La cueva
HARRY olía a salitre y oía el susurro de las olas; una débil y fresca brisa le alborotaba el pelo mientras contemplaba un mar iluminado por la luna y un cielo tachonado de estrellas. Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra y a sus pies el agua se agitaba y espumaba. Miró hacia atrás y vio un altísimo acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en un pasado remoto, se habían desprendido algunas rocas semejantes a aquélla sobre la que estaba con Dumbledore. Era un paisaje inhóspito y deprimente: no había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.
—¿Qué te parece? —le preguntó Dumbledore, como si le pidiera su opinión sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.
—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato? —preguntó el muchacho, que no se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.
—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio camino, en esos acantilados que tenemos detrás. Creo que llevaron a los huérfanos allí para que les diera el aire del mar y contemplaran el oleaje. Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar. Ningún muggle podría llegar hasta esta roca a menos que fuera un excelente escalador, y a las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo diría que debió de bastar el trayecto hasta este lugar para aterrorizarlos, ¿no crees? —Harry volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—. Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Sígueme.
Lo condujo hasta el mismo borde de la roca, donde una serie de huecos irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un lecho de rocas grandes y erosionadas, parcialmente sumergidas en el agua y más cercanas a la pared del precipicio. Era un descenso peligroso, y Dumbledore, que sólo podía ayudarse con una mano, avanzaba poco a poco, pues el agua del mar volvía resbaladizas esas rocas más bajas. Harry notaba una constante rociada fría y salada en la cara.
—¡Lumos! —exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a la pared del acantilado.
Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra pared de roca que tenía al lado también se iluminó.
—¿Lo ves? —dijo el anciano profesor con voz queda al tiempo que levantaba un poco más la varita. Harry vio una fisura en el acantilado, en cuyo interior se arremolinaba el agua—. ¿Tienes algún inconveniente en mojarte un poco?
—No.
—Entonces quítate la capa invisible. Ahora no la necesitas. Tendremos que darnos un chapuzón.
Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más joven, saltó de la roca lisa, se zambulló en el mar y empezó a nadar con elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los dientes la varita encendida. Harry se quitó la capa, se la guardó en el bolsillo y lo siguió.
El agua estaba helada; las empapadas ropas se inflaban y le pesaban. Respirando hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas, emprendió el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.
La fisura pronto dio paso a un oscuro túnel y Harry dedujo que aquel espacio debía de llenarse de agua con la marea alta. Sólo había un metro de distancia entre las viscosas paredes, que brillaban como alquitrán mojado, iluminadas por la luz que emitía la varita de Dumbledore. Asimismo vio que, un poco más adelante, el túnel describía una curva hacia la izquierda y se extendía hacia el interior del acantilado. Siguió nadando detrás de Dumbledore, aunque sus entumecidos dedos rozaban la roca áspera y húmeda.
Entonces vio que el profesor salía del agua; el canoso cabello y la oscura túnica le relucían. Cuando Harry llegó a su lado, descubrió unos escalones que conducían a una gran cueva. Chorreando agua de su empapada ropa y sacudido por fuertes temblores, trepó y fue a parar a un frío recinto.
Dumbledore estaba de pie en medio de la cueva, con la varita en alto; se dio la vuelta despacio y examinó las paredes y el techo.
—Sí, es aquí —dijo.
—¿Cómo lo sabe? —susurró Harry.
—Hay huellas de magia.
Harry no sabía si los escalofríos que tenía se debían al frío o a que él también percibía los sortilegios. Se quedó mirando a Dumbledore, que seguía girando sobre sí mismo, concentrado en cosas que Harry no podía ver.
—Esto sólo es la antecámara, una especie de vestíbulo —comentó el profesor al cabo de unos momentos—. Tenemos que llegar al interior… Ahora no se trata de salvar los obstáculos de la naturaleza, sino los dispuestos por lord Voldemort.
Dicho esto, se acercó a la pared de la cueva y la acarició con los renegridos dedos mientras murmuraba unas palabras en una lengua desconocida. Recorrió dos veces el perímetro de la cueva tocando la áspera roca; a veces se detenía y pasaba los dedos repetidamente por determinado sitio, hasta que al fin se quedó quieto con la palma de la mano pegada a la pared.
—Aquí —dijo—. Tenemos que continuar por aquí. La entrada está camuflada.
Harry no le preguntó cómo lo sabía, aunque era la primera vez que veía a un mago averiguar algo de ese modo, observando y palpando; pero ya había aprendido que muchas veces el humo y las explosiones no eran señal de experiencia, sino de ineptitud.
Dumbledore se apartó de la pared y apuntó hacia la roca con la varita. El contorno de un arco se dibujó en la pared; era de un blanco resplandeciente, como si detrás brillara una intensa luz.
—¡Lo ha co… conseguido! —exclamó Harry tiritando, pero, antes de acabar de pronunciar estas palabras, el contorno desapareció y la roca volvió a mostrar su superficie normal.
Dumbledore miró en torno.
—Perdona, Harry. No me he acordado… —Lo apuntó con la varita, y de inmediato la ropa del muchacho volvió a quedar tan seca como si hubiera estado colgada delante de una chimenea encendida.
—Gracias —dijo Harry con alivio.
Pero Dumbledore ya había vuelto a concentrarse en la sólida pared de la cueva. No intentó ningún otro sortilegio, sino que se quedó inmóvil contemplándola con atención, como si leyera algo extremadamente interesante. Harry también se quedó quieto para no perturbar su concentración.
Pasaron dos minutos, y entonces Dumbledore dijo en voz baja:
—¡No es posible! ¡Qué ordinariez!
—¿Qué ocurre, profesor?
—Creo que para pasar tendremos que pagar —explicó al tiempo que introducía la mano herida en la túnica y extraía un pequeño cuchillo de plata como los que Harry utilizaba para cortar los ingredientes de las pociones.
—¿Pagar? —se extrañó Harry—. ¿Hay que darle algo a la puerta?
—Sí. Sangre, si no me equivoco.
—¿Sangre?
—Así es. Una ordinariez —repitió con desdén, casi decepcionado, como si Voldemort no hubiera alcanzado la categoría necesaria que Dumbledore esperaba de él—. La intención, como ya habrás comprendido, es que tu enemigo se debilite antes de entrar. Una vez más, lord Voldemort no entiende que hay cosas mucho más terribles que el dolor físico.
—Ya, pero aun así, si puede usted evitarlo… —Harry ya había sufrido bastante y prefería no tener que soportar nuevos tormentos.
—Sin embargo, a veces es inevitable. —Se arremangó la túnica y dejó al descubierto el antebrazo de la mano herida.
—¡Profesor! —protestó Harry, y se lanzó hacia él cuando lo vio levantar el cuchillo—. Déjeme a mí, yo soy… —No supo qué decir: ¿más joven, más fuerte?
Pero Dumbledore se limitó a sonreír. Hubo un destello plateado, seguido de un chorro rojo, y la pared de roca quedó salpicada de oscuras y relucientes gotas.
—Eres muy amable, Harry —le agradeció el anciano profesor, y pasó la punta de la varita sobre el profundo corte que se había hecho en el brazo, que cicatrizó al instante, como cuando Snape le había curado las heridas a Malfoy—. Pero tu sangre es más valiosa que la mía. Mira, creo que ha dado resultado, ¿no?
El refulgente arco había aparecido de nuevo en la pared, y esta vez no se borró: la roca del interior, salpicada de sangre, se esfumó dejando una abertura que daba paso a una oscuridad total.
—Creo que entraré primero —dijo Dumbledore, y traspuso el arco seguido de Harry, que encendió rápidamente su varita.
Ante ellos surgió un panorama sobrecogedor: se hallaban al borde de un gran lago negro, tan vasto que Harry no alcanzó a divisar las orillas opuestas, y situado dentro de una cueva tan alta que el techo tampoco llegaba a verse. Una luz verdosa y difusa brillaba a lo lejos, en lo que debía de ser el centro del lago, y se reflejaba en sus aguas, completamente quietas. Aquel resplandor verdoso y la luz de las dos varitas eran lo único que rompía la aterciopelada negrura, aunque no iluminaban tanto como Harry habría deseado. Por decirlo de alguna forma, se trataba de una oscuridad más densa que la habitual.
—En marcha —dijo Dumbledore en voz baja—. Ten mucho cuidado y procura no tocar el agua. No te separes de mí.
Echaron a andar por la orilla del lago. Ambos chapotearon por el estrecho borde de roca que cercaba la extensión de agua. Siguieron caminando, pero el paisaje no cambiaba: a uno de los lados tenían la áspera pared de la cueva; al otro, una negrura infinita, lisa y vítrea, en medio de la cual brillaba aquel misterioso resplandor verdoso. El lugar y el silencio eran opresivos e inquietantes.
—Profesor —dijo al fin el muchacho—. ¿Cree que el Horrocrux está aquí?
—Sí, eso creo. O mejor dicho, estoy seguro. La cuestión es cómo llegaremos hasta él.
—¿Y si… y si probáramos con un encantamiento convocador? —propuso Harry, pese a intuir que era una sugerencia estúpida. Aunque no quisiera admitirlo, estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
—Sí, podríamos probarlo. —Dumbledore se paró en seco y Harry casi chocó contra él—. ¿Por qué no lo intentas tú?
—¿Yo? Ah, bueno… —No se lo esperaba, pero carraspeó, alzó la varita y dijo en voz alta: ¡Accio Horrocrux!
Se oyó un fuerte ruido, parecido a una explosión, y una cosa grande y blanquecina surgió de la oscura superficie del agua a unos seis metros de ellos, pero, antes de que Harry pudiera ver qué era, se sumergió con un fuerte chapoteo que creó extensas y profundas ondas en la superficie lisa como un espejo. Asustado, Harry dio un salto hacia atrás y chocó contra la pared.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó con el corazón palpitando.
—Supongo que algo que reaccionará si intentamos coger el Horrocrux.
Harry dirigió la vista hacia el agua: la superficie del lago volvía a semejar un cristal negro y reluciente y las ondas habían desaparecido con una rapidez inaudita; sin embargo, a él seguía palpitándole el corazón.
—¿Usted ya sabía que iba a pasar esto, señor?
—Imaginé que pasaría algo si intentábamos hacernos con el Horrocrux por medios directos y evidentes. Has tenido una gran idea, Harry; era la forma más sencilla de averiguar a qué nos enfrentamos.
—Pero todavía no sabemos qué era esa cosa —dijo Harry escudriñando el agua, de una tersura siniestra.
—Querrás decir qué son esas cosas —lo corrigió Dumbledore—. Dudo mucho que haya sólo una. ¿Seguimos adelante?
—Profesor…
—¿Qué, Harry?
—¿Cree que tendremos que meternos en el lago?
—¿Meternos? Sólo si nos van muy mal las cosas.
—Entonces… ¿el Horrocrux no está en el fondo?
—No. Supongo que está en el centro. —Dumbledore señaló hacia la luz verdosa y difusa que brillaba en medio del lago.
—¿Y tendremos que cruzar el lago para cogerlo?
—Me figuro que sí.
Harry no dijo nada. Sólo pensaba en monstruos marinos, serpientes gigantescas, demonios, kelpies y espectros.
—¡Ajá! —dijo Dumbledore, y se detuvo de nuevo. Esta vez Harry chocó contra él, perdió el equilibrio y se inclinó sobre el borde de las oscuras aguas. La mano herida de Dumbledore le aferró el brazo y tiró de él—. Cuánto lo siento, Harry, debí avisarte. Pégate a la pared, por favor; creo que hemos encontrado el sitio.
Harry no supo a qué se refería; a su entender, aquel tramo de orilla oscura no se distinguía en nada de los demás, pero el anciano profesor parecía haber detectado algo especial. Esta vez no pasó la mano por la pared rocosa, sino que la agitó en el aire como si quisiera asir algo invisible.
—¡Ajá! —repitió alegremente unos segundos más tarde, con el brazo en alto y la mano cerrada alrededor de algo que Harry no veía. Dumbledore se acercó más al agua y Harry vio, angustiado, cómo las punteras de sus zapatos con hebillas llegaban al mismísimo borde de la roca. Sin abrir la mano, Dumbledore alzó la varita con la otra mano y se dio unos golpecitos con ella en el puño.
Una gruesa cadena verde metálico apareció como por ensalmo; salió de las profundidades del lago y llegó hasta el puño de Dumbledore. Éste la tocó con la varita y la cadena empezó a resbalar por su puño como una serpiente y se enroscó en el suelo con un tintineo que reverberó en las paredes de roca, al mismo tiempo que tiraba de algo que iba emergiendo del agua. Harry dio un grito de asombro al ver cómo la fantasmal proa de una pequeña barca emergía a la superficie; era del mismo color que la cadena y despedía un extraño resplandor. La embarcación se deslizó alterando apenas el agua y se dirigió hacia el tramo de orilla donde estaban ellos.
—¿Cómo sabía que había una barca en el fondo del lago? —preguntó Harry, estupefacto.
—La magia siempre deja rastros —respondió Dumbledore, mientras la barca llegaba a la orilla y la golpeaba suavemente—, a veces muy evidentes. Yo fui maestro de Tom Ryddle. Conozco su estilo.
—¿Es segura esta barca?
—Sí, creo que sí. Voldemort necesitaba disponer de un modo de cruzar el lago sin despertar la cólera de esas criaturas que él mismo puso dentro, por si alguna vez decidía ir a ver su Horrocrux o recuperarlo.
—Entonces, ¿esas cosas que hay en el agua no nos harán nada si cruzamos el lago en la barca de Voldemort?
—Creo que en algún momento se darán cuenta de que no somos Voldemort. Sin embargo, hasta ahora nos ha ido todo muy bien. Nos han dejado sacar la barca.
—Pero ¿por qué nos lo han permitido? —preguntó Harry, imaginándose unos tentáculos que surgirían de las oscuras aguas en cuanto ellos se alejaran de la orilla.
—Voldemort debía de estar convencido de que sólo un gran mago sería capaz de encontrar la barca. Como para él era una posibilidad muy remota, creo que decidió correr el riesgo a sabiendas de que más adelante había puesto otros obstáculos que sólo él podría superar. Ya veremos si tiene razón.
Harry le echó un vistazo a la barca, que era muy pequeña.
—No parece hecha para dar cabida a dos personas. ¿Nos aguantará? ¿No pesaremos demasiado?
Dumbledore se rió con ganas.
—A Voldemort no debía de importarle el peso del intruso que cruzara el lago, sino su grado de poder mágico. No me extrañaría que esta barca tuviese un sortilegio para impedir que naveguen en ella dos magos a la vez.
—¿Y entonces…?
—No creo que tú cuentes, Harry: eres menor de edad y todavía no has terminado tus estudios. Voldemort jamás imaginaría que un muchacho de dieciséis años pudiera llegar hasta aquí. Además, supongo que tus poderes no se detectarán, comparados con los míos. —Esas palabras no sirvieron para levantarle la moral a Harry, y como Dumbledore quizá se dio cuenta, añadió—: Un grave error por parte de Voldemort, Harry, un grave error… Los adultos somos insensatos y descuidados cuando subestimamos a los jóvenes. Bien, esta vez pasa tú delante y procura no tocar el agua.
Dumbledore se apartó y Harry subió con cuidado a la barca. El anciano profesor lo siguió, enrolló la cadena y la dejó en el suelo. Se apretujaron como pudieron; Harry no podía sentarse cómodamente, sino que iba agachado y las rodillas le sobresalían por los lados de la embarcación, que empezó a moverse enseguida. No se oía más que el sedoso susurro de la proa surcando el agua; la barca avanzaba sin ayuda, como si una cuerda invisible tirara de ella hacia la luz que brillaba en el centro del lago. Al poco rato dejaron de ver las paredes de la cueva y tuvieron la impresión de que navegaban por alta mar, pero no había olas.
Harry vio el reflejo dorado de la luz de su varita, que refulgía y centelleaba sobre las negras aguas. La barca labraba profundas ondulaciones en la vítrea superficie, surcos en un oscuro espejo… De pronto Harry vio una cosa de un blanco marmóreo a escasos centímetros por debajo de la superficie.
—¡Profesor! —exclamó, asustado, y su voz resonó sobre las silenciosas aguas.
—¿Qué pasa, Harry?
—¡Me ha parecido ver una mano en el agua, una mano humana!
—Sí, no lo dudo —repuso Dumbledore sin inmutarse.
Harry escudriñó el agua buscando la mano, que había desaparecido, y notó que una náusea le ascendía por la garganta.
—Entonces esa cosa que antes ha saltado del agua…
Pero tuvo la respuesta a su pregunta antes de que Dumbledore contestara: en ese momento la luz de la varita mostró el cadáver de un hombre flotando boca arriba, a unos centímetros de la superficie: tenía los ojos abiertos pero vidriosos, y el cabello y la túnica le ondeaban alrededor como humo.
—¡Son cadáveres! —exclamó Harry con una voz tan estridente que no parecía la suya.
—Sí —confirmó Dumbledore, imperturbable—, pero de momento no tenemos que preocuparnos por ellos.
—¿De momento? —Harry apartó la vista del agua para mirar al director.
—Sí, mientras floten a la deriva por debajo de la superficie. No hay nada que temer de un cadáver, Harry, como tampoco hay que tener miedo de la oscuridad. Aunque no lo confiese, lord Voldemort teme esas dos realidades y, como es lógico, no opina igual que yo. Pero, una vez más, con esa actitud revela su ignorancia. Lo único que nos da miedo cuando nos asomamos a la muerte y a la oscuridad es lo desconocido.
Harry no dijo nada porque no quería discutir, pero la idea de que hubiera cadáveres flotando alrededor y por debajo de ellos le producía pavor, y además no estaba de acuerdo en que no fueran peligrosos.
—Pero… saltan —insistió procurando conservar un tono tan bajo y pausado como el de Dumbledore—. Cuando intenté hacerle un encantamiento convocador al Horrocrux, un cadáver saltó del lago.
—Sí. Sospecho que cuando cojamos el Horrocrux no se mostrarán tan pacíficos. Sin embargo, como muchas otras criaturas que habitan en sitios fríos y oscuros, temen la luz y el calor, y, por lo tanto, a eso recurriremos si surge la necesidad: al fuego —añadió esbozando una sonrisa al ver la expresión de desconcierto del muchacho.
—Ah, claro… —se apresuró a decir Harry, y volvió la cabeza en dirección al resplandor verdoso hacia el que se dirigían inexorablemente. Ya no podía fingir que no tenía miedo. Un lago inmenso y negro, lleno de cadáveres… Tenía la impresión de que habían pasado horas desde que se encontró a la profesora Trelawney, o desde que les dio el Felix Felicis a Ron y Hermione… Entonces lamentó no haberse despedido con más calma de ellos… Y pensar que a Ginny ni siquiera la había visto…
—Estamos llegando —anunció Dumbledore con júbilo.
La luz verdosa parecía estar aumentando por fin de tamaño, y pasados unos minutos la barca se detuvo golpeando suavemente algo que Harry al principio no pudo ver, pero cuando levantó su iluminada varita comprobó que habían llegado a una pequeña isla de roca lisa en el centro del lago.
—Ten mucho cuidado de no tocar el agua —insistió Dumbledore mientras el muchacho bajaba de la barca.
La isla no era más grande que el despacho de Dumbledore: se trataba de una extensión de piedra lisa y oscura sobre la que no había otra cosa que el origen de aquella luz verdosa, que de cerca brillaba mucho más. Harry entornó los ojos y la examinó: creyó que era una especie de lámpara, pero luego vio que la luz procedía de una vasija de piedra, parecida al pensadero, colocada encima de un pedestal.
Dumbledore se acercó a la vasija y Harry lo siguió. Se pusieron uno al lado del otro, miraron en el interior y vieron que contenía un líquido verde esmeralda que emitía aquel resplandor fosforescente.
—¿Qué es? —preguntó Harry con un hilo de voz.
—No estoy seguro. Pero sin duda es algo más preocupante que la sangre y los cadáveres.
Dumbledore se subió una manga de la túnica y acercó los chamuscados dedos a la superficie de la poción.
—¡No lo toque, señor!
—No puedo tocarlo —dijo Dumbledore esbozando una sonrisa—. ¿Lo ves? No puedo acercarme más. Inténtalo tú.
Con los ojos como platos, Harry introdujo la mano en la vasija e intentó tocar la poción, pero una especie de barrera invisible le impidió acercarse al líquido. Por mucho que empujara, sus dedos no encontraban otra cosa que esa barrera, invisible pero sólida.
—Apártate, Harry, por favor.
Dumbledore alzó la varita e hizo unos complicados movimientos sobre la poción al tiempo que murmuraba palabras ininteligibles. No pasó nada, salvo quizá que el brillo del líquido se intensificó. Harry guardó silencio mientras el profesor se concentraba, pero al cabo de un rato el anciano apartó la varita y Harry consideró que ya podía hablar.
—¿Cree que el Horrocrux está ahí dentro, señor?
—Sí, así es. —Dumbledore volvió a mirar con detenimiento el interior de la vasija. Harry le vio la cara reflejada del revés en la lisa superficie de la poción verde—. Pero ¿cómo llegar hasta él? No podemos introducir la mano en la poción, ni hacerle un hechizo desvanecedor, ni apartarla, ni cogerla, ni trasvasarla, ni transformarla, ni hacerle ningún encantamiento, ni alterar su naturaleza por ningún otro medio. —Con un ademán casi distraído, volvió a levantar la varita, le dio una sacudida y atrapó al vuelo la copa de cristal que hizo aparecer de la nada—. Lo único que se me ocurre es que haya que bebérsela.
—¿Qué? —dijo Harry—. ¡No!
—Sí, sí. Sólo bebiéndomela podré vaciar la vasija y ver qué se esconde en su interior.
—Pero ¿y si… y si lo mata?
—No; dudo que funcione de ese modo —respondió Dumbledore con tranquilidad—. Lord Voldemort no querría matar a la persona que consiga llegar a esta isla.
Harry no dio crédito a sus oídos. ¿Era esa conjetura otro ejemplo de la insensata propensión de Dumbledore a pensar bien de todo el mundo?
—Pero, señor —dijo, procurando controlar la voz—, todo esto es obra de Voldemort…
—Discúlpame, Harry; debí decir que él no querría matar «tan deprisa» a la persona que consiga llegar hasta aquí, sino que la mantendría con vida hasta averiguar cómo ha conseguido burlar sus defensas y, más importante aún, por qué le interesa tanto vaciar la vasija. No olvides que lord Voldemort cree que sólo él sabe que existen sus Horrocruxes.
Harry fue a hablar otra vez, pero Dumbledore levantó la mano pidiendo silencio y examinó el líquido verde esmeralda con la frente ligeramente fruncida, muy concentrado.
—No me cabe duda de que esta poción causa un efecto que impide coger el Horrocrux —dijo pasados unos momentos—. Podría paralizarme, hacerme olvidar para qué he venido aquí, producirme tanto dolor que no pueda continuar o incapacitarme de algún modo. En ese caso, Harry, tú te encargarás de que yo siga bebiendo, aunque tengas que hacérmela tragar por la fuerza. ¿Entendido?
Se miraron a los ojos; ambos tenían el rostro iluminado por aquella extraña luz verdosa. Harry no dijo nada. ¿Era por eso por lo que Dumbledore lo había invitado a acompañarlo, para que lo obligase a beber una poción que quizá le causara un dolor insoportable?
—Recuerda la condición que te impuse para venir conmigo —dijo el profesor.
Harry vaciló sin apartar la vista de sus ojos azules, ahora teñidos de verde por la luz de la vasija.
—Pero ¿y si…?
—¿Acaso no juraste que obedecerías cualquier orden que te diera?
—Sí, pero…
—¿No te avisé que podía ser peligroso?
—Sí, pero…
—Muy bien —dijo Dumbledore arremangándose de nuevo la túnica y alzando la copa vacía—, pues ya te he dado mi orden.
—¿Por qué no puedo bebérmela yo? —propuso Harry sin esperanzas.
—Porque yo soy mucho más anciano, mucho más inteligente y mucho menos valioso. Por última vez, Harry, ¿me das tu palabra de que harás cuanto esté en tu mano para obligarme a seguir bebiendo?
—¿No podríamos…?
—¿Me das tu palabra?
—Pero…
—¡Necesito que me des tu palabra, Harry!
—Yo… Está bien, pero…
Antes de que Harry siguiera poniendo objeciones, el anciano metió la copa de cristal en la poción. Harry confiaba en que no lograría tocarla, pero el cristal atravesó limpiamente la superficie, aunque antes no lo habían conseguido con las manos; cuando la copa estuvo llena hasta el borde, Dumbledore la alzó y se la llevó a los labios.
—A tu salud, Harry.
Y la vació. El muchacho lo observó estremecido, aferrando el borde de la vasija con tanta fuerza que se le entumecieron los nudillos.
—¿Profesor? —dijo cuando Dumbledore bajó la copa, ya vacía—. ¿Cómo se encuentra?
El director de Hogwarts negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y Harry se preguntó si sentiría dolor. Sin abrir los ojos, volvió a sumergir la copa, la llenó de nuevo y bebió por segunda vez.
En silencio, bebió tres veces. Cuando iba por la cuarta copa, se tambaleó y cayó sobre la vasija. Todavía tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad.
—¿Profesor Dumbledore? —llamó Harry con voz tensa—. ¿Me oye?
El anciano no contestó. Le temblaban los párpados, como si estuviera profundamente dormido en medio de una pesadilla. Aflojó la mano que sujetaba la copa y la poción amenazó con derramarse. Harry logró sujetarla a tiempo y enderezarla.
—¿Me oye, profesor? —repitió en voz alta, y sus palabras reverberaron en la cueva.
Dumbledore jadeó y luego habló con una voz que Harry no reconoció porque nunca lo había visto tan asustado.
—No quiero… no me obligues… —Harry escrutó el pálido rostro que tan bien conocía, observó la nariz torcida y las gafas de media luna, y no supo qué hacer—. No me gusta… Quiero dejarlo… —gimió Dumbledore.
—No… no puede dejarlo, profesor. Tiene que seguir bebiendo, ¿se acuerda? Me dijo que tenía que seguir bebiendo. Tome…
Odiándose por lo que hacía, Harry le acercó la copa a la boca y la inclinó, y Dumbledore se bebió lo que quedaba de poción.
—No… —gimió de nuevo mientras Harry volvía a llenar la copa—. No quiero… no quiero… Déjame marchar…
—No pasa nada, profesor —dijo Harry procurando controlar el temblor de las manos—. No se preocupe, estoy aquí…
—Haz que se detenga, haz que se detenga —murmuró Dumbledore.
—Sí, sí… Tome, esto lo detendrá —lo conformó Harry, y vertió la poción en la boca abierta de Dumbledore.
El anciano gritó y su voz resonó en la enorme cueva por encima de las negras y muertas aguas.
—No, no, no… No puedo… no puedo, no me obligues, no quiero…
—¡Tranquilo, profesor, no pasa nada! —perseveró Harry; le temblaban tanto las manos que apenas pudo llenar la copa por sexta vez; la vasija estaba ya mediada—. No le ocurre nada, está a salvo, esto no es real, le juro que no es real. Beba esto, beba esto…
Y, obediente, Dumbledore bebió, como si lo que Harry le estaba ofreciendo fuera un antídoto; pero, al acabar, cayó de rodillas, sacudido por fuertes temblores.
—Todo es culpa mía, todo es culpa mía —sollozó el anciano—. Haz que se detenga, por favor… Ya sé que me equivoqué, pero, por favor, haz que se detenga y nunca más volveré a…
—Esto lo detendrá, profesor —dijo Harry con voz quebrada mientras vaciaba la séptima copa en la boca de Dumbledore.
El director empezó a encogerse de miedo como si lo rodearan invisibles torturadores; agitó una mano y casi derramó el contenido de la copa que Harry había vuelto a llenar con manos temblorosas, mientras gemía:
—No les hagas daño, no les hagas daño, por favor, por favor, es culpa mía, castígame a mí…
—Tome, beba esto, beba esto, se pondrá bien —insistió Harry, desesperado, y una vez más Dumbledore lo obedeció: abrió la boca, con los ojos fuertemente cerrados, y se estremeció de la cabeza a los pies.
Entonces cayó hacia delante, volvió a gritar y golpeó el suelo con ambos puños, mientras Harry llenaba una novena copa.
—Por favor, por favor, por favor, no… Eso no, eso no, haré lo que me pidas…
—Beba, profesor, beba…
Dumbledore bebió como un niño muerto de sed, pero cuando hubo terminado, volvió a gritar como si le ardieran las entrañas.
—Basta, te lo suplico, basta…
Harry llenó la copa por décima vez y notó que el cristal rozaba el fondo de la vasija.
—Ya casi estamos, profesor, beba esto, beba…
Sujetó a Dumbledore por los hombros y el anciano se tragó la poción; Harry se puso en pie y volvió a llenar la copa mientras el director lanzaba gritos desgarradores.
—¡Quiero morirme! ¡Quiero morirme! ¡Haz que se detenga, haz que se detenga, quiero morirme!
—Beba esto, profesor, beba esto…
Dumbledore bebió, y tan pronto como terminó, bramó:
—¡¡Mátame!!
—¡Esto… esto lo matará! —dijo el muchacho entrecortadamente—. Beba esto… ¡y todo habrá terminado!
Dumbledore dio un trago, se bebió hasta la última gota y entonces, con un fuerte y vibrante alarido, cayó tendido boca abajo.
—¡No! —gritó Harry, que estaba llenando la copa una vez más; la dejó dentro de la vasija, se agachó junto a Dumbledore e, incorporándolo, lo puso boca arriba: tenía las gafas torcidas, la boca abierta y los ojos cerrados—. ¡No! —repitió zarandeándolo—. No, no está muerto, usted dijo que no era veneno, despierte, despierte… ¡Rennervate! —chilló apuntándole al pecho con la varita, de cuyo extremo salió un destello rojo que no produjo ningún efecto—. ¡Rennervate! Por favor, señor…
A Dumbledore le temblaron los párpados y a Harry le dio un vuelco el corazón.
—Señor, ¿está usted…?
—Agua —pidió Dumbledore con voz ronca.
—Agua —repitió Harry jadeando—, sí…
Se puso en pie de un brinco y agarró la copa que había dejado en la vasija; ni siquiera se fijó en el guardapelo de oro que reposaba en el fondo.
—¡Aguamenti! —gritó golpeando la copa con la varita.
La copa se llenó de agua fresca y cristalina; Harry se arrodilló al lado de Dumbledore, le echó la cabeza atrás y le acercó la copa a los labios, pero estaba vacía. Dumbledore soltó un gemido y empezó a jadear.
—Pero si yo… Espere… ¡Aguamenti! —repitió Harry apuntando a la copa con la varita. Una vez más se llenó de agua, pero cuando se la acercó a los labios a Dumbledore se desvaneció de nuevo—. ¡Ya lo intento, señor, ya lo intento! —dijo consternado, pero no creía que Dumbledore pudiera oírlo porque se había tumbado sobre un costado y respiraba entrecortadamente, emitiendo un sonido vibrante, como si agonizara—. ¡Aguamenti! ¡Aguamenti! ¡¡Aguamenti!!
La copa se llenó y se vació otra vez. La respiración de Dumbledore era cada vez más débil. Presa del pánico, Harry intentó pensar y comprendió instintivamente que la única forma de conseguir agua (porque Voldemort así lo había planeado) era…
Se precipitó al borde de la roca, hundió la copa en el lago y la sacó llena hasta el borde de un agua helada.
—¡Tenga, señor! —gritó abalanzándose sobre el anciano, pero le derramó el agua por la cara.
Mas no por torpeza, sino porque la sensación de frío que notó en el brazo libre no era producto del contacto con la fría agua: una blanca y húmeda mano lo había agarrado por la muñeca, y la criatura a la que pertenecía tiraba de él hacia el otro lado de la roca. La superficie del lago ya no estaba lisa como un espejo, sino revuelta, y allá donde Harry miraba veía cabezas y manos blancas que emergían del agua: eran hombres, mujeres y niños con los ojos hundidos y ciegos que avanzaban hacia la isla de roca, un ejército de cadáveres que se alzaba de la negrura de las aguas…
—¡Petrificus totalus! —gritó Harry mientras intentaba aferrarse al liso y mojado suelo al mismo tiempo que apuntaba con la varita al inferius que lo sujetaba por el brazo. Éste lo soltó, cayó hacia atrás y lo salpicó todo. El muchacho se puso en pie como pudo, pero muchos inferi estaban trepando a la isla: se sujetaban a la resbaladiza roca con sus huesudas manos, lo miraban con ojos inexpresivos y velados y arrastraban sus empapados harapos mientras una maléfica sonrisa se les dibujaba en las cadavéricas caras.
—¡Petrificus totalus! —chilló Harry otra vez, y retrocedió dando mandobles al aire con la varita; seis o siete inferi se doblaron por la cintura, pero había muchos más que se dirigían hacia él—. ¡Impedimenta! ¡Incárcero!
Algunos se tambalearon y un par de ellos quedaron inmovilizados al enroscárseles unas cuerdas, pero los que venían detrás treparon a la roca y pasaron por encima de los caídos. Sin dejar de agitar la varita como si diera cuchilladas al aire, Harry gritó:
—¡Sectumsempra! ¡¡Sectumsempra!!
Aunque aparecieron cortes en sus chorreantes andrajos y en su gélida piel, aquellos seres no tenían sangre que derramar, de modo que siguieron caminando, insensibles al dolor, con las raquíticas manos tendidas hacia Harry. Él retrocedió y de pronto unos brazos lo asieron por detrás y se cerraron alrededor de su torso; y esos delgados brazos sin carne, fríos como la muerte, lo levantaron del suelo y empezaron a llevárselo hacia el agua, poco a poco pero con facilidad, y Harry comprendió que no iban a soltarlo, que se ahogaría y se convertiría en uno más de los guardianes muertos de un fragmento de la dividida alma de Voldemort…
Pero entonces el fuego surgió en la oscuridad: un anillo de llamas rojas y doradas rodeó la isla y provocó que los inferi que sujetaban a Harry oscilaran y perdieran el equilibro, sin atreverse a cruzar las llamas para llegar al agua. Así pues, soltaron al muchacho, que se golpeó contra el suelo, resbaló en la roca y se arañó los brazos, pero logró ponerse en pie y, levantando la varita, miró alrededor con los ojos desorbitados.
Dumbledore estaba de nuevo en pie, más pálido que los inferi que lo rodeaban, pero también más alto que todos ellos. El fuego se le reflejaba en los ojos; sostenía la varita en alto como si fuese una antorcha, y de la punta emanaban las llamas que habían formado el inmenso lazo que los rodeaba con su calor. Los inferi, cegados, tropezaban unos con otros mientras intentaban escapar del fuego que los acorralaba…
Dumbledore recogió el guardapelo del fondo de la vasija y se lo guardó en la túnica. Hizo señas a Harry para que se acercara a su lado. Distraídos por las llamas, los inferi no se percataron de que su presa se escapaba, y Dumbledore guió a Harry hacia la barca. El anillo de fuego se desplazó con ellos, cercándolos como una barrera defensiva. Desconcertados, los inferi los persiguieron a prudente distancia hasta el borde del agua, pero una vez allí volvieron a sumergirse en las negras aguas, agradecidos de poder escapar de las llamas.
Harry, que temblaba de pies a cabeza, dudó por un instante que Dumbledore pudiera subir a la barca. El anciano profesor se tambaleó un poco al intentarlo porque concentraba todos sus esfuerzos en mantener el anillo de llamas protectoras en torno a ellos. Harry lo sujetó y lo ayudó a sentarse en la embarcación. Cuando ambos se encontraron a salvo, apretujados en la barca, ésta empezó a deslizarse por el lago y se alejó de la isla de roca, que volvió a quedar cercada por el anillo de fuego, pues Dumbledore lo desplazó de nuevo hacia ella; los inferi, que pululaban otra vez bajo el agua, no se atrevieron a salir a la superficie.
—Señor —dijo Harry nerviosamente—, se me olvidó lo del fuego, señor… Me atacaron y… me entró pánico…
—Es comprensible —murmuró Dumbledore, y el muchacho se alarmó al notar cuán débil tenía la voz.
En cuanto la embarcación tocó la orilla, Harry saltó a tierra y se apresuró a ayudar a Dumbledore. Tras apearse, éste bajó la varita y el anillo de fuego desapareció, pero los inferi no volvieron a surgir del agua. La pequeña barca se hundió en el lago y la cadena, tintineando, también volvió a deslizarse hacia el fondo. Dumbledore soltó un profundo suspiro y se apoyó contra la pared de la cueva.
—Me siento débil… —dijo.
—No se preocupe, señor —repuso Harry, atemorizado por la extrema palidez y el agotamiento del anciano profesor—. No se preocupe, lo ayudaré a salir de aquí… Apóyese en mí, señor…
Y colocándose el brazo ileso de Dumbledore alrededor de los hombros, lo condujo por la orilla cargando con casi todo su peso.
—La protección… resultó… bien diseñada —balbuceó Dumbledore con un hilo de voz—. Yo solo nunca lo habría logrado… Lo has hecho muy bien, Harry, muy bien…
—Ahora no hable —le aconsejó Harry, asustado por la dificultad que Dumbledore tenía para hablar y al ver cómo arrastraba los pies—. Conserve sus energías, señor… Pronto saldremos de aquí…
—El arco se habrá sellado otra vez… Necesitaremos el cuchillo…
—No hace falta, me he cortado con la roca —dijo Harry—. Dígame dónde…
—Aquí…
Harry rozó la piedra con el brazo rasguñado y el arco, tras recibir su tributo de sangre, se abrió al instante. Cruzaron la cueva exterior y Harry ayudó a Dumbledore a meterse en el agua que llenaba la grieta del acantilado.
—Todo saldrá bien, señor —repetía una y otra vez, más preocupado por el silencio del director que por la debilidad de su voz—. Ya casi hemos llegado… Puedo hacer que nos desaparezcamos los dos… No se preocupe…
—No estoy preocupado, Harry —repuso el anciano con tono más firme, pese a que el agua estaba helada—. Estoy contigo.