El Juramento Inquebrantable
UNA vez más la nieve formaba remolinos tras las heladas ventanas; se acercaba la Navidad. Como todos los años y sin ayuda alguna, Hagrid ya había llevado los doce árboles navideños al Gran Comedor; había guirnaldas de acebo y espumillones enroscados en los pasamanos de las escaleras; dentro de los cascos de las armaduras ardían velas perennes, y del techo de los pasillos colgaban a intervalos regulares grandes ramos de muérdago, bajo los cuales se apiñaban las niñas cada vez que Harry pasaba por allí. Eso provocaba atascos en los pasillos, pero, afortunadamente, en sus frecuentes paseos nocturnos por el castillo Harry había descubierto diversos pasadizos secretos, de modo que no le costaba tomar rutas sin adornos de muérdago para ir de un aula a otra.
Ron, que en otras circunstancias se habría puesto celoso, se desternillaba de risa cada vez que Harry tenía que tomar uno de esos atajos para esquivar a sus admiradoras. Sin embargo, a pesar de que Harry prefería mil veces a ese nuevo Ron, risueño y bromista, antes que al malhumorado y agresivo compañero que había soportado las últimas semanas, no todo eran ventajas. En primer lugar, Harry tenía que aguantar con frecuencia la presencia de Lavender Brown, quien opinaba que cualquier momento que no estuviera besándose con Ron era tiempo desperdiciado; y además, se hallaba otra vez en la difícil situación de ser el mejor amigo de dos personas que no parecían dispuestas a volver a dirigirse la palabra.
Ron, que todavía tenía arañazos y cortes en las manos y los antebrazos provocados por los belicosos canarios de Hermione, adoptaba una postura defensiva y resentida.
—No tiene derecho a quejarse, porque ella se besaba con Krum —le dijo a Harry—. Y ahora se ha enterado de que alguien quiere besarse conmigo. Pues mira, éste es un país libre. Yo no he hecho nada malo.
Harry fingió estar enfrascado en el libro cuya lectura tenían que terminar antes de la clase de Encantamientos de la mañana siguiente (La búsqueda de la quintaesencia). Como estaba decidido a seguir siendo amigo de los dos, no tenía más remedio que morderse la lengua cada tanto.
—Yo nunca le prometí nada a Hermione —farfulló Ron—. Hombre, sí, iba a ir con ella a la fiesta de Navidad de Slughorn, pero nunca me dijo… Sólo como amigos… Yo no he firmado nada…
Harry, consciente de que su amigo lo estaba mirando, volvió una página de La búsqueda de la quintaesencia. La voz de Ron fue reduciéndose a un murmullo apenas audible a causa del chisporroteo del fuego, aunque a Harry le pareció distinguir otra vez las palabras «Krum» y «que no se queje».
Hermione tenía la agenda tan llena que Harry sólo podía hablar con calma con ella por la noche, aunque, en cualquier caso, Ron estaba enroscado alrededor de Lavender y ni se fijaba en lo que hacía su amigo. Hermione se negaba a sentarse en la sala común si Ron estaba allí, de modo que Harry se reunía con ella en la biblioteca, y eso significaba que tenían que hablar en voz baja.
—Tiene total libertad para besarse con quien quiera —afirmó Hermione mientras la bibliotecaria, la señora Pince, se paseaba entre las estanterías—. Me importa un bledo, de verdad.
Dicho esto, levantó la pluma y puso el punto sobre una «i», pero con tanta rabia que perforó la hoja de pergamino. Harry no dijo nada (últimamente hablaba tan poco que temía perder la voz para siempre), se inclinó algo más sobre Elaboración de pociones avanzadas y siguió tomando notas acerca de los elixires eternos, deteniéndose de vez en cuando para descifrar los útiles comentarios del príncipe al texto de Libatius Borage.
—¡Ah, por cierto, ve con cuidado! —añadió Hermione al cabo de un rato.
—Te lo digo por última vez —replicó Harry con un susurro ligeramente ronco después de tres cuartos de hora de silencio—: no pienso devolver este libro. He aprendido más con el Príncipe Mestizo que con lo que me han enseñado Snape o Slughorn en…
—No me refiero a tu estúpido «príncipe» —lo cortó Hermione, y lanzó una mirada de desdén al libro, como si éste hubiera sido grosero con ella—. Antes de venir aquí pasé por el cuarto de baño de las chicas, y allí me encontré con casi una docena de alumnas (entre ellas Romilda Vane) intentando decidir cómo hacerte beber un filtro de amor. Todas pretenden que las lleves a la fiesta de Slughorn, y sospecho que han comprado filtros de amor en la tienda de Fred y George que, me temo, funcionan.
—¿Y por qué no se los confiscaste? —No le parecía lógico que Hermione abandonara su obsesión por las normas en esos momentos tan críticos.
—Porque no tenían las pociones en el lavabo —contestó ella, con desdén—. Sólo comentaban posibles tácticas. Como dudo que ni siquiera ese Príncipe Mestizo —le lanzó otra arisca mirada al libro— fuese capaz de encontrar un antídoto eficaz contra una docena de filtros de amor diferentes ingeridos a la vez, yo en tu lugar invitaría a una de ellas a que te acompañe a la fiesta. Así las demás dejarían de albergar esperanzas y se resignarían. La fiesta es mañana por la noche, y te advierto que están desesperadas.
—No me apetece invitar a nadie —murmuró Harry, que seguía procurando no pensar en Ginny, pese a que ésta no paraba de aparecer en sus sueños, en actitudes que le hacían agradecer que Ron no supiera Legeremancia.
—Pues vigila lo que bebes porque me ha parecido que Romilda Vane hablaba en serio —le advirtió Hermione.
Estiró el largo rollo de pergamino en que estaba escribiendo su redacción de Aritmancia y siguió rasgueando con la pluma. Harry se quedó contemplándola, pero tenía la mente muy lejos de allí.
—Espera un momento —dijo de pronto—. Creía que Filch había prohibido los productos comprados en Sortilegios Weasley.
—¿Y desde cuándo alguien hace caso de las prohibiciones de Filch? —replicó Hermione, concentrada en su redacción.
—¿No decían que también controlaban las lechuzas? ¿Cómo puede ser que esas chicas hayan entrado filtros de amor en el colegio?
—Fred y George los han enviado camuflados como perfumes o pociones para la tos —explicó Hermione—. Forma parte de su Servicio de Envío por Lechuza.
—Veo que estás muy enterada.
Hermione le lanzó una mirada tan ceñuda como la que acababa de dedicarle al ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas.
—Lo explicaban en la etiqueta de las botellas que nos enseñaron a Ginny y a mí el verano pasado —dijo con altivez—. Yo no voy por ahí poniéndole pociones en el vaso a la gente, ni fingiendo que lo hago, lo cual viene a ser…
—Vale, vale —se apresuró a apaciguarla Harry—. Lo que importa es que están engañando a Filch, ¿no? ¡Esas chicas introducen cosas en el colegio haciéndolas pasar por lo que no son! Por tanto, ¿por qué no habría podido Malfoy introducir el collar?
—Harry, no empieces otra vez, te lo ruego.
—Contéstame. ¿Por qué?
—Mira —dijo Hermione tras suspirar—, los sensores de ocultamiento detectan embrujos, maldiciones y encantamientos de camuflaje, ¿no es así? Se utilizan para encontrar magia oscura y objetos tenebrosos. Así pues, una poderosa maldición como la de ese collar la habría descubierto en cuestión de segundos. Sin embargo, no registran una cosa que alguien haya metido en otra botella. Además, los filtros de amor no son tenebrosos ni peligrosos…
—Yo no estaría tan seguro —masculló Harry pensando en Romilda Vane.
—… de modo que Filch tendría que haberse dado cuenta de que no era una poción para la tos, y ya sabemos que no es muy buen mago; dudo mucho que pueda distinguir una poción de…
Hermione no terminó la frase; Harry también lo había oído: alguien había pasado cerca de ellos entre las oscuras estanterías. Esperaron y, segundos después, el rostro de buitre de la señora Pince apareció por una esquina; la lámpara que llevaba le iluminaba las hundidas mejillas, la apergaminada piel y la larga y ganchuda nariz, lo cual no la favorecía precisamente.
—Ya es hora de cerrar —anunció—. Devolved todo lo que hayáis utilizado al estante correspon… Pero ¿qué le has hecho a ese libro, so depravado?
—¡No es de la biblioteca! ¡Es mío! —se defendió Harry, y cogió su volumen de Elaboración de pociones avanzadas en el preciso instante en que la bibliotecaria lo aferraba con unas manos que parecían garras.
—¡Lo has estropeado! ¡Lo has profanado! ¡Lo has contaminado!
—¡Sólo es un libro con anotaciones! —replicó Harry, tirando del ejemplar hasta arrancárselo de las manos.
A la señora Pince parecía que iba a darle un ataque; Hermione, que había recogido sus cosas a toda prisa, agarró a Harry por el brazo y se lo llevó a la fuerza.
—Si no vas con cuidado te prohibirá la entrada a la biblioteca. ¿Por qué has tenido que traer ese estúpido libro?
—Yo no tengo la culpa de que esté loca de remate, Hermione. O tal vez se haya puesto así porque te oyó hablar mal de Filch. Siempre he pensado que hay algo entre esos dos…
—¡Hala! ¿Te imaginas?
Contentos de poder volver a hablar con normalidad, los dos amigos regresaron a la sala común recorriendo los desiertos pasillos, iluminados con lámparas, mientras deliberaban si Filch y la señora Pince tenían o no una aventura amorosa.
—«Baratija.» —Harry pronunció la nueva y divertida contraseña ante la Señora Gorda.
—Como tú —le respondió la Señora Gorda con una pícara sonrisa, y se apartó para dejarlos pasar.
—¡Hola, Harry! —lo saludó Romilda Vane apenas el muchacho entró por el hueco en la sala común—. ¿Te apetece una tacita de alhelí?
Hermione le lanzó una mirada de «¿acaso no te lo advertí?».
—No, gracias —contestó Harry—. No me gusta mucho.
—Bueno, pues toma esto —replicó Romilda, y le puso una caja en las manos—. Son calderos de chocolate, rellenos de whisky de fuego. Me los envió mi abuela, pero a mí no me gustan.
—Vale, muchas gracias —repuso Harry, sin saber qué más decir—. Hum… Voy allí con…
Echó a andar detrás de Hermione sin terminar la frase.
—Ya te lo decía yo —dijo ella—. Cuanto antes invites a alguien, antes te dejarán en paz y podrás… —Pero de pronto palideció: acababa de ver a Ron y Lavender entrelazados en una butaca—. Buenas noches, Harry —se despidió pese a que apenas eran las siete de la tarde, y se marchó al dormitorio de las chicas.
Cuando Harry fue a acostarse, se consoló pensando que sólo quedaba un día más de clases y la fiesta de Slughorn; después Ron y él se irían a La Madriguera. Ya no había esperanzas de que Ron y Hermione hicieran las paces antes del inicio de las vacaciones, pero, con un poco de suerte, el período de descanso les permitiría tranquilizarse y reflexionar sobre su comportamiento.
Con todo, Harry no se hacía muchas ilusiones, y éstas se esfumaron aún más al día siguiente, tras soportar una clase de Transformaciones con sus dos amigos. Acababan de empezar con el dificilísimo tema de la transformación humana; trabajaban delante de espejos y se suponía que tenían que cambiar el color de sus cejas. Hermione rió con crueldad ante el desastroso primer intento de Ron, con el que sólo consiguió que le apareciera en la cara un espectacular bigote con forma de manillar. Él se tomó la revancha realizando una maliciosa pero acertada imitación de los brincos que ella daba en la silla cada vez que la profesora McGonagall formulaba una pregunta. Lavender y Parvati lo encontraron divertidísimo, pero Hermione acabó al borde de las lágrimas y, apenas sonó el timbre, salió corriendo del aula, dejándose la mitad de las cosas en el pupitre. Harry, tras decidir que en esa ocasión ella estaba más necesitada que Ron, se lo recogió todo y la siguió.
La encontró cuando salía de un lavabo de chicas, un piso más abajo. Luna Lovegood la acompañaba y le daba palmaditas en la espalda.
—¡Hola, Harry! —dijo Luna—. ¿Sabías que tienes una ceja amarilla?
—Hola, Luna. Hermione, te has dejado esto en… —Se lo entregó.
—¡Ah, sí! —balbuceó ella, y se dio rápidamente la vuelta para disimular que se estaba secando las lágrimas—. Gracias, Harry. Bueno, tengo que irme…
Y se marchó tan deprisa que él no tuvo tiempo de decirle nada que la consolara, aunque en realidad no se le ocurría qué.
—Está un poco disgustada —comentó Luna—. Al principio creí que era Myrtle la Llorona la que estaba ahí dentro, pero ya ves. Ha dicho no sé qué sobre ese Ron Weasley…
—Ya, es que se han peleado.
—A veces Ron dice cosas muy graciosas, ¿verdad? —comentó Luna mientras recorrían el pasillo—. Pero otras veces es un poco cruel. Ya me fijé en eso el año pasado.
—Puede ser —admitió Harry. Luna exhibía una vez más su habilidad para decir las verdades aunque molestaran; Harry nunca había conocido a nadie como ella—. ¿Qué tal te ha ido el trimestre?
—No ha estado mal. Sin el ED me he sentido un poco sola. Pero Ginny ha sido muy simpática conmigo. El otro día, en la clase de Transformaciones, hizo callar a dos chicos que me estaban llamando «Lunática»…
—¿Te gustaría venir a la fiesta que ofrece Slughorn esta noche? —Harry lo dijo sin pensar, e incluso creyó que salía de unos labios ajenos.
Luna, sorprendida, lo miró con sus ojos saltones.
—¿A la fiesta de Slughorn? ¿Contigo?
—Pues sí… Nos permiten llevar invitados, y he pensado que a lo mejor te apetecía… Bueno, entiéndeme… —Quería dejar muy claras sus intenciones—. Me refiero a sólo como amigos, ¿entiendes? Pero si no quieres… —El pobre no estaba nada convencido de aquello, y no le habría importado que la chica rechazara su invitación.
—¡Qué va, me encantaría ir contigo sólo como amigos! —exclamó Luna, que sonreía como Harry nunca la había visto sonreír—. ¡Es la primera vez que alguien me invita a ir a una fiesta como amigos! ¿Te has teñido la ceja para la fiesta? ¿Quieres que yo también me tiña una?
—No, esto ha sido un error. Le pediré a Hermione que lo arregle. Bueno, nos vemos en el vestíbulo a las ocho en punto, ¿vale?
—¡Aaajá! —bramó una voz desde lo alto, y ambos dieron un respingo; sin saberlo, se habían detenido debajo de Peeves, que estaba colgado cabeza abajo de una lámpara de cristal y les sonreía con malicia—. ¡Pipipote ha invitado a Lunática a la fiesta! ¡Pipipote y Lunática son novios! ¡Pipipote y Lunática son novios! —Y salió disparado riendo a carcajadas y chillando—: ¡Pipipote y Lunática son novios!
—Es imposible mantener un secreto —se lamentó Harry.
Y tenía razón: minutos más tarde, el colegio entero sabía que Harry Potter asistiría a la fiesta de Slughorn con Luna Lovegood.
—¡Pero si podías invitar a cualquiera! —dijo Ron, incrédulo, durante la cena—. ¡A cualquiera! ¿Cómo se te ocurre elegir a Lunática Lovegood?
—No la llames así —lo reprendió Ginny, deteniéndose detrás de Harry—. Me alegro de que la hayas invitado, Harry. Está emocionadísima. —Y se fue a buscar a Dean.
Harry intentó animarse pensando que a Ginny le parecía bien que llevara a Luna a la fiesta, pero no lo consiguió del todo. Por su parte, Hermione estaba sentada al otro extremo de la mesa, sola, removiendo el estofado de su plato. Harry se fijó en que Ron la miraba con disimulo.
—Podrías pedirle perdón —sugirió Harry sin rodeos.
—¡Sí, hombre! ¡Y que me ataque otra bandada de canarios asesinos!
—¿Por qué tuviste que imitarla en son de burla?
—¡Ella se rió de mi bigote!
—Y yo también. Era lo más ridículo que he visto en mi vida.
Pero Ron no lo escuchó, porque Lavender, que acababa de llegar con Parvati, se apretujó entre ambos amigos y, sin perder un segundo, le echó los brazos al cuello a Ron.
—¡Hola, Harry! —dijo Parvati, que, al igual que él, parecía un poco molesta y harta por el comportamiento de aquellos dos tortolitos.
—¡Hola! ¿Cómo estás? Veo que te has quedado en Hogwarts. Me dijeron que tus padres querían que volvieras a casa.
—De momento he conseguido persuadirlos. Se asustaron mucho cuando supieron lo que le había pasado a Katie, pero como desde entonces no ha habido más accidentes… ¡Ah, hola, Hermione! —Parvati le sonrió alegremente.
Harry se dio cuenta de que la chica se sentía culpable por haberse reído de Hermione en la clase de Transformaciones, pero ésta le devolvió una sonrisa aún más radiante. A veces no había manera de entender a las chicas.
—¡Hola, Parvati! —le dijo, ignorando a Ron y Lavender—. ¿Vas a la fiesta de Slughorn esta noche?
—No me han invitado —respondió Parvati con tristeza—. Pero me encantaría ir. Por lo visto va a estar muy bien… Tú irás, ¿verdad, Hermione?
—Sí, he quedado con Cormac a las ocho y… —Se oyó un ruido parecido al de una ventosa despegándose de un sumidero obstruido y Ron levantó la cabeza. Hermione prosiguió como si nada—. Iremos juntos a la fiesta.
—¿Con Cormac? —se extrañó Parvati—. ¿Cormac McLaggen?
—Exacto —confirmó Hermione con voz dulzona—. El que casi —enfatizó— consiguió la plaza de guardián de Gryffindor.
—¿Sales con él? —preguntó Parvati, asombradísima.
—Sí. ¿No lo sabías? —Y soltó una risita nada propia de ella.
—¡Caramba! —exclamó Parvati, muy impresionada con aquel cotilleo—. Ya veo que tienes debilidad por los jugadores de quidditch, ¿no? Primero Krum y ahora McLaggen…
—Me gustan los jugadores de quidditch buenos de verdad —puntualizó Hermione sin dejar de sonreír—. Bueno, hasta luego. Tengo que ir a arreglarme para la fiesta.
Se levantó del banco y se marchó. Inmediatamente, Lavender y Parvati juntaron las cabezas para analizar aquella primicia y poner en común lo que habían oído acerca de McLaggen y lo que sabían acerca de Hermione. Ron guardó silencio con la mirada perdida, y Harry se puso a reflexionar sobre lo que eran capaces de hacer las mujeres para vengarse.
A las ocho en punto, cuando Harry llegó al vestíbulo, había más chicas de lo habitual merodeando por allí, y al dirigirse hacia Luna tuvo la impresión de que las demás lo miraban con rencor. Luna llevaba una túnica plateada con lentejuelas que provocó algunas risitas entre los curiosos, pero por lo demás estaba muy guapa. No obstante, Harry se alegró de que no se hubiera puesto los pendientes de rábanos, el collar de corchos de cerveza de mantequilla ni las espectrogafas.
—¡Hola! —la saludó—. ¿Nos vamos?
—Sí, sí —dijo ella alegremente—. ¿Dónde es la fiesta?
—En el despacho de Slughorn —contestó Harry, guiándola por la escalinata de mármol, y se alejaron de miradas y murmuraciones—. ¿Sabías que vendrá un vampiro?
—¿Rufus Scrimgeour?
—¿Quién? ¿Te refieres al ministro de Magia?
—Sí; es vampiro —dijo Luna con naturalidad—. Mi padre escribió un artículo larguísimo sobre él cuando Scrimgeour relevó a Cornelius Fudge, pero alguien del ministerio le prohibió publicarlo. Por lo visto no querían que se supiera la verdad.
Harry, que consideraba muy improbable que Rufus Scrimgeour fuera un vampiro, pero que estaba acostumbrado a que Luna repitiera las estrambóticas opiniones de su padre como si fueran hechos comprobados, no hizo ningún comentario. Ya estaban llegando al despacho de Slughorn y el rumor de risas, música y conversaciones iba creciendo.
El despacho era mucho más amplio que los de los otros profesores, bien porque lo habían construido así, bien porque Slughorn lo había ampliado mediante algún truco mágico. Tanto el techo como las paredes estaban adornados con colgaduras verde esmeralda, carmesí y dorado, lo que daba la impresión de estar en una tienda. La habitación, abarrotada y con un ambiente muy cargado, estaba bañada por la luz rojiza que proyectaba una barroca lámpara dorada, colgada del centro del techo, en la que aleteaban hadas de verdad que, vistas desde abajo, parecían relucientes motas de luz. Desde un rincón apartado llegaban cánticos acompañados por instrumentos que recordaban las mandolinas; una nube de humo de pipa flotaba suspendida sobre las cabezas de unos magos ancianos que conversaban animadamente, y, dando chillidos, varios elfos domésticos intentaban abrirse paso entre un bosque de rodillas, pero, como quedaban ocultos por las pesadas bandejas de plata llenas de comida que transportaban, tenían el aspecto de mesitas móviles.
—¡Harry, amigo mío! —exclamó Slughorn en cuanto el muchacho y Luna entraron—. ¡Pasa, pasa! ¡Hay un montón de gente que quiero presentarte!
Slughorn llevaba un sombrero de terciopelo adornado con borlas haciendo juego con su batín. Agarró con fuerza a Harry por el brazo, como si quisiera desaparecerse con él, y lo guió resueltamente hacia el centro de la fiesta; Harry tiró de la mano de Luna.
—Te presento a Eldred Worple, un antiguo alumno mío, autor de Hermanos de sangre: mi vida entre los vampiros. Y a su amigo Sanguini, por supuesto.
Worple, un individuo menudo y con gafas, le estrechó la mano con entusiasmo. El vampiro Sanguini, alto, demacrado y con marcadas ojeras, se limitó a hacer un movimiento con la cabeza; parecía aburrido. Cerca de él había un grupo de chicas que lo miraban con curiosidad y emoción.
—¡Harry Potter! ¡Encantado de conocerte! —exclamó Worple mirándolo con ojos de miope—. Precisamente, hace poco le preguntaba al profesor Slughorn cuándo saldría la biografía de Harry Potter que todos estamos esperando.
—¿Ah… sí? —dijo Harry.
—¡Ya veo que Horace no exageraba cuando elogiaba tu modestia! —se admiró Worple—. Pero de verdad —prosiguió, ahora con tono más serio—, me encantaría escribirla yo mismo. La gente está deseando saber más cosas de ti, querido amigo, ¡se mueren de curiosidad! Si me concedieras unas entrevistas, en sesiones de cuatro o cinco horas, por decir algo, podríamos terminar el libro en unos meses. Y requeriría muy poco esfuerzo por tu parte, te lo aseguro. Ya verás, pregúntale a Sanguini si no es… ¡Sanguini, quédate aquí! —ordenó endureciendo el semblante, pues poco a poco el vampiro se había ido acercando con cara de avidez al grupito de niñas—. Toma, cómete un pastelito —añadió, cogiéndolo de la bandeja de un elfo que pasaba por allí, y se lo puso en la mano antes de volver a dirigirse a Harry—. Amigo mío, no te imaginas la cantidad de oro que podrías llegar a ganar…
—No me interesa, de verdad —respondió el muchacho—. Y perdone, pero acabo de ver a una amiga.
Tiró del brazo de Luna y se metió entre el gentío; acababa de atisbar una larga melena castaña que desaparecía entre dos integrantes del grupo Las Brujas de Macbeth.
—¡Hermione! ¡Hermione!
—¡Harry! ¡Por fin te encuentro! ¡Hola, Luna!
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Harry, porque se la veía muy despeinada, como si acabara de salir de un matorral de lazo del diablo.
—Verás, es que acabo de escaparme… Bueno, acabo de dejar a Cormac —se corrigió—. Debajo del muérdago —precisó, pues su amigo seguía mirándola sin comprender.
—Te está bien empleado por venir con él —repuso Harry con aspereza.
—No se me ocurrió nada que pudiera fastidiar más a Ron —admitió Hermione—. Estuve planteándome venir con Zacharias Smith, pero al final decidí que…
—¿Te planteaste venir con Smith? —se sublevó Harry.
—Sí, y lamento no haberlo hecho, porque, al lado de McLaggen, Grawp es todo un caballero. Vamos por aquí, así lo veremos venir. Es tan alto…
Cogieron tres copas de hidromiel y se dirigieron hacia el otro lado de la sala, sin advertir a tiempo que la profesora Trelawney estaba allí de pie, sola.
—Buenas noches, profesora —la saludó Luna.
—Buenas noches, querida —repuso ella, enfocándola con cierta dificultad. Harry volvió a percibir olor a jerez para cocinar—. Hace tiempo que no te veo en mis clases.
—No, este año tengo a Firenze —explicó Luna.
—¡Ah, claro! —dijo la profesora con una risita que delataba su embriaguez—. O Borrico, como yo prefiero llamarlo. Lo lógico habría sido que, ya que he vuelto al colegio, el profesor Dumbledore se hubiera librado de ese caballo, ¿no te parece? Pues no. Ahora nos repartimos las clases. Es un insulto, francamente. Un insulto. ¿Sabías que…?
Por lo visto, Trelawney estaba tan borracha que no había reconocido a Harry, así que, aprovechando las furibundas críticas a Firenze, él se acercó más a Hermione y le dijo:
—Aclaremos una cosa. ¿Piensas decirle a Ron que amañaste las pruebas de selección del guardián?
—¿De verdad me consideras capaz de caer tan bajo?
—Mira, Hermione, si eres capaz de invitar a salir a McLaggen… —repuso él mirándola con ironía.
—Eso es muy diferente —se defendió la chica—. No tengo intención de decirle a Ron nada de lo que pudo haber pasado o no en esas pruebas.
—Me alegro, porque volvería a derrumbarse y perderíamos el próximo partido.
—¡Dichoso quidditch! —se encendió Hermione—. ¿Es que a los chicos no os importa nada más? Cormac no me ha hecho ni una sola pregunta sobre mí. Qué va, sólo me ha soltado un discursito sobre «las cien mejores paradas de Cormac McLaggen». ¡Oh, no! ¡Viene hacia aquí!
Se esfumó tan deprisa como si se hubiera desaparecido: sólo necesitó una milésima de segundo para colarse entre dos brujas que reían a carcajadas.
—¿Has visto a Hermione? —preguntó McLaggen un minuto más tarde mientras se abría paso entre la gente.
—No, lo siento —contestó Harry, y se volvió para atender a la conversación de Luna, olvidando por un instante quién era su interlocutora.
—¡Harry Potter! —exclamó la profesora Trelawney, que no había reparado en él, con voz grave y vibrante.
—¡Ah, hola! —dijo Harry.
—¡Querido! —prosiguió ella con un elocuente susurro—. ¡Qué rumores! ¡Qué historias! ¡El Elegido! Yo lo sé desde hace mucho tiempo, por supuesto… Los presagios nunca fueron buenos, Harry… Pero ¿por qué no has vuelto a Adivinación? ¡Para ti, más que para nadie, esa asignatura es sumamente importante!
—¡Ah, Sybill, todos creemos que nuestra asignatura es la más importante! —intervino una potente voz, y Slughorn apareció junto a la profesora Trelawney; con las mejillas coloradas y el sombrero de terciopelo un poco torcido, sostenía un vaso de hidromiel con una mano y un pastelillo de frutos secos en la otra—. ¡Pero creo que jamás he conocido a nadie con semejante talento para las pociones! —afirmó contemplando a Harry con afecto, aunque con los ojos enrojecidos—. Lo suyo es instintivo, ¿me explico? ¡Igual que su madre! Te aseguro, Sybill, que he tenido muy pocos alumnos con tanta habilidad; mira, ni siquiera Severus…
Y Harry, horrorizado, vio cómo el profesor tendía un brazo hacia atrás y llamaba a Snape, que unos instantes antes no estaba allí.
—¡Alegra esa cara y ven con nosotros, Severus! —exclamó Slughorn, e hipó con regocijo—. ¡Estaba hablando de las extraordinarias dotes de Harry para la elaboración de pociones! ¡Hay que reconocerte parte del mérito, desde luego, porque tú fuiste su maestro durante cinco años!
Atrapado, con el brazo de Slughorn alrededor de los hombros, Snape miró a Harry entornando los ojos.
—Es curioso, pero siempre tuve la impresión de que no conseguiría enseñarle nada a Potter.
—¡Se trata de una capacidad innata! —graznó Slughorn—. Deberías haber visto lo que me presentó el primer día de clase, ¡el Filtro de Muertos en Vida! Jamás un alumno había obtenido un resultado mejor al primer intento; creo que ni siquiera tú, Severus…
—¿En serio? —repuso Snape y miró ceñudo a Harry, que sintió un leve desasosiego. No tenía ningún interés en que Snape empezara a investigar la fuente de su recién descubierto éxito en Pociones.
—Recuérdame qué otras asignaturas estudias este año, Harry —pidió Slughorn.
—Defensa Contra las Artes Oscuras, Encantamientos, Transformaciones, Herbología…
—Resumiendo, todas las requeridas para ser auror —terció Snape sonriendo con sarcasmo.
—Sí, es que eso es lo que quiero ser —replicó Harry, desafiante.
—¡Y serás un auror excelente! —opinó Slughorn.
—Pues yo opino que no deberías serlo, Harry —intervino Luna, y todos la miraron—. Los aurores participan en la Conspiración Rotfang; creía que lo sabía todo el mundo. Trabajan infiltrados en el Ministerio de Magia para derrocarlo combinando la magia oscura con cierta enfermedad de las encías.
Harry no pudo evitar reírse y se atragantó con un sorbo de hidromiel. Valía la pena haber invitado a Luna a la fiesta aunque sólo fuera para oír ese comentario. Tosió salpicándolo todo, pero con una sonrisa en los labios; entonces vio algo que lo satisfizo en grado sumo: Argus Filch iba hacia ellos arrastrando a Draco Malfoy por una oreja.
—Profesor Slughorn —dijo Filch con su jadeante voz; le temblaban los carrillos y en sus ojos saltones brillaba la obsesión por detectar travesuras—, he descubierto a este chico merodeando por un pasillo de los pisos superiores. Dice que venía a su fiesta pero que se ha extraviado. ¿Es verdad que está invitado?
Malfoy se soltó con un tirón.
—¡Está bien, no me han invitado! —reconoció a regañadientes—. Quería colarme. ¿Satisfecho?
—¡No, no estoy nada satisfecho! —repuso Filch, aunque su afirmación no concordaba con su expresión triunfante—. ¡Te has metido en un buen lío, te lo garantizo! ¿Acaso no dijo el director que estaba prohibido pasearse por el castillo de noche, a menos que tuvierais un permiso especial? ¿Eh, eh?
—No pasa nada, Argus —lo apaciguó Slughorn agitando una mano—. Es Navidad, y querer entrar en una fiesta no es ningún crimen. Por esta vez no lo castigaremos. Puedes quedarte, Draco.
La súbita decepción de Filch era predecible; sin embargo, Harry, observando a Malfoy, se preguntó por qué éste parecía tan decepcionado como el conserje. ¿Y por qué miraba Snape a Malfoy con una mezcla de enojo y… un poco de miedo? ¿Cómo podía ser?
Pero, antes de que Harry hallara las respuestas, Filch se había dado la vuelta y se marchaba murmurando por lo bajo; Malfoy sonreía y estaba dándole las gracias a Slughorn por su generosidad, y Snape había vuelto a adoptar una expresión inescrutable.
—No tienes que agradecerme nada —dijo Slughorn restándole importancia—. Ahora que lo pienso, creo que sí conocí a tu abuelo…
—Él siempre hablaba muy bien de usted, señor —repuso Malfoy, ágil como un zorro—. Aseguraba que usted preparaba las pociones mejor que nadie.
Harry observó a Malfoy. Lo que le intrigaba no era el peloteo que éste le hacía a Slughorn (ya estaba acostumbrado a observar cómo adulaba a Snape) sino su aspecto, porque verdaderamente parecía un poco enfermo.
—Me gustaría hablar un momento contigo, Draco —dijo Snape.
—¿Ahora, Severus? —intervino Slughorn hipando otra vez—. Estamos celebrando la Navidad, no seas demasiado duro con…
—Soy el jefe de su casa y yo decidiré lo duro o lo blando que he de ser con él —lo cortó Snape con aspereza—. Sígueme, Draco.
Se marcharon; Snape iba delante y Malfoy lo seguía con cara de pocos amigos. Harry vaciló un momento y luego dijo:
—Vuelvo enseguida, Luna. Tengo que ir… al lavabo.
—Muy bien —repuso ella alegremente.
Mientras Harry se perdía entre la multitud le pareció oír cómo Luna retomaba el tema de la Conspiración Rotfang con la profesora Trelawney, que se mostraba muy interesada.
Una vez fuera de la fiesta, le resultó fácil sacar la capa invisible del bolsillo y echársela por encima, pues el pasillo estaba vacío. Lo que le costó un poco más fue encontrar a Snape y Malfoy. Harry echó a andar; el ruido de sus pasos quedaba disimulado por la música y las fuertes voces provenientes del despacho de Slughorn. Quizá Snape había llevado a Malfoy a su despacho, en las mazmorras. O quizá lo había acompañado a la sala común de Slytherin. Sin embargo, Harry fue pegando la oreja a cada puerta que encontraba hasta que, con una sacudida de emoción, en la última aula del pasillo oyó voces y se agachó para escuchar por la cerradura.
—… no puedes cometer errores, Draco, porque si te expulsan…
—Yo no tuve nada que ver, ¿queda claro?
—Espero que estés diciéndome la verdad, porque fue algo torpe y descabellado. Ya sospechan que estuviste implicado.
—¿Quién sospecha de mí? —preguntó Malfoy con enojo—. Por última vez, no fui yo, ¿de acuerdo? Katie Bell debe de tener algún enemigo que nadie conoce. ¡No me mire así! Ya sé lo que intenta hacer, no soy tonto, pero le advierto que no dará resultado. ¡Puedo impedírselo!
Hubo una pausa; luego Snape dijo con calma:
—Vaya, ya veo que tía Bellatrix te ha estado enseñando Oclumancia. ¿Qué pensamientos pretendes ocultarle a tu amo, Draco?
—¡A él no intento esconderle nada, lo que pasa es que no quiero que usted se entrometa!
Harry apretó un poco más la oreja contra la cerradura. ¿Qué había pasado para que Malfoy le hablara de ese modo a Snape? ¡A Snape, hacia quien siempre había mostrado respeto, incluso simpatía!
—Por eso este año me has evitado desde que llegaste a Hogwarts, ¿no? ¿Temías que me entrometiera? Supongo que te das cuenta, Draco, de que si algún otro alumno hubiera dejado de venir a mi despacho después de haberle ordenado yo varias veces que se presentara…
—¡Pues castígueme! ¡Denúncieme a Dumbledore! —lo desafió Malfoy.
Se produjo otra pausa, y a continuación Snape declaró:
—Sabes muy bien que no haré ninguna de esas cosas.
—¡En ese caso, será mejor que deje de ordenarme que vaya a su despacho!
—Escúchame —dijo Snape en voz tan baja que Harry tuvo que apretar aún más la oreja para oírlo—, yo sólo intento ayudarte. Le prometí a tu madre que te protegería. Pronuncié el Juramento Inquebrantable, Draco…
—¡Pues mire, tendrá que romperlo porque no necesito su protección! Es mi misión, él me la asignó y voy a cumplirla. Tengo un plan y saldrá bien, sólo que me está llevando más tiempo del que creía.
—¿En qué consiste tu plan?
—¡No es asunto suyo!
—Si me lo cuentas, yo podría ayudarte…
—¡Muchas gracias, pero tengo toda la ayuda que necesito, no estoy solo!
—Anoche bien que estabas solo cuando deambulabas por los pasillos sin centinelas y sin refuerzos, lo cual fue una tremenda insensatez. Estás cometiendo errores elementales…
—¡Crabbe y Goyle me habrían acompañado si usted no los hubiera castigado!
—¡Baja la voz! —le espetó Snape porque Malfoy cada vez chillaba más—. Si tus amigos Crabbe y Goyle pretenden aprobar Defensa Contra las Artes Oscuras este curso, tendrán que esforzarse un poco más de lo que demuestran hasta aho…
—¿Qué importa eso? —lo cortó Malfoy—. ¡Defensa Contra las Artes Oscuras! ¡Pero si eso es una guasa, una farsa! ¡Como si alguno de nosotros necesitara protegerse de las artes oscuras!
—¡Es una farsa, sí, pero crucial para el éxito, Draco! ¿Dónde crees que habría pasado yo todos estos años si no hubiera sabido fingir? ¡Escúchame! Es una imprudencia que te pasees por ahí de noche, que te dejes atrapar; y si depositas tu confianza en ayudantes como Crabbe y Goyle…
—¡Ellos no son los únicos, hay otra gente a mi lado, gente más competente!
—Entonces ¿por qué no te confías a mí y me dejas…?
—¡Sé lo que usted se propone! ¡Quiere arrebatarme la gloria!
Se callaron un momento, y luego Snape dijo con frialdad:
—Hablas como un niño majadero. Comprendo que la captura y el encarcelamiento de tu padre te hayan afectado, pero…
Harry apenas tuvo un segundo para reaccionar: oyó los pasos de Malfoy acercándose a la puerta y logró apartarse en el preciso momento en que ésta se abría de par en par. Malfoy se alejó a zancadas por el pasillo, pasó por delante del despacho de Slughorn, cuya puerta estaba abierta, y se perdió de vista tras la esquina.
Harry permaneció agachado y sin apenas atreverse a respirar cuando Snape abandonó el aula con una expresión insondable y se encaminó a la fiesta. Se quedó agazapado, oculto bajo la capa, reflexionando sobre todo lo que acababa de escuchar.