CAPÍTULO 29

El lamento del fénix

—VEN, Harry…

—No.

—No puedes quedarte aquí, Harry… Vamos, ven conmigo…

—No.

No quería marcharse del lado de Dumbledore, no quería irse a ningún sitio. La mano de Hagrid temblaba en el hombro del muchacho. Entonces otra voz dijo:

—Vamos, Harry.

Una mano mucho más pequeña y suave le había cogido la suya y tiraba de él para que se levantara. El muchacho obedeció a ese contacto sin prestarle atención. Cuando ya había echado a andar a ciegas, abriéndose paso entre el corro de gente, percibió un perfume floral y se dio cuenta de que era Ginny quien lo guiaba hacia el castillo. Oía voces ininteligibles; sollozos, gritos y lamentos hendían la oscuridad, pero ellos siguieron su camino, subieron los escalones de piedra y entraron en el vestíbulo. Harry veía caras cuyos rasgos no distinguía; sus compañeros lo miraban con ojos escrutadores al tiempo que susurraban y se hacían preguntas, y los rubíes de Gryffindor brillaban en el suelo como gotas de sangre mientras ambos se dirigían hacia la escalinata de mármol.

—Vamos a la enfermería —dijo Ginny.

—No estoy herido —replicó Harry.

—Son órdenes de la profesora McGonagall —repuso ella—. Están todos allí: Ron, Hermione, Lupin… Todos.

El miedo volvió a prender en el pecho de Harry: se había olvidado de los cuerpos inertes que había dejado atrás.

—¿A quién más han matado, Ginny?

—No te preocupes, a ninguno de los nuestros.

—Pero la Marca Tenebrosa… Malfoy dijo que había pasado por encima de un cadáver.

—Pasó por encima de Bill, pero él está bien, sigue vivo.

Sin embargo, Harry advirtió en el tono de Ginny algo que no auguraba nada bueno.

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura. Está… un poco molido, pero nada más. Lo atacó Greyback. La señora Pomfrey dice que no… que no volverá a ser el de antes… —A Ginny le tembló un poco la voz—. En realidad no sabemos qué consecuencias tendrá. Verás, Greyback es un hombre lobo, pero no se había transformado cuando lo atacó…

—Pero los demás… Había otros cuerpos en el suelo.

—Neville está en la enfermería, pero la señora Pomfrey afirma que se pondrá bien. El profesor Flitwick perdió el conocimiento, aunque sólo está un poco débil y se ha empeñado en ir a vigilar a los de Ravenclaw. Y hay un mortífago muerto; lo alcanzó una maldición asesina que aquel tipo rubio y corpulento disparaba en todas direcciones… Si no llega a ser por tu poción de la suerte, Harry, me parece que nos habrían matado a todos, pero las maldiciones pasaban rozándonos…

Llegaron a la enfermería. Al entrar, Harry vio a Neville acostado en una cama cerca de la puerta; al parecer dormía. Ron, Hermione, Luna, Tonks y Lupin se apiñaban alrededor de una cama al fondo de la habitación. Todos se volvieron hacia la puerta. Hermione corrió hacia Harry y lo abrazó; Lupin también fue hacia él, con gesto de aprensión.

—¿Te encuentras bien, Harry?

—Sí, estoy bien. ¿Cómo está Bill?

Nadie contestó. Harry miró por encima del hombro de Hermione y vio una cara irreconocible sobre la almohada; Bill tenía tantos cortes y magulladuras que costaba identificarlo. La señora Pomfrey le aplicaba en las heridas un ungüento verde de olor penetrante. Harry recordó la facilidad con que Snape le había cerrado las heridas causadas por el Sectumsempra a Malfoy, al pasar sobre ellas la varita.

—¿No puede curarlo con algún encantamiento? —le preguntó a la enfermera.

—Para esto no hay encantamientos. He probado todo lo que sé, pero las mordeduras de hombre lobo son incurables.

—Pero no lo han mordido con luna llena —objetó Ron, que contemplaba el rostro de su hermano como si creyera poder arreglarlo con la fuerza de la mirada—. Greyback no se había transformado, así que Bill no se convertirá en un… en un… —Miró vacilante a Lupin.

—No, no creo que Bill se convierta en un hombre lobo propiamente dicho —observó Lupin—, pero eso no significa que no exista cierto grado de contaminación. Esas heridas están malditas. Es poco probable que se curen por completo y… Bill podría desarrollar algunos rasgos lobunos a partir de ahora.

—Seguro que a Dumbledore se le ocurre alguna solución —insistió Ron—. ¿Dónde está? Bill peleó contra esos maníacos bajo las órdenes de Dumbledore, así que el director está en deuda con él, no puede dejarlo en la estacada…

—Dumbledore ha muerto —dijo Ginny.

—¡No! —Lupin, atónito, miró a Harry con la esperanza de que éste lo desmintiera, pero al ver que se quedaba callado, se desplomó en una silla, al lado de la cama de Bill, y se tapó la cara con ambas manos.

Era la primera vez que Harry lo veía derrumbarse; como tuvo la impresión de que interrumpía algo íntimo, se dio la vuelta y miró a Ron, con el que intercambió una silenciosa mirada que confirmaba las palabras de Ginny.

—¿Cómo ha muerto? —susurró Tonks—. ¿Qué ha sucedido?

—Lo mató Snape —declaró Harry—. Yo estaba delante, lo vi con mis propios ojos. Dumbledore y yo fuimos directamente a la torre de Astronomía porque ahí había aparecido la Marca. Él no se encontraba bien, estaba muy débil, pero creo que sospechó que nos habían tendido una trampa cuando oyó pasos que subían por la escalera. Entonces me inmovilizó; yo no podía hacer nada, y además llevaba puesta la capa invisible. Luego Malfoy abrió la puerta y lo desarmó. —Hermione se tapó la boca con la mano y Ron soltó un gemido. A Luna le temblaban los labios—. Llegaron más mortífagos, y entonces Snape… Snape… lo mató. Con la Avada Kedavra. —Harry no pudo continuar.

La señora Pomfrey rompió a llorar. Nadie le hizo caso excepto Ginny, que susurró:

—¡Chist! ¡Escuche!

La enfermera, con los ojos como platos, tragó saliva y se tapó la boca con la mano. Fuera, en la oscuridad, un fénix cantaba de un modo que Harry no había oído nunca: era un triste lamento de una belleza sobrecogedora. Y el muchacho sintió, como ya le había ocurrido anteriormente al oír cantar esa ave, que la música estaba dentro de él y no fuera: lo que resonaba por los jardines y entraba por las ventanas del castillo era su propio dolor convertido, mediante magia, en música.

Harry no sabía cuánto tiempo habían permanecido escuchando, ni por qué aquel sonido que tan bien expresaba su desconsuelo reducía un poco el dolor que sentían todos los presentes, pero tuvo la impresión de que había transcurrido una eternidad cuando la puerta de la enfermería volvió a abrirse y entró la profesora McGonagall. Ella, como los demás, mostraba huellas de la reciente batalla: tenía varios arañazos en la cara y desgarrones en la túnica.

—Molly y Arthur están en camino —anunció, y rompió el hechizo de la música: todos volvieron en sí de golpe, como si salieran de un trance, y, abandonando sus posiciones, miraron de nuevo a Bill, o se frotaron los ojos, o movieron la cabeza—. ¿Qué ha pasado, Harry? Según Hagrid, estabas con el profesor Dumbledore cuando… cuando ha sucedido. Nos ha dicho que el profesor Snape ha participado en…

—Snape mató a Dumbledore —dijo Harry.

La profesora lo miró fijamente y se tambaleó como si fuera a desmayarse. La señora Pomfrey, que ya se había serenado un poco, se adelantó e hizo aparecer una silla que colocó detrás de la profesora McGonagall.

—Snape —repitió ésta con un hilo de voz, y se dejó caer en la silla—. Todos nos preguntábamos… Pero él confiaba… En todo momento confió… ¡Snape!… No puedo creerlo…

—Snape era un experto oclumántico —intervino Lupin con una voz más áspera de lo habitual—. Eso ya lo sabíamos.

—¡Pero Dumbledore nos juró que estaba en nuestro bando! —susurró Tonks—. Siempre pensé que el director sabía algo sobre Snape que nosotros ignorábamos…

—Sí, siempre insinuó que tenía un motivo irrefutable para confiar en él —musitó McGonagall mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo con ribete de tela escocesa—. Claro, con el historial que tenía Snape… es lógico que la gente se hiciera preguntas. Pero Dumbledore me aseguró de manera muy explícita que el arrepentimiento de Snape era absolutamente sincero… ¡No quería oír ni una palabra contra él!

—Me encantaría saber qué le contó Snape para convencerlo —terció Tonks.

—Yo lo sé —dijo Harry, y todos se quedaron mirándolo—. Snape le proporcionó a Voldemort la información que provocó que éste emprendiera la búsqueda de mis padres. Pero Snape le dijo a Dumbledore que no se había dado cuenta de lo que había hecho, que se arrepentía profundamente de haberlo dicho y que lamentaba que mis padres hubieran muerto.

—¿Y se lo creyó? —se extrañó Lupin—. ¿Dumbledore se creyó que Snape lamentaba que James hubiera muerto? Pero si lo odiaba…

—Y tampoco creía que mi madre valiera un pimiento —añadió Harry—, porque ella era hija de muggles… La llamaba «sangre sucia».

Nadie le preguntó cómo lo sabía. Parecían horrorizados y conmocionados, como si trataran de asimilar la monstruosa verdad de lo ocurrido.

—Todo esto es culpa mía —dijo de pronto la profesora McGonagall, retorciendo su húmedo pañuelo con ambas manos, muy turbada—. Yo tengo la culpa. ¡Envié a Filius a buscar a Snape, le pedí que fuera a buscarlo para que nos ayudara! Si no lo hubiera alertado de lo que estaba pasando, quizá no se hubiese unido a los mortífagos. No creo que supiera que habían entrado en el castillo hasta que se lo contó Filius, ni creo que estuviera enterado de que iban a venir.

—No es culpa tuya, Minerva —dijo Lupin con firmeza—. Necesitábamos ayuda y nos tranquilizó saber que Snape estaba en camino…

—¿Y cuando llegó a donde se libraba la batalla, se unió al bando de los mortífagos? —preguntó Harry, que quería obtener hasta el más nimio detalle de la duplicidad y la infamia de Snape y recogía febrilmente más razones para odiarlo y jurar vengarse de él.

—No sé exactamente qué sucedió —dijo la profesora McGonagall, abstraída—. Resulta todo tan confuso… Dumbledore nos había dicho que se ausentaría del colegio unas horas y que debíamos patrullar por los pasillos por si acaso. Remus, Bill y Nymphadora debían ayudarnos… así que nos pusimos a vigilar. Todo parecía tranquilo y los pasadizos secretos que daban al exterior del colegio estaban controlados. Sabíamos que nadie podía entrar volando, pues había poderosos sortilegios en todos los accesos al castillo. Todavía no me explico cómo pudieron colarse los mortífagos…

—Yo sí —dijo Harry, y explicó brevemente lo de los dos armarios evanescentes y el pasillo secreto que formaban—. O sea que entraron por la Sala de los Menesteres. —Casi sin proponérselo, miró a Ron y Hermione, que estaban anonadados.

—Lo estropeé todo, Harry —se lamentó Ron con gesto sombrío—. Hicimos lo que nos ordenaste: abrimos el mapa del merodeador y al no localizar a Malfoy pensamos que estaría en la Sala de los Menesteres, de modo que Ginny, Neville y yo fuimos a hacer guardia en el pasillo… Pero Malfoy se nos escapó.

—Salió de la sala cuando llevábamos una hora vigilando la entrada —explicó Ginny—. Iba solo y llevaba ese repugnante brazo reseco…

—Su Mano de la Gloria —especificó Ron—. Esa que sólo ilumina al que la sostiene, ¿te acuerdas?

—Pues bien —continuó Ginny—, debió de asomarse a ver si había alguien antes de permitir que salieran los mortífagos, porque tan pronto nos vio lanzó algo al aire y todo se puso negrísimo…

—Polvo peruano de oscuridad instantánea —explicó Ron con amargura—. ¿Te suena? Cuando pille a Fred o George… No deberían venderle sus productos a cualquiera.

—Lo probamos todo: Lumos, Incendio… —dijo Ginny—. Pero nada rompía la oscuridad; lo único que conseguimos fue salir a tientas del pasillo mientras oíamos pasar a la gente por nuestro lado. Malfoy sí podía ver porque llevaba esa mano que los guiaba, pero no nos atrevimos a echar ninguna maldición por si nos dábamos unos a otros, y cuando llegamos a un pasillo iluminado, ellos ya se habían marchado.

—Por suerte —intervino Lupin con voz ronca—, Ron, Ginny y Neville tropezaron con nosotros casi de inmediato y nos contaron lo ocurrido. Encontramos a los mortífagos unos minutos más tarde; se dirigían hacia la torre de Astronomía. Es evidente que Malfoy no esperaba que hubiera tanta gente vigilando, pero al menos se había quedado sin polvo de oscuridad. Empezamos a pelear, ellos se dividieron y los perseguimos. Uno de ellos, Gibbon, se escabulló y subió por la escalera de la torre.

—¿Para poner la Marca? —preguntó Harry.

—Seguramente sí; debieron de acordarlo así antes de salir de la Sala de los Menesteres —supuso Lupin—. Pero no creo que a Gibbon le agradara la idea de esperar a Dumbledore allí arriba, solo, porque volvió a bajar rápidamente por la escalera y siguió peleando hasta que lo alcanzó una maldición asesina que habían lanzado contra mí.

—Y si Ron estaba vigilando la Sala de los Menesteres con Ginny y Neville —dijo Harry volviéndose hacia Hermione—, tú debías de estar…

—Frente al despacho de Snape, sí —susurró ella con lágrimas en los ojos—. Con Luna. Estuvimos muchísimo rato sin que pasara nada… Pero no sabíamos qué estaba sucediendo arriba, pues Ron se había llevado el mapa del merodeador. Cuando ya era casi medianoche, el profesor Flitwick bajó corriendo a las mazmorras. Iba gritando que había mortífagos en el castillo; creo que ni siquiera se dio cuenta de nuestra presencia porque irrumpió en el despacho de Snape y le oímos decirle que tenía que subir con él a ayudar; después oímos un fuerte golpe y Snape salió a toda velocidad de su despacho, y nos vio y… y…

—¿Qué? —urgió Harry.

—¡Fui tan estúpida, Harry! —dijo Hermione con voz quebrada—. Snape nos dijo que el profesor Flitwick se había desmayado y que fuéramos a atenderlo mientras él… mientras él subía a combatir a los mortífagos… —Se tapó la cara, avergonzada, y siguió hablando a través de los dedos, que amortiguaban su voz—. Entramos en su despacho para ver si podíamos echar una mano al profesor Flitwick y lo encontramos inconsciente en el suelo… Y… ahora está tan claro… Snape debió de hacerle un encantamiento aturdidor, ¡pero no nos dimos cuenta, Harry, no nos dimos cuenta y lo dejamos escapar!

—No tenéis la culpa —dijo Lupin—. Hermione, si no hubierais obedecido a Snape, probablemente os habría matado a Luna y a ti.

—Y entonces subió —discurrió Harry, que se imaginaba a Snape ascendiendo como una flecha por la escalinata de mármol mientras sacaba su varita de la negra túnica, que ondeaba tras él, al tiempo que recorría los peldaños—, y llegó a donde los demás estabais peleando…

—Teníamos problemas, perdíamos —dijo Tonks en voz baja—. Gibbon había caído, pero el resto de los mortífagos parecía dispuesto a combatir hasta la muerte. Habían herido a Neville, Greyback había atacado a Bill… La oscuridad era total y volaban maldiciones por todas partes. Draco Malfoy había desaparecido; supongo que se escabulló y subió a la azotea de la torre… Otros mortífagos lo siguieron, pero uno de ellos bloqueó la escalera con alguna maldición, pues Neville se lanzó hacia ella y salió despedido por los aires…

—No podíamos atravesar la barrera —explicó Ron—, y ese mortífago inmenso no paraba de lanzar embrujos que rebotaban en las paredes y nos pasaban muy cerca…

—Y entonces llegó Snape —continuó Tonks—, pero al cabo de un momento desapareció.

—Yo lo vi correr hacia nosotros, pero en ese instante el mortífago enorme me lanzó un embrujo que pasó rozándome, me agaché para esquivarlo y no me enteré de lo que ocurría —dijo Ginny.

—Y yo lo vi atravesar la barrera invisible como si no existiera —intervino Lupin—. Intenté seguirlo, pero salí despedido, igual que Neville.

—Snape debía de saber un hechizo que nosotros no conocíamos —dedujo la profesora McGonagall—. Al fin y al cabo, era el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Creí que perseguía a los mortífagos que habían escapado hacia la azotea…

—Pues sí —dijo Harry, colérico—, pero para ayudarlos y no para atraparlos… Y seguro que esa barrera sólo podías atravesarla si tenías una Marca Tenebrosa en el brazo… ¿Qué pasó cuando bajó?

—Ese mortífago tan enorme acababa de lanzar un maleficio que hizo que se desprendiera medio techo, pero también rompió la maldición que interceptaba la escalera —explicó Lupin—. Todos echamos a correr (bueno, los que todavía nos teníamos en pie), y entonces Snape y el chico salieron de entre una nube de polvo, y como es lógico, a ninguno se le ocurrió atacarlos…

—Los dejamos pasar sin más —dijo Tonks con voz débil— porque creímos que los perseguían los mortífagos, y a continuación bajaron éstos con Greyback y reanudamos la pelea. Me pareció oír que Snape gritaba algo, pero no sé qué fue…

—Gritó: «Ya está» —precisó Harry—. Porque ya había cumplido su cometido.

Se produjo un silencio. El lamento de Fawkes todavía resonaba por los jardines del castillo. Mientras la melodía se propagaba por el cielo, unos pensamientos inoportunos afloraron en la mente de Harry: ¿Se habrían llevado el cadáver de Dumbledore del pie de la torre? ¿Qué harían con él? ¿Dónde descansaría? Apretó con fuerza los puños, metidos en los bolsillos, y notó el roce del pequeño bulto del Horrocrux falso en los nudillos de la mano derecha.

Las puertas de la enfermería se abrieron de golpe y todos se sobresaltaron: los señores Weasley entraron en la sala precipitadamente, seguidos de Fleur, cuyo hermoso rostro estaba crispado por el pánico.

—Molly… Arthur… —dijo la profesora McGonagall; se levantó de un brinco y corrió a saludarlos—. Lo siento tanto…

—Bill —susurró la señora Weasley, y pasó por delante de la profesora, pues acababa de ver la maltrecha cara de su hijo—. ¡Oh, Bill!

Lupin y Tonks se levantaron y se apartaron para que los Weasley pudieran acercarse más a la cama. La madre de Bill se inclinó sobre su hijo y le besó la ensangrentada frente.

—¿Dices que lo atacó Greyback? —le preguntó el señor Weasley a la profesora McGonagall—. Pero ¿no se había transformado? ¿Y entonces? ¿Qué le va a pasar a Bill?

—Todavía no lo sabemos —respondió ella, y miró a Lupin con gesto de impotencia.

—Seguramente tendrá alguna secuela, Arthur —dijo Lupin—. Es un caso muy raro, posiblemente el único… No sabemos cómo se comportará cuando despierte…

La señora Weasley le quitó el apestoso ungüento de las manos a la señora Pomfrey y empezó a aplicárselo a Bill en las heridas.

—¿Y Dumbledore? —preguntó su marido—. Minerva, ¿es verdad que está…?

Mientras la profesora McGonagall asentía con la cabeza, Harry notó que Ginny se movía a su lado y la miró. La muchacha tenía los ojos entornados y clavados en Fleur, que contemplaba a Bill con el terror reflejado en la cara.

—Muerto… Dumbledore… —susurró el señor Weasley, pero su esposa sólo tenía ojos para su hijo mayor.

La señora Weasley rompió a sollozar y sus lágrimas cayeron sobre el mutilado rostro de Bill.

—Ya sé que no importa el aspecto que tenga… Eso no es… lo más… importante… Pero era un chico tan guapo… Siempre fue muy guapo. ¡Mira que pasarle esto precisamente ahora que iba a casarse!

—¿Se puede sabeg qué significa eso? —saltó Fleur—. ¿Qué quiegue decig «iba» a casagse?

La señora Weasley la miró con los ojos anegados en lágrimas y gesto de asombro.

—Pues… nada, que…

—¿Cree que Bill ya no quegá casagse conmigo? —inquirió Fleur—. ¿Piensa que pog culpa de esas mogdedugas dejagá de amagme?

—No, yo no he dicho eso…

—¡Pues se equivoca! —gritó Fleur. Se irguió cuan alta era y se apartó la larga melena plateada—. ¡Paga que Bill no me quisiega haguía falta algo más que un hombgue lobo!

—Sí, claro que sí —dijo la señora Weasley—, pero pensé que quizá… dado el estado en que… en que…

—¿Creyó que no queguía casagme con él? ¿O quizá confiaba en que no quisiega casagme con él? —replicó Fleur; estaba tan enfadada que le temblaban las aletas de la nariz—. ¿Qué más da el aspecto que tenga? ¡Me paguece que tenemos de sobga con mi belleza! ¡Lo único que demuestgan esas cicatguices es la gan valentía de mi futugo maguido! ¡Y deme eso! ¡Ya lo hago yo! —añadió con fiereza al tiempo que apartaba a la señora Weasley de un empujón y le quitaba el ungüento de las manos.

La madre de los Weasley tropezó, chocó contra su marido y se quedó mirando cómo Fleur le curaba las heridas a Bill con una expresión muy extraña. Nadie decía nada; Harry no se atrevía ni a moverse. Como todos los demás, esperaba que la señora Weasley estallara.

—Nuestra tía abuela Muriel —dijo la mujer tras una larga pausa— tiene una diadema preciosa, hecha por duendes, y estoy segura de que lograré que te la preste para la boda. Muriel quiere mucho a Bill, ¿sabes?, y a ti te quedará muy bonita, con el pelo que tienes.

Gacias —dijo Fleur fríamente—. Será un placer.

Y de repente ambas se abrazaron llorando. Harry, desconcertado, se preguntó si el mundo se habría vuelto loco; se dio la vuelta y vio que Ron estaba tan pasmado como él y que Ginny y Hermione se miraban con asombro.

—¿Lo ves? —dijo entonces una agresiva voz. Tonks fulminaba con la mirada a Lupin—. ¡Fleur sigue queriendo casarse con él, aunque lo hayan mordido! ¡A ella no le importa!

—Es diferente —replicó Lupin moviendo apenas los labios y poniéndose tenso—. Bill no será un hombre lobo completo. Son dos casos totalmente…

—¡Pero a mí tampoco me importa! ¡No me importa! —gritó Tonks agarrando a Lupin por la pechera de la túnica y zarandeándolo—. Te lo he dicho un millón de veces…

Y de pronto Harry lo comprendió todo: el significado del patronus de Tonks y el de su cabello desvaído, y el motivo por el que había ido rápidamente a buscar a Dumbledore tras oír el rumor de que Greyback había atacado a alguien. No era de Sirius de quien Tonks se había enamorado…

—Y yo te he dicho a ti un millón de veces —replicó Lupin con la vista clavada en el suelo para no mirarla— que soy demasiado mayor para ti, demasiado pobre, demasiado peligroso…

—Siempre he mantenido que has tomado una postura ridícula respecto a este tema, Remus —intervino la señora Weasley asomando la cabeza por encima del hombro de Fleur mientras le daba unas palmaditas en la espalda a su futura nuera.

—No he tomado ninguna postura ridícula —se defendió Lupin—. Tonks merece a alguien joven y sano.

—Pero ella te quiere a ti —terció el señor Weasley esbozando una sonrisa—. Y al fin y al cabo, Remus, los jóvenes sanos no siempre se mantienen así. —Y con tristeza señaló a su hijo, que yacía entre ellos.

—Ahora no es momento para hablar de esto —dijo Lupin esquivando todas las miradas, y añadió con abatimiento—: Dumbledore ha muerto…

—Dumbledore se habría alegrado más que nadie de que hubiera un poco más de amor en el mundo —dijo la profesora McGonagall con tono cortante, y en ese momento se abrieron otra vez las puertas de la enfermería y entró Hagrid.

Tenía la frente empapada y los ojos hinchados; lloraba desconsolado y llevaba un pañuelo de lunares en la mano.

—Ya está… Ya lo he hecho, profesora —dijo entre sollozos—. Me… me lo he llevado. La profesora Sprout ha enviado a los chicos a acostarse. El profesor Flitwick está descansando, pero dice que se pondrá bien en un periquete, y el profesor Slughorn ya ha informado al ministerio.

—Gracias, Hagrid —dijo McGonagall, y se puso en pie—. Tendré que hablar con los del ministerio en cuanto lleguen. Hagrid, por favor, diles a los jefes de las casas (Slughorn puede representar a Slytherin) que quiero verlos en mi despacho de inmediato. Y me gustaría que tú también estuvieras presente.

El guardabosques asintió, se dio la vuelta y salió de la enfermería arrastrando los pies. La profesora se dirigió entonces a Harry:

—Antes de hablar con ellos desearía charlar un momento contigo. Si quieres acompañarme…

El muchacho murmuró un «Nos vemos luego» dirigido a Ron, Hermione y Ginny, y siguió a McGonagall hacia la puerta. Los pasillos estaban vacíos y sólo se oía la lejana canción del fénix. Harry tardó unos minutos en comprender que no iban al despacho de la profesora sino al de Dumbledore, y unos segundos más en darse cuenta de que, como hasta entonces ella había sido la subdirectora, tras la muerte de Dumbledore debía de haber pasado a ser directora… y por lo tanto, le correspondía ocupar la habitación que había detrás de la gárgola.

Subieron en silencio por la escalera de caracol móvil y entraron en el despacho circular. Harry no sabía muy bien qué esperaba encontrar allí: quizá los muebles estarían tapados con sábanas negras, o a lo mejor habían llevado el cadáver de Dumbledore… Sin embargo, el despacho estaba casi igual que cuando el anciano profesor lo había abandonado unas horas antes: los instrumentos de plata zumbaban y echaban humo en sus mesitas de patas finas, la espada de Gryffindor seguía reluciendo en la urna de cristal a la luz de la luna, y el Sombrero Seleccionador reposaba en un estante, detrás de la mesa. Pero la percha de Fawkes estaba vacía: el fénix seguía en los jardines cantando su lamento. Y un nuevo retrato se había añadido a los anteriores directores y directoras de Hogwarts… Dumbledore dormía apaciblemente en un lienzo con marco de oro, colgado de la pared que había detrás de la mesa, con las gafas de media luna sobre la torcida nariz.

Tras echarle un vistazo a ese retrato, la profesora McGonagall hizo un extraño movimiento, como si se armara de valor, bordeó la mesa y se colocó frente a Harry, con el semblante tenso y surcado de arrugas.

—Me gustaría saber qué hicisteis el profesor Dumbledore y tú esta noche cuando os marchasteis del colegio —dijo.

—No puedo contárselo, profesora —respondió Harry. Como suponía que se lo preguntaría, tenía la respuesta preparada. Dumbledore le había pedido en ese mismo despacho que no le revelara el contenido de sus clases particulares a nadie, salvo a Ron y Hermione.

—Podría ser importante, Harry —insistió ella.

—Lo es —convino el muchacho—. Es muy importante, pero él me pidió que no se lo contara a nadie.

La profesora lo fulminó con la mirada.

—Potter —a Harry no se le escapó que volvía a llamarlo por su apellido—, en vista de la muerte del profesor Dumbledore, creo que te darás cuenta de que la situación ha cambiado un poco…

—A mí me parece que no —replicó Harry, y se encogió de hombros—. El profesor Dumbledore no me dijo que dejara de obedecer sus órdenes si él moría.

—Pero…

—Aunque hay una cosa que usted sí debería saber antes de que lleguen los del ministerio: la señora Rosmerta está bajo la maldición imperius. Ella ayudaba a Malfoy y los mortífagos; así fue como el collar y el hidromiel envenenado…

—¿Rosmerta? —se extrañó McGonagall, incrédula, pero, antes de que pudiera continuar, llamaron a la puerta y los profesores Sprout, Flitwick y Slughorn entraron en el despacho, seguidos de Hagrid, que todavía lloraba a lágrima viva y temblaba de aflicción.

—¡Snape! —exclamó Slughorn, que parecía el más afectado, pálido y sudoroso—. ¡Snape! ¡Fue alumno mío! ¡Y yo que creía conocerlo!

En ese momento un mago de cutis cetrino y flequillo corto y negro que acababa de llegar a su lienzo, hasta entonces vacío, habló desde lo alto de la pared con voz aguda:

—Minerva, el ministro llegará dentro de unos segundos, acaba de desaparecerse del ministerio.

—Gracias, Everard —respondió McGonagall, y se volvió con rapidez hacia los profesores—. Quiero hablar con vosotros del futuro de Hogwarts antes de que él llegue aquí —dijo—. Personalmente, no estoy segura de que el colegio deba abrir sus puertas el curso próximo. La muerte del director a manos de uno de nuestros colegas es una deshonra para Hogwarts. Es algo horroroso.

—Yo estoy convencida de que Dumbledore habría deseado que el colegio siguiera abierto —opinó la profesora Sprout—. Creo que mientras un solo alumno quiera venir, Hogwarts debe permanecer disponible para él.

—Pero ¿tendremos algún alumno después de lo ocurrido? —se preguntó Slughorn mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo de seda—. Los padres preferirán que sus hijos se queden en casa, y no me extraña. En mi opinión, no creo que corramos más peligro en Hogwarts que en cualquier otro sitio, pero es lógico que las madres no piensen lo mismo, y, como es natural, querrán que las familias se mantengan unidas.

—Estoy de acuerdo —concedió la profesora McGonagall—. Pero, de cualquier modo, no es cierto que Dumbledore nunca concibiera una situación por la que Hogwarts tuviera que cerrar, pues se lo planteó cuando volvió a abrirse la Cámara de los Secretos. Y, a mi entender, su asesinato es más inquietante que la posibilidad de que el monstruo de Slytherin viviera escondido en las entrañas del castillo.

—Hay que consultar a los miembros del consejo escolar —apuntó el profesor Flitwick con su aguda vocecilla; tenía un gran cardenal en la frente, pero por lo demás parecía haber salido ileso de su desmayo en el despacho de Snape—. Debemos seguir el procedimiento establecido. No hay que tomar decisiones precipitadas.

—Tú todavía no has dicho nada, Hagrid —dijo McGonagall—. ¿Qué opinas? ¿Debería continuar Hogwarts abierto?

El guardabosques, que había estado llorando en silencio y tapándose la cara con su gran pañuelo de lunares, alzó sus enrojecidos e hinchados ojos y dijo con voz ronca:

—No lo sé, profesora… Eso tienen que decidirlo usted y los jefes de las casas…

—El profesor Dumbledore siempre tuvo en cuenta tus opiniones —le recordó ella con amabilidad—, y yo también.

—Bueno, yo me quedo aquí —aseguró Hagrid mientras unas gruesas lágrimas volvían a resbalarle hacia la enmarañada barba—. Éste es mi hogar, vivo aquí desde que tenía trece años. Y si hay niños que quieren que les enseñe, lo haré. Pero… no sé… Hogwarts sin Dumbledore… —Tragó saliva y volvió a ocultarse detrás de su pañuelo.

Se quedaron en silencio.

—Muy bien —concluyó la profesora McGonagall mirando por la ventana para ver si llegaba el ministro—, entonces coincido con Filius en que lo más adecuado es consultar al consejo escolar, que será quien tome la decisión final.

»Y respecto a cómo enviar a los alumnos a sus casas… hay razones para hacerlo cuanto antes. Podríamos hacer venir el expreso de Hogwarts mañana mismo si fuera necesario…

—¿Y el funeral de Dumbledore? —preguntó Harry, que llevaba rato callado.

—Pues… —titubeó McGonagall, y añadió con voz levemente temblorosa—: Me consta que su deseo era reposar aquí, en Hogwarts…

—Entonces así se hará, ¿no? —saltó Harry.

—Si el ministerio lo considera apropiado —repuso ella—. A ningún otro director ni directora lo han…

—Ningún otro director ni directora hizo tanto por este colegio como él —gruñó Hagrid.

—Dumbledore debería descansar en Hogwarts —afirmó el profesor Flitwick.

—Sin duda alguna —coincidió la profesora Sprout.

—Y en ese caso —continuó Harry—, no deberían enviar a los estudiantes a sus casas antes del funeral. Todos querrán decirle…

La última palabra se le quedó atascada en la garganta, pero la profesora Sprout terminó la frase por él:

—… adiós.

—Bien dicho —dijo el profesor Flitwick con voz chillona—. ¡Muy bien dicho, sí, señor! Nuestros estudiantes deberían rendirle homenaje, es lo que corresponde. Podemos organizar el traslado a sus casas después de la ceremonia.

—Apoyo la propuesta —bramó la profesora Sprout.

—Supongo que… sí… —dudó Slughorn con voz nerviosa, mientras Hagrid soltaba un estrangulado sollozo de asentimiento.

—Ya viene —dijo de pronto la profesora McGonagall, que observaba los jardines—. El ministro… Y, por lo que parece, trae una delegación…

—¿Puedo marcharme? —preguntó Harry. No tenía ningunas ganas de ver a Rufus Scrimgeour esa noche, ni de ser interrogado por él.

—Sí, vete —repuso McGonagall—, y deprisa.

La profesora fue hacia la puerta y la mantuvo abierta para que saliera Harry, que bajó la escalera de caracol a toda prisa y echó a correr por el desierto pasillo; se había dejado la capa invisible en la torre de Astronomía, pero no le importaba; en los pasillos no había nadie que pudiera verlo, ni siquiera Filch, la Señora Norris ni Peeves. Tampoco se cruzó con nadie hasta que entró en el pasadizo que conducía a la sala común de Gryffindor.

—¿Es cierto? —susurró la Señora Gorda cuando Harry llegó ante el retrato—. ¿Es verdad que Dumbledore… ha muerto?

—Sí.

La Señora Gorda emitió un gemido y, sin esperar a que Harry pronunciara la contraseña, se apartó para dejarlo pasar.

Ya se imaginaba que la sala común estaría abarrotada de estudiantes y cuando entró por el hueco del retrato se produjo un silencio. Vio a Dean y Seamus sentados con otros compañeros; eso significaba que el dormitorio debía de estar vacío, o casi. Sin decir una palabra ni mirar a nadie, cruzó la sala y se metió por la puerta que conducía a los dormitorios de los chicos.

Tal como había supuesto, Ron lo estaba esperando, vestido y sentado en su cama. Harry se sentó en la suya y los dos se limitaron a mirarse a los ojos un instante.

—Están hablando de cerrar el colegio —apuntó Harry.

—Lupin ya dijo que seguramente lo harían. —Hubo una pausa—. ¿Y bien? —añadió Ron en voz muy baja, como si temiera que los muebles escucharan—. ¿Encontrasteis uno? ¿Encontrasteis un Horrocrux?

Harry negó con la cabeza. Todo lo que había sucedido alrededor del lago negro parecía una remota pesadilla. ¿De verdad había ocurrido, y tan sólo unas horas atrás?

—¿No lo encontrasteis? —preguntó Ron—. ¿No estaba allí?

—No. Alguien se lo llevó y dejó uno falso en su lugar.

—¿Se lo llevaron?

Harry sacó el guardapelo falso de su bolsillo, lo abrió y se lo tendió a Ron. El relato completo podía esperar; esa noche nada importaba salvo el final, el final de su inútil aventura, el final de la vida de Dumbledore…

—R.A.B. —susurró Ron—. Pero ¿quién era?

—No lo sé. —Harry se tumbó en la cama, completamente vestido, y se quedó mirando el techo. No sentía ninguna curiosidad por averiguar quién era R.A.B.; más bien dudaba que algún día volviera a sentir curiosidad por algo. Sin embargo, advirtió que los jardines estaban en silencio. Fawkes había dejado de cantar.

Y aunque no fuera capaz de explicar cómo, supo que el fénix se había ido, se había marchado de Hogwarts para siempre, igual que Dumbledore, que se había marchado del colegio, del mundo… y había abandonado a Harry.