CAPÍTULO 10

La casa de los Gaunt

EN las clases de Pociones del resto de la semana, Harry siguió poniendo en práctica los consejos del Príncipe Mestizo siempre que diferían de las instrucciones de Libatius Borage, de modo que en la cuarta clase Slughorn ya deliraba sobre las habilidades de Harry y aseguraba que pocas veces había tenido un alumno de tanto talento.

Esas alabanzas no les hacían ninguna gracia a Ron y Hermione. Pese a que Harry les había ofrecido compartir su libro, a Ron le costaba mucho descifrar la caligrafía del misterioso príncipe y Harry no podía leerle en voz alta todo el rato, porque habría levantado sospechas. Por su parte, Hermione se mantuvo firme y siguió trabajando con lo que ella denominaba «instrucciones oficiales», pero cada vez estaba más malhumorada porque éstas daban peores resultados que las del príncipe.

De vez en cuando, Harry se preguntaba quién habría sido ese personaje. Aunque la cantidad de deberes que les mandaban le impedía leer de cabo a rabo su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas, lo había ojeado lo suficiente para comprobar que apenas quedaba una página que no contuviese anotaciones al margen. Pero no todas estaban relacionadas con la elaboración de pociones, sino que algunas parecían hechizos inventados por el propio príncipe.

—O por «ella» —puntualizó Hermione después de oír cómo Harry le exponía esas ideas a Ron en la sala común, el sábado después de la cena—. A lo mejor era una chica. Creo que la letra parece más de chica que de chico.

—Firma «el Príncipe Mestizo» —le recordó Harry—. ¿Cuántas chicas conoces que sean «príncipes»?

Hermione no supo cómo rebatir ese argumento, así que se limitó a fruncir el entrecejo y retirar su redacción «Los principios de la rematerialización» del alcance de Ron, que intentaba leerla al revés.

Harry miró la hora en su reloj y guardó el misterioso libro en su mochila.

—Son las ocho menos cinco, tengo que irme o llegaré tarde a mi cita con Dumbledore.

—¡Oh! —exclamó Hermione, agrandando los ojos—. ¡Buena suerte! Te esperaremos levantados, estamos ansiosos por saber qué quiere enseñarte.

—Que te vaya bien —dijo Ron, y los dos se quedaron mirando cómo Harry salía por el hueco del retrato.

Avanzó por los desiertos pasillos con paso decidido, pero al doblar un recodo tuvo que esconderse precipitadamente detrás de una estatua porque vio a la profesora Trelawney, que iba murmurando al tiempo que mezclaba una baraja de sucias cartas que al parecer leía mientras andaba.

—Dos de picas: conflicto —musitó al pasar por delante de la estatua—. Siete de picas: mal augurio. Diez de picas: violencia. Jota de picas: un joven moreno, preocupado y… a quien no le cae bien la vidente. —Se detuvo en seco—. No puede ser —masculló con irritación.

Harry oyó cómo volvía a barajar las cartas y se ponía de nuevo en marcha, dejando tras de sí un olorcillo a jerez para cocinar.

Tras comprobar que la profesora se había marchado, echó a andar a buen paso hasta el lugar del pasillo del séptimo piso donde había una única gárgola pegada a la pared.

—Píldoras ácidas —dijo Harry.

La gárgola se apartó y la pared de detrás, al abrirse, reveló una escalera de caracol de piedra que no cesaba de ascender con un movimiento continuo. Harry se montó en ella y dejó que lo transportara, describiendo círculos, hasta la puerta con aldaba de bronce del despacho de Dumbledore.

Llamó con los nudillos.

—Pasa.

—Buenas noches, señor —saludó al entrar en el despacho del director.

—Buenas noches, Harry. Siéntate —dijo Dumbledore, sonriente—. Espero que tu primera semana en el colegio haya resultado agradable.

—Sí, señor. Gracias.

—Debes de haber estado muy ocupado, pues ya tienes un castigo en tu haber.

—Es que… —balbuceó el chico, pero Dumbledore no parecía enfadado.

—He hablado con el profesor Snape y hemos acordado que cumplirás tu castigo el próximo sábado en lugar de hoy.

—De acuerdo —repuso Harry, que tenía cosas más urgentes en la cabeza que el castigo de Snape, y miró con disimulo en busca de algún indicio sobre lo que Dumbledore pensaba hacer con él esa noche. El despacho, de forma circular, ofrecía el mismo aspecto de siempre: los frágiles instrumentos de plata, zumbando y humeando, reposaban sobre las mesas de delgadas patas; los retratos de anteriores directores y directoras de Hogwarts dormitaban en sus marcos; y el magnífico fénix de Dumbledore, Fawkes, estaba en su percha, detrás de la puerta, observando a Harry con gran interés. Tampoco se apreciaba que Dumbledore hubiera apartado los muebles para realizar prácticas de duelo.

—Muy bien, Harry —dijo el director con tono serio y formal—. Imagino que te habrás preguntado qué he planeado para estas… llamémoslas clases, a falta de una palabra más apropiada.

—Sí, señor.

—Pues bien, he decidido que ha llegado el momento de que conozcas cierta información, ahora que ya sabes qué movió a lord Voldemort a intentar matarte hace quince años.

Hubo una pausa.

—Al final del curso pasado usted dijo que me lo explicaría todo —le recordó Harry, esforzándose por eliminar el deje acusador de su voz—. Señor —añadió.

—Es cierto —concedió Dumbledore con voz apacible—. Y te conté todo lo que sé. Pero a partir de ahora abandonaremos la firme base de los hechos y viajaremos por los turbios pantanos de la memoria hasta adentrarnos en la fronda de las más ilógicas conjeturas. A partir de aquí, Harry, puedo estar tan deplorablemente equivocado como Humphrey Belcher, quien creyó que se daban las circunstancias idóneas para inventar el caldero de queso.

—Pero usted cree que tiene razón, ¿no?

—Por supuesto que sí, pero ya te he demostrado que yo cometo errores, como todo ser humano. Y si me permites añadiré que, dado que soy más inteligente que la mayoría de los hombres, mis errores tienden a ser también más graves.

—Señor —dijo Harry con vacilación—, lo que va a contarme ¿tiene algo que ver con la profecía? ¿Me ayudará a… sobrevivir?

—Tiene mucho que ver con la profecía —confirmó Dumbledore sin darle importancia, como si le hubiera preguntado qué tiempo haría por la mañana—. Y espero, en efecto, que te ayude a sobrevivir.

Se levantó y pasó por el lado de Harry, quien, sin ponerse en pie, vio cómo el profesor se inclinaba sobre el armario que había junto a la puerta. Cuando se incorporó, tenía en la mano aquella vasija de piedra poco profunda, con extrañas inscripciones grabadas alrededor del borde. La colocó encima del escritorio, frente a Harry.

—Pareces preocupado.

Era verdad que Harry contemplaba el pensadero con cierta aprensión ya que, pese a que sus anteriores experiencias con ese extraño aparato, que almacenaba y revelaba pensamientos y recuerdos, resultaron muy instructivas, también fueron desagradables. La última vez que se había asomado a su contenido vio muchas más cosas de las que le habría gustado ver. Pero Dumbledore sonreía.

—Esta vez entrarás en el pensadero conmigo. Y con permiso, lo cual aún es más insólito.

—¿Adónde vamos, señor?

—Daremos un paseo por los recuerdos de Bob Ogden —contestó el anciano, y extrajo de su bolsillo una pequeña botella que contenía una sustancia plateada.

—¿Quién era Bob Ogden?

—Trabajaba para el Departamento de Seguridad Mágica. Hace tiempo que murió, pero logré localizarlo antes de que falleciera y conseguí que me confiara estos recuerdos. Nos disponemos a acompañarlo en una visita que realizó mientras cumplía sus obligaciones. Si haces el favor de ponerte en pie, Harry…

Pero a Dumbledore le costaba quitar el tapón de corcho de la botella; al parecer, la mano lesionada le dolía y la tenía agarrotada.

—¿Quiere que…? ¿Me deja probar, señor?

—No te preocupes, Harry. —Dumbledore apuntó su varita hacia la botella y el tapón salió despedido.

—¿Cómo se hizo eso en la mano, señor? —volvió a preguntar el muchacho, mirando los ennegrecidos dedos del director con una mezcla de repugnancia y lástima.

—No es momento para esa historia, Harry. Todavía no. Ahora tenemos una cita con Bob Ogden.

Vertió el plateado contenido de la botella, que no era ni líquido ni gaseoso, en el pensadero, donde empezó a arremolinarse y brillar.

—Tú primero —dijo Dumbledore señalando la vasija.

Harry se inclinó sobre el recipiente, respiró hondo y hundió la cara en la sustancia plateada. Notó que sus pies se separaban del suelo y empezó a caer por un oscuro torbellino, hasta que de pronto se encontró parpadeando bajo un sol deslumbrante. Antes de acostumbrarse al resplandor, Dumbledore ya aterrizaba a su lado.

Se hallaban en un camino rural bordeado de altos y enmarañados setos, bajo un cielo de verano tan azul e intenso como un nomeolvides. Delante de ellos, a unos pocos metros, había un individuo regordete y de escasa estatura. Llevaba unas gafas gruesísimas que le reducían los ojos al tamaño de motitas y estaba leyendo un poste indicador que sobresalía entre las zarzas del lado izquierdo del camino. Harry supuso que era Ogden, pues no se veía a nadie más por allí, y además llevaba el extraño surtido de prendas que solían elegir los magos inexpertos cuando intentaban parecerse a los muggles: en esta ocasión, una levita y polainas encima de un traje de baño de cuerpo entero a rayas. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de otra cosa que tomar nota del absurdo atuendo del individuo, éste echó a andar a buen paso por el camino.

Dumbledore y Harry lo siguieron. Al pasar por delante del poste indicador, el muchacho leyó los dos letreros. El que señalaba el camino por el que ellos habían llegado decía: «Gran Hangleton, 8 kilómetros», y el que señalaba el camino tomado por Ogden indicaba: «Pequeño Hangleton, 2 kilómetros.»

Avanzaron un trecho sin ver otra cosa que setos, el inmenso cielo azul y la figura que iba delante de ellos agitando los faldones de la levita al andar. Al poco rato, el camino describió una curva hacia la izquierda y empezó a descender por la abrupta ladera de una colina para desembocar en un amplio valle. Harry divisó un pueblo, sin duda Pequeño Hangleton, enclavado entre dos empinadas colinas, y distinguió la iglesia y el cementerio. Al otro lado del valle, en la ladera de la colina de enfrente, se erigía una hermosa casa solariega rodeada de una amplia extensión de césped verde y aterciopelado.

Ogden, a su pesar, se había puesto a trotar debido a la pronunciada pendiente de la ladera. Dumbledore alargó el paso y Harry se apresuró para no quedarse rezagado. El muchacho dedujo que se dirigían a Pequeño Hangleton y se preguntó, como había hecho la noche que visitaron a Slughorn, por qué no se habían aparecido más cerca del pueblo. Sin embargo, pronto descubrió que su deducción estaba equivocada, pues el camino torcía hacia la derecha, alejándose del pueblo. Se apresuraron, y al salir de la curva vieron que los faldones de Ogden desaparecían por un hueco en el seto.

Fueron tras el hombre por un estrecho sendero de tierra bordeado por setos aún más altos y espesos que los del camino anterior. Era un sendero tortuoso, pedregoso y lleno de baches; también descendía bruscamente, y parecía conducir a un oscuro bosquecillo un poco más abajo. En efecto, poco después desembocó en él, y Dumbledore y Harry se detuvieron detrás de Ogden, que también se había detenido y sacado su varita.

Pese a que no había ni una nube en el cielo, los añosos árboles proyectaban grandes y frescas sombras, y Harry tardó unos segundos en distinguir un edificio semioculto entre la maraña de troncos. Le pareció un lugar muy extraño para construir una casa o, en cualquier caso, una extraña decisión la de permitir que los árboles crecieran tan cerca de ella tapando la luz y la panorámica del valle que se extendía más allá. Se preguntó si allí viviría alguien, puesto que las paredes estaban recubiertas de musgo y se habían caído tantas tejas que en algunos sitios se veían las vigas. Además, el edificio estaba rodeado de ortigas que llegaban hasta las pequeñas ventanas, perdidas de mugre. Con todo, cuando Harry acababa de deducir que allí no podía vivir nadie, una chirriante ventana se abrió y por ella salió un delgado hilo de vapor o humo, como si dentro estuvieran cocinando.

Ogden avanzó sigilosamente y, le pareció a Harry, con cautela. Cuando las oscuras sombras de los árboles se deslizaron sobre la figura del hombre, éste volvió a detenerse y se quedó mirando la puerta de la casa, donde alguien había clavado una serpiente muerta.

Entonces se oyó una especie de chasquido, y un individuo cubierto de harapos saltó del árbol más cercano y cayó de pie delante de Ogden, que pegó un brinco hacia atrás con tanta precipitación que se pisó los faldones y tropezó.

Tu presencia no nos es grata.

El hombre tenía una densa mata de pelo, tan sucio que no se sabía de qué color era. Le faltaban varios dientes y sus ojos, pequeños y oscuros, bizqueaban. Habría podido parecer cómico, pero el efecto que producía su aspecto era aterrador, y a Harry no le extrañó que Ogden retrocediera unos pasos más antes de presentarse:

—Buenos días. Me envía el Ministerio de Magia.

Tu presencia no nos es grata.

—Oiga… Lo siento, pero no le entiendo —repuso Ogden con nerviosismo.

Harry pensó que Ogden debía de ser muy corto de luces: el desconocido se estaba expresando con toda claridad, y por si fuera poco blandía una varita mágica en una mano y un cuchillo corto y manchado de sangre en la otra.

—Tú sí lo entiendes, ¿verdad, Harry? —susurró Dumbledore.

—Pues sí, claro —contestó, sorprendido por la pregunta—. ¿Cómo es qué Ogden no…? —Pero entonces volvió a fijarse en la serpiente clavada en la puerta, y de pronto lo comprendió—. Habla pársel, ¿verdad?

—Exacto. —Dumbledore asintió con la cabeza y sonrió.

El hombre que iba cubierto de harapos echó a andar hacia Ogden.

—Mire… —empezó éste, pero era demasiado tarde: se oyó un golpe sordo y Ogden cayó al suelo cubriéndose la nariz con las manos. Entre sus dedos se escurría un pringue asqueroso y amarillento.

—¡Morfin! —gritó una voz.

Un anciano salió a toda prisa de la casa y cerró de un portazo, por lo que la serpiente quedó oscilando de forma macabra. Era un individuo más bajo que el primero y muy desproporcionado: tenía hombros muy anchos y brazos muy largos, lo cual, sumado a sus relucientes ojos castaños, al áspero y corto cabello y al rostro lleno de arrugas, lo hacía parecer un mono viejo y fornido. Se paró delante del hombre que empuñaba el cuchillo, que se había puesto a reír a carcajadas al ver a Ogden tendido en el suelo.

—Del ministerio, ¿eh? —dijo el anciano, observándolo con ceño.

—¡Correcto! —asintió Ogden, furioso, mientras se limpiaba la cara—. Y usted es el señor Gaunt, ¿verdad?

—El mismo. Le ha dado en la cara, ¿no?

—¡Pues sí! —se quejó Ogden.

—Debió advertirnos de su presencia, ¿no cree? —le espetó Gaunt—. Esto es una propiedad privada. No puede entrar aquí como si tal cosa y esperar que mi hijo no se defienda.

—¿Que se defienda de qué, si no le importa? —preguntó Ogden al tiempo que se levantaba.

—De entrometidos. De intrusos. De muggles e indeseables.

Ogden se apuntó la varita a la nariz, de la que todavía rezumaba una sustancia que parecía pus, y el flujo se interrumpió al instante. Gaunt le ordenó a su hijo:

Entra en la casa. No discutas.

Harry, ya prevenido, reconoció la lengua pársel, y además de entender lo que Gaunt había dicho, también distinguió el extraño silbido que debió de oír Ogden. Morfin fue a protestar, pero cambió de opinión cuando su padre lo amenazó con una mirada; echó a andar pesadamente hacia la casa con un curioso bamboleo y cerró de un portazo detrás de él, de modo que la serpiente volvió a oscilar de forma siniestra.

—He venido a ver a su hijo, señor Gaunt —explicó Ogden mientras se limpiaba los restos de pus de la levita—. Ése era Morfin, ¿verdad?

—Sí, es Morfin —corroboró el anciano con indiferencia—. ¿Es usted sangre limpia? —preguntó con tono belicoso.

—Eso no viene al caso —repuso Ogden con frialdad, y Harry sintió un mayor respeto por él.

Al parecer, Gaunt no opinaba lo mismo. Escudriñó a su interlocutor con los ojos entornados y masculló con un tono claramente ofensivo:

—Ahora que lo pienso, he visto narices como la suya en el pueblo.

—No lo dudo, sobre todo si su hijo ha tenido algo que ver —replicó Ogden—. ¿Qué le parece si continuamos esta discusión dentro?

—¿Dentro?

—Sí, señor Gaunt. Ya se lo he dicho. Estoy aquí para hablar de Morfin. Enviamos una lechuza…

—No me interesan las lechuzas —le cortó Gaunt—. Yo no abro las cartas.

—Entonces no se queje de que sus visitas no le adviertan de su llegada —replicó Ogden con aspereza—. He venido con motivo de una grave violación de la ley mágica cometida aquí a primera hora de la mañana…

—¡Está bien, está bien! —bramó Gaunt—. ¡Entre en la maldita casa! ¡Para lo que le va a servir…!

La vivienda parecía tener tres habitaciones, pues en la habitación principal, que servía a la vez de cocina y salón, había otras dos puertas. Morfin estaba sentado en un mugriento sillón junto a la humeante chimenea, jugueteando con una víbora viva que hacía pasar entre sus gruesos dedos mientras le canturreaba en lengua pársel:

Silba, silba, pequeño reptil,

arrástrate por el suelo

y pórtate bien con Morfin,

o te clavo en el alero.

Algo se movió en un rincón, junto a una ventana abierta, y Harry advirtió que había otra persona en la habitación: una chica cuyo andrajoso vestido era del mismo color que la sucia pared de piedra que tenía detrás. Se hallaba de pie al lado de una cocina mugrienta y renegrida, sobre la que había una cazuela humeante, manipulando los asquerosos cacharros colocados encima de un estante. Tenía el cabello lacio y sin brillo, la cara pálida, feúcha y de toscas facciones, y era bizca como su hermano. Parecía un poco más aseada que los dos hombres, pero Harry pensó que nunca había visto a nadie con un aspecto tan desgraciado.

—Mi hija Mérope —masculló Gaunt al ver que Ogden miraba a la muchacha con gesto inquisitivo.

—Buenos días —la saludó Ogden.

Ella no contestó y se limitó a mirar cohibida a su padre. Luego se volvió de espaldas a la habitación y siguió cambiando de lugar los cacharros del estante.

—Bueno, señor Gaunt —dijo Ogden—, iré directamente al grano. Tenemos motivos para creer que la pasada madrugada su hijo Morfin realizó magia delante de un muggle.

Se oyó un golpe estrepitoso: a Mérope se le había caído una olla.

¡Recógela! —le gritó su padre—. Eso es, escarba en el suelo como una repugnante muggle. ¿Para qué tienes la varita, inútil saco de estiércol?

—¡Por favor, señor Gaunt! —se escandalizó Ogden.

Mérope, que ya había recogido la olla, se ruborizó y la cara se le cubrió de manchitas rojas. Entonces volvió a caérsele. Desesperada, se apresuró a coger su varita con una mano temblorosa, apuntó hacia la olla y farfulló un rápido e inaudible hechizo que hizo que el cacharro rodase por el suelo, golpeara contra la pared de enfrente y se partiera por la mitad.

Morfin soltó una carcajada salvaje y Gaunt gritó:

—¡Arréglala, pedazo de zopenca, arréglala!

Mérope se precipitó dando traspiés, pero antes de que pudiera apuntar su varita, Ogden elevó la suya y dijo: «¡Reparo!», con lo que la olla se arregló al instante.

Por un momento pareció que Gaunt iba a reñirlo, pero se lo pensó mejor y prefirió burlarse de su hija:

—Tienes suerte de que esté aquí este amable caballero del ministerio, ¿no te parece? Quizá él no tenga nada contra las asquerosas squibs como tú y me libre de ti.

Sin mirar a nadie ni dar las gracias a Ogden, Mérope, muy agitada, recogió la olla y volvió a colocarla en el estante. A continuación se quedó quieta, con la espalda pegada a la pared entre la sucia ventana y la cocina, como si no deseara otra cosa que fundirse con la piedra y desaparecer.

—Señor Gaunt —volvió a empezar Ogden—, como ya le he dicho, el motivo de mi visita…

—¡Ya le he oído! ¿Y qué? Morfin le dio su merecido a un muggle. ¿Qué pasa, eh?

—Morfin ha violado la ley mágica —dijo Ogden con severidad.

—«Morfin ha violado la ley mágica.» —Gaunt lo imitó con tono pomposo y cantarín. Su hijo volvió a reír a carcajadas—. Le dio una lección a un sucio muggle. ¿Es eso ilegal?

—Sí. Me temo que sí. —Sacó de un bolsillo interior un pequeño rollo de pergamino y lo desenrolló.

—¿Qué es eso? ¿Su sentencia? —preguntó Gaunt elevando la voz, cada vez más alterado.

—Es una citación del ministerio para una vista…

—¿Una citación? ¡Una citación! ¿Y usted quién se ha creído que es para citar a mi hijo a ninguna parte?

—Soy el jefe del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales.

—Y nos considera escoria, ¿verdad? —le espetó Gaunt avanzando hacia Ogden y señalándolo con un sucio dedo de uña amarillenta—. Una escoria que acudirá corriendo cuando el ministerio se lo ordene, ¿no es así? ¿Sabe usted con quién está hablando, roñoso sangre sucia?

—Tenía entendido que con el señor Gaunt —respondió Ogden, receloso pero sin ceder terreno.

—¡Exacto! —rugió.

Por un momento, Harry pensó que Gaunt hacía un gesto obsceno con la mano, pero entonces se dio cuenta de que estaba mostrándole a Ogden el feo y voluminoso anillo que llevaba en el dedo corazón, agitándoselo ante los ojos.

—¿Ve esto? ¿Lo ve? ¿Sabe qué es? ¿Sabe de dónde procede? ¡Hace siglos que pertenece a nuestra familia, pues nuestro linaje se remonta a épocas inmemoriales, y siempre hemos sido de sangre limpia! ¿Sabe cuánto me han ofrecido por esta joya, con el escudo de armas de los Peverell grabado en esta piedra negra?

—Pues no, no lo sé —admitió Ogden parpadeando, mientras el anillo le pasaba a un centímetro de la nariz—, pero creo que eso no viene a cuento ahora, señor Gaunt. Su hijo ha cometido…

Gaunt dio un alarido de rabia y, volviéndose, se abalanzó sobre su hija. Al ver que dirigía una mano hacia el cuello de la chica, Harry creyó que iba a estrangularla, pero lo que hizo fue arrastrarla hasta Ogden tirando de la cadena de oro que la muchacha llevaba colgada del cuello.

—¿Ve esto? —bramó agitando un grueso guardapelo mientras Mérope farfullaba y boqueaba intentando respirar.

—¡Sí, ya lo veo! —se apresuró a decir Ogden.

—¡Es de Slytherin! —chilló Gaunt—. ¡Es de Salazar Slytherin! Somos sus últimos descendientes vivos. ¿Qué me dice ahora, eh?

—¡Su hija se ahoga! —se alarmó Ogden, pero Gaunt ya había soltado a Mérope, que, tambaleándose, regresó al rincón y se quedó allí frotándose el cuello y recuperando el resuello.

—¡Muy bien! —se ufanó Gaunt, como si acabara de demostrar un complicado argumento más allá de toda discusión—. ¡No vuelva a hablarnos como si fuéramos barro de sus zapatos! ¡Procedemos de generaciones y generaciones de sangre limpia, todos magos! ¡Más de lo que usted puede decir, estoy seguro!

Y escupió en el suelo, junto a los pies de Ogden. Morfin volvió a reír, pero Mérope, acurrucada junto a la ventana, con la cabeza inclinada y la cara oculta por el lacio cabello, no dijo nada.

—Señor Gaunt —perseveró Ogden—, me temo que ni sus antepasados ni los míos tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa. He venido a causa de Morfin, de él y del muggle al que agredió esta madrugada. Según nuestras informaciones —consultó el pergamino—, su hijo realizó un embrujo o un maleficio contra el susodicho muggle provocándole una urticaria muy dolorosa.

Morfin rió por lo bajo.

Cállate, chico —gruñó Gaunt en lengua pársel—. ¿Y qué pasa si lo hizo? —preguntó, desafiante—. Supongo que ya le habrán limpiado la inmunda cara a ese muggle, y de paso la memoria.

—No se trata de eso, señor Gaunt. Fue una agresión sin que mediara provocación contra un indefenso…

—¿Sabe?, nada más verlo me di cuenta de que era usted partidario de los muggles —repuso Gaunt con desprecio, y volvió a escupir en el suelo.

—Esta discusión no nos llevará a ninguna parte —replicó Ogden con firmeza—. Es evidente que su hijo no está arrepentido de sus actos, a juzgar por la actitud que mantiene. —Volvió a consultar el pergamino y agregó—: Morfin acudirá a una vista el catorce de septiembre para responder por la acusación de utilizar magia delante de un muggle y provocarle daños físicos y psicológicos a ese mismo mu…

Ogden se vio interrumpido por un cascabeleo y un repiqueteo de cascos de caballo acompañados de risas y voces. Por lo visto, el tortuoso sendero que conducía al pueblo pasaba muy cerca del bosquecillo. Gaunt aguzó el oído con los ojos muy abiertos; Morfin emitió un silbido y volvió la cabeza hacia la ventana abierta, con expresión de avidez, y Mérope levantó la cabeza. Harry se fijó en que la muchacha estaba blanca como la cera.

—¡Oh, qué monstruosidad! —dijo una cantarina voz de mujer; a pesar de provenir del exterior, las palabras se oyeron con tanta claridad como si las hubieran pronunciado en la habitación—. ¿Cómo es que tu padre no ha hecho derribar esa casucha, Tom?

—No es nuestra —respondió el aludido—. Todo lo que hay al otro lado del valle nos pertenece, pero esta casa es de un viejo vagabundo llamado Gaunt, y de sus hijos. El hijo está loco; tendrías que oír las historias que cuentan sobre él en el pueblo…

La mujer rió. El cascabeleo y el repiqueteo de cascos cada vez se aproximaban más. Morfin hizo ademán de levantarse del sillón.

Quédate sentado —le ordenó su padre en pársel.

—Tom —dijo entonces la mujer, ya delante de la casa—, quizá me equivoque, pero creo que alguien ha clavado una serpiente en la puerta.

—¡Vaya, tienes razón! —exclamó el hombre—. Debe de haber sido el hijo, ya te digo que no está bien de la cabeza. No la mires, Cecilia, querida.

Los sonidos de los cascabeles y los cascos se alejaron poco a poco.

Querida —susurró Morfin en pársel, mirando a su hermana—. La ha llamado «querida». Ya ves, de cualquier modo no te habría querido a ti.

Mérope estaba tan pálida que Harry temió que se desmayara de un momento a otro.

¿Cómo? —dijo Gaunt con aspereza, mirando primero a su hijo y luego a su hija—. ¿Qué acabas de decir, Morfin?

Le gusta mirar a ese muggle —explicó Morfin contemplando con maldad a su hermana, que estaba aterrorizada—. Siempre sale al jardín cuando él pasa y lo espía desde detrás del seto, ¿verdad? Y anoche… —Mérope sacudió la cabeza con brusquedad e imploró en silencio, pero Morfin prosiguió sin piedad—: Anoche se asomó a la ventana para verlo cuando volvía a su casa, ¿verdad?

—¿Que te asomaste a la ventana para ver a un muggle? —dijo Gaunt sin levantar la voz. Los tres Gaunt se comportaban como si no se acordaran de Ogden, que parecía entre desconcertado e irritado ante aquella nueva serie de silbidos y sonidos ásperos—. ¿Es eso cierto? —inquirió el padre como si no pudiera creérselo, y dio un par de pasos hacia la aterrada muchacha—. ¿Mi hija, una sangre limpia descendiente de Salazar Slytherin, coqueteando con un nauseabundo muggle de venas roñosas? —añadió con crueldad.

Mérope negó de nuevo con la cabeza frenéticamente y apretó el cuerpo contra la pared; por lo visto se había quedado sin habla.

¡Pero le di, padre! —dijo Morfin riendo—. Le di cuando pasaba por el sendero, y lleno de urticaria ya no estaba tan guapo, ¿verdad que no, Mérope?

¡Inepta! ¡Repugnante squib! ¡Sucia traidora a la sangre! —rugió Gaunt perdiendo el control, y cerró las manos alrededor del cuello de su hija.

Harry y Ogden gritaron «¡No!» al unísono, y Ogden levantó su varita y chilló: «¡Relaxo!» Gaunt salió despedido hacia atrás, tropezó con una silla y cayó de espaldas. Con un rugido de cólera, Morfin saltó del sillón y, blandiendo su ensangrentado cuchillo y lanzando maleficios a diestro y siniestro con su varita, se abalanzó sobre Ogden, que puso pies en polvorosa.

Dumbledore indicó por señas a Harry que tenían que seguirlo, y el muchacho obedeció, pero los gritos de Mérope resonaban en sus oídos.

Ogden, que se protegía la cabeza con los brazos, se precipitó por el sendero y salió al camino principal, donde chocó contra un lustroso caballo castaño montado por un joven moreno muy atractivo. Tanto el joven como la hermosa muchacha que iba a su lado, a lomos de un caballo gris, rieron a carcajadas, pues Ogden rebotó en la ijada del animal y echó a correr atolondradamente por el camino, con los faldones de la levita ondeando, cubierto de polvo de pies a cabeza.

—Creo que con esto basta, Harry —dijo Dumbledore, y agarró al muchacho por el codo y tiró de él.

Al cabo de un instante, ambos se elevaron, como si fueran ingrávidos, en medio de la oscuridad, y poco después aterrizaron de pie en el despacho de Dumbledore, que estaba en penumbra.

—¿Qué fue de la chica que había en la casa? —preguntó Harry mientras el director de Hogwarts encendía varias lámparas con una sacudida de la varita—. Mérope, o como se llamara.

—Descuida: sobrevivió —dijo Dumbledore; se sentó detrás de su escritorio e indicó a Harry que lo imitase—. Ogden se apareció en el ministerio y regresó con refuerzos al cabo de quince minutos. Morfin y su padre intentaron ofrecer resistencia, pero los redujeron y los sacaron de la casa, y más tarde el Wizengamot los condenó. Morfin, que ya tenía antecedentes por otras agresiones a muggles, fue sentenciado a tres años en Azkaban. A Sorvolo, que había herido a varios empleados del ministerio además de Ogden, le cayeron seis meses.

—¿Sorvolo? —repitió Harry, sorprendido.

—Eso es —confirmó Dumbledore con una sonrisa de aprobación—. Me alegra ver que te mantienes al tanto.

—¿Ese anciano era…?

—Sí, el abuelo de Voldemort. Sorvolo, su hijo Morfin y su hija Mérope eran los últimos de la familia Gaunt, una familia de magos muy antigua, célebre por un rasgo de inestabilidad y violencia que se fue agravando a lo largo de las generaciones debido a la costumbre de casarse entre primos. La falta de sentido común, combinada con una fuerte tendencia a los delirios de grandeza, hizo que la familia despilfarrara todo su oro varias generaciones antes del nacimiento de Sorvolo. Como has podido ver, él vivía en la miseria y tenía muy mal carácter, una arrogancia y un orgullo insufribles y un par de reliquias familiares que valoraba tanto como a su hijo, y mucho más que a su hija.

—Entonces Mérope… —dijo Harry, inclinándose sobre la mesa y mirando de hito en hito a Dumbledore— entonces Mérope era… ¿Significa que era… la madre de Voldemort, señor?

—Así es. Y resulta que también hemos visto al padre de Voldemort. ¿No te has dado cuenta?

—¿Ese muggle al que atacó Morfin? ¿El que iba a caballo?

—Muy bien, Harry —sonrió Dumbledore—. En efecto, ése era Tom Ryddle sénior, el apuesto muggle que solía pasar a caballo por delante de la casa de los Gaunt, y por quien Mérope sentía una pasión secreta.

—¿Y acabaron casándose? —preguntó Harry, incrédulo. No concebía dos personas que tuvieran menos cosas en común, y por eso no entendía cómo podían haberse enamorado.

—Me parece que olvidas que Mérope era una bruja, aunque no es de extrañar que no sacara el máximo partido de sus poderes mientras estuvo sometida al yugo de su padre. Sin embargo, cuando encerraron a Sorvolo y Morfin en Azkaban y ella se encontró sola y libre por primera vez, estoy seguro de que consiguió dar rienda suelta a sus habilidades y planear la huida de la desgraciada vida que había llevado durante dieciocho años. ¿Se te ocurre alguna medida que Mérope pudiese tomar para lograr que Tom Ryddle olvidara a su compañera muggle y se enamorara de ella?

—¿La maldición imperius? —sugirió Harry—. O tal vez un filtro de amor.

—Muy bien. Personalmente, me inclino a pensar que utilizó un filtro de amor. Supongo que le parecería más romántico, y no creo que le resultara difícil convencer a Ryddle para que aceptara un vaso de agua cuando, un día caluroso, él pasó por allí a caballo. Sea como fuere, transcurridos unos meses del episodio que acabamos de presenciar, hubo un gran escándalo en Pequeño Hangleton. Imagínate los chismorreos de los vecinos al enterarse de que el hijo del señor del lugar se había fugado con la hija del pelagatos.

»Pero la conmoción de los vecinos no fue nada comparada con la de Sorvolo. Salió de Azkaban y regresó a su casa, donde creía que Mérope estaría esperándolo con un plato caliente en la mesa. En cambio, lo que encontró fue una capa de polvo en toda la vivienda y una nota de despedida en la que la muchacha explicaba lo que había hecho. Según mis averiguaciones, a partir de ese día Sorvolo nunca volvió a mencionar el nombre ni la existencia de su hija. El trastorno que le produjo su abandono quizá contribuyó a su prematura muerte, o quizá ésta se debió a que, sencillamente, no sabía alimentarse adecuadamente por sí solo. Sorvolo se había debilitado mucho en Azkaban, y al final murió antes de que Morfin regresara al hogar.

—¿Y Mérope? Ella… también murió, ¿verdad? ¿No se crió Voldemort en un orfanato?

—Sí, así es —corroboró Dumbledore—. De modo que hemos de hacer algunas conjeturas, aunque no es difícil deducir lo que sucedió. Verás, unos meses después de la boda de los dos fugitivos, Tom Ryddle se presentó un buen día en la casa solariega de Pequeño Hangleton sin su esposa. Por el pueblo corrió el rumor de que el joven aseguraba que Mérope lo había seducido y embaucado. Está claro que con eso se refería a que había estado bajo el influjo de un hechizo del que ya se había librado, pero supongo que no se atrevió a decirlo con esas palabras por temor a que lo tomaran por tonto. Con todo, cuando los vecinos se enteraron de lo que Tom contaba, supusieron que Mérope le había mentido fingiendo que iba a tener un hijo suyo, y que él había consentido en casarse con la bruja por ese motivo.

—Pero es verdad, tuvo un hijo suyo.

—Sí, pero no dio a luz hasta un año después de casada. Tom Ryddle la abandonó cuando ella todavía estaba embarazada.

—¿Qué fue lo que salió mal? ¿Por qué dejó de funcionar el filtro de amor?

—Siempre en el terreno de las conjeturas, supongo que Mérope, que estaba perdidamente enamorada de su marido, no fue capaz de seguir esclavizándolo mediante magia y probablemente decidió dejar de administrarle la poción. Quizá, obsesionada, creyó que a esas alturas Tom ya se habría enamorado de ella, o pensó que se quedaría a su lado por el bien del bebé. En ambos casos se equivocaba. Él la abandonó y nunca volvió a verla ni se molestó en saber qué había sido de su hijo.

El cielo se había puesto completamente negro y las lámparas del despacho parecían iluminar más que antes.

—Bien, ya es suficiente por esta noche, Harry —determinó el director de Hogwarts tras una breve pausa.

—Sí, señor. —El muchacho se levantó, pero aún hizo otra pregunta—: Señor… ¿es importante saber todo esto acerca del pasado de Voldemort?

—Muy importante, diría yo —respondió el anciano.

—Y… ¿tiene algo que ver con la profecía?

—Sí, tiene mucho que ver con la profecía.

—Vale —dijo Harry, un poco desconcertado y sin embargo más tranquilo. Se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero entonces se le ocurrió una última pregunta y se volvió una vez más—. Señor, ¿puedo contarles a Ron y Hermione todo lo que usted me ha explicado?

Dumbledore reflexionó unos instantes y resolvió:

—Sí, creo que el señor Weasley y la señorita Granger han demostrado ser dignos de confianza. Pero, Harry, pídeles que guarden el secreto escrupulosamente. No es conveniente que se sepa lo que yo sé, o sospecho, acerca de los secretos de Voldemort.

—De acuerdo, señor. Me aseguraré de que ninguno de los dos hable con nadie de esta historia. Buenas noches.

Al dirigirse hacia la puerta, de pronto se detuvo. Encima de una de las mesitas abarrotadas de frágiles instrumentos de plata había un feo anillo de oro con una gran piedra, negra y hendida, engastada.

—Señor —dijo—, este anillo…

—¿Sí?

—Usted lo llevaba puesto la noche que fuimos a visitar al profesor Slughorn.

—Así es.

—Pero, señor… ¿no es… no es el mismo que Sorvolo Gaunt le enseñó a Ogden?

—Cierto, lo es —afirmó Dumbledore asintiendo con la cabeza.

—Pero ¿cómo es que…? ¿Siempre lo ha tenido usted?

—No; lo adquirí hace poco. Unos días antes de ir a recogerte a casa de tus tíos.

—¿Fue entonces cuando se lastimó la mano, señor?

—Sí, fue entonces.

Harry titubeó. Dumbledore sonreía.

—Señor, ¿cómo se…?

—¡Ahora es demasiado tarde, Harry! Ya oirás esa historia en otra ocasión. Buenas noches.

—Buenas noches, señor.