CAPÍTULO 7

El Club de las Eminencias

HARRY pasó gran parte de la última semana de vacaciones cavilando sobre el proceder de Malfoy en el callejón Knockturn. Lo que más le inquietaba era lo ufano que había salido de la tienda. Nada que lo hiciera tan feliz podía ser una buena noticia. Sin embargo, ni Ron ni Hermione parecían tan intrigados como él por las actividades de Malfoy, y eso le fastidiaba un poco; es más, pasados unos días, sus amigos se habían cansado del tema.

—Sí, Harry, reconozco que olía a chamusquina —admitió Hermione con un matiz de impaciencia. Estaba sentada en el alféizar de la ventana de la habitación de Fred y George, con los pies encima de una caja de cartón, y había levantado la vista a regañadientes de su nuevo ejemplar de Traducción avanzada de runas—. Pero ¿no hemos llegado a la conclusión de que podía haber muchas explicaciones?

—A lo mejor se le ha roto la Mano de la Gloria —conjeturó Ron mientras intentaba enderezar las ramitas de la cola de su escoba—. ¿Os acordáis de aquel brazo reseco que tenía Malfoy?

—Pero entonces ¿por qué dijo: «Y no olvide guardar bien ése»? —preguntó Harry por enésima vez—. A mí me sonó como si Borgin tuviera otro objeto semejante al que se le ha estropeado a Malfoy y que éste quería poseer ambos.

—¿Tú crees? —dudó Ron al tiempo que raspaba un poco de suciedad del mango de la escoba.

—Sí, creo que sí —afirmó Harry, y en vista de que sus amigos no decían nada, añadió—: El padre de Malfoy está en Azkaban. ¿No creéis que a Draco le gustaría vengarse?

Ron levantó la cabeza y pestañeó varias veces seguidas.

—¿Vengarse? ¿Malfoy? ¿Cómo va a vengarse?

—¡De eso se trata, de que no lo sé! —suspiró Harry, frustrado—. Pero estoy convencido de que trama algo y creo que deberíamos tomárnoslo en serio. Su padre es un mortífago y… —Se interrumpió bruscamente, boquiabierto y con la mirada clavada en la ventana que Hermione tenía detrás. Acababa de ocurrírsele una idea alarmante.

—¿Qué te pasa, Harry? —se asustó Hermione.

—No te dolerá otra vez la cicatriz, ¿verdad? —dijo Ron, intranquilo.

—Es un mortífago —repitió Harry despacio—. ¡Ha relevado a su padre como mortífago!

Hubo un silencio, y luego Ron soltó una carcajada.

—¿Malfoy? ¡Pero si sólo tiene dieciséis años! ¿Cómo quieres que Quien-tú-sabes le permita unirse a los mortífagos?

—Eso es muy poco probable, Harry —coincidió Hermione conteniendo la risa—. ¿Qué te hace pensar que…?

—En la tienda de Madame Malkin… ella no lo tocó, pero Malfoy gritó y apartó el brazo cuando ella fue a enrollarle la manga de la túnica. Era su brazo izquierdo. ¡Le han grabado la Marca Tenebrosa!

Ron y Hermione se miraron.

—Hombre… —dijo Ron, escéptico.

—Yo creo que sólo quería largarse de allí —opinó Hermione.

—Le enseñó a Borgin algo que nosotros no llegamos a ver —se empeñó Harry—. Algo que asustó mucho a Borgin. Era la Marca, estoy seguro. Quería demostrarle con quién estaba tratando, ya visteis que el hombre se lo tomó muy en serio.

Ron y Hermione volvieron a mirarse.

—No sé qué decirte, Harry…

—Sí, sigo sin creer que Quien-tú-sabes haya permitido a Malfoy unirse a…

Harry, contrariado pero convencido de que tenía razón, cogió varias túnicas de quidditch sucias y salió de la habitación; la señora Weasley llevaba días recordándoles que no convenía dejar los preparativos del viaje a Hogwarts para el último momento. En el rellano tropezó con Ginny, que volvía a su habitación con un montón de ropa limpia.

—Yo en tu lugar no entraría en la cocina en este momento —le avisó—. Está inundada de Flegggrrr.

—Iré con cuidado para no resbalar —replicó Harry sonriendo.

Y en efecto, cuando entró en la cocina, encontró a Fleur sentada a la mesa en pleno discurso sobre sus planes para la boda con Bill, mientras la señora Weasley, con cara avinagrada, vigilaba un considerable montón de coles de Bruselas que se limpiaban solas.

—… Bill y yo casi hemos decidido que sólo tendgemos dos damas de honog. Ginny y Gabgielle quedagán monísimas juntas. Estoy pensando en vestiglas de colog ogo clago; el gosa le quedaguía fatal a Ginny con el colog de su pelo…

—¡Ah, Harry! —exclamó la señora Weasley, interrumpiendo el monólogo de Fleur—. Quería explicarte las medidas de seguridad que hemos adoptado para el viaje a Hogwarts. Volveremos a tener coches del ministerio, y habrá aurores esperándonos en la estación…

—¿Irá Tonks? —preguntó Harry, y le dio la ropa sucia.

—No, no lo creo. Me parece que Arthur comentó que la han destinado a otro sitio.

—Esa mujeg se ha descuidado tanto… —caviló Fleur mientras examinaba su deslumbrante reflejo en una cucharilla—. Un gave egog, si quiegues mi opinión…

—Sí, gracias —la cortó la señora Weasley—. Más vale que espabiles, Harry. A ser posible, quiero que los baúles estén preparados esta noche para que mañana no haya las típicas prisas del último minuto.

Y la verdad es que, al día siguiente, la partida fue más tranquila de lo habitual. Cuando los coches del ministerio se detuvieron delante de La Madriguera, ellos ya estaban esperando con los baúles preparados; el gato de Hermione, Crookshanks, encerrado en su cesto de viaje; y Hedwig, Pigwidgeon —la lechuza de Ron— y Arnold —el nuevo micropuff morado de Ginny— en sus respectivas jaulas.

Au revoir, Hagy —dijo Fleur con voz ronca, y le dio un beso de despedida.

Ron enseguida se abalanzó, ilusionado, pero Ginny le puso la zancadilla y el chico cayó cuan largo era a los pies de Fleur. Furioso, colorado y salpicado de barro, subió presuroso al coche sin despedirse.

En la estación de King’s Cross no los aguardaba un Hagrid jovial, sino dos barbudos aurores de expresión adusta, ataviados con trajes oscuros de muggle. Se acercaron en cuanto los coches se detuvieron y, flanqueando al grupo, lo condujeron hasta la estación sin mediar palabra.

—Rápido, rápido, por la barrera —dijo la señora Weasley, un poco intimidada por tanta formalidad—. Convendría que Harry pasara primero, ya que…

Miró de manera inquisitiva a uno de los aurores. Éste asintió levemente y agarró a Harry por el brazo para dirigirlo hacia la barrera que separaba el andén nueve del diez.

—Sé caminar, gracias —protestó el chico, y de un tirón se soltó del auror. Luego embistió la sólida barrera con su carrito, ignorando a su silencioso acompañante, y un instante después se encontró en la plataforma nueve y tres cuartos, donde un tren de color escarlata, el expreso de Hogwarts, lanzaba nubes de vapor sobre la gente.

Hermione y los Weasley se le unieron a los pocos segundos. Sin consultar al malhumorado auror, Harry les hizo señas para que lo ayudaran a buscar un compartimiento vacío.

—No podemos, Harry —se disculpó Hermione—. Ron y yo debemos ir al vagón de los prefectos, y luego tenemos que patrullar un rato por los pasillos.

—¡Ah, claro! No me acordaba.

—Será mejor que subáis todos al tren, sólo faltan unos minutos para que arranque —dijo la señora Weasley, consultando su reloj de pulsera—. Bueno, que tengas un buen inicio de curso, Ron…

—¿Puedo hablar un momentito con usted, señor Weasley? —pidió Harry, pues acababa de tomar una decisión.

—Por supuesto —respondió el señor Weasley, un poco sorprendido, y ambos se apartaron del grupo.

Harry había meditado bastante sobre el asunto que le preocupaba y había llegado a la conclusión de que, si se decidía a contárselo a alguien, la persona más indicada era el señor Weasley; en primer lugar, porque trabajaba en el ministerio y, por tanto, estaba bien situado para seguir investigando, y en segundo lugar, porque creía que el riesgo de que montara en cólera no era muy elevado.

Advirtió que la señora Weasley y el auror con cara de antipático les lanzaban miradas desconfiadas.

—Cuando fuimos al callejón Diagon —empezó Harry, pero el señor Weasley se le adelantó y dijo con una mueca de desaprobación:

—¿Vas a contarme dónde os metisteis mientras se suponía que estabais en el reservado de Fred y George?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Por favor, Harry. Estás hablando con el padre de los gemelos.

—Ya, claro. Bueno, pues tiene razón, no estábamos en el reservado.

—Muy bien. Y ahora, desembucha.

—Verá, nos pusimos mi capa invisible y seguimos a Draco Malfoy.

—¿Teníais algún motivo para hacerlo o sólo fue un capricho?

—Me pareció que Malfoy se traía algo entre manos —contestó Harry, sin hacer caso de la mezcla de exasperación y regocijo que mostraba el otro—. Le había dado esquinazo a su madre y yo quería saber por qué.

—Claro, lógico —comentó el señor Weasley con resignación—. ¿Y bien? ¿Lo averiguaste?

—Malfoy fue a Borgin y Burkes y se puso a intimidar a Borgin, el dueño, para que lo ayudara a arreglar algo. Y también dijo que quería que le guardara algo. Una cosa que, al parecer, es igual a esa que exigía que le arreglara. Como si tuviera una pareja. Y… —respiró hondo— hay otra cosa: vimos a Malfoy sobresaltarse mucho cuando Madame Malkin intentó tocarle el brazo izquierdo. Creo que le han grabado la Marca Tenebrosa y que ha relevado a su padre como mortífago.

Weasley se quedó atónito.

—Harry, dudo mucho que Quien-tú-sabes permitiera que un chico de dieciséis años…

—¿Tan seguros están todos de lo que haría y de lo que no haría Quien-usted-sabe? —repuso el chico, enfadado—. Lo siento, señor Weasley, pero ¿no opina que vale la pena investigarlo? Si Malfoy quiere que le arreglen algo y si necesita amenazar a Borgin para conseguirlo, debe de ser una cosa tenebrosa o peligrosa, ¿no le parece?

—Lo dudo mucho, Harry. Sinceramente. Mira, cuando detuvimos a Lucius Malfoy, registramos su casa y nos llevamos todo lo que podía resultar peligroso.

—Pues yo creo que se dejaron algo.

—Bueno, es posible —concedió el señor Weasley, pero Harry se dio cuenta de que sólo era mera cortesía.

Oyeron un pitido; casi todos los pasajeros habían subido al tren y estaban cerrando las puertas.

—Date prisa —dijo el señor Weasley, y su esposa gritó:

—¡Rápido, Harry!

Él echó a correr y los Weasley lo ayudaron a subir el baúl.

—Vendrás a pasar las Navidades con nosotros, tesoro, ya nos hemos puesto de acuerdo con Dumbledore, así que nos veremos pronto —dijo la señora Weasley mientras Harry cerraba la puerta y el convoy se ponía en marcha—. ¡Ten mucho cuidado y… —el tren estaba acelerando— pórtate bien y… —echó a correr junto al vagón— cuídate!

Harry se despidió con la mano hasta que el expreso de Hogwarts tomó una curva y los Weasley casi se perdieron de vista; entonces se dio la vuelta en busca de los demás. Supuso que Ron y Hermione estarían en el vagón de los prefectos, pero vio a Ginny en el pasillo charlando con unas amigas. Se dirigió hacia allí arrastrando su baúl.

Al verlo acercarse, los otros estudiantes se quedaban mirándolo con todo descaro e incluso pegaban la cara a los cristales de sus compartimientos para observarlo bien. Él ya había previsto que durante ese curso tendría que soportar muchas miradas curiosas después de los rumores sobre «el Elegido» propagados por El Profeta, pero no le gustaba sentir que era el centro de atención.

—¿Vienes conmigo a buscar compartimiento? —le preguntó a Ginny.

—No puedo, Harry, he quedado con Dean —se disculpó ella con una sonrisa—. Nos vemos luego.

—Vale —contestó él, pero notó una extraña punzada de fastidio cuando la vio alejarse haciendo oscilar su roja cabellera. Durante el verano se había acostumbrado tanto a la compañía de Ginny que casi había olvidado que, en el colegio, ella no andaba mucho con él, ni con Ron o Hermione. Entonces parpadeó y miró alrededor: estaba rodeado de niñas que lo miraban cautivadas.

—¡Hola, Harry! —saludó una voz a sus espaldas.

—¡Neville! —exclamó con alivio al volverse y ver a un chico de cara redonda que intentaba abrirse paso hacia él.

—¡Hola, Harry! —dijo también una chica de cabello largo y grandes ojos vidriosos que iba con Neville.

—¡Hola, Luna! ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias —contestó ella. Llevaba una revista apretada contra el pecho; en la portada se anunciaba con grandes letras que ese número incluía unas espectrogafas de regalo.

—Veo que El Quisquilloso sigue en la brecha —comentó Harry. Le tenía cierto cariño a ese periódico por haber publicado una entrevista en exclusiva con él el curso anterior.

—Sí, ya lo creo. Su tirada ha aumentado mucho —confirmó Luna, muy contenta.

—Vamos a buscar asientos —propuso Harry.

Los tres echaron a andar por el pasillo, pasando entre grupos de alumnos silenciosos que los miraban de hito en hito. Al final encontraron un compartimiento vacío y lo ocuparon con gran alivio.

—¿Te has fijado? ¡Nos miran a nosotros porque vamos contigo! —comentó Neville.

—Os miran porque también estuvisteis en el ministerio —lo corrigió Harry mientras ponía su baúl en la rejilla portaequipajes—. En El Profeta se ha hablado mucho de nuestra pequeña aventura allí. Te habrás enterado, ¿no?

—Sí, creí que a mi abuela le desagradaría tanta publicidad —repuso Neville—, pero el caso es que está encantada. Dice que por fin empiezo a hacer honor al apellido de mi padre. ¡Mira, me ha comprado una varita nueva! —La sacó y se la mostró—. Cerezo y pelo de unicornio —dijo con orgullo—. Creemos que fue la última que vendió Ollivander; al día siguiente desapareció. ¡Eh, Trevor, vuelve aquí! —Y se metió debajo del asiento para recuperar a su sapo, que acababa de protagonizar uno de sus frecuentes conatos de fuga.

—¿Seguiremos celebrando reuniones del ED este año, Harry? —preguntó Luna mientras despegaba unas gafas psicodélicas del interior de El Quisquilloso.

—No tendría sentido, puesto que ya nos libramos de la profesora Umbridge, ¿no? —respondió él, y se sentó.

Neville se golpeó la cabeza contra el asiento al salir de debajo.

—¡A mí me gustaba mucho el ED! ¡Aprendí muchísimo contigo!

—A mí también me gustaban esas reuniones —coincidió Luna—. Era lo más parecido a tener amigos.

Luna hacía a menudo ese tipo de comentarios embarazosos, y en esas ocasiones Harry sentía una desagradable mezcla de lástima y bochorno. Sin embargo, antes de que pudiera replicar hubo un pequeño alboroto en el pasillo: un grupo de niñas de cuarto cuchicheaban y reían delante del compartimiento.

—¡Pídeselo tú!

—¡No, tú!

—¡Ya se lo pido yo!

Y una de ellas, una niña con cara de atrevida y grandes ojos oscuros, de barbilla puntiaguda y largo cabello negro, abrió la puerta y entró.

—¡Hola, Harry! Me llamo Romilda Vane —se presentó con aplomo—. ¿Por qué no vienes a nuestro compartimiento? No tienes por qué sentarte con éstos —añadió señalando el trasero de Neville, que había vuelto a meterse debajo del asiento y buscaba a tientas a Trevor, y a Luna, que se había puesto las espectrogafas y parecía una lechuza multicolor chiflada.

—Son mis amigos —respondió Harry con frialdad.

—¡Ah! —musitó la niña, cortada—. Pues vale.

Se retiró y cerró la puerta corredera.

—La gente espera que tengas amigos más enrollados —observó Luna, exhibiendo una vez más su don para hacer comentarios de una franqueza turbadora.

—Vosotros sois enrollados —replicó Harry, tajante—. Ninguna de esas niñas estuvo en el ministerio. Ninguna peleó a mi lado.

—Eso que dices es muy bonito —le agradeció Luna, y se colocó bien las espectrogafas para leer El Quisquilloso.

—Pero nosotros no nos enfrentamos a «él» —intervino Neville, saliendo de debajo del asiento; tenía polvo y pelusa en el cabello y sujetaba con una mano a Trevor, que ponía cara de resignación—. Te enfrentaste tú. Tendrías que oír a mi abuela hablar de ti: «¡Ese Harry Potter tiene más agallas que todos los empleados del Ministerio de Magia juntos!» Daría cualquier cosa por que fueras su nieto.

Harry rió, incómodo, y se puso a hablar de los resultados de los TIMOS para cambiar de tema. Luego, mientras Neville recitaba sus notas y se preguntaba en voz alta si le dejarían hacer el ÉXTASIS de Transformaciones habiendo aprobado con un modesto aceptable, Harry lo observó sin prestar mucha atención a lo que decía.

Voldemort le había arruinado la infancia a Neville, igual que a él, pero el chico ni siquiera sospechaba lo cerca que había estado de que le tocara el destino de Harry. La profecía podía haberse referido a cualquiera de ellos dos, y sin embargo, por razones que sólo Voldemort conocía, éste había decidido creer que hacía alusión a Harry.

Si hubiera elegido a Neville, ahora el muchacho tendría la cicatriz en forma de rayo en la frente… ¿O no? ¿Habría muerto la madre de Neville para salvar a su hijo, como había hecho Lily? Sí, claro que sí. Pero ¿y si no hubiera podido interponerse entre Neville y Voldemort? ¿Existiría un «Elegido» o no? ¿Habría un asiento vacío donde iba ahora Neville, y tendría Harry la frente intacta y su propia madre habría ido a despedirlo a la estación en lugar de la madre de Ron?

—¿Te encuentras bien, Harry? Estás un poco raro —dijo Neville.

—Lo siento… —contestó con un respingo.

—¿Se te ha metido un torposoplo? —preguntó Luna, y escrutó el rostro de Harry con sus enormes gafas de colores.

—¿Un qué?

—Un torposoplo. Son invisibles. Van flotando por ahí, se te meten en los oídos y te embotan el cerebro —explicó Luna—. Me ha parecido oír zumbar a uno de ellos por aquí. —Agitó las manos como si ahuyentara grandes e invisibles palomillas.

Harry y Neville se miraron y se pusieron a hablar de quidditch.

Por las ventanas del tren se veía un tiempo tan variable como lo había sido todo el verano: atravesaban bancos de fría neblina o pasaban por tramos en que brillaba un débil sol. Durante una de esas rachas luminosas, cuando el sol caía casi de pleno, Ron y Hermione llegaron por fin al compartimiento.

—Espero que no tarde en pasar el carrito de la comida. Estoy muerto de hambre —dijo Ron, y se dejó caer al lado de Harry frotándose la barriga—. ¡Hola, Neville! ¡Hola, Luna! ¿Sabéis qué? —añadió mirando a Harry—: Malfoy no está cumpliendo con sus obligaciones de prefecto. Está sentado en su compartimiento con los otros alumnos de Slytherin. Lo hemos visto al pasar.

Harry se enderezó, interesado. No era propio de Malfoy perderse ninguna ocasión de exhibir el poder que le confería el cargo de prefecto, del que tanto había abusado durante el curso anterior.

—¿Qué hizo cuando os vio?

—Lo de siempre —contestó Ron, e hizo un gesto grosero con la mano imitando a Malfoy—. Pero no es propio de él, ¿verdad? Bueno, esto sí —repitió el ademán grosero—, pero ¿por qué no está en el pasillo intimidando a los alumnos de primero?

—No lo sé —contestó Harry, con la mente funcionando a toda velocidad. ¿No indicaba eso que Malfoy tenía cosas más importantes en la cabeza que intimidar a los alumnos más jóvenes?

—Quizá prefería la Brigada Inquisitorial —aventuró Hermione—, o tal vez ser prefecto le parece una tontería comparado con lo otro.

—No lo creo —dijo Harry—. Yo diría que…

Pero antes de que expusiese su teoría, la puerta del compartimiento se abrió de nuevo y una niña de tercero entró jadeando.

—Traigo esto para Neville Longbottom y Harry Po… Potter —dijo entrecortadamente al ver a Harry, y se ruborizó. Llevaba dos rollos de pergamino atados con una cinta violeta.

Perplejos, Harry y Neville cogieron cada uno su pergamino y la niña se marchó dando traspiés.

—¿Qué es? —preguntó Ron mientras Harry desenrollaba el mensaje.

—Una invitación.

Harry:

Me complacería mucho que vinieras al compartimiento C a comer algo conmigo.

Atentamente,

Prof. H.E.F. Slughorn

—¿Quién es el profesor Slughorn? —preguntó Neville releyendo una y otra vez su invitación, atónito.

—El nuevo profesor. Bueno, supongo que tendremos que ir, ¿no?

—Pero ¿qué querrá de mí? —inquirió Neville, nervioso, como si temiera un castigo.

—Ni idea —contestó Harry; eso no era del todo cierto, aunque todavía no podía demostrar que sus presentimientos fueran correctos—. Espera —añadió, pues acababa de tener una idea genial—. Pongámonos la capa invisible para ir hasta allí; así por el camino quizá veamos qué hace Malfoy.

Sin embargo, su idea no sirvió para nada porque con la capa puesta resultaba imposible andar por los pasillos, abarrotados de estudiantes que esperaban ansiosos la llegada del carrito de la comida. Harry se guardó la capa de mala gana y lamentó no poder llevarla aunque sólo fuera para evitar las miradas de los curiosos, que parecían haberse multiplicado desde la anterior vez que había recorrido los pasillos. De vez en cuando, un alumno salía presuroso de su compartimiento para mirar de cerca a Harry; la excepción fue Cho Chang, que al verlo se apresuró a meterse en el suyo. Cuando él pasó por delante de la ventana, la vio enfrascada en una conversación con su amiga Marietta. Ésta llevaba una gruesa capa de maquillaje que no disimulaba del todo la extraña formación de granos que todavía tenía en la cara. Harry sonrió y siguió andando.

Cuando llegaron al compartimiento C, enseguida advirtieron que no eran los únicos invitados de Slughorn, aunque, a juzgar por la entusiasta bienvenida del profesor, Harry era el más esperado.

—¡Harry, amigo mío! —exclamó Slughorn, y se puso en pie de un brinco; su prominente barriga, forrada de terciopelo, se proyectó hacia delante. La calva reluciente y el gran bigote plateado brillaron a la luz del sol, igual que los botones dorados del chaleco—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Y tú debes de ser Longbottom!

Neville, que parecía muy asustado, asintió con la cabeza. Siguiendo las indicaciones de Slughorn, los dos muchachos se sentaron en los únicos asientos que quedaban libres, junto a la puerta. Harry miró a los otros invitados y reconoció a un alumno de Slytherin de su mismo curso, un muchacho negro, alto y de pómulos marcados y ojos rasgados; también había dos alumnos de séptimo a los que no conocía, y, apretujada en el rincón al lado de Slughorn, estaba Ginny, con aspecto de no saber muy bien cómo había llegado hasta allí.

—Bueno, ¿ya los conocéis a todos? —preguntó Slughorn a Harry y Neville—. Blaise Zabini asiste a vuestro curso, claro…

Zabini no los saludó ni dio muestra alguna de reconocerlos, y tampoco lo hicieron Harry ni Neville: los alumnos de Gryffindor y los de Slytherin se odiaban por principio.

—Éste es Cormac McLaggen, quizá hayáis coincidido ya en… ¿No?

McLaggen, un joven corpulento de cabello crespo, levantó una mano y Harry y Neville lo saludaron con la cabeza.

—Y éste es Marcus Belby, no sé si…

Belby, que era delgado y parecía una persona nerviosa, forzó una sonrisa.

—¡Y esta encantadora jovencita asegura que os conoce! —terminó Slughorn.

Ginny asomó la cabeza por detrás del profesor e hizo una mueca.

—¡Qué contento estoy! —prosiguió Slughorn—. Ésta es una gran oportunidad para conoceros un poco mejor a todos. Tomad, coged una servilleta. He traído comida porque, si no recuerdo mal, el carrito está lleno de varitas de regaliz, y el aparato digestivo de un pobre anciano como yo no está para esas cosas… ¿Faisán, Belby?

El chico dio un respingo y aceptó una generosa ración de faisán frío.

—Estaba contándole al joven Marcus que tuve el placer de enseñar a su tío Damocles —informó Slughorn a Harry y Neville mientras ofrecía un cesto lleno de panecillos a sus invitados—. Un mago excepcional, con una Orden de Merlín bien merecida. ¿Ves mucho a tu tío, Marcus?

Por desgracia, Belby acababa de llevarse a la boca un gran bocado de faisán y, con las prisas por contestar a Slughorn, intentó tragárselo entero. Se puso morado y empezó a asfixiarse.

¡Anapneo! —dijo Slughorn sin perder la calma, apuntando con su varita a Belby, que pudo tragar y sus vías respiratorias se despejaron al instante.

—No… mu… mucho… —balbuceó Belby con ojos llorosos.

—Sí, claro, ya me figuro que andará muy ocupado —opinó Slughorn, escrutándolo—. ¡Debió de emplear muchas horas de trabajo para inventar la poción de matalobos!

—Sí, supongo… Mi padre y él no se llevan muy bien, por eso no sé exactamente… —murmuró Belby, y no se atrevió a zamparse otro bocado por temor a que Slughorn le preguntase algo más.

Slughorn le dedicó una gélida sonrisa y luego miró a McLaggen.

—¿Y tú, Cormac? —le dijo—. Me consta que ves mucho a tu tío Tiberius. Tiene una espléndida fotografía en la que ambos aparecéis cazando nogtails en… Norfolk, ¿verdad?

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! Fue divertidísimo —confirmó McLaggen—. Fuimos con Bertie Higgs y Rufus Scrimgeour, antes de que a éste lo nombraran ministro, por supuesto.

—Ah, ¿también conoces a Bertie y a Rufus? —preguntó Slughorn, radiante, mientras ofrecía a sus invitados una bandejita de pastas; curiosamente, se olvidó de Belby—. A ver, cuéntame…

La reunión era como Harry había sospechado: todos los que se encontraban allí parecían haber sido invitados porque tenían relación con alguien famoso o influyente; todos excepto Ginny. Zabini, a quien Slughorn interrogó después de McLaggen, resultó ser hijo de una bruja célebre por su belleza (por lo que Harry entendió, la bruja se había casado siete veces y sus siete maridos, muertos de forma misteriosa, le habían dejado montañas de oro). A continuación le llegó el turno a Neville; fueron diez minutos incomodísimos porque sus padres, unos famosos aurores, habían sido torturados hasta la locura por Bellatrix Lestrange y otros dos mortífagos. Al final de esa entrevista, Harry tuvo la impresión de que Slughorn todavía no sabía qué opinar del chico, en particular si había heredado o no el talento de alguno de sus progenitores.

—Y ahora… —continuó el profesor, cambiando aparatosamente de postura como un presentador que anuncia su número estrella— ¡Harry Potter! ¿Por dónde empezar? ¡Intuyo que, cuando nos conocimos este verano, apenas arañé la superficie!

Contempló unos instantes a Harry como si fuera un trozo de faisán singularmente grande y suculento, y dijo:

—¡Lo llaman «el Elegido»!

Harry no abrió la boca. Belby, McLaggen y Zabini lo miraban fijamente.

—Hace años que circulan rumores, desde luego —prosiguió el profesor, escudriñando el rostro de Harry—. Recuerdo la noche en que… Bueno, después de aquella terrible noche en que Lily y James… Tú sobreviviste, y la gente comentaba que tenías poderes extraordinarios…

Zabini emitió una tosecilla para expresar un escepticismo burlón. Una voz furibunda surgió por detrás de Slughorn:

—Sí, Zabini, tú también tienes poderes extraordinarios… para dártelas de interesante.

—¡Cielos! —exclamó el profesor riendo entre dientes, y se volvió hacia Ginny, que fulminaba a Zabini con la mirada asomando la cabeza por detrás de la prominente barriga de Slughorn—. ¡Ten cuidado, Blaise! ¡Cuando pasaba por el vagón de esta jovencita la vi realizar un maravilloso maleficio de mocomurciélagos! ¡Yo en tu lugar no la provocaría! —Zabini se limitó a esbozar un gesto desdeñoso—. En fin —dijo Slughorn, retomando el hilo—. ¡Menudos rumores han circulado este verano! Uno no sabe qué creer, desde luego, porque no sería la primera vez que El Profeta publica noticias inexactas o comete errores. No obstante, dada la cantidad de testigos que hay, parece evidente que se produjo un alboroto considerable en el ministerio y que tú estabas en medio.

Harry, al no saber cómo salir de aquella encerrona sin mentir con descaro, se limitó a asentir con la cabeza. Slughorn lo miró sonriente.

—¡Qué modesto, qué modesto! No me extraña que Dumbledore te tenga tanto aprecio. Entonces, ¿es cierto que estabas allí? Pero las otras historias, la verdad, son tan descabelladas que lo confunden a uno… Por ejemplo, esa legendaria profecía…

—Nosotros no oímos ninguna profecía —terció Neville, y se puso rojo como un tomate.

—Es verdad —confirmó Ginny, incondicional—. Neville y yo también estuvimos en el ministerio, y todo ese rollo del «Elegido» sólo son invenciones de El Profeta, como siempre.

—¿Vosotros también estuvisteis allí? —preguntó Slughorn con interés, mirándolos a ambos, pero ellos guardaron silencio sin ceder a la tentadora sonrisa del profesor—. Sí, claro… Es verdad que El Profeta suele exagerar, por descontado… —Arrugó la frente—. Recuerdo que mi querida Gwenog me contó… me refiero a Gwenog Jones, por supuesto, la capitana del Holyhead Harpies…

Inició una larga perorata, pero Harry intuyó que Slughorn todavía no había terminado con él y que Neville y Ginny no lo habían convencido.

La tarde transcurría lentamente, aderezada con otras anécdotas sobre magos ilustres a los que Slughorn había enseñado en Hogwarts; todos habían entrado de buen grado en lo que el profesor llamaba «el Club de las Eminencias». Harry deseaba marcharse, pero no sabía cómo hacerlo sin parecer maleducado. Por fin, el tren salió de otro extenso banco de neblina y por la ventana se vio una rojiza puesta de sol; Slughorn parpadeó en la penumbra.

—¡Madre mía, pero si ya empieza a anochecer! ¡No me había dado cuenta de que han encendido las luces! Será mejor que vayáis todos a poneros las túnicas. McLaggen, ven a verme cuando quieras y te prestaré ese libro sobre nogtails. Harry, Blaise, venid también cuando queráis. Y lo mismo te digo a ti, señorita —añadió guiñándole un ojo a Ginny—. ¡Daos prisa!

Al salir del compartimiento, Zabini le dio un fuerte empujón a Harry y le lanzó una mirada asesina que éste le devolvió con creces. Luego Harry, Ginny y Neville siguieron a Zabini por los mal iluminados pasillos del tren.

—Por fin se ha acabado —masculló Neville—. Ese Slughorn es un poco raro, ¿no os parece?

—Sí, un poco —coincidió Harry sin perder de vista a Zabini—. ¿Cómo has terminado ahí dentro, Ginny?

—Slughorn me vio hacerle el maleficio a Zacharias Smith. ¿Te acuerdas de ese idiota de Hufflepuff que iba a las reuniones del ED? No dejaba de preguntarme qué había pasado en el ministerio y al final me puso tan nerviosa que le hice el maleficio. Cuando Slughorn me vio, creí que me castigaría, ¡pero me felicitó por mi habilidad y me invitó a comer! Qué absurdo, ¿no?

—Más absurdo es invitar a alguien porque su madre es famosa —replicó Harry mirando con ceño la nuca de Zabini—, o porque su tío…

Pero no terminó la frase. Acababa de tener una idea, una idea imprudente pero que tal vez diera excelentes resultados: en menos de un minuto Zabini entraría de nuevo en el compartimiento de los alumnos de sexto de Slytherin, y Malfoy estaría allí, convencido de que sólo lo oían sus compañeros. Si Harry lograba colarse sin ser detectado detrás de Zabini, vería y escucharía cosas muy interesantes. Era una lástima que el viaje estuviera llegando a su fin: debía de faltar media hora escasa para que entraran en la estación de Hogsmeade, a juzgar por la espesura del paisaje que atravesaban. Sin embargo, ya que nadie parecía dispuesto a tomarse en serio las sospechas de Harry, tendría que actuar para demostrarlas.

—Nos vemos luego —dijo, y sacó la capa invisible para echársela por encima.

—Pero ¿qué…? —preguntó Neville.

—¡Después te lo cuento! —susurró Harry, y se apresuró sigilosamente tras los pasos de Zabini, aunque el traqueteo del tren hacía innecesaria tanta cautela.

Los pasillos se habían quedado casi vacíos porque la mayoría de los alumnos había regresado a sus compartimientos para ponerse la túnica del colegio y recoger sus cosas. Aunque Harry iba casi pegado a la espalda de Zabini, no fue lo bastante ágil para meterse en el compartimiento en cuanto el chico abrió la puerta corredera, pero cuando iba a cerrarla logró encajar un pie para impedirlo.

—¿Qué le pasa a esta puerta? —se extrañó Zabini, y tiró de ella haciéndola chocar contra el pie de Harry.

Éste la agarró con ambas manos y la abrió de un tirón. Zabini, que todavía aferraba el tirador, trastabilló de lado y fue a parar al regazo de Gregory Goyle. Aprovechando el momento de confusión, Harry se coló dentro, subió de un salto al asiento de Blaise, que éste todavía no había ocupado, y trepó a la rejilla portaequipajes. Afortunadamente Goyle y Zabini se estaban gruñendo el uno al otro y atraían las miradas de los demás, porque estaba seguro de que se le habían visto los pies y los tobillos al ondear la capa; es más, hubo un horrible instante en que creyó ver cómo la mirada de Malfoy seguía la fugaz trayectoria de una de sus zapatillas antes de que ésta desapareciera de la vista. Goyle cerró la puerta de golpe y apartó a Zabini de un empujón, que se desplomó en su asiento con gesto malhumorado. Vincent Crabbe volvió a la lectura de su cómic, y Malfoy, que reía por lo bajo, se tumbó ocupando dos asientos con la cabeza sobre las rodillas de Pansy Parkinson. Harry se acurrucó al máximo bajo la capa para asegurarse de que no asomaba ni un centímetro de su cuerpo. Luego miró cómo Pansy acariciaba el lacio y rubio cabello de Malfoy, sonriendo como si a cualquier chica le hubiera encantado estar en su lugar. Los focos del techo proyectaban una luz intensa, de modo que Harry podía leer sin dificultad el texto del cómic de Crabbe, que estaba sentado justo debajo de él.

—Cuéntame, Zabini —pidió Malfoy—. ¿Qué quería Slughorn?

—Sólo trataba de ganarse el favor de algunas personas bien relacionadas —contestó Zabini, que seguía mirando con rabia a Goyle—. Aunque no ha encontrado muchas.

Eso no pareció agradar a Malfoy.

—¿A quién más invitó? —inquirió.

—A McLaggen, de Gryffindor…

—Ya. Su tío es un pez gordo del ministerio.

—… a un tal Belby, de Ravenclaw…

—¿A ése? ¡Pero si es un mocoso! —intervino Pansy.

—… y a Longbottom, Potter y esa Weasley —terminó Zabini.

Malfoy se incorporó de golpe y apartó la mano de Pansy.

—¿Invitó a Longbottom?

—Supongo, porque Longbottom estaba allí —respondió Blaise con una mueca.

—¿Por qué iba a interesarle Longbottom? —preguntó Malfoy. Zabini se encogió de hombros—. A Potter, al maldito Potter, vale; es lógico que quisiera conocer al «Elegido» —se burló—, pero ¿a esa Weasley? ¿Qué tiene de especial?

—Muchos chicos están colados por ella —terció Pansy, observándolo de reojo para ver su reacción—. Hasta tú la encuentras guapa, ¿no, Blaise? ¡Y todos sabemos lo exigente que eres!

—Yo jamás tocaría a una repugnante traidora a la sangre como ella, por muy guapa que fuese —replicó Zabini con frialdad, y Pansy sonrió satisfecha.

Malfoy volvió a apoyarse en el regazo de la chica y dejó que siguiera acariciándole el cabello.

—Por lo visto, Slughorn tiene muy mal gusto. A lo mejor ya chochea. Es una lástima; mi padre siempre decía que en sus tiempos fue un gran mago, y él era uno de sus alumnos predilectos. Seguramente Slughorn no se ha enterado de que yo viajaba en el tren, porque si no…

—Yo no creo que te hubiese invitado —lo interrumpió Zabini—. Cuando llegué a la reunión, me preguntó por el padre de Nott. Se ve que eran viejos amigos, pero cuando se enteró de que lo habían pillado en el ministerio no pareció alegrarse, y Nott no fue invitado, ¿verdad? Me parece que a Slughorn no le interesan los mortífagos.

Malfoy, furioso, soltó una risa forzada.

—¿Y a mí qué me importa lo que le interesa? Al fin y al cabo, ¿quién es? Tan sólo un estúpido profesor. —Y dio un bostezo de hipopótamo—. Además, ni siquiera sé si el año que viene iré a Hogwarts —añadió—. ¿A mí qué más me da si le caigo bien o mal a un viejo gordo y estúpido?

—¿Qué quieres decir con que no sabes si irás a Hogwarts? —se alarmó Pansy, y dejó de acariciarlo.

—Nunca se sabe —replicó él, y esbozó una sonrisita pícara—. Quizá me dedique a cosas más importantes e interesantes.

A Harry, acurrucado en la rejilla portaequipajes bajo su capa invisible, se le aceleró el corazón. ¿Qué dirían Ron y Hermione cuando les contara eso? Crabbe y Goyle miraban boquiabiertos a Malfoy; al parecer, no estaban al corriente de que hubiera planes de dedicarse a cosas más importantes e interesantes. Incluso Zabini permitió que una expresión de curiosidad estropeara sus altaneras facciones. Pansy volvió a acariciarle el cabello, atónita.

—¿Te refieres… a «él»?

—Mi madre quiere que acabe mi educación en Hogwarts —contestó Malfoy con un encogimiento de hombros—, pero francamente, tal como están las cosas, no creo que eso tenga tanta importancia. Si lo piensas un poco… Cuando el Señor Tenebroso se haga con el poder, ¿crees que se va a fijar en cuántos TIMOS y ÉXTASIS tiene cada uno? Pues claro que no. Lo que importará entonces será la clase de servicio que se le haya prestado o el grado de devoción demostrado.

—¿Y crees que tú podrás hacer algo por él? —repuso Zabini con tono mordaz—. Pero si sólo tienes dieciséis años y todavía no has terminado los estudios.

—¿No acabo de explicarlo? Sé que a él no le importará si he terminado los estudios o no. Quizá para hacer el trabajo que él quiera encomendarme no sea necesario tener ningún título —replicó Malfoy.

Crabbe y Goyle seguían boquiabiertos, como dos gárgolas, y Pansy miraba a Malfoy como si jamás hubiera visto nada tan impresionante.

—Ya se ve Hogwarts —anunció Malfoy, deleitándose con el efecto logrado, y señaló por la ventanilla envuelta en penumbra—. Será mejor que vayamos poniéndonos las túnicas.

Harry estaba tan concentrado observando a Malfoy que no se fijó en que Goyle intentaba bajar su baúl de la rejilla, y cuando lo logró, Harry recibió un fuerte golpe en la cabeza, de modo que no pudo reprimir un grito ahogado. Malfoy miró hacia la rejilla con cara de extrañeza.

Harry no le tenía miedo a Malfoy, pero no le hacía ninguna gracia que un grupo de alumnos de Slytherin poco amistosos lo descubrieran allí. Con los ojos llorosos y una aguda punzada de dolor en la cabeza, sacó su varita y esperó conteniendo la respiración. Por fortuna, Malfoy pareció decidir que se había imaginado aquel ruido; se puso la túnica como hacían los demás, cerró su baúl y, cuando el tren redujo la velocidad hasta casi detenerse, se abrochó una gruesa capa de viaje nueva.

Los pasillos volvían a llenarse y Harry confió en que Hermione y Ron le bajaran el equipaje al andén, dado que él no podría moverse de allí hasta que el compartimiento quedara vacío. Al fin, con una última sacudida, el tren se detuvo por completo. Goyle abrió la puerta y se sumergió en una riada de alumnos de segundo año, apartándolos a empellones; Crabbe y Zabini lo siguieron.

—Ve tú primero —le dijo Malfoy a Pansy, que lo esperaba con un brazo extendido, como si él fuera a cogerla de la mano—. Necesito comprobar una cosa.

Pansy salió, y Harry y Malfoy se quedaron a solas mientras un tropel de alumnos recorría el pasillo y bajaba al mal iluminado andén. Malfoy echó las cortinas de la puerta para que los del pasillo no lo viesen. Luego se agachó y abrió de nuevo su baúl.

Harry observaba desde el borde de la rejilla con el corazón palpitando. ¿Qué era eso que Malfoy no había querido enseñarle a Pansy? ¿Estaba a punto de ver el misterioso objeto roto que tan importante era que le repararan?

¡Petrificus totalus!

Sin previo aviso, Malfoy apuntó con su varita a Harry, que al instante quedó paralizado, perdió el equilibrio y, con un doloroso golpe que hizo temblar el suelo, cayó casi a cámara lenta a los pies de Malfoy. Quedó encima de la capa invisible, con todo el cuerpo expuesto y las piernas encogidas. Aturdido y paralizado, a duras penas logró mirar a Malfoy, que sonreía de oreja a oreja.

—Ya me lo imaginaba —se jactó éste—. He oído el golpe que Goyle te dio con el baúl. Y cuando Zabini regresó me pareció ver un destello blanco…

Sus ojos se detuvieron un instante en las zapatillas de Harry.

—Supongo que fuiste tú quien atascaba la puerta cuando entró Zabini. —Se quedó mirándolo—. No has oído nada que me importe, Potter. Pero ya que te tengo aquí… —Y le propinó una fuerte patada en la cara.

Harry notó cómo se le rompía la nariz, salpicando sangre por todos lados.

—Esto de parte de mi padre. Y ahora vamos a ver… —Sacó la capa de debajo del indefenso cuerpo y se ocupó de cubrirlo bien—. Listo. No creo que te encuentren hasta que el tren haya regresado a Londres —comentó con tranquilidad—. Ya nos veremos, Potter… o quizá no.

Y dicho eso, salió del compartimiento, no sin antes pisarle una mano.