CAPÍTULO 11

Con la ayuda de Hermione

COMO Hermione pronosticara, las horas libres de los alumnos de sexto no eran los períodos de dicha y tranquilidad con que soñaba Ron, sino ratos para intentar ponerse al día de la ingente cantidad de deberes que les mandaban. Los chicos estudiaban como si tuvieran exámenes todos los días, y por si fuera poco las clases exigían más concentración que nunca. Harry apenas entendía la mitad de lo que explicaba la profesora McGonagall; hasta Hermione había tenido que pedirle que repitiera las instrucciones en un par de ocasiones. Aunque pareciera increíble, Harry destacaba inesperadamente en Pociones gracias al Príncipe Mestizo, y eso fastidiaba cada vez más a Hermione.

Se pedía a los alumnos que realizaran hechizos no verbales, no sólo en Defensa Contra las Artes Oscuras, sino también en Encantamientos y Transformaciones. Muchas veces, en la sala común o durante las comidas, Harry miraba a sus compañeros de clase y los veía colorados y haciendo fuerza como si hubieran ingerido un exceso de Lord Kakadura, pero sabía que en realidad estaban esforzándose por realizar hechizos sin pronunciar los conjuros en voz alta. Por suerte, en los invernaderos encontraban cierto desahogo; en las clases de Herbología trabajaban con plantas cada vez más peligrosas, pero al menos todavía les permitían decir palabrotas si la Tentacula venenosa los agarraba por sorpresa desde atrás.

Una de las consecuencias del gran volumen de trabajo y las frenéticas horas de prácticas de hechizos no verbales era que, hasta ese momento, Harry, Ron y Hermione no habían tenido tiempo de ir a visitar a Hagrid, quien ya no comía en la mesa de los profesores, lo cual era muy mala señal; curiosamente, en las pocas ocasiones en que se habían cruzado por los pasillos o el jardín, él no los había visto ni oído sus saludos.

—Debemos ir y explicárselo —propuso Hermione el sábado siguiente, a la hora del desayuno, mientras miraba la enorme silla que, una vez más, Hagrid había dejado vacía en la mesa de los profesores.

—¡Esta mañana se celebran las pruebas de selección de quidditch! —objetó Ron—. ¡Y tenemos que practicar ese encantamiento aguamenti para el profesor Flitwick! Además, ¿qué quieres explicarle? ¿Cómo vamos a decirle que odiábamos su absurda asignatura?

—¡No la odiábamos! —gritó Hermione.

—Eso lo dirás tú; yo todavía me acuerdo de los escregutos —dijo Ron sin entrar en detalles—. Y créeme, nos hemos salvado por los pelos. Tú no le oíste hablar del idiota de su hermano; si nos hubiéramos matriculado en Cuidado de Criaturas Mágicas, ahora estaríamos enseñando a Grawp a atarse los cordones de los zapatos.

—Es insoportable no poder hablar con Hagrid —resopló Hermione con cara de disgusto.

—Iremos después del quidditch —propuso Harry para tranquilizarla. Él también echaba de menos a Hagrid, aunque, como Ron, se alegraba de haberse librado de Grawp—. Pero es posible que las pruebas duren toda la mañana; se ha apuntado mucha gente. —Estaba un poco nervioso ante la perspectiva de su primera actuación como capitán—. No entiendo por qué de repente el equipo despierta tanto interés.

—¡Vamos, Harry! —dijo Hermione con un deje de impaciencia—. ¡Lo que despierta interés no es el quidditch, sino tú! Nunca habías provocado tanta fascinación, pero, francamente, no me extraña, porque nunca habías estado tan atractivo. —Ron se atragantó con un trozo de arenque ahumado. Hermione le lanzó una fugaz mirada de desdén y continuó—. Ahora todo el mundo sabe que decías la verdad, ¿no? La comunidad mágica ha tenido que admitir que estabas en lo cierto cuando asegurabas que Voldemort había regresado, y que es verdad que luchaste contra él dos veces en los dos últimos años y que en ambas ocasiones lograste escapar de sus garras. Ahora te llaman «el Elegido». Vamos, hombre, ¿todavía no entiendes por qué la gente está fascinada contigo?

De repente Harry notó mucho calor en el Gran Comedor, pese a que el cielo todavía se veía frío y lluvioso.

—Además, fuiste víctima de la persecución del ministerio, que intentó demostrar por todos los medios que eras un desequilibrado y un mentiroso, y aún conservas en la mano las señales que te hiciste escribiendo con tu propia sangre durante los castigos que te imponía aquella horrible mujer. Pero, pese a todo, te mantuviste firme en tu versión…

—Yo todavía tengo las marcas que me hicieron aquellos cerebros en el ministerio cuando me agarraron, mira —terció Ron arremangándose la túnica.

—Y por si fuera poco, este verano has crecido más de un palmo —concluyó Hermione haciendo caso omiso de Ron.

—Yo también soy alto —adujo Ron a la desesperada.

En ese momento llegaron las lechuzas del correo, y al entrar por las ventanas salpicaron gotas de lluvia por todas partes. La mayoría de los alumnos recibía más correo de lo habitual porque los padres, preocupados, querían saber cómo les iba a sus hijos y, asimismo, tranquilizarlos respecto a que en casa todos seguían bien. Harry no había recibido ninguna carta desde el inicio del curso; la única persona que se había carteado con él con regularidad estaba muerta. Había pensado que quizá Lupin le escribiría de vez en cuando, pero de momento no lo había hecho. Por eso se llevó una sorpresa al ver a Hedwig, su lechuza blanca, describir círculos entre una nube de lechuzas marrones y grises; el ave aterrizó delante de él portando un gran paquete cuadrado. Poco después, otro paquete idéntico aterrizó delante de Ron, traído por su pequeña y agotada lechuza, Pigwidgeon.

—¡Ajá! —exclamó Harry al desenvolver el suyo y encontrar un ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas nuevecito, recién llegado de Flourish y Blotts.

—Mira qué bien —comentó Hermione, encantada—. Ahora podrás devolver ese libro garabateado.

—Ni hablar —repuso Harry—. Me lo quedaré. Ya verás, lo he estado pensando y…

Sacó el viejo ejemplar del Príncipe Mestizo de su mochila y tocó la cubierta con la varita al tiempo que murmuraba: «¡Diffindo!» La cubierta se separó del libro. Acto seguido repitió la operación con el libro nuevo ante la escandalizada mirada de Hermione. Luego intercambió las cubiertas, les dio unos toques y dijo: «¡Reparo!»

Ante ellos tenían el ejemplar del príncipe, disfrazado de libro nuevo, y el que acababa de llegar de Flourish y Blotts, convertido en un libro de segunda mano.

—A Slughorn le devolveré el nuevo con la cubierta vieja. No puede quejarse, me ha costado nueve galeones.

Hermione apretó los labios y se enfurruñó, pero la distrajo una tercera lechuza que aterrizó delante de ella con El Profeta de ese día. Lo extendió rápidamente y leyó la primera plana.

—¿Ha muerto alguien que conozcamos? —preguntó Ron con ligereza. Formulaba la misma pregunta con el mismo tono cada vez que Hermione abría el periódico.

—No, pero ha habido más ataques de dementores. Y una detención.

—Me alegro. ¿A quién han detenido? —preguntó Harry, pensando en Bellatrix Lestrange.

—A Stan Shunpike —contestó Hermione.

—¿Qué? —se extrañó el muchacho.

—«Stanley Shunpike, el cobrador del autobús noctámbulo (el popular vehículo), ha sido detenido como sospechoso de ser mortífago. El señor Shunpike, de veintiún años, fue detenido a última hora de anoche tras una redada en su casa de Clapham…»

—¿Que Stan Shunpike es un mortífago? —se asombró Harry, recordando al joven lleno de acné que había conocido tres años atrás—. ¡No puede ser!

—Quizá esté bajo una maldición imperius —sugirió Ron—. Nunca se sabe.

—No lo parece —discrepó Hermione, que seguía leyendo—. Aquí dice que lo detuvieron porque en un pub lo oyeron hablar acerca de los planes secretos de los mortífagos. —Levantó la cabeza y miró a sus amigos con ceño—. Si hubiera estado bajo una maldición imperius no se habría puesto a cotillear sobre esos planes, ¿no os parece?

—Quizá intentaba aparentar que sabía más cosas de las que en realidad sabía —argumentó Ron—. ¿No era él quien aseguraba que iban a nombrarlo ministro de Magia cuando pretendía ligar con aquellas veelas?

—Sí, era él —afirmó Harry—. No sé a qué juegan, mira que tomarse en serio a Stan…

—Supongo que pretenden demostrar a la comunidad mágica que son eficaces —discurrió Hermione—. La gente está muerta de miedo. ¿Sabíais que los padres de las gemelas Patil quieren llevárselas a casa? ¿Y que Eloise Midgeon ya se ha marchado? Su padre vino a recogerla anoche.

—¡Qué dices! —se extrañó Ron mirándola con los ojos como platos—. ¡Pero si en Hogwarts están mucho más seguros que en sus casas! Aquí hay aurores y un montón de hechizos protectores nuevos. ¡Y tenemos a Dumbledore!

—Me parece que a él no lo tenemos las veinticuatro horas del día —repuso Hermione bajando la voz, y miró hacia la mesa de los profesores por encima del periódico—. ¿No os habéis fijado? La semana pasada su asiento estuvo vacío tan a menudo como el de Hagrid.

Harry y Ron miraron también y comprobaron que, en efecto, la silla del director estaba vacía. Entonces Harry reparó en que no había visto a Dumbledore desde su clase particular con él, la semana anterior.

—Creo que se ha marchado del colegio para hacer algo con la Orden —murmuró Hermione—. No sé… La situación parece grave, ¿no?

Ni Harry ni Ron contestaron, pero todos coincidían en ese punto. El día anterior habían vivido una experiencia terrible: Hannah Abbott había tenido que salir de la clase de Herbología para recibir la triste noticia de que habían encontrado muerta a su madre. Desde entonces no habían vuelto a verla.

Cinco minutos más tarde, cuando se dirigían al campo de quidditch, se cruzaron con Lavender Brown y Parvati Patil. Sabiendo que los padres de las gemelas Patil querían llevárselas de Hogwarts, a Harry no le extrañó que las dos íntimas amigas estuvieran diciéndose cosas al oído con cara de aflicción. Lo que sí le sorprendió fue que cuando las chicas vieron a Ron, Parvati le dio un codazo a Lavender, que volvió la cabeza y le dedicó al chico una sonrisa radiante. Ron parpadeó y luego, titubeante, le devolvió la sonrisa. De inmediato los andares del chico se volvieron presuntuosos. Harry resistió la tentación de reírse al recordar que Ron también se había aguantado la risa cuando se enteró de que Malfoy le había roto la nariz; Hermione, en cambio, se mostró indiferente y distante hasta que llegaron al estadio después de caminar bajo la fría y neblinosa llovizna. Una vez allí, fue a buscar un asiento en las gradas sin desearle buena suerte a Ron.

Como Harry preveía, las pruebas duraron toda la mañana. Se había presentado la mitad de la casa de Gryffindor: desde nerviosos alumnos de primer año aferrados a escobas viejas del colegio, hasta alumnos de séptimo mucho más altos que el resto y que mostraban una actitud intimidante. Entre éstos se hallaba un chico de elevada estatura y cabello crespo a quien Harry había visto en el expreso de Hogwarts.

—Nos conocimos en el tren, en el compartimiento del viejo Sluggy —dijo el muchacho con aplomo, apartándose del grupo para estrecharle la mano—. Cormac McLaggen, guardián.

—El año pasado no te presentaste a las pruebas, ¿verdad? —comentó Harry, fijándose en su corpulencia y pensando que, seguramente, taparía los tres aros de gol sin siquiera moverse.

—Pues no; estaba en la enfermería cuando se celebraron —explicó con cierta chulería—. Perdí una apuesta y me comí medio kilo de huevos de doxy.

—Ya —dijo Harry—. Bueno, si quieres esperar allí… —Señaló el borde del campo, cerca de donde estaba sentada Hermione, y le pareció detectar una pizca de irritación en la cara de McLaggen. ¿Acaso el chico esperaba un trato preferente por el hecho de que ambos eran alumnos predilectos del «viejo Sluggy»?

Decidió empezar con una prueba elemental: pidió a los aspirantes a entrar en el equipo que se repartieran en grupos de diez y dieran una vuelta al campo montados en sus escobas. Fue una decisión acertada porque los diez primeros eran alumnos de primer año, y saltaba a la vista que volaban por primera vez, o casi. Sólo uno consiguió mantenerse en el aire más de unos segundos, y se llevó una sorpresa tan grande que se estrelló contra uno de los postes de gol.

El segundo grupo lo formaban diez de las niñas más tontas que Harry había conocido jamás. Cuando él hizo sonar el silbato, se limitaron a echarse a reír abrazadas unas a otras. Romilda Vane estaba entre ellas. Harry les mandó salir del campo y ellas, muy risueñas, fueron a sentarse en las gradas, donde no hicieron otra cosa que molestar a los demás.

El tercer grupo protagonizó un choque en cadena cuando todavía no había terminado la vuelta al campo. En cuanto al cuarto grupo, la mayoría de sus integrantes se había presentado sin escoba, y los del quinto eran de Hufflepuff.

—¡Si hay aquí alguien más que no sea de Gryffindor —ordenó Harry, que empezaba a perder la paciencia—, que se vaya ahora mismo, por favor!

Tras una pausa, un par de alumnos de Ravenclaw salieron corriendo del campo, riendo a carcajadas.

Después de dos horas, muchas quejas y varios berrinches (uno de ellos relacionado con una Cometa 260 y varios dientes rotos), Harry disponía de tres cazadoras: Katie Bell, que conservaba su puesto en el equipo tras una gran exhibición; Demelza Robins, un nuevo fichaje que tenía una habilidad especial para esquivar las bludgers, y Ginny Weasley, que había volado mejor que nadie y, además, había marcado diecisiete tantos. A pesar de que estaba muy contento con sus nuevas cazadoras, Harry se había quedado afónico de tanto discutir con los que no estaban de acuerdo con su elección, y en ese momento libraba una batalla parecida con los golpeadores rechazados.

—¡Es mi última palabra, y si no os apartáis ahora mismo para que pasen los guardianes, os echo un maleficio! —les advirtió.

Ninguno de los golpeadores elegidos tenía el estilo de Fred ni George, pero aun así estaba bastante satisfecho con ellos: Jimmy Peakes, un alumno de tercero, bajito pero ancho de hombros, que le había hecho un enorme chichón en la cabeza a Harry con una bludger golpeada con muy mala uva, y Ritchie Coote, que parecía enclenque pero tenía buena puntería. Los dos golpeadores se unieron a Katie, Demelza y Ginny en las gradas para ver la selección del último miembro del equipo.

Harry había dejado la elección del guardián para el final porque creía que el estadio se habría vaciado y así los aspirantes no se sentirían tan presionados. Pero, por desgracia, todos los jugadores rechazados y los numerosos curiosos que acudían después de un prolongado desayuno se habían unido al público, de modo que había más gente que antes. Cada vez que un guardián volaba delante de los aros de gol, una parte de los espectadores lo aplaudía y la otra lo abucheaba. Harry buscó con la mirada a Ron, a quien siempre lo habían traicionado los nervios; confiaba en que tras haber ganado el último partido del curso pasado se habría curado, pero por lo visto no era el caso, porque Ron se había puesto verde.

Ninguno de los cinco primeros aspirantes paró más de dos lanzamientos. Para desesperación de Harry, Cormac McLaggen detuvo cuatro de los cinco penaltis. Sin embargo, en el último se lanzó en la dirección equivocada; el público rió y lo abucheó, y él bajó a tierra haciendo rechinar los dientes.

Cuando se montó en su Barredora 11, Ron parecía al borde del desmayo.

—¡Buena suerte! —le gritó alguien desde las gradas.

Harry miró esperando ver a Hermione, pero se trataba de Lavender Brown. A él también le habría gustado taparse la cara con las manos como hizo ella un momento después, pero pensó que, como capitán, debía demostrar temple, así que se volvió, dispuesto a ver la actuación de Ron.

Pero su aprensión no estaba justificada: Ron paró cinco penaltis seguidos. Harry, tan contento como sorprendido, tuvo que esforzarse por no unirse a los gritos de júbilo del público. Se volvió hacia McLaggen para decirle que lo sentía pero que Ron le había ganado, y se encontró con la enrojecida cara de McLaggen a escasos centímetros de la suya. Harry retrocedió un paso.

—La hermana de Ron ha hecho trampa —espetó McLaggen; en la sien le palpitaba una vena como la que Harry había visto latir tantas veces en la sien de tío Vernon—. Se lo ha puesto facilísimo.

—Te equivocas —replicó Harry con frialdad—. Tuvo que esforzarse a tope.

McLaggen dio un paso hacia Harry, que esta vez no se arredró.

—Déjame intentarlo otra vez.

—Ni hablar —se plantó Harry—. Ya has tenido tu oportunidad. Has parado cuatro y Ron ha parado cinco. Así que él se queda de guardián: se lo ha ganado a pulso. Apártate.

Por un instante creyó que McLaggen iba a darle un puñetazo, pero éste se contentó con hacer una desagradable mueca y se marchó hecho un basilisco, murmurando vagas amenazas.

Harry se dio la vuelta. Su nuevo equipo lo miraba sonriente.

—Os felicito —dijo con voz ronca—. Habéis volado muy bien…

—¡Has estado fenomenal, Ron!

Esa vez sí era Hermione, que bajaba corriendo de las gradas; Harry vio que Lavender se marchaba del campo cogida del brazo de Parvati, con cara de mal humor. Ron parecía muy satisfecho consigo mismo, e incluso más alto de lo normal, y sonreía de oreja a oreja.

Concretaron el primer entrenamiento para el siguiente jueves, y a continuación Harry, Ron y Hermione se despidieron de todos y se dirigieron a la cabaña de Hagrid. Por fin había dejado de lloviznar, y un sol tenue intentaba atravesar las nubes. Harry estaba hambriento, pero confiaba en que hubiera algo para comer en casa de Hagrid.

—Creí que no podría parar el cuarto penalti —iba diciendo Ron alegremente—. El lanzamiento de Demelza fue peliagudo, ¿os habéis fijado? Llevaba un efecto…

—Sí, sí, has estado sensacional —repuso Hermione, risueña.

—Al menos lo he hecho mejor que McLaggen —se ufanó el chico—. ¿Habéis visto cómo se lanzó en la dirección opuesta en el quinto penalti? Parecía presa de un encantamiento confundus

Harry advirtió que Hermione se sonrojaba al oír esas palabras. Ron no se dio cuenta de nada: estaba demasiado entusiasmado describiendo con todo detalle cada uno de los penaltis que había detenido.

Buckbeak, el enorme hipogrifo gris, estaba amarrado delante de la cabaña de Hagrid. Al ver acercarse a los muchachos, hizo un ruido seco con su pico afilado y giró la descomunal cabeza hacia ellos.

—¡Oh, cielos! —dijo Hermione con nerviosismo—. Todavía da un poco de miedo, ¿verdad?

—No digas tonterías. ¡Pero si has montado en él! —le recordó Ron.

Harry se adelantó y le hizo una reverencia mirándolo a los ojos y sin parpadear. Unos segundos después, Buckbeak le devolvió la reverencia.

—¿Cómo estás? —susurró Harry, y se acercó al animal para acariciarle la plumífera cabeza—. ¿Lo echas de menos? Pero aquí, con Hagrid, estás bien, ¿verdad?

—¡Eh, cuidado!

Hagrid salió dando zancadas por detrás de la cabaña; llevaba puesto un gran delantal con estampado de flores y cargaba un saco de patatas. Fang, su enorme perro jabalinero que le seguía los pasos, soltó un ladrido atronador y se abalanzó hacia los jóvenes.

—¡Apartaos de él! ¡Os va a dejar sin de…! Ah, sois vosotros.

Fang saltaba sobre Hermione y Ron intentando lamerles las orejas. Hagrid los observó un momento y luego se dirigió hacia su cabaña dando largas zancadas. Entró y cerró la puerta.

—¡Ay, madre! —se lamentó Hermione, compungida.

—No te preocupes —la tranquilizó Harry. Fue hasta la puerta y llamó con los nudillos—. ¡Hagrid! ¡Abre, queremos hablar contigo! —No se oía nada en el interior—. ¡O abres o derribamos la puerta! —amenazó, y sacó su varita.

—¡Harry! —dijo Hermione—. No puedes…

—¡Claro que puedo! Apartaos…

Pero antes de que dijera nada más, la puerta se abrió de par en par, como él sabía que ocurriría, y apareció Hagrid, que se lo quedó mirando con fiereza, pese al cómico aspecto que ofrecía con su delantal de flores.

—¡Estás hablando con un profesor! —rugió—. ¡Con un profesor, Potter! ¿Cómo te atreves a amenazar con derribar mi puerta?

—Lo siento, señor —respondió Harry poniendo énfasis en la última palabra, y se guardó la varita en el bolsillo interior de la túnica.

Hagrid estaba pasmado.

—¿Desde cuándo me llamas «señor»?

—¿Y desde cuándo me llamas «Potter»?

—¡Vaya, qué listo! —gruñó Hagrid—. Muy gracioso. Intentas tomarme el pelo, ¿eh? Muy bonito. Pasa, pedazo de mocoso desagradecido… —Sin dejar de refunfuñar, se apartó para que entraran. Hermione lo hizo pegada a Harry, con cara de susto—. ¿Y bien? —gruñó Hagrid mientras los tres amigos se sentaban a la enorme mesa de madera; Fang apoyó la cabeza en las rodillas de Harry y le babeó la túnica—. ¿Qué pasa? ¿Sentís lástima por mí? ¿Creéis que estoy triste o algo así?

—No —contestó Harry sin vacilar—. Sólo queríamos verte.

—¡Te hemos echado de menos! —dijo Hermione.

—¿Que me habéis echado de menos? —se burló Hagrid—. Sí, claro.

Sacudió la cabeza y fue a preparar té en una gran tetera de cobre. Luego llevó a la mesa tres tazas del tamaño de cubos, llenas de un té color caoba, y un plato de pastelitos de pasas. Harry estaba tan hambriento que hasta se sentía capaz de comer algo cocinado por Hagrid, así que cogió uno.

—Mira, Hagrid —dijo Hermione con vacilación cuando el guardabosques por fin volvió a sentarse y se puso a pelar patatas con brutalidad, como si aquellos tubérculos lo hubiesen ofendido gravemente—, nosotros queríamos seguir estudiando Cuidado de Criaturas Mágicas pero…

Hagrid soltó un bufido. A Harry le pareció que unos cuantos mocos iban a parar a las patatas y se alegró de no tener que quedarse a comer.

—¡Es verdad! —insistió Hermione—. ¡Pero no teníamos más horas libres!

—Ya. Claro —masculló Hagrid.

Se oyó un extraño sonido similar a un eructo y todos miraron alrededor; Hermione soltó un gritito y Ron se levantó de un brinco y se trasladó a la otra punta de la mesa para apartarse del barril que acababan de descubrir en un rincón. Estaba lleno de unas cosas que parecían gusanos de un palmo de largo; eran viscosas, blancas y se retorcían.

—¿Qué es eso, Hagrid? —preguntó Harry intentando parecer interesado en lugar de asqueado, pero dejó su pastelito en el plato.

—Larvas gigantes.

—¿Y en qué se convierten? —preguntó Ron con aprensión.

—No se convierten en nada. Son para alimentar a Aragog. —Y sin previo aviso, rompió a llorar.

—¡Oh, Hagrid! —exclamó Hermione, y, bordeando la mesa por el lado más largo para evitar el barril de gusanos, le rodeó los temblorosos hombros—. ¿Qué te pasa?

—Es… él… —dijo entre sollozos; sus ojos, negros como el azabache, derramaban gruesas lágrimas mientras se enjugaba con el delantal—. Es… Aragog… Creo que se está muriendo. El verano pasado enfermó y no mejora. No sé qué voy a hacer si… si… Llevamos tanto tiempo juntos…

Hermione le dio unas palmaditas en la espalda, pero no encontraba palabras para consolarlo; Harry supuso que los sentimientos de su amiga debían de ser confusos. Él sabía que Hagrid le había regalado un osito de peluche a una cría de dragón, y también lo había visto canturrearle a escorpiones gigantes provistos de ventosas y aguijones, e intentar razonar con su hermanastro, un gigante brutal. Pero la gigantesca araña parlante, Aragog, que vivía en la espesura del Bosque Prohibido y de la que Ron había escapado de milagro cuatro años atrás, era quizá el más incomprensible de los monstruosos caprichos del guardabosques.

—¿Podemos hacer algo para ayudarte? —ofreció Hermione.

—Me temo que no, Hermione —gimoteó Hagrid, intentando detener el caudal de lágrimas—. Verás, el resto de la tribu… la familia de Aragog… se están poniendo muy raros ahora que él está enfermo… un poco nerviosos…

—Sí, creo recordar que ya vimos esa faceta suya —comentó Ron en voz baja.

—Tal como están las cosas, no me parece oportuno que se acerque a la colonia nadie que no sea yo —concluyó Hagrid. Se sonó con el delantal, levantó la cabeza y agregó—: Pero gracias por el ofrecimiento, Hermione, eres muy amable.

Al final el ambiente se suavizó bastante. Aunque ni Harry ni Ron mostraron el menor entusiasmo por llevarle gusanos gigantes a una araña asesina y glotona, Hagrid parecía dar por descontado que les habría encantado hacerlo y volvió a ser el de siempre.

—Sí, ya sabía yo que os costaría mucho incluir mi asignatura en vuestros horarios —dijo mientras les servía más té—. Aunque si hubierais pedido giratiempos…

—No podíamos pedirlos —explicó Hermione—. El verano pasado destrozamos todos los que se guardaban en el ministerio. Se publicó en El Profeta.

—Ah, vaya… —se resignó Hagrid—. No podíais hacerlo… Perdonad que haya estado… Bueno, es que estoy preocupado por Aragog, y creí que como la profesora Grubbly-Plank os había dado clases…

Entonces los tres amigos mintieron y afirmaron categóricamente que la profesora Grubbly-Plank, que había sustituido a Hagrid varias veces, era una pésima educadora. El resultado fue que al anochecer, cuando se despidieron de Hagrid, se lo veía bastante animado.

—Me muero de hambre —dijo Harry cuando enfilaron a buen paso el oscuro y desierto camino de regreso; había dejado definitivamente el pastelito en el plato después de notar cómo una muela le crujía de forma sospechosa—. Y esta noche debo cumplir el castigo con Snape, así que no tendré mucho tiempo para cenar.

Al llegar al castillo vieron que Cormac McLaggen iba a entrar en el Gran Comedor, pero tuvo que intentarlo dos veces para pasar por la puerta, pues la primera vez rebotó contra el marco. Ron soltó una risotada, regodeándose, y entró con pasos exagerados detrás de McLaggen. Sin embargo, Harry retuvo a Hermione.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Lo he estado pensando —contestó él en voz baja—, y yo diría que a McLaggen le han hecho un encantamiento confundus. Y estaba justo delante de donde tú te habías sentado.

—De acuerdo, fui yo —confesó ella ruborizándose—. ¡Pero tendrías que haber oído cómo hablaba de Ron y Ginny! Además, tiene muy mal genio, ya viste cómo reaccionó cuando no lo elegiste. No te interesa tener a alguien así en el equipo.

—No —admitió Harry—. No, supongo que tienes razón. Pero ¿no crees que ha sido un proceder deshonesto, Hermione? Recuerda que eres prefecta.

—¡Va, cállate! —le espetó ella mientras él sonreía.

—¿Qué hacéis? —preguntó Ron, que había regresado sobre sus pasos y los miraba con desconfianza.

—Nada —contestaron ellos al unísono, y lo acompañaron dentro.

El olor a rosbif hizo que a Harry le rugiera el estómago, pero tan sólo habían dado tres pasos en dirección a la mesa de Gryffindor cuando el profesor Slughorn se plantó delante de ellos.

—¡Harry! ¡Me alegro de encontrarte! —dijo con voz tronante y tono cordial, retorciéndose las puntas del bigote de morsa e hinchando la enorme barriga—. ¡Necesitaba pillarte antes de la cena! ¿Qué me dices de venir a picar algo a mis aposentos? Vamos a celebrar una pequeña fiesta; sólo seremos unas cuantas jóvenes promesas y yo. Vendrán McLaggen, Zabini, la encantadora Melinda Bobbin… ¿La conoces? Su familia tiene una gran cadena de boticas. Y por supuesto, espero que la señorita Granger me honre también con su presencia. —Y le dedicó una leve reverencia a Hermione. Era como si Ron fuera invisible; ni siquiera lo miró.

—No puedo ir, profesor —se excusó Harry—. Tengo un castigo con el profesor Snape.

—¡No me digas! —exclamó Slughorn componiendo una cómica mueca de disgusto—. ¡Vaya, pues yo contaba contigo, Harry! ¿Sabes qué? Voy a hablar con Severus y le expondré la situación. Estoy seguro de que lograré que aplace el castigo. ¡Descuida, nos vemos luego!

Y salió precipitadamente del Gran Comedor.

—No lo logrará —dijo Harry en cuanto Slughorn se hubo alejado—. Este castigo ya se ha aplazado una vez; Snape lo hizo por Dumbledore, pero no lo hará por nadie más.

—Ostras, ojalá puedas venir. ¡No me apetece nada ir sola! —se quejó Hermione con aprensión, y Harry comprendió que estaba pensando en McLaggen.

—No creo que estés sola, supongo que también habrá invitado a Ginny —apuntó Ron, a quien no le había sentado nada bien que Slughorn lo ignorara.

Después de la cena regresaron a la torre de Gryffindor. La sala común estaba abarrotada, pues la mayoría de la gente había terminado de cenar, pero los tres amigos encontraron una mesa libre. Ron, que estaba de mal humor desde el encuentro con Slughorn, se cruzó de brazos y se quedó contemplando el techo con ceño, y Hermione cogió un ejemplar de El Profeta Vespertino que alguien había dejado encima de una silla y se puso a hojearlo.

—¿Alguna novedad? —preguntó Harry.

—Pues no… Mira, Ron, aquí está tu padre… ¡No, no le ha pasado nada! —se apresuró a añadir, pues el chico la miró con cara de susto—. Sólo dice que ha ido a investigar la casa de los Malfoy: «Este segundo registro de la residencia del mortífago no parece haber dado ningún resultado. Arthur Weasley, de la Oficina para la Detección y Confiscación de Hechizos Defensivos y Objetos Protectores Falsos, declaró que su equipo había actuado tras recibir el soplo de un confidente.»

—¡Toma, el mío! —saltó Harry—. En King’s Cross le hablé de Draco y de su interés en que Borgin le arreglara una cosa. Bueno, si esa cosa no está en casa de los Malfoy, Draco debe de haberla traído a Hogwarts…

—¿Te refieres a que la trajo de contrabando? —repuso Hermione bajando el periódico—. Imposible. Nos registraron a todos cuando llegamos, ¿recuerdas?

—¿Sí? —se extrañó Harry—. Pues a mí no me registró nadie.

—No, claro, a ti no porque llegaste tarde. Filch nos repasó uno por uno con sensores de ocultamiento cuando llegamos al vestíbulo. Habría detectado cualquier objeto tenebroso; me consta que a Crabbe le confiscaron una cabeza reducida. Es imposible que Malfoy entrara en el colegio con algo peligroso.

Harry, frustrado, se quedó contemplando cómo Ginny Weasley jugaba con Arnold, su micropuff, mientras buscaba la forma de rebatir la objeción.

—Entonces se lo habrá enviado alguien con una lechuza —dijo al cabo—. Su madre, por ejemplo.

—También revisan a las lechuzas —replicó Hermione—. Filch nos lo dijo mientras nos pasaba esos sensores de ocultamiento por todas partes.

Esta vez Harry se quedó sin réplica. No parecía posible que Malfoy hubiera introducido en el colegio ningún objeto peligroso ni tenebroso. Miró a Ron, que estaba con los brazos cruzados observando a Lavender Brown.

—¿Se te ocurre alguna manera de que Malfoy…?

—Déjalo ya, Harry —le cortó su amigo con malos modos.

—Oye, que yo no tengo la culpa de que Slughorn nos haya invitado a Hermione y a mí a esa estúpida fiesta. Ninguno de los dos quería ir, ¿vale?

—Vale, pero como a mí no me han invitado a ninguna fiesta, creo que voy a acostarme.

Y se marchó con paso decidido, dejándolos plantados. En ese momento Demelza Robins, la nueva cazadora, se acercó a la mesa.

—¡Hola, Harry! —saludó—. Tengo un mensaje para ti.

—¿Del profesor Slughorn? —preguntó él, enderezándose.

—No, del profesor Snape —dijo Demelza. Harry se llevó un chasco—. Dice que te espera en su despacho a las ocho y media y que le tiene sin cuidado las fiestas a que te hayan invitado. También quiere que sepas que tendrás que separar los gusarajos podridos de los buenos para utilizarlos en la clase de Pociones, y… que no hace falta que lleves guantes protectores.

—Muy bien —se resignó Harry—. Gracias, Demelza.