La torre alcanzada por el rayo
CUANDO salieron bajo el cielo estrellado, Harry subió a Dumbledore a la roca más cercana y lo ayudó a levantarse. Empapado y tembloroso, cargando con el anciano profesor, el muchacho se concentró con todas sus fuerzas en su destino: Hogsmeade. Cerró los ojos, agarró a Dumbledore por el brazo tan firmemente como pudo y se abandonó a aquella horrible sensación de opresión.
Antes de abrir los ojos ya supo que la Aparición había dado buen resultado, pues el olor a salitre y la brisa marina se habían esfumado. Temblando y chorreando, se hallaban en medio de la oscura calle principal de Hogsmeade. Por un instante Harry fue víctima de un espantoso truco de su imaginación y creyó que allí también había inferi saliendo de las tiendas y arrastrándose hacia él, pero parpadeó varias veces y comprobó que nada se movía en la calle, donde sólo había algunas farolas y ventanas encendidas.
—¡Lo hemos conseguido, profesor! —susurró con dificultad, sintiendo una dolorosa punzada en el pecho—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Tenemos el Horrocrux!
Dumbledore medio perdió el equilibrio y se apoyó en el muchacho. Harry creyó que su inexperiencia en aparecerse había afectado al director, pero entonces reparó en que su cara estaba más pálida y desencajada que nunca, apenas iluminada por una lejana farola.
—¿Se encuentra bien, señor?
—He tenido momentos mejores —contestó Dumbledore con voz frágil, aunque le temblaron las comisuras de la boca, como si quisiera sonreír—. Esa poción… no era ningún tónico reconstituyente…
Y Harry, horrorizado, vio cómo el anciano se desplomaba.
—Señor… No pasa nada, señor, se pondrá bien, no se preocupe. —Desesperado, miró en derredor en busca de ayuda, pero no vio a nadie; su único pensamiento fue que debía ingeniárselas para llevar cuanto antes a Dumbledore a la enfermería—. Tenemos que volver al colegio, señor. La señora Pomfrey…
—No —balbuceó Dumbledore—. Necesito… al profesor Snape… Pero no creo… que pueda caminar mucho…
—Está bien. Mire, señor, voy a llamar a alguna casa y buscaré un sitio donde pueda quedarse. Luego iré corriendo al castillo y traeré a la señora…
—Severus —dijo Dumbledore con claridad—. Necesito ver a Severus…
—Muy bien, pues a Snape. Pero tendré que dejarlo aquí un momento para…
En ese instante Harry oyó pasos precipitados y el corazón le dio un vuelco: alguien los había visto y acudía en su ayuda. Era la señora Rosmerta, que corría hacia ellos por la oscura calle luciendo sus elegantes zapatillas de tacón y una bata de seda con dragones bordados.
—¡Os he visto aparecer cuando corría las cortinas de mi dormitorio! Madre mía, madre mía, no sabía qué… Pero ¿qué le pasa a Albus?
Se detuvo resoplando y miró boquiabierta a Dumbledore, que yacía en el suelo.
—Está herido —explicó Harry—. Señora Rosmerta, ¿puede acogerlo en Las Tres Escobas mientras yo voy al colegio a buscar ayuda?
—¡No puedes ir solo! ¿No te das cuenta? ¿No has visto…?
—Si me ayuda a levantarlo —dijo Harry sin prestarle atención—, creo que podremos llevarlo hasta allí…
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dumbledore—. ¿Qué ocurre, Rosmerta?
—La… la Marca Tenebrosa, Albus.
Y la bruja señaló el cielo en dirección a Hogwarts. El terror inundó a Harry al oír esas palabras. Se dio la vuelta y miró.
En efecto, suspendido en el cielo encima del castillo, había un reluciente cráneo verde con lengua de serpiente, la marca que dejaban los mortífagos cuando salían de un edificio donde habían matado…
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó el anciano, e hizo un esfuerzo por ponerse en pie agarrándose al hombro de Harry.
—Supongo que unos minutos. No estaba allí cuando saqué al gato, pero cuando subí…
—Hemos de volver enseguida al castillo —dijo Dumbledore, tomando las riendas de la situación pese a que le costaba mantenerse en pie—. Rosmerta, necesitamos un medio de transporte, escobas…
—Tengo un par detrás de la barra —dijo ella, muy asustada—. ¿Quieres que vaya a buscarlas y…?
—No, que las traiga Harry.
Harry levantó la varita de inmediato.
—¡Accio escobas de Rosmerta!
Un segundo más tarde, la puerta del pub se abrió con un fuerte estrépito para dar paso a dos escobas que salieron disparadas y volaron hacia Harry; cuando llegaron a su lado, se pararon en seco con un ligero estremecimiento.
—Rosmerta, envía un mensaje al ministerio —pidió Dumbledore al tiempo que montaba en una escoba—. Es posible que en Hogwarts aún no se hayan dado cuenta de que ha pasado algo. Harry, ponte la capa invisible.
El muchacho la sacó del bolsillo y se la echó por encima antes de montar en la escoba. A continuación dieron una patada en el suelo y se elevaron, mientras la señora Rosmerta se encaminaba hacia el pub. Durante el vuelo hacia el castillo, el muchacho miraba de reojo a Dumbledore, preparado para atraparlo si se caía, pero la visión de la Marca Tenebrosa parecía haber actuado sobre el anciano como un estimulante: iba inclinado sobre la escoba, con los ojos fijos en la Marca y la melena y la barba, largas y plateadas, ondeando en el oscuro cielo. Harry miró al frente y fijó la vista en aquel siniestro cráneo; y entonces el miedo, semejante a una burbuja venenosa, se infló en su interior, le comprimió los pulmones y le apartó de la mente cualquier otra inquietud.
¿Cuánto tiempo habían pasado fuera? ¿Se habría agotado ya la suerte de Ron, Hermione y Ginny? ¿Había aparecido la Marca sobre el colegio por alguno de ellos, o sería por Neville, Luna o algún otro miembro del ED? Y si así era… Harry les había pedido que patrullaran por los pasillos, privándolos de la seguridad de sus camas… ¿Volvería a ser responsable de la muerte de uno de sus amigos?
Mientras sobrevolaban el oscuro y sinuoso camino que al salir de Hogwarts habían recorrido a pie, y a pesar del silbido del aire, Harry oyó a Dumbledore murmurar algo en una lengua extraña. Entonces su escoba se sacudió un poco al pasar por encima del muro que cercaba los jardines del castillo, y comprendió que el director estaba deshaciendo los sortilegios que él mismo había puesto alrededor del colegio; necesitaban entrar sin perder tiempo. La Marca Tenebrosa relucía por encima de la torre de Astronomía, la más alta del castillo. ¿Significaba eso que la muerte se había producido allí?
Dumbledore ya había rebasado el pequeño muro con almenas —el parapeto que bordeaba la azotea de la torre— y desmontaba de la escoba; Harry aterrizó a su lado unos segundos más tarde y miró alrededor.
La azotea estaba desierta. La puerta de la escalera de caracol por la que se bajaba al castillo se hallaba cerrada y no había ni rastro de lucha, pelea a muerte o cadáveres.
—¿Qué significa esto? —preguntó Harry contemplando el cráneo verde cuya lengua de serpiente destellaba maléficamente por encima de ellos—. ¿Es una Marca Tenebrosa de verdad? Profesor, ¿es cierto que han…?
Bajo el débil resplandor verdoso que emitía la Marca, Harry vio que el anciano se llevaba la renegrida mano al pecho.
—Ve a despertar a Severus —dijo Dumbledore en voz baja pero clara—. Cuéntale lo que ha pasado y tráelo aquí. No hagas nada más, no hables con nadie más y no te quites la capa. Te espero aquí.
—Pero…
—Juraste obedecerme, Harry. ¡Márchate!
El muchacho corrió hacia la puerta que conducía a la escalera de caracol, pero en el preciso instante en que cogía la argolla de hierro oyó pasos al otro lado. Volvió la cabeza y miró a Dumbledore, que le indicó por señas que se apartara. El muchacho retrocedió y sacó su varita.
La puerta se abrió de par en par y alguien irrumpió gritando:
—¡Expelliarmus!
Harry quedó inmóvil, con el cuerpo rígido, y cayó hacia atrás contra el murete almenado de la torre, donde permaneció apoyado como una estatua que no se tuviera sola en pie, sin poder hablar ni moverse. No entendía cómo había sucedido, pues Expelliarmus era el conjuro del encantamiento de desarme, no el del encantamiento congelador.
Entonces vio, a la luz verdosa de la Marca, cómo la varita de Dumbledore saltaba de su mano y describía un arco por encima del borde del parapeto… El profesor lo había inmovilizado sin pronunciar en voz alta el conjuro, pero el segundo empleado en realizar el encantamiento le había costado la oportunidad de defenderse.
Apoyado contra el muro y aún muy pálido, Dumbledore se mantenía en pie sin dar señales de pánico o inquietud. Se limitó a mirar a quien acababa de desarmarlo y dijo:
—Buenas noches, Draco.
Malfoy avanzó unos pasos, lanzando miradas alrededor para comprobar si Dumbledore estaba solo. Descubrió que había otra escoba en el suelo.
—¿Quién más hay aquí?
—Yo también podría hacerte esa pregunta. ¿O has venido solo?
Malfoy volvió a centrar la mirada en Dumbledore.
—No. No estoy solo. Por si no lo sabía, esta noche hay mortífagos en su colegio.
—Vaya, vaya —repuso Dumbledore como si le estuvieran presentando un ambicioso trabajo escolar—. Muy astuto. Has encontrado una forma de introducirlos, ¿no?
—Sí —respondió Malfoy, que respiraba entrecortadamente—. ¡En sus propias narices, y usted no se ha enterado de nada!
—Muy ingenioso. Sin embargo… Perdóname, pero… ¿dónde están? No veo que traigas refuerzos.
—Se han encontrado con algunos miembros de su guardia. Están abajo, peleando. No tardarán en llegar. Yo me he adelantado. Tengo… tengo que hacer un trabajo.
—En ese caso, debes hacerlo, muchacho.
Guardaron silencio. Harry, aprisionado en su paralizado e invisible cuerpo, los observaba y aguzaba el oído intentando detectar a los mortífagos que luchaban en el castillo; entretanto, Draco Malfoy seguía mirando fijamente a Albus Dumbledore, quien, aunque pareciera increíble, sonrió.
—Draco, Draco… tú no eres ningún asesino.
—¿Cómo lo sabe? —Malfoy debió de darse cuenta de lo infantiles que sonaban esas palabras, pues Harry percibió que se ruborizaba pese a que el resplandor de la Marca le teñía de verde la piel—. Usted no sabe de qué soy capaz —dijo con tono más convincente—, ¡ni sabe lo que ya he hecho!
—Sí, sí lo sé —repuso Dumbledore con suavidad—. Estuviste a punto de matar a Katie Bell y Ronald Weasley y llevas todo el curso intentando matarme; ya no sabías qué hacer. Perdóname, Draco, pero han sido unas pobres tentativas. Tan pobres, a decir verdad, que me pregunto si realmente ponías interés en ello…
—¡Claro que ponía interés! —afirmó Malfoy—. Es cierto que he estado todo el curso intentándolo, pero esta noche…
Harry oyó un grito amortiguado procedente del castillo. Malfoy se puso tenso y volvió la cabeza.
—Hay alguien que está defendiéndose con uñas y dientes —observó Dumbledore con tono despreocupado—. Pero dices que… ah, sí, que has conseguido introducir mortífagos en mi colegio, algo que yo, lo admito, consideraba imposible. ¿Cómo lo has logrado?
Pero Malfoy no respondió: seguía escuchando los ruidos procedentes del castillo; parecía casi tan paralizado como Harry.
—Quizá tengas que terminar el trabajo tú solo —apuntó Dumbledore—. Tal vez mi guardia haya desbaratado los planes de tus refuerzos. Como quizá hayas observado, esta noche también hay miembros de la Orden del Fénix en el castillo. Pero bueno, en realidad no necesitas ayuda. Me he quedado sin varita y no puedo defenderme. —Malfoy seguía mirándolo a los ojos—. Entiendo —prosiguió Dumbledore con tono cordial al ver que Malfoy no hablaba ni se movía—. Temes actuar antes de que lleguen ellos…
—¡No tengo miedo! —le espetó Malfoy de repente, pero sin decidirse a atacarlo—. ¡Usted es quien debería tener miedo!
—¿Por qué iba a tenerlo? No creo que vayas a matarme, Draco. Matar no es tan fácil como creen los inocentes. Pero dime, mientras esperamos a tus amigos, ¿cómo has conseguido traerlos aquí? Veo que has tardado mucho en hallar la manera de hacerlo.
Daba la impresión de que Malfoy estaba reprimiendo un impulso de gritar o vomitar. Tragó saliva y respiró hondo varias veces sin dejar de mirar con odio a Dumbledore y de apuntarle con la varita directamente al corazón. Entonces, como si no pudiera contenerse, dijo:
—Tuve que arreglar ese armario evanescente roto que nadie utilizaba desde hacía años. Ese en el que el año pasado se perdió Montague.
—¡Aaaah! —La exclamación de Dumbledore fue casi un quejido. Cerró los ojos un momento y dijo—: Muy inteligente… Supongo que debe de tener una pareja, ¿no?
—El otro está en Borgin y Burkes —reveló Malfoy—, y entre ellos se forma una especie de pasadizo. Montague me contó que cuando lo metieron en el de Hogwarts, quedó atrapado como en un limbo, pero algunas veces oía lo que estaba pasando en el colegio y otras lo que ocurría en la tienda, como si el armario viajara entre los dos sitios, aunque él no lograba hacerse oír por nadie. Al final consiguió salir y se apareció, a pesar de que todavía no se había examinado. Estuvo a punto de matarse. Todo el mundo quedó muy impresionado con su relato, pero yo fui el único que supo lo que significaba; ni siquiera Borgin lo adivinó. Yo fui el único que comprendió que podía haber una forma de entrar en Hogwarts a través de los armarios si lograba arreglar el que estaba roto.
—¡Vaya astucia! Y así es como han venido los mortífagos para ayudarte, desde Borgin y Burkes… Un plan muy ingenioso, sí señor, muy ingenioso. Y, como bien dices, en mis propias narices.
—Sí —dijo Malfoy, y curiosamente parecía extraer alivio y coraje de las alabanzas de Dumbledore—. ¡Sí, era un plan muy inteligente!
—Pero ha debido de haber momentos en que no estabas seguro de si conseguirías arreglar el armario, ¿verdad? Y por eso recurriste a métodos tan rudimentarios y tan mal vistos como enviarme un collar maldito que tenía muchas posibilidades de ir a parar a otras manos, o envenenar un hidromiel que no era probable que yo llegara a catar…
—Sí, ya, pero aun así usted no descubrió quién había detrás de esas acciones —contestó Malfoy con tono mordaz, mientras Dumbledore resbalaba un poco por el parapeto, como si las piernas ya no pudieran sostenerlo en pie, y Harry intentaba en vano deshacer el sortilegio que lo inmovilizaba.
—La verdad es que sí —dijo Dumbledore—. Estaba seguro de que eras tú.
—Entonces, ¿por qué no me lo impidió?
—Lo intenté, Draco. El profesor Snape tenía órdenes de vigilarte.
—Snape no obedecía sus órdenes. Le juró a mi madre…
—Sí, claro, eso fue lo que te dijo a ti, pero…
—¿No se da cuenta, viejo estúpido, de que Snape es un espía doble? ¡No trabaja para usted, como usted se cree!
—En este punto es lógico que discrepemos, Draco. Resulta que yo confío en el profesor Snape.
—¡Si confía en él es que está perdiendo la chaveta! —se burló Malfoy—. Snape me ha ofrecido su ayuda. Claro, él quería llevarse toda la gloria, quería participar en la acción… «¿Qué estás haciendo? ¿Has sido tú el del collar? Eso ha sido una locura, habrías podido estropearlo todo…» Pero no le expliqué qué hacía en la Sala de los Menesteres, así que mañana, cuando se despierte, verá que todo ha terminado y él habrá dejado de ser el preferido de lord Voldemort. ¡Comparado conmigo, no será nada, nada!
—Muy gratificante —repuso Dumbledore con gentileza—. A todos nos gusta que los demás reconozcan nuestro trabajo, por supuesto. No obstante, tú debes de haber tenido algún cómplice, alguien de Hogsmeade, alguien que pudiera pasarle a Katie el… el… ¡Aaaah! —Volvió a cerrar los ojos y asintió despacio, cabeceando como a punto de quedarse dormido—. Claro… Rosmerta. ¿Desde cuándo está bajo la maldición imperius?
—Por fin ha caído en la cuenta, ¿eh? —se mofó Malfoy.
Se oyó otro grito, mucho más fuerte que el anterior, este del interior de la torre. Malfoy volvió a girar la cabeza, nervioso, y luego miró a Dumbledore, que continuó:
—Así que obligasteis a la pobre Rosmerta a esconderse en su propio lavabo para que le entregara ese collar al primer alumno de Hogwarts que entrara allí solo, ¿no? Y el hidromiel envenenado… Bueno, como es lógico, Rosmerta pudo envenenarlo antes de enviarle la botella a Slughorn, quien a su vez me lo regalaría a mí por Navidad. Sí, muy hábil, muy hábil… Al pobre señor Filch jamás se le habría ocurrido examinar una botella de Rosmerta. Y dime, ¿cómo te ponías en contacto con ella? Creía tener controlados todos los sistemas de comunicación entre el colegio y el exterior.
—Mediante monedas encantadas —respondió Malfoy como si no pudiera contenerse de seguir hablando, aunque la mano de la varita le temblaba cada vez más—. Yo tenía una y ella otra, y así podía enviarle mensajes…
—¿No es ése el medio de comunicación secreto que el curso pasado utilizaba el grupo que se hacía llamar Ejército de Dumbledore? —preguntó el anciano en voz baja y tono indolente, pero Harry vio que volvía a resbalar un poco más por el parapeto.
—Sí, ellos me dieron la idea —dijo Malfoy componiendo una siniestra sonrisa—. Y la idea de envenenar el hidromiel me la dio esa sangre sucia de Granger; un día en la biblioteca oí cómo decía que Filch no sabía distinguir las pociones…
—Te agradecería que delante de mí no emplearas esa expresión tan injuriosa —dijo Dumbledore.
Malfoy soltó una estridente carcajada.
—¿Le molesta que diga «sangre sucia» cuando estoy a punto de matarlo?
—Sí, me molesta —confirmó Dumbledore, y Harry advirtió que los pies del anciano resbalaban unos centímetros y él luchaba por mantenerse en pie—. Pero, respecto a eso de que estás a punto de matarme, Draco… Has tenido tiempo de sobra para hacerlo. Estamos completamente solos. Ni siquiera habrías podido soñar con encontrarme tan indefenso, y sin embargo no te has decidido…
Malfoy hizo una mueca involuntaria, como si hubiera probado un sabor muy amargo.
—Pero hablemos de lo de esta noche —prosiguió Dumbledore—. No acabo de entender qué ha pasado… ¿Sabías que había salido del colegio? ¡Ah, naturalmente! —se respondió a sí mismo—. Rosmerta me vio marchar y te avisó por medio de vuestras ingeniosas monedas, ¿verdad?
—Así es. Pero ella me dijo que usted sólo había ido a tomar una copa y que volvería enseguida…
—La tomé, la tomé, y más de una… Y he vuelto, si a esto se lo puede llamar volver. Así que decidiste prepararme una trampa, ¿no?
—Decidimos poner la Marca Tenebrosa encima de la torre para hacerlo regresar al castillo. Usted querría saber a quién habían matado. ¡Y ha salido bien!
—Bueno, sí y no… Pero ¿significa eso que no hay víctimas mortales?
—Sí las hay —dijo Malfoy con voz más aguda—. Uno de los suyos. No sé quién es porque estaba oscuro, pero he pasado por encima de un cadáver. Yo tenía que estar esperándolo aquí arriba cuando usted llegara, pero ese bicho suyo, el fénix, se interpuso en mi camino…
—Sí, tiene esa mala costumbre.
Entonces se oyó un fuerte estrépito, seguido de gritos cada vez más fuertes procedentes del interior de la torre; era como si hubiera gente peleando en la misma escalera de caracol que conducía a la azotea, donde se encontraban ellos. El corazón de Harry, inaudible, latía con violencia en su invisible pecho. Malfoy había pasado por encima de un cadáver… había muerto alguien… pero ¿quién?
—Sea como sea, nos queda poco tiempo —dijo Dumbledore—. Es hora de que hablemos de nuestras opciones, Draco.
—¿Opciones? ¿Qué opciones? —gritó Malfoy—. Tengo mi varita y estoy a punto de matarlo…
—Amigo mío, no tiene sentido que sigamos fingiendo. Si pensaras matarme lo habrías hecho en cuanto me desarmaste, en lugar de entablar una agradable conversación sobre los métodos de que dispones para hacerlo.
—¡Yo no tengo opciones! —dijo Malfoy, que se había puesto tan pálido como Dumbledore—. ¡Tengo que liquidarlo! ¡Si no lo hago, él me matará! ¡Matará a mi familia!
—Me hago cargo de lo comprometido de tu posición. ¿Por qué, si no, crees que no te planté cara antes? Porque sabía que lord Voldemort te mataría si se daba cuenta de que yo sospechaba de ti.
Malfoy hizo una mueca de dolor al oír el nombre de su amo.
—No me atreví a hablar contigo de la misión que sabía que te habían asignado, por si él utilizaba la Legeremancia contra ti —continuó Dumbledore—. Pero ahora, por fin, podemos hablar sin necesidad de andarnos con tapujos… Todavía no has cometido ningún crimen, ni le has causado ningún daño irreparable a nadie, aunque has tenido suerte de que tus víctimas indirectas hayan sobrevivido… Yo puedo ayudarte, Draco.
—No, no puede. —La mano de la varita le temblaba cada vez más—. Nadie puede ayudarme. Él me dijo que si no lo hacía me mataría. No tengo alternativa.
—Pásate a nuestro bando, Draco, y nosotros nos encargaremos de esconderte. Es más, esta misma noche puedo enviar miembros de la Orden a casa de tu madre y esconderla también a ella. Tu padre, por ahora, está a salvo en Azkaban… Cuando llegue el momento también podremos protegerlo a él. Pásate a nuestro bando, Draco… Tú no eres ningún asesino.
—He llegado hasta aquí, ¿no? —dijo despacio Malfoy, mirando fijamente a Dumbledore—. Ellos pensaron que moriría en el intento, pero aquí estoy… Y ahora su vida depende de mí… Soy yo el que tiene la varita… Su suerte está en mis manos…
—No, Draco —corrigió Dumbledore—. Soy yo el que tiene tu suerte en las manos.
Malfoy no respondió. Tenía la boca entreabierta y la mano seguía temblándole. A Harry le pareció que bajaba un poco la varita…
En ese momento se oyeron unos pasos que subían atropelladamente la escalera, y un segundo más tarde cuatro personas ataviadas con túnicas negras irrumpieron por la puerta de la azotea y apartaron a Malfoy de en medio.
Harry contempló aterrado a los cuatro desconocidos con los ojos muy abiertos y sin poder parpadear siquiera. Por lo visto, los mortífagos habían ganado la pelea librada en la torre.
Un individuo contrahecho que no paraba de mirar de reojo en torno a sí soltó una risita espasmódica.
—¡Ha acorralado a Dumbledore! —exclamó, y se volvió hacia una mujer achaparrada que parecía su hermana y sonreía con entusiasmo—. ¡Lo ha desarmado! ¡Dumbledore está solo! ¡Te felicito, Draco, te felicito!
—Buenas noches, Amycus —lo saludó Dumbledore con calma, como si lo recibiera en su casa para tomar el té—. Y también has traído a Alecto… qué bien…
La mujer soltó una risita ahogada y le espetó:
—¿Acaso crees que tus estúpidas bromitas te van a ayudar en el lecho de muerte?
—¿Bromitas? Esto no son bromitas, son buenos modales —replicó Dumbledore.
—¡Hazlo! —dijo el desconocido más cercano a Harry, un tipo alto y delgado de abundante pelo canoso y grandes patillas que llevaba una túnica negra de mortífago muy ceñida.
Harry jamás había oído una voz semejante, una especie de áspero rugido. El individuo despedía un intenso hedor, una mezcla de olor a mugre, sudor y algo inconfundible: sangre. Sus sucias manos lucían uñas largas y amarillentas.
—¿Eres tú, Fenrir? —preguntó Dumbledore.
—Exacto —contestó el otro con su ronca voz—. ¿A mí también te alegras de verme, Dumbledore?
—No, la verdad es que no…
Fenrir Greyback sonrió burlón, exhibiendo unos dientes muy afilados. Le goteaba sangre de la barbilla y se relamió despacio, con impudicia.
—Pero sabes cómo me gustan los niños, Dumbledore.
—¿Significa eso que ahora atacas aunque no haya luna llena? Eso es muy inusual… ¿Tanto te gusta la carne humana que no tienes suficiente con saciarte una vez al mes?
—Así es. Eso te impresiona, ¿verdad, Dumbledore? ¿Te asusta?
—Bueno, no voy a negar que me disgusta un poco. Y debo admitir que me sorprende que Draco te haya invitado precisamente a ti a venir al colegio donde viven sus amigos…
—Yo no lo invité —murmuró Malfoy. No miraba a Greyback, y daba la impresión de que ni siquiera se atrevía a hacerlo de reojo—. No sabía que iba a venir…
—No me perdería un viaje a Hogwarts por nada del mundo, Dumbledore —declaró Greyback—. Con la cantidad de gargantas que hay aquí para morder… Será delicioso, delicioso… —Levantó una amarillenta uña y se tocó los dientes mirando al anciano con avidez—. Podría reservarte a ti para el postre, Dumbledore…
—No —intervino el cuarto mortífago, de toscas facciones y expresión brutal—. Tenemos órdenes. Tiene que hacerlo Draco. ¡Ahora, Draco, y deprisa!
Malfoy parecía más indeciso que antes. Miraba fijamente a Dumbledore, pero el terror se reflejaba en su cara; el director de Hogwarts, más pálido que nunca, había ido resbalando por el muro casi hasta quedar sentado en el suelo.
—¡Bah, si de todos modos ya tiene un pie en la tumba! —dijo el mortífago contrahecho, y fue coreado por las jadeantes risitas de su hermana—. Miradlo… ¿Qué te ha pasado, Dumby?
—Ya no tengo tanta resistencia, ni tantos reflejos, Amycus —contestó Dumbledore—. Son cosas de la edad… Algún día quizá te pase a ti, si tienes suerte…
—¿Qué quieres decir con eso, eh? ¿Qué quieres decir? —chilló el mortífago poniéndose violento de repente—. Siempre igual, ¿no, Dumby? ¡Hablas mucho pero no haces nada, nada! ¡Ni siquiera sé por qué el Señor Tenebroso se molesta en matarte! ¡Vamos, Draco, hazlo de una vez!
Pero en ese momento volvieron a oírse ruidos y correteos en la torre y una voz gritó:
—¡Han bloqueado la escalera! ¡Reducto! ¡¡Reducto!!
A Harry le dio un vuelco el corazón: esas palabras significaban que los cuatro mortífagos no habían eliminado toda la oposición que habían encontrado, sino que se las habían arreglado de momento para llegar a lo alto de la torre; por lo visto, al subir habían levantado una barrera a sus espaldas.
—¡Ahora, Draco, rápido! —lo urgió con brusquedad el más salvaje de los cuatro.
Pero a Malfoy le temblaba tanto la varita que apenas podía apuntar con ella.
—Ya me encargo yo —gruñó Greyback, y avanzó hacia Dumbledore con los brazos estirados y enseñando los dientes.
—¡He dicho que no! —gritó el otro.
A continuación hubo un destello y el hombre lobo salió despedido hacia un lado; dio contra el parapeto y se tambaleó, encolerizado. A Harry, aprisionado por el hechizo del director, le palpitaba tan fuerte el corazón que le resultaba increíble que aún no lo hubiesen descubierto. Si hubiera podido moverse, habría echado una maldición desde debajo de la capa invisible…
—Hazlo, Draco, o apártate para que lo haga uno de nosotros… —chilló la mujer, pero en ese preciso instante la puerta de la azotea se abrió una vez más y apareció Snape, varita en mano; recorrió la escena con sus negros ojos paseando la mirada desde Dumbledore, desplomado contra el parapeto, hasta el grupo formado por los cuatro mortífagos, entre ellos el iracundo hombre lobo, y Malfoy.
—Tenemos un problema, Snape —dijo el contrahecho Amycus, con la mirada y la varita fijas en Dumbledore—. El chico no se atreve a…
Pero alguien más había pronunciado el nombre de Snape con un hilo de voz.
—Severus…
Nada de lo que Harry había visto u oído esa noche lo había asustado tanto como ese sonido. Por primera vez, Dumbledore hablaba con tono suplicante.
Snape no dijo nada, pero avanzó unos pasos y apartó con brusquedad a Malfoy de su camino. Los mortífagos se retiraron sin decir palabra. Hasta el hombre lobo parecía intimidado.
Snape, cuyas afiladas facciones denotaban repulsión y odio, le lanzó una mirada al anciano.
—Por favor… Severus…
Snape levantó la varita y apuntó directamente a Dumbledore.
—¡Avada Kedavra!
Un rayo de luz verde salió de la punta de la varita y golpeó al director en medio del pecho. Harry soltó un grito de horror que no se oyó; mudo e inmóvil, se vio obligado a ver cómo Dumbledore saltaba por los aires. El anciano quedó suspendido una milésima de segundo bajo la reluciente Marca Tenebrosa; luego se precipitó lentamente, como un gran muñeco de trapo, cayó al otro lado de las almenas y se perdió de vista.