importantes que hacer…

No obstante, el hombre se movía… Una capa plateada resbalaba de sus piernas cuando se ponía en pie de un brinco, y Harry veía cómo su oscilante y borrosa silueta se elevaba ante él; veía cómo el hombre sacaba una varita mágica de su cinturón… No tenía alternativa… Se elevaba del suelo y atacaba una, dos, tres veces, hundiéndole los colmillos al hombre, y notaba cómo sus costillas se astillaban entre sus mandíbulas y sentía el tibio chorro de sangre…

El hombre gritaba de dolor… y luego se quedaba callado… Se tambaleaba, se apoyaba en la pared… La sangre manchaba el suelo…

A Harry le dolía muchísimo la cicatriz… Le dolía como si su cabeza fuera a estallar…

—¡Harry! ¡HARRY! —Abrió los ojos. Estaba empapado de pies a cabeza en un sudor frío, las sábanas de la cama se le enrollaban alrededor del cuerpo como una camisa de fuerza, y notaba un intenso dolor en la frente, como si le estuvieran poniendo un atizador al rojo vivo—. ¡Harry!

Ron lo miraba muy asustado de pie junto a su cama, donde había también otras personas. Harry se sujetó la cabeza con ambas manos; el dolor lo cegaba… Giró hacia un lado y vomitó desde el borde del colchón.

—Está muy enfermo —dijo una voz aterrada—. ¿Llamamos a alguien?

—¡Harry! ¡Harry!

Tenía que contárselo a Ron, era muy importante que se lo contara… Respiró hondo con la boca abierta y se incorporó en la cama. Esperaba no vomitar otra vez; el dolor casi no le dejaba ver.

—Tu padre —dijo entre jadeos—. Han… atacado… a tu padre.

—¡Qué! —exclamó Ron sin comprender.

—¡Tu padre! Lo han mordido. Es grave. Había sangre por todas partes…

—Voy a pedir ayuda —dijo la misma voz aterrada, y Harry oyó pasos que salían del dormitorio.

—Tranquilo, Harry —lo calmó un Ron titubeante—. Sólo…, sólo era un sueño…

—¡No! —saltó Harry, furioso; era fundamental que su amigo lo entendiera—. No era ningún sueño…, no era un sueño corriente… Yo estaba allí… y esa cosa… lo atacó.

Oyó que Seamus y Dean cuchicheaban, pero no le importó. El dolor de la frente estaba remitiendo un poco, aunque todavía sudaba y temblaba como si tuviera fiebre. Volvió a vomitar y Ron se apartó dando un salto hacia atrás.

—Estás enfermo, Harry —insistió con voz temblorosa—. Neville ha ido a pedir ayuda.

—¡Estoy bien! —dijo él con voz ahogada, y se limpió la boca con el pijama. Temblaba de modo incontrolable—. No me pasa nada, es por tu padre por quien tienes que preocuparte. Tenemos que averiguar dónde está… Está sangrando mucho… Yo era… Había una serpiente inmensa.

Intentó levantarse de la cama, pero Ron lo empujó contra ella; Dean y Seamus seguían hablando en susurros, allí cerca. Harry no supo si había pasado un minuto o diez; seguía allí sentado, temblando, y notaba que el dolor de la cicatriz remitía lentamente. Entonces oyó pasos que subían a toda prisa por la escalera y volvió a distinguir la voz de Neville.

—¡Aquí, profesora!

La profesora McGonagall entró corriendo en el dormitorio con su bata de cuadros escoceses y con las gafas torcidas sobre el puente de la huesuda nariz.

—¿Qué pasa, Potter? ¿Dónde te duele?

Harry nunca se había alegrado tanto de verla, pues lo que necesitaba en ese momento era a alguien que perteneciera a la Orden del Fénix, y no que lo mimaran ni le recetaran pociones inútiles.

—Es el padre de Ron —afirmó, y volvió a incorporarse—. Lo ha atacado una serpiente y está grave. Lo he visto todo.

—¿Qué quieres decir con eso de que lo has visto? —preguntó la profesora McGonagall juntando las oscuras cejas.

—No lo sé… Estaba durmiendo y de pronto estaba allí…

—¿Quieres decir que lo has soñado?

—¡No! —gritó Harry, enojado; ¿es que nadie lo entendía?—. Al principio estaba soñando, pero era un sueño completamente diferente, una tontería… Y de pronto esa imagen lo ha interrumpido. Era real, no me lo he imaginado. El señor Weasley estaba dormido en el suelo y lo atacaba una serpiente inmensa, había mucha sangre, se desmayaba, alguien tiene que averiguar dónde está… —La profesora McGonagall lo miraba a través de sus torcidas gafas como si le horrorizara lo que estaba viendo—. ¡Ni estoy mintiendo ni me he vuelto loco! —insistió Harry a voz en grito—. ¡Le digo que lo he visto todo!

—Te creo, Potter —dijo la profesora McGonagall, cortante—. Ponte la bata. Vamos a ver al director.