CAPÍTULO 9

Las tribulaciones de la señora Weasley

LA súbita partida de Dumbledore pilló por sorpresa a Harry, que se quedó sentado donde estaba, en la silla con cadenas, debatiéndose entre la conmoción y el alivio. Los miembros del Wizengamot empezaron a levantarse, hablando entre ellos, mientras recogían sus papeles y los guardaban. Harry también se levantó. Nadie le prestaba la más mínima atención, excepto la bruja con cara de sapo que había estado sentada a la derecha de Fudge, y que en ese instante lo miraba a él en lugar de a Dumbledore desde el estrado. Harry no le hizo caso e intentó captar la mirada de Fudge o la de Madame Bones, porque quería preguntarles si ya podía marcharse; pero el ministro parecía decidido a hacer caso omiso de Harry, y Madame Bones estaba muy ocupada con su maletín, así que el muchacho dio unos pasos vacilantes hacia la salida y, como nadie lo llamó, echó a andar muy deprisa.

Los últimos metros los hizo corriendo; abrió la puerta de un tirón y casi chocó con el señor Weasley, que estaba de pie fuera, pálido y con gesto preocupado.

—Dumbledore no me ha dicho…

—¡Absuelto! —gritó Harry cerrando la puerta tras él—. ¡Absuelto de todos los cargos!

El señor Weasley sonrió, radiante, y agarró al chico por los hombros.

—¡Eso es fantástico, Harry! Bueno, era evidente que no podían declararte culpable con las pruebas que tenían, pero, aun así, no puedo decir que no estuviera… —Pero el hombre no terminó la frase porque la puerta de la sala del tribunal acababa de abrirse otra vez. Los miembros del Wizengamot comenzaron a desfilar por ella—. ¡Por las barbas de Merlín! —exclamó el señor Weasley, sorprendido, y apartó a Harry para dejarlos pasar—. ¿Te ha juzgado el tribunal en pleno?

—Creo que sí —contestó Harry.

Uno o dos magos saludaron a Harry al pasar, y otros, entre ellos Madame Bones, dijeron al señor Weasley: «Buenos días, Arthur.» Sin embargo, la mayoría esquivó su mirada. Cornelius Fudge y la bruja con cara de sapo fueron de los últimos en abandonar la mazmorra. Fudge se comportó como si el señor Weasley y Harry fueran parte de la pared, pero la bruja, una vez más, miró de arriba abajo a Harry al pasar a su lado. El último en salir fue Percy. Al igual que había hecho Fudge, ignoró por completo a su padre y a Harry; pasó sin decir nada con un gran rollo de pergamino y un puñado de plumas de recambio en las manos, con la espalda rígida y la barbilla levantada. Los labios del señor Weasley se tensaron ligeramente, pero aparte de eso no dio señales de haber visto a su tercer hijo.

—Voy a acompañarte ahora mismo para que puedas contarles a todos la buena noticia —dijo el señor Weasley a Harry haciéndole señas para que lo siguiera tan pronto como Percy se perdió de vista por la escalera que conducía a la novena planta—. Te dejaré en casa aprovechando que tengo que ir a ver ese inodoro público de Bethnal Green. Vamos…

—¿Y qué tendrá que hacer con el inodoro? —preguntó Harry, sonriente.

De pronto, todo parecía muchísimo más gracioso de lo habitual. Estaba empezando a convencerse de que lo habían absuelto y de que, por lo tanto, volvería a Hogwarts.

—Oh, bastará con un sencillo antiembrujo —dijo el señor Weasley mientras subían la escalera—, pero el problema no está tanto en tener que reparar los daños causados, sino en la actitud que hay detrás de ese acto de vandalismo, Harry. Hay magos que se divierten fastidiando a los muggles, y eso es la expresión de algo mucho más profundo y feo, y yo personalmente…

El señor Weasley se interrumpió a media frase. Acababan de llegar al pasillo de la novena planta y Cornelius Fudge estaba plantado a pocos metros de ellos, hablando en voz baja con un individuo alto que tenía el cabello rubio y lacio y el rostro pálido y anguloso.

El individuo se volvió al oír pasos y también interrumpió la conversación; entrecerró los ojos, grises y de fría mirada, y los clavó en la cara de Harry.

—Vaya, vaya… Patronus Potter —dijo Lucius Malfoy con descaro.

Harry se quedó sin aliento, como si el aire se hubiera solidificado. Había visto por última vez aquellos ojos de mirada gélida a través de las ranuras de la máscara de un mortífago y había escuchado, también por última vez, aquella voz burlándose de él en un oscuro cementerio, mientras lord Voldemort lo torturaba. Harry no podía creer que Lucius Malfoy se atreviera a mirarlo a la cara; no podía creer que estuviese allí, en el Ministerio de Magia, ni que Cornelius Fudge estuviera hablando con él cuando sólo hacía unas semanas que Harry le había dicho a Fudge que Malfoy era un mortífago.

—El ministro me estaba contando que te has librado de una buena, Potter —comentó el señor Malfoy arrastrando las palabras—. Es asombroso cómo te las ingenias para escabullirte de las situaciones comprometidas… Como una culebra, diría yo.

El señor Weasley sujetó a Harry por un hombro en señal de advertencia.

—Sí —afirmó Harry—. Es verdad, se me da muy bien escabullirme.

Lucius Malfoy miró al señor Weasley.

—¡Mira por dónde, Arthur Weasley! ¿Qué haces aquí, Arthur?

—Trabajo aquí —contestó éste en tono cortante.

—¿Aquí? —se extrañó el señor Malfoy, arqueando las cejas y mirando hacia la puerta que el señor Weasley tenía a sus espaldas—. Creía que estabas arriba, en la segunda planta… ¿No te dedicabas a llevarte artefactos muggles a escondidas y hechizarlos?

—No —se limitó a decir el señor Weasley, y clavó aún más los dedos en el hombro de Harry.

—¿Y usted qué hace aquí, por cierto? —le preguntó Harry a Lucius Malfoy.

—No creo que los asuntos privados que hay entre el ministro y yo sean de tu incumbencia, Potter —contestó Malfoy alisándose la parte delantera de la túnica. Harry oyó con claridad el débil tintineo de un bolsillo lleno de oro—. Francamente, que seas el alumno favorito de Dumbledore no significa que debas esperar la misma indulgencia por parte de los demás… ¿Subimos a su despacho, ministro?

—Desde luego —respondió Fudge dándoles la espalda a Harry y al señor Weasley—. Por aquí, Lucius.

Echaron a andar hablando en voz baja, y el señor Weasley no soltó el hombro de Harry hasta que los otros dos entraron en el ascensor.

—Si tienen asuntos que tratar, ¿por qué no estaba esperando Malfoy frente al despacho de Fudge? —estalló Harry—. ¿Qué hacía aquí abajo?

—Intentar colarse en la sala del tribunal, supongo —respondió el señor Weasley, muy agitado, al mismo tiempo que giraba la cabeza para asegurarse de que nadie podía oírlos—. Debía de querer enterarse de si te habían expulsado o no. Cuando te lleve a casa le dejaré una nota a Dumbledore; le conviene saber que Malfoy ha estado hablando con Fudge otra vez.

—¿Y qué asunto privado debe de ser ese del que tienen que tratar?

—Oro, supongo —contestó el señor Weasley, enojado—. Malfoy lleva años haciendo generosas donaciones de todo tipo. Así se congracia con la gente que le interesa… y de ese modo puede pedir favores, retrasar leyes que no le conviene que aprueben… ¡Ah, sí, Lucius Malfoy está muy bien relacionado!

Llegó el ascensor, que iba vacío, con excepción de una nube de memorándum que revolotearon alrededor de la cabeza del señor Weasley mientras él pulsaba el botón del Atrio y se cerraban las puertas. Irritado, el hombre movió la mano para apartarlos.

—Señor Weasley —dijo Harry lentamente—, si Fudge se reúne con mortífagos como Malfoy, si los ve a solas, ¿cómo podemos saber que no le han echado una maldición imperius?

—No creas que no se nos ha ocurrido ya, Harry —respondió el señor Weasley en voz baja—. Pero Dumbledore cree que de momento Fudge actúa por voluntad propia, lo cual, como también dice Dumbledore, no supone un gran consuelo. Pero ahora más vale que no hablemos de eso, Harry.

Se abrieron las puertas y salieron al Atrio, que en ese instante estaba casi desierto. Eric, el mago de seguridad, volvía a estar escondido tras El Profeta. Cuando ya habían pasado la fuente dorada, Harry se acordó de algo.

—Un momento —le pidió al señor Weasley, y sacando su monedero del bolsillo, volvió junto a la fuente.

Miró el hermoso rostro del mago, pero visto de cerca Harry lo encontró débil y estúpido. La bruja lucía una sonrisa insulsa de aspirante a reina de un concurso de belleza, y por lo que Harry sabía de los duendes y los centauros, no era nada probable que los pillaran contemplando con tanto embeleso a ningún humano. Sólo la actitud de repulsivo servilismo del elfo doméstico resultaba convincente. Sonriendo al pensar en lo que diría Hermione si viera la estatua del elfo, Harry le dio la vuelta al monedero y vació no sólo diez galeones, sino todo su contenido en el estanque.

—¡Lo sabía! —gritó Ron lanzando puñetazos al aire—. ¡Siempre te libras de todo!

—Estaba clarísimo que tendrían que absolverte —dijo Hermione, que cuando Harry entró en la cocina parecía a punto de desmayarse de la ansiedad, y que en ese instante se tapaba los ojos con una mano temblorosa—. No podían acusarte de nada.

—Pues estáis todos muy aliviados teniendo en cuenta que creíais que me absolverían —comentó Harry, sonriente.

La señora Weasley se secaba las lágrimas con el delantal, y Fred, George y Ginny se habían puesto a bailar una especie de danza guerrera al son de una canción que decía:

—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!

—¡Basta! ¡Calmaos! —gritó el señor Weasley, aunque él también sonreía—. Oye, Sirius, hemos visto a Lucius Malfoy en el Ministerio…

—¿Qué? —saltó Sirius.

—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!

—¡Callaos, vosotros tres! Sí. Lo hemos visto hablando con Fudge en la novena planta; luego han subido juntos al despacho de Fudge. Dumbledore debería saberlo.

—Desde luego —coincidió Sirius—. Se lo diremos, no te preocupes.

—Bueno, tengo que irme, hay un inodoro que vomita esperándome en Bethnal Green. Molly, llegaré tarde, debo cubrir a Tonks, pero quizá Kingsley venga a cenar…

—Se ha librado, se ha librado, se ha librado…

—¡Basta! ¡Fred, George, Ginny! —chilló la señora Weasley cuando su marido salió de la cocina—. Harry, querido, ven y siéntate, come algo, que apenas has desayunado.

Ron y Hermione se sentaron enfrente de Harry, que no los había visto tan contentos desde su llegada a Grimmauld Place, y el vertiginoso alivio del muchacho, que su encuentro con Lucius Malfoy había estropeado un poco, volvió a dispararse. De pronto la sombría casa resultaba más cálida y acogedora; hasta Kreacher le pareció menos feo cuando éste metió la nariz en la cocina para investigar el origen de todo aquel alboroto.

—Claro, cuando Dumbledore se puso de tu lado, no había forma de que te condenaran —observó Ron alegremente mientras servía enormes cucharadas de puré de patatas en los platos.

—Sí, Dumbledore me echó una mano —afirmó Harry. Tenía la impresión de que habría resultado muy desagradecido, por no decir infantil, que dijera: «Pero me habría gustado que me hubiera dicho algo. O que por lo menos me hubiera mirado.»

Y cuando estaba pensándolo, la cicatriz de la frente empezó a arderle tanto que tuvo que tapársela con una mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hermione, alarmada.

—La cicatriz —murmuró Harry—. Pero no es nada… Ahora me pasa con mucha frecuencia.

Los demás no se habían dado cuenta, pues todos se servían comida mientras seguían saboreando la absolución de Harry. Fred, George y Ginny seguían cantando y Hermione estaba muy nerviosa, pero antes de que pudiera decir algo, Ron se le adelantó:

—Seguro que Dumbledore vendrá esta noche para celebrarlo con nosotros.

—No creo que pueda venir, Ron —intervino la señora Weasley al mismo tiempo que ponía un inmenso plato de pollo asado delante de Harry—. Ahora está muy ocupado.

—Se ha librado, se ha librado, se ha librado…

—¡Callaos! —rugió la señora Weasley.

En los días que siguieron, a Harry no se le escapó que en el número 12 de Grimmauld Place había una persona a la que no parecía alegrarle mucho saber que él regresaría a Hogwarts. Al enterarse de la noticia, Sirius interpretó bien su papel expresando su satisfacción, estrujándole la mano y sonriendo encantado como todos los demás. Sin embargo, poco después se mostró más malhumorado y hosco que antes; cada vez hablaba menos, incluso con Harry, y pasaba mucho tiempo encerrado en la habitación de su madre con Buckbeak.

—¡No te sientas culpable! —exclamó Hermione con contundencia unos días más tarde, después de que Harry les confesara a Ron y a ella sus sentimientos mientras limpiaban un mohoso armario del tercer piso—. Tu lugar está en Hogwarts, y Sirius lo sabe. La verdad, creo que su actitud es muy egoísta.

—No seas tan dura, Hermione —dijo Ron con el entrecejo fruncido mientras intentaba arrancarse un poco de moho que se le había pegado en el dedo—; a ti tampoco te haría ninguna gracia tener que quedarte encerrada en esta casa sin ninguna compañía.

—¡Tendrá compañía! —replicó Hermione—. Ahora esta casa es el cuartel general de la Orden del Fénix, ¿no? Lo que pasa es que se había hecho ilusiones de que Harry viniera a vivir con él.

—No, no lo creo —intervino Harry retorciendo su bayeta—. Cuando le pregunté si me dejaría venir a vivir aquí, no me dio una respuesta clara.

—Porque no quería hacerse más ilusiones —sugirió Hermione hábilmente—. Y seguro que él también se sentía un poco culpable porque creo que, en el fondo, confiaba en que te expulsaran. Así los dos seríais unos marginados.

—¡No digas tonterías! —saltaron Harry y Ron al unísono, pero Hermione sólo se encogió de hombros.

—Como queráis. Pero en parte creo que la madre de Ron está en lo cierto, y que a veces Sirius se hace un lío y no sabe si tú eres tú o tu padre, Harry.

—¿Insinúas que está tocado del ala? —replicó el muchacho acaloradamente.

—No, sólo creo que ha pasado mucho tiempo solo —se limitó a decir Hermione.

Entonces la señora Weasley entró en el dormitorio.

—¿Todavía no habéis terminado? —preguntó, metiendo la cabeza en el armario.

—¡Pensaba que habías venido a decirnos que descansáramos un poco! —protestó Ron—. ¿Sabes la cantidad de moho que hemos sacado desde que llegamos aquí?

—¿No teníais tantas ganas de ayudar a la Orden? —dijo la señora Weasley—. Pues podéis colaborar convirtiendo el cuartel general en un sitio habitable.

—Me siento como un elfo doméstico —refunfuñó Ron.

—¡Mira, ahora que entiendes lo tristes que son sus vidas, quizá colabores un poco más con la PEDDO! —sugirió Hermione, esperanzada, mientras la señora Weasley los dejaba de nuevo solos—. Tal vez no sea mala idea demostrar a la gente lo espantoso que es pasarse el día limpiando; podríamos organizar una limpieza benéfica de la sala común de Gryffindor, y todos los donativos irían a parar a la PEDDO. Así conseguiríamos mentalizar a la gente y al mismo tiempo recogeríamos fondos.

—Yo estoy dispuesto a pagarte para que dejes de hablar de la PEDDO —masculló Ron con fastidio, pero procurando que sólo Harry oyera el comentario.

A medida que se acercaba el final de las vacaciones, Harry cada vez fantaseaba más sobre Hogwarts; estaba ansioso por volver a ver a Hagrid, por jugar al quidditch, incluso por pasear por los huertos hasta los invernaderos de Herbología; sería un placer salir de aquella polvorienta y mohosa casa donde la mitad de los armarios todavía estaban cerrados con llave y donde Kreacher, escondido, te lanzaba insultos al pasar, aunque Harry no comentaba nada de todo eso cuando Sirius podía oírlo.

Lo cierto era que vivir en el cuartel general del movimiento antiVoldemort no era ni tan interesante ni tan emocionante como Harry se había imaginado antes de pasar por esa experiencia. Aunque miembros de la Orden del Fénix entraban y salían con regularidad (a veces se quedaban a comer o a cenar, y otras, sólo el tiempo necesario para hablar con alguien en voz baja), la señora Weasley se encargaba de que Harry y los demás no oyeran nada (con orejas extensibles o sin ellas), y nadie, ni siquiera Sirius, creía que Harry necesitara saber nada más de lo que le habían contado la noche de su llegada.

El último día de las vacaciones, Harry estaba limpiando los excrementos de Hedwig de lo alto del armario cuando Ron entró en su dormitorio con un par de sobres.

—Han llegado las listas de libros —anunció lanzándole una carta a Harry, que estaba subido a una silla—. Ya era hora, pensaba que se habían olvidado; normalmente llegan mucho antes…

Harry metió los últimos excrementos en una bolsa de basura y la lanzó por encima de la cabeza de Ron a la papelera que había en un lado, la cual se la tragó y soltó un fuerte eructo. Entonces abrió el sobre. Contenía dos trozos de pergamino: uno era la nota habitual que le recordaba que el curso empezaba el uno de septiembre, y en el otro estaban detallados los libros que necesitaría para el próximo curso.

—Sólo hay dos nuevos —comentó leyendo la lista—. Libro reglamentario de hechizos, 5.º curso, de Miranda Goshawk, y Teoría de defensa mágica, de Wilbert Slinkhard.

¡CRAC!

Fred y George se habían aparecido al lado de Harry. Él ya estaba tan acostumbrado a que lo hicieran que ni siquiera se cayó de la silla.

—Nos gustaría saber quién ha elegido el libro de Slinkhard —comentó Fred.

—Porque eso significa que Dumbledore ha encontrado un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras —añadió George.

—Y ya era hora, por cierto —dijo Fred.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Harry saltando de la silla.

—Verás, hace unas semanas captamos con las orejas extensibles una conversación de papá y mamá —le explicó Fred—, y por lo que decían, a Dumbledore le estaba costando mucho trabajo encontrar a alguien que estuviera dispuesto a dar esa asignatura este año.

—Lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta lo que les ha pasado a los cuatro anteriores —apuntó George.

—Uno despedido, uno muerto, uno sin memoria y uno encerrado nueve meses en un baúl —contó Harry ayudándose con los dedos—. Sí, ya te entiendo.

—¿Qué te pasa, Ron? —le preguntó Fred a su hermano.

Ron no contestó, y Harry se dio la vuelta y vio que su amigo estaba de pie, muy quieto, con la boca un poco abierta, contemplando la carta que había recibido de Hogwarts.

—¿Qué pasa? —insistió Fred, y se colocó detrás de Ron para ver el trozo de pergamino por encima de su hombro. Fred también abrió la boca—. ¿Prefecto? —dijo, mirando la nota con incredulidad—. ¿Tú, prefecto?

George se abalanzó sobre su hermano menor, le arrancó el sobre que tenía en la otra mano y lo puso boca abajo. Harry vio que una cosa de color escarlata y dorado caía en la palma de la mano de George.

—No puede ser —murmuró éste en voz baja.

—Tiene que haber un error —aseguró Fred arrancándole la carta de la mano a Ron y poniéndola a contraluz, como si buscara una filigrana—. Nadie en su sano juicio nombraría prefecto a Ron. —Los gemelos giraron la cabeza al unísono y se quedaron mirando a Harry—. ¡Estábamos seguros de que te nombrarían a ti! —exclamó Fred con un tono que sugería que Harry los había engañado.

—¡Creíamos que Dumbledore se vería obligado a nombrarte a ti! —dijo George con indignación.

—¡Después de ganar el Torneo de los tres magos! —añadió Fred.

—Supongo que todo el jaleo lo ha perjudicado —le comentó George a su gemelo.

—Sí —repuso Fred—. Sí, has causado demasiados problemas, amigo. Bueno, al menos uno de vosotros dos tiene claro cuáles son sus prioridades. —Y se acercó a Harry y le dio una palmada en la espalda mientras le lanzaba una mirada mordaz a Ron—. Prefecto… El pequeño Ronnie, prefecto…

—¡Oh, no va a haber quien aguante a mamá! —gruñó George poniéndole la insignia de prefecto en la mano a Ron, como si pudiera contaminarse con ella.

Ron, que todavía no había dicho nada, cogió la insignia, se quedó mirándola un momento y luego se la mostró a Harry. Parecía que le pedía una confirmación de su autenticidad. Harry la cogió. Había una gran «P» superpuesta en el león de Gryffindor. Había visto una insignia idéntica en el pecho de Percy en su primer día en Hogwarts.

En ese momento la puerta se abrió de par en par y Hermione irrumpió en la habitación con las mejillas coloradas y el pelo por los aires. Llevaba un sobre en la mano.

—¿Vosotros… también…? —Vio la insignia que Harry tenía en la mano y soltó un chillido—. ¡Lo sabía! —gritó emocionada blandiendo su carta—. ¡Yo también, Harry, yo también!

—No —se apresuró a decir Harry, y le puso la insignia en la mano a Ron—. No es mía, es de Ron.

—¿Cómo dices?

—El prefecto es Ron, no yo.

—¿Ron? —se extrañó la chica, y se quedó con la boca abierta—. Pero… ¿estás seguro? Quiero decir…

Se puso muy roja cuando Ron la miró con expresión desafiante.

—El sobre va dirigido a mi nombre —afirmó él.

—Yo… —balbuceó Hermione muy apabullada—. Yo… Bueno… ¡Vaya! ¡Felicidades, Ron! Es totalmente…

—Inesperado —acabó George haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—No —dijo Hermione ruborizándose aún más—, no, no es nada inesperado. Ron ha hecho cantidad de… Es verdaderamente…

La puerta que había a su espalda se abrió un poco más y la señora Weasley entró en la habitación cargada de ropa recién planchada.

—Ginny me ha dicho que por fin han llegado las listas de libros —comentó echando un vistazo a los sobres mientras iba hacia la cama y empezaba a ordenar la ropa en dos montones—. Si me las dais, iré al callejón Diagon esta tarde y os compraré los libros mientras vosotros hacéis el equipaje. Ron, tendré que comprarte más pijamas, éstos se te han quedado al menos quince centímetros cortos. No puedo creer que hayas crecido tanto… ¿De qué color los quieres?

—Cómpraselos rojos y dorados para que hagan juego con su insignia —dijo George con una sonrisita de suficiencia.

—¿Para que hagan juego con qué? —preguntó la señora Weasley, distraída, mientras doblaba unos calcetines granates y los colocaba en el montón de ropa de Ron.

—Con su insignia —respondió Fred como quien quiere liquidar un asunto desagradable cuanto antes—. Su preciosa y reluciente nueva insignia de prefecto.

Las palabras de Fred tardaron un momento en llegar al cerebro de la señora Weasley, pero fulminaron su preocupación por los pijamas de su hijo.

—Su… Pero si… Ron, tú no… —Ron le enseñó la insignia y la señora Weasley soltó un chillido muy parecido al de Hermione—. ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! ¡Oh, Ron, qué maravilla! ¡Prefecto! ¡Como todos en la familia!

—¿Y quiénes somos Fred y yo, los vecinos de enfrente? —preguntó George, indignado, cuando su madre lo apartó de un empujón y se lanzó a abrazar a su hijo menor.

—¡Ya verás cuando lo sepa tu padre! ¡Ron, estoy tan orgullosa de ti, qué noticia tan fabulosa, quizá acaben nombrándote delegado, como a Bill y a Percy, es el primer paso! ¡Oh, qué gran noticia en medio de todos estos problemas, estoy encantada, oh, Ronnie!

A espaldas de su madre, Fred y George se pusieron a fingir que vomitaban, pero la señora Weasley no se dio ni cuenta porque estaba abrazada a Ron, cubriéndole la cara de besos. Ron estaba más colorado que su insignia.

—Mamá…, no… Mamá, contrólate… —balbuceó intentando apartarla.

La señora Weasley lo soltó y, casi sin aliento, dijo:

—Bueno, ¿qué quieres que te regalemos? A Percy le regalamos una lechuza, pero tú ya tienes una, claro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el chico, que no podía dar crédito a sus oídos.

—¡Mereces una recompensa por esto! —afirmó la señora Weasley con cariño—. ¿Qué te parece una túnica de gala nueva?

—Nosotros ya le hemos comprado una —dijo Fred con amargura, como si lamentara sinceramente tanta generosidad.

—O un caldero nuevo. El de Charlie está tan viejo que está agujereándose. O una rata nueva; siempre te gustó Scabbers

—Mamá —aventuró Ron esperanzado—, ¿podéis comprarme una escoba? —El rostro de la mujer se ensombreció un poco, pues las escobas eran caras—. ¡No hace falta que sea muy buena! —se apresuró a añadir Ron—. Me conformo con que sea nueva…

La señora Weasley vaciló, pero acabó sonriendo.

—Claro que sí, hijo mío… Bueno, será mejor que me dé prisa si también tengo que comprar una escoba. Ya os veré más tarde… ¡El pequeño Ronnie, prefecto! Y no os olvidéis de hacer el equipaje… ¡Prefecto! ¡Oh, qué nerviosa estoy!

Volvió a besar a Ron en la mejilla, aspiró ruidosamente por la nariz y salió a toda velocidad de la habitación.

Fred y George se miraron.

—No te importará que nosotros no te besemos, ¿verdad, Ron? —dijo Fred con una vocecilla falsamente nerviosa.

—Si quieres, podemos hacerte una reverencia —añadió George.

—Dejadme en paz —replicó Ron frunciendo el entrecejo.

—Y si no te dejamos en paz, ¿qué? —dijo Fred dibujando una maliciosa sonrisa—. ¿Vas a castigarnos?

—Me encantaría ver cómo lo intenta —se burló George.

—¡Podría hacerlo si no os andáis con cuidado! —intervino una enojada Hermione.

Fred y George rompieron a reír, y Ron murmuró:

—Déjalo ya, Hermione.

—Vamos a tener que ir con mucho cuidado, George —dijo Fred fingiendo que temblaba—, con estos dos vigilándonos…

—Sí, por lo visto se nos ha acabado lo de hacer el gamberro —añadió George moviendo la cabeza.

Y con otro sonoro ¡crac!, los gemelos se desaparecieron.

—¡Vaya par! —exclamó Hermione, furiosa, mirando al techo, a través del cual oían a Fred y a George, que se reían a carcajadas en la habitación del piso de arriba—. No les hagas caso, Ron, lo que ocurre es que están celosos.

—No lo creo —dijo Ron mirando también hacia el techo—. Siempre han dicho que sólo nombran prefectos a los imbéciles… —Luego, con un tono de voz más alegre, continuó—: Pero ¡ellos nunca han tenido escobas nuevas! Me habría gustado ir con mamá y elegirla… Ella no me puede comprar una Nimbus, pero ha salido una Barredora nueva que me encantaría… Sí, creo que voy a decirle que me gustaría que me comprara una Barredora, para que lo sepa…

Salió corriendo de la habitación, y Harry y Hermione se quedaron solos.

Por algún extraño motivo, a Harry no le apetecía nada mirar a Hermione. Se volvió hacia su cama, cogió el montón de ropa limpia que la señora Weasley había dejado encima y fue hacia su baúl.

—Harry… —empezó a decir la muchacha con timidez.

—Felicidades, Hermione —dijo Harry tan efusivamente que no parecía su voz; y, todavía sin mirarla, añadió—: Es fantástico. Prefecta. Genial.

—Gracias —contestó Hermione—. Esto… Harry, ¿me prestas a Hedwig para que pueda contárselo a mis padres? Se pondrán muy contentos. Bueno, creo que entenderán lo que significa que me hayan nombrado prefecta.

—¡Sí, claro! —exclamó Harry con aquella espantosa voz efusiva que no le pertenecía—. ¡Cógela!

Se inclinó sobre su baúl, puso las túnicas en el fondo y fingió que buscaba algo dentro, mientras Hermione iba hacia el armario y llamaba a Hedwig. Pasaron unos momentos; Harry oyó que se cerraba la puerta, pero siguió doblado por la cintura, escuchando; lo único que oía eran las risitas del cuadro en blanco de la pared y los eructos de la papelera del rincón.

Se enderezó y giró la cabeza. Hermione se había marchado y Hedwig no estaba. Harry volvió con lentitud a su cama y se sentó en ella, clavando la vista en las patas del armario.

Había olvidado por completo que elegían a los prefectos en quinto. Había estado tan preocupado con la posibilidad de que lo expulsaran del colegio que no se había parado a considerar que las insignias debían de estar viajando hacia sus destinatarios. Pero si lo hubiera recordado…, si hubiera pensado en ello… ¿qué expectativas habría tenido?

«Ésta no, desde luego», dijo una discreta pero sincera vocecilla en su cerebro.

Harry hizo una mueca y se tapó la cara con ambas manos. No podía engañarse a sí mismo: si hubiera sabido que una insignia de prefecto iba en camino, se habría imaginado que sería para él, no para Ron. ¿Lo convertía eso en una persona tan arrogante como Draco Malfoy? ¿Se consideraba superior a los demás? ¿De verdad creía que era mejor que Ron?

«No», dijo la vocecilla, desafiante.

¿Era eso cierto?, se preguntó Harry, angustiado, poniendo a prueba sus sentimientos.

«Yo soy mejor en quidditch —afirmó la voz—. Pero no soy mejor en nada más.»

Era la pura verdad, pensó Harry; no era mejor que Ron en clase. Pero ¿y fuera de clase? ¿Y las aventuras que él, Ron y Hermione habían vivido juntos desde que llegaron a Hogwarts, arriesgándose muchas veces a cosas peores que la expulsión?

«Bueno, Ron y Hermione casi siempre estaban conmigo», aseguró la voz.

«Pero no siempre —discutió Harry—. Ellos no pelearon conmigo contra Quirrell. Ellos no se enfrentaron a Ryddle ni al basilisco, ni se libraron de los dementores la noche que Sirius escapó, ni estaban conmigo en el cementerio la noche que regresó Voldemort…»

Y volvió a asaltarlo aquella sensación de injusticia que había tenido la noche de su llegada a la casa.

«Es evidente que yo he hecho muchas más cosas —pensó Harry con indignación—. ¡He hecho muchas más cosas que ellos dos!»

«Pero, a lo mejor —aventuró la vocecita con imparcialidad—, Dumbledore no elige a los prefectos por haberse metido en un montón de situaciones peligrosas… Quizá los elija por otros motivos… Ron debe de tener algo que tú no tienes…»

Harry abrió los ojos y miró entre sus dedos las patas con forma de garras del armario, recordando lo que había dicho Fred: «Nadie en su sano juicio nombraría prefecto a Ron…»

Harry soltó una breve risotada. Un segundo más tarde estaba asqueado de sí mismo.

Ron no le había pedido a Dumbledore que le diera una insignia de prefecto. Ron no era culpable de nada. ¿Iba a deprimirse Harry, el mejor amigo que Ron tenía en el mundo, porque él no tenía una insignia? ¿Iba a reírse con los gemelos a espaldas de Ron, iba a estropearle la fiesta a su amigo cuando, por primera vez, lo había superado a él en algo?

Entonces Harry volvió a oír los pasos de Ron por la escalera. Se levantó, se colocó bien las gafas y sonrió cuando Ron entró dando saltos por la puerta.

—¡La he pillado! —exclamó alegremente—. Dice que si puede me comprará la Barredora.

—Qué bien —dijo Harry, y sintió un gran alivio al comprobar que su voz había dejado de sonar efusiva—. Oye, Ron… Bueno, te felicito, amigo.

La sonrisa de los labios de Ron se esfumó de inmediato.

—¡Nunca pensé que fueran a dármela a mí! —aseguró, haciendo un gesto negativo con la cabeza—. ¡Estaba convencido de que te la darían a ti!

—No, yo he causado demasiados problemas —afirmó Harry, repitiendo las palabras de Fred.

—Ya. Sí, debe de ser por eso… Bueno, será mejor que hagamos el equipaje, ¿no?

Parecía mentira cómo se habían esparcido sus cosas desde que habían llegado a la casa. Les llevó casi toda la tarde recoger sus libros y sus objetos personales, que estaban desperdigados por todas partes, y meterlos en los baúles del colegio. Harry se fijó en que Ron llevaba su insignia de prefecto de un lado a otro: primero la dejó en la mesilla de noche, luego se la puso en el bolsillo de los vaqueros, y por fin la sacó y la dejó sobre sus túnicas dobladas, como si quisiera ver cómo quedaba el rojo sobre el negro. Pero cuando Fred y George entraron en la habitación y amenazaron con pegársela en la frente con un encantamiento de presencia permanente, Ron la envolvió con ternura con sus calcetines granates y la guardó bajo llave en el baúl.

La señora Weasley regresó del callejón Diagon hacia las seis, cargada de libros y con un largo paquete envuelto con papel marrón que Ron le quitó de las manos con un gemido de deseo contenido.

—No la desenvuelvas ahora; está llegando la gente para cenar y os quiero a todos abajo —dijo la señora Weasley, pero en cuanto se perdió de vista, Ron arrancó el papel en un arrebato de euforia y, extasiado, examinó centímetro a centímetro su nueva escoba.

Abajo, en el sótano, la señora Weasley había colgado una pancarta roja sobre la mesa, llena a rebosar de comida, que decía:

FELICIDADES

RON Y HERMIONE

NUEVOS PREFECTOS

Harry no la había visto de tan buen humor en todas las vacaciones.

—Me ha parecido buena idea celebrar una pequeña fiesta en lugar de servir la cena en la mesa —explicó a Harry, Ron, Hermione, Fred, George y Ginny cuando entraron en la sala—. Tu padre y Bill están en camino, Ron. Les he enviado una lechuza y están entusiasmados —añadió, radiante.

Fred puso los ojos en blanco.

Sirius, Lupin, Tonks y Kingsley Shacklebolt ya estaban allí, y Ojoloco Moody entró poco después de que Harry se sirviera una cerveza de mantequilla.

—¡Oh, Alastor, me alegro de verte! —exclamó la señora Weasley jovialmente, mientras Ojoloco se quitaba la capa de viaje haciendo un movimiento con los hombros—. Hace mucho tiempo que queríamos pedírtelo… ¿Podrías echarle un vistazo al escritorio del salón y decirnos qué hay dentro? No hemos querido abrirlo por si se trata de algo peligroso.

—No te preocupes, Molly… —El ojo de color azul eléctrico de Moody giró hacia arriba y se clavó en el techo de la cocina—. En el salón… —gruñó mientras se le contraía la pupila—. ¿Ese escritorio del rincón? ¡Ah, sí, ya lo veo! Sí, es un boggart… ¿Quieres que suba y me deshaga de él, Molly?

—No, no, ya lo haré yo más tarde —dijo la señora Weasley sin dejar de sonreír—. Ahora tómate algo. Verás, hoy hemos organizado una pequeña fiesta… —Señaló la pancarta roja—. ¡El cuarto prefecto de la familia! —añadió con orgullo, alborotándole el pelo a Ron.

—Conque prefecto… —gruñó Moody observando a Ron con su ojo normal mientras el mágico giraba y se quedaba mirando hacia la sien. Harry tuvo la desagradable sensación de que lo contemplaba a él, y fue hacia donde estaban Sirius y Lupin—. Bueno…, felicidades —dijo Moody fulminando a Ron con su ojo normal—, las figuras de autoridad siempre atraen problemas, pero supongo que Dumbledore cree que tú puedes soportar cualquier embrujo, porque si no, no te habría nombrado a ti…

Ron se asustó un poco ante aquella interpretación del asunto, pero se libró de tener que contestar gracias a la llegada de su padre y de su hermano mayor. La señora Weasley estaba de tan buen humor que ni siquiera protestó porque hubieran llevado a Mundungus con ellos; éste llevaba un largo abrigo que tenía extraños bultos en sitios donde no debía tenerlos, y declinó el ofrecimiento de quitárselo y dejarlo con la capa de viaje de Moody.

—Bueno, creo que la ocasión merece un brindis —anunció el señor Weasley cuando todos tenían ya su copa. Levantó la suya y dijo—: ¡Por Ron y por Hermione, los nuevos prefectos de Gryffindor!

Ron y Hermione sonrieron encantados mientras los demás bebían a su salud, y luego todos aplaudieron.

—Yo nunca fui prefecta —comentó alegremente Tonks, que estaba detrás de Harry, cuando todos fueron hacia la mesa para servirse. Ese día llevaba el cabello de color rojo tomate, y largo hasta la cintura; parecía la hermana mayor de Ginny—. El jefe de mi casa decía que me faltaban ciertas cualidades indispensables.

—¿Como cuáles? —preguntó Ginny, que estaba sirviéndose una patata asada.

—Como la capacidad de comportarme —respondió Tonks.

Ginny rió; Hermione no sabía si sonreír o no, y solucionó el dilema bebiendo un enorme trago de cerveza de mantequilla y atragantándose con él.

—¿Y tú, Sirius? —preguntó Ginny mientras le daba una palmada en la espalda a Hermione.

Sirius, que estaba junto a Harry, soltó su atronadora risa.

—A nadie se le habría ocurrido nombrarme prefecto porque me pasaba demasiado tiempo castigado con James. El bueno era Lupin, a él sí le dieron la insignia.

—Creo que Dumbledore albergaba esperanzas de que yo ejerciera cierto control sobre mis mejores amigos —terció Lupin—. Ni que decir tiene que fracasé estrepitosamente.

Harry se animó al descubrir que su padre tampoco había sido prefecto y entonces la fiesta empezó a resultar más agradable; se llenó el plato y, de pronto, todo el mundo parecía mucho más simpático.

Ron no paraba de hablar, entusiasmado, de su nueva escoba con todo el que estuviera dispuesto a escucharlo.

—… de cero a ciento diez en diez segundos. No está mal, ¿eh? Imagínate, la Cometa 290 sólo tiene una aceleración de cero a sesenta, y eso con un viento de cola apropiado, según El mundo de la escoba.

Hermione hablaba muy seriamente con Lupin de su opinión sobre los derechos de los elfos.

—Mire, es tan absurdo como la segregación de los hombres lobo, ¿no le parece? Todo proviene de esa horrible tendencia de los magos a considerarse superiores al resto de las criaturas…

La señora Weasley y Bill discutían sobre el pelo de éste, como siempre.

—… se está descontrolando, y eres tan guapo… Te quedaría mucho mejor corto, ¿no crees, Harry?

—Oh… No sé… —contestó él, un tanto alarmado cuando le pidieron su opinión; se alejó de ellos y fue hacia Fred y George, que estaban apiñados en un rincón junto a Mundungus.

Éste dejó de hablar en cuanto vio a Harry, pero Fred le guiñó un ojo e hizo señas al muchacho para que se acercara.

—No pasa nada —aseguró Fred a Mundungus—. Podemos confiar en Harry; es nuestro patrocinador.

—Mira lo que nos ha traído Dung —dijo George mostrándole a Harry una mano llena de unas cosas negras que parecían vainas resecas. Emitían un ruidito vibrante pese a estar completamente quietas—. Son semillas de Tentacula venenosa. Las necesitamos para los Surtidos Saltaclases, pero son una Sustancia No Comerciable de Clase C, y por eso nos ha costado un poco conseguirlas.

—¿Cuánto dices, Dung? ¿Diez galeones el lote? —preguntó Fred.

—Ya sabes los problemas que he tenido para hacerme con ellas —respondió Mundungus abriendo aún más los caídos y enrojecidos ojos—. Lo siento, muchachos, pero no puedo bajar de veinte.

—A Dung le encanta bromear —le dijo Fred a Harry.

—Sí, hasta ahora su mejor chiste fue pedirnos seis sickles por una bolsa de púas de knarl —añadió George.

—Tened cuidado —les advirtió Harry con disimulo.

—¿Qué pasa? —inquirió Fred—. ¡Ah, no te preocupes! Mamá está muy ocupada arrullando al prefecto Ron.

—Pero Moody os podría estar vigilando —señaló Harry.

Mundungus, nervioso, giró la cabeza.

—Es verdad —gruñó—. Está bien, chicos, os las dejo por diez si os las lleváis ahora mismo.

—¡Gracias, Harry! —exclamó Fred con gran alegría cuando Mundungus vació sus bolsillos en las manos de los gemelos y se escabulló hacia donde estaba la comida—. Será mejor que las subamos a la habitación…

Harry vio cómo se marchaban y se quedó un tanto preocupado. Se le acababa de ocurrir que el señor y la señora Weasley querrían saber cómo financiaban Fred y George su negocio de artículos de broma cuando por fin lo descubrieran, lo cual acabaría pasando tarde o temprano. En su momento había resultado muy sencillo entregar a los gemelos el premio en metálico del Torneo de los tres magos, pero ¿y si eso acababa provocando otra pelea familiar y una crisis parecida a la que había causado Percy? ¿Seguiría considerando la señora Weasley a Harry como un hijo si se enteraba de que él había contribuido a que Fred y George empezaran una carrera que ella consideraba inadecuada?

Se quedó plantado donde lo habían dejado los gemelos, sin otra compañía que el peso de su sentimiento de culpa en el fondo del estómago, y entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre. La profunda voz de Kingsley Shacklebolt se oía incluso en medio de todo aquel alboroto.

—¿… por qué Dumbledore no ha nombrado prefecto a Potter? —preguntaba Kingsley.

—Debe de tener sus razones —respondió Lupin.

—Pero así le habría demostrado que confía en él. Es lo que habría hecho yo —insistió Kingsley—, sobre todo ahora que El Profeta se mete con él sin parar.

Harry no se dio la vuelta; no quería que Lupin y Kingsley supieran que los había oído. Pese a que no tenía ni pizca de hambre, siguió el ejemplo de Mundungus y se dirigió hacia la mesa. El placer que había empezado a encontrar en la fiesta se había evaporado con la misma rapidez con que había llegado; le habría gustado estar arriba, en la cama.

Ojoloco Moody olfateaba un muslo de pollo con lo que le quedaba de nariz; evidentemente, no detectó ni rastro de veneno, porque le asestó un mordisco y arrancó un buen trozo de carne.

—… el mango es de roble español, con barniz antiembrujos y control de vibración incorporado… —le decía Ron a Tonks.

La señora Weasley bostezó sin disimulo.

—Bueno, creo que voy a ocuparme de ese boggart antes de acostarme… Arthur, no quiero que los niños se vayan a dormir demasiado tarde, ¿entendido? Buenas noches, Harry, querido —añadió, y salió de la cocina.

El muchacho dejó su plato y se preguntó si sería capaz de seguirla sin llamar la atención.

—¿Estás bien, Potter? —le preguntó entonces Moody.

—Sí, muy bien —mintió él.

Moody bebió un sorbo de su petaca; su ojo azul eléctrico miraba de soslayo a Harry.

—Ven aquí, tengo una cosa que quizá te interese —dijo, sacando una vieja y destrozada fotografía mágica de un bolsillo interior de su túnica—. La Orden del Fénix original —gruñó Moody—. La encontré anoche mientras buscaba mi capa invisible de recambio, dado que Podmore no ha tenido la decencia de devolverme la que le presté, que por cierto es la buena… Pensé que a alguien le gustaría verla.

Harry cogió la fotografía. En ella había un grupo de gente que le devolvía la mirada; algunos lo saludaban con la mano y otros se levantaban las gafas.

—Ése soy yo —dijo Moody, señalándose, aunque no hacía ninguna falta. El Moody de la fotografía era inconfundible, pese a que no tenía el cabello tan gris y su nariz estaba intacta—. Y el que está a mi lado es Dumbledore; al otro lado tengo a Dedalus Diggle… Ésa es Marlene McKinnon; la asesinaron dos días después de que se tomara esta fotografía; de hecho, mataron a toda su familia. Ésos son Frank y Alice Longbottom…

El estómago de Harry, que ya estaba un poco revuelto, se encogió al ver a Alice Longbottom; su cara, redonda y simpática, le resultaba muy familiar pese a que no la conocía, porque era la viva imagen de su hijo Neville.

—… pobrecillos —gruñó Moody—. Preferiría morir a que me pasara lo que les pasó a ellos… Y ésa es Emmeline Vance, ya la conoces, y ese otro es Lupin, evidentemente… Benjy Fenwick, que también se fue al otro barrio; sólo encontramos unos cuantos trozos de su cuerpo… Moveos un poco —añadió, dándole unos golpecitos a la fotografía, y los retratados se desplazaron hacia un lado para que los que quedaban tapados pudieran pasar hacia delante.

»Ese de ahí es Edgar Bones, el hermano de Amelia Bones… También se los cargaron a él y a su familia; era un gran mago… Sturgis Podmore, vaya, qué joven está… Caradoc Dearborn, que murió seis meses después; nunca encontramos su cadáver… Hagrid, por supuesto, está igual que siempre… Elphias Doge, también lo conoces, no me acordaba de que antes solía llevar ese ridículo sombrero… Gideon Prewett, hicieron falta cinco mortífagos para matarlos a él y a su hermano Fabian, que pelearon como verdaderos héroes… Moveos, moveos…

Los retratados se empujaron unos a otros y los que estaban ocultos detrás pasaron al primer plano de la imagen.

—Ése es Aberforth, el hermano de Dumbledore; sólo lo vi ese día, era un tipo extraño… Y Dorcas Meadowes, a quien Voldemort mató personalmente… Sirius, cuando todavía llevaba el pelo corto… Y… ¡ahí está, pensé que esto te interesaría!

A Harry le dio un vuelco el corazón. Su padre y su madre lo miraban sonrientes, sentados uno a cada lado de un individuo menudo y de ojos llorosos a quien Harry reconoció de inmediato: era Colagusano, el que había revelado a Voldemort el paradero de sus padres, ayudándolo así a provocar su muerte.

—¿Qué me dices? —le preguntó Moody.

Harry levantó la cabeza y miró el rostro, picado y lleno de cicatrices, de Moody. Era evidente que Ojoloco tenía la impresión de que acababa de darle una alegría a Harry.

—Vaya —dijo éste, y una vez más intentó sonreír—. Esto…, mire, acabo de recordar que he olvidado meter en el baúl…

Pero se libró de tener que inventar un objeto que no había metido en el baúl, porque Sirius acababa de decir:

—¿Qué es eso que tienes ahí, Moody?

Ojoloco se volvió hacia Sirius, y Harry cruzó la cocina, se escabulló por la puerta y subió la escalera antes de que alguien pudiera retenerlo.

No sabía por qué estaba tan conmocionado; al fin y al cabo, ya había visto otras fotografías de sus padres y había conocido a Colagusano… Pero verlos aparecer así, cuando menos se lo esperaba… Eso a nadie le gustaría, pensó con enfado…

Y además, verlos rodeados de esas otras caras sonrientes… Benjy Fenwick, al que habían encontrado hecho pedazos, y Gideon Prewett, que había muerto como un héroe, y los Longbottom, a los que habían torturado hasta la locura… Todos condenados a saludar alegremente con la mano desde la fotografía, sin saber que estaban destinados a morir… Quizá Moody lo encontrara interesante, pero a Harry le resultaba inquietante…

A continuación subió la escalera de puntillas y pasó por delante de las cabezas de elfo reducidas, contento de volver a estar solo, pero cuando llegaba al primer rellano oyó ruidos. Había alguien llorando en el salón.

—¿Hola? —dijo Harry.

No obtuvo respuesta, pero los sollozos continuaron. Subió de dos en dos los escalones que faltaban, cruzó el rellano y abrió la puerta del salón.

Dentro había alguien encogido de miedo contra la oscura pared, con la varita mágica en la mano, mientras los sollozos sacudían con violencia su cuerpo. Tirado sobre la polvorienta alfombra, en medio de un rayo de luz de luna, y sin duda alguna muerto, estaba Ron.

Harry tuvo la sensación de que sus pulmones se quedaban sin aire; notó que se hundía en el suelo y el cerebro se le paralizó. Ron muerto, no, no podía ser…

«Espera un momento», pensó; no podía ser, Ron estaba abajo…

—¡Señora Weasley! —gritó Harry con voz ronca.

¡Ri-ri-riddíkulo! —sollozaba la señora Weasley, apuntando con su temblorosa varita al cuerpo de Ron.

¡Crac!

El cuerpo de Ron se transformó en el de Bill, que estaba tumbado boca arriba con los brazos y las piernas extendidos y los ojos muy abiertos e inexpresivos. La señora Weasley sollozó aún más fuerte.

¡Ri-riddíkulo! —volvió a exclamar.

¡Crac!

El cuerpo del señor Weasley sustituyó al de Bill; llevaba las gafas torcidas y un hilillo de sangre resbalaba por su cara.

—¡No! —gimió la señora Weasley—. No… ¡Riddíkulo! ¡Riddíkulo! ¡RIDDÍKULO!

¡Crac! Los gemelos muertos. ¡Crac! Percy muerto. ¡Crac! Harry muerto…

—¡Salga de aquí, señora Weasley! —gritó Harry contemplando su propio cuerpo sin vida, que yacía sobre la alfombra—. ¡Deje que alguien…!

—¿Qué está pasando aquí?

Lupin había entrado corriendo en la habitación, seguido de Sirius y luego de Moody, que estaba furioso. Lupin miró a la señora Weasley y después el cadáver de Harry echado en el suelo, y al parecer lo entendió todo en un instante. Sacó su varita mágica y dijo con voz firme y clara:

¡Riddíkulo!

El cadáver de Harry desapareció y una esfera plateada quedó suspendida en el aire sobre la alfombra. Lupin sacudió una vez más su varita y la esfera desapareció tras convertirse en una bocanada de humo.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —exclamó la señora Weasley, y rompió a llorar con desconsuelo tapándose la cara con las manos.

—Molly —dijo Lupin con tono sombrío acercándose a ella—. Molly, no… —La mujer se abrazó a Lupin y lloró a lágrima viva sobre su hombro—. Sólo era un boggart, Molly —susurró Lupin para tranquilizarla mientras le acariciaba la cabeza—. Sólo era un estúpido boggart…

—¡Los veo m-m-muertos continuamente! —gimió la señora Weasley sin separarse de Lupin—. ¡C-c-continuamente! S-s-sueño con ellos…

Sirius se quedó mirando el trozo de alfombra en el que había estado tumbado el boggart adoptando la forma del cuerpo de Harry. Moody, por su parte, observaba al muchacho, que esquivó su mirada. Harry tenía la extraña sensación de que el ojo mágico de Moody lo había seguido desde que había salido de la cocina.

—N-n-no se lo cuentes a Arthur —gimoteaba la señora Weasley, restregándose desesperadamente los ojos con los puños de la túnica—. N-n-no quiero que sepa… lo t-t-tonta que soy… —Lupin le dio un pañuelo y la señora Weasley se sonó—. Lo siento mucho, Harry. ¿Qué vas a pensar de mí? —dijo con voz temblorosa—. Ni siquiera soy capaz de librarme de un boggart…

—No diga tonterías —contestó Harry intentando sonreír.

—Es que estoy t-t-tan preocupada… —añadió ella, y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos—. La mitad de la f-f-familia está en la Orden; si salimos todos con vida de ésta, será un m-m-milagro… Y P-P-Percy no nos dirige la palabra… ¿Y si le p-p-pasa algo espantoso antes de que hayamos hecho las p-p-paces con él? ¿Y qué s-s-sucederá si morimos Arthur y yo, quién c-c-cuidará de Ron y Ginny?

—¡Basta, Molly! —exclamó Lupin con firmeza—. Esto no es como la última vez. La Orden está más preparada, ahora le llevamos ventaja y sabemos qué pretende Voldemort… —La señora Weasley soltó un grito ahogado al oír ese nombre—. Vamos, Molly, ya va siendo hora de que te acostumbres a oír su nombre. Mira, no puedo prometer que nadie vaya a resultar herido, eso no puede prometerlo nadie, pero estamos mucho más preparados que la última vez. Entonces tú no pertenecías a la Orden y por eso no lo entiendes. En el último enfrentamiento, los mortífagos eran veinte veces más numerosos que nosotros y nos perseguían uno por uno.

Harry volvió a pensar en la fotografía, en los rostros sonrientes de sus padres, consciente de que Moody seguía mirándolo.

—Y no te preocupes por Percy —dijo de pronto Sirius—. Ya rectificará. Sólo es cuestión de tiempo que Voldemort dé la cara; en cuanto lo haga, el Ministerio en masa nos suplicará que lo perdonemos. Aunque yo no estoy seguro de que vaya a aceptar sus disculpas —añadió con amargura.

—Y respecto a eso de quién cuidaría de Ron y Ginny si faltarais Arthur y tú —terció Lupin, esbozando una sonrisa—, ¿qué crees que haríamos, dejarlos morir de hambre?

La señora Weasley también sonrió tímidamente.

—Qué tonta soy —volvió a murmurar secándose las lágrimas.

Sin embargo, unos diez minutos más tarde, cuando entró en su dormitorio y cerró la puerta, Harry seguía sin pensar que la señora Weasley fuera tonta. Aún veía a sus padres sonriéndole desde la vieja fotografía sin saber que sus vidas, como las de muchos de los que los rodeaban, estaban llegando a su fin. La imagen del boggart que se hacía pasar por el cadáver de cada uno de los miembros de la familia Weasley seguía apareciendo ante sus ojos.

Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz de su frente volvió a producirle un intenso dolor y se le contrajo el estómago.

—¡Para ya! —ordenó con firmeza al mismo tiempo que se frotaba la cicatriz; inmediatamente el dolor empezó a remitir.

—Un primer síntoma de locura: hablar contigo mismo —dijo una vocecilla traviesa desde el cuadro en blanco de la pared.

Harry no le hizo caso. Se sentía mayor, más que nunca, y le parecía increíble que, apenas una hora antes, hubiera estado preocupado por una tienda de artículos de broma y por quién había recibido una insignia de prefecto y quién no.