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Un soufflé y copas de Chateau d'Yquem ante la chimenea de la sala de estar, con el café preparado en una mesita en la que Starling apoyaba un codo. El fuego bailaba en el vino dorado, que difundía su aroma sobre las profundas tonalidades del tronco incandescente. Hablaron de tazas de té y del discurrir del tiempo, y sobre las leyes del desorden.

—Y así fue como llegué a creer —concluyó el doctor Lecter— que debía haber un lugar en el mundo para Mischa, un buen lugar que alguien dejaría vacante para ella, y llegué a pensar, Clarice, que el mejor lugar del mundo era el que tu ocupabas.

El resplandor del fuego no sondeaba las profundidades de su escote tan satisfactoriamente como la luz de las velas, pero era maravilloso verlo jugar sobre los huesos de su cara. Starling se quedó pensativa unos instantes.

—Déjeme preguntarle algo, doctor Lecter. Si Mischa necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y no digo que no sea así, ¿por qué no el suyo? Está bien ocupado y sé que usted no se lo negaría. Ella y yo podríamos ser como hermanas. Y si, como usted dice, hay espacio en mí para mi padre, ¿por qué no hay sitio en usted para Mischa? El doctor Lecter parecía complacido, si por la idea o por la astucia de Starling, sería imposible decirlo. Tal vez sintiera una vaga preocupación al comprender que sus esfuerzos habían dado mejores frutos de lo que nunca hubiera imaginado.

Al dejar la copa en la mesita que tenía al lado, Starling empujó su taza de café, que se rompió contra el hogar. Ni siquiera la miró. El doctor Lecter observó los fragmentos, que permanecieron inmóviles.

—No creo necesario que tome una decisión en este mismo instante —dijo Starling.

Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del fuego. Un suspiro del fuego, la tibieza que atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino acudió a la mente de Starling. El doctor Lecter, hacía ya tanto tiempo, preguntando a la senadora Martin si había amamantado a su hija. En la calma sobrenatural de Starling se produjo un movimiento rodeado de destellos: por un instante innumerables ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho más allá de su propia experiencia.

—Hannibal, ¿tu madre te dio de mamar?

—Sí.

—¿Sentiste alguna vez que habías tenido que ceder el pecho a Mischa? ¿Sentiste alguna vez que te lo arrebataban para dárselo a ella? Un latido.

—No lo recuerdo, Clarice. Si se lo cedí, lo hice con alegría.

Clarice Starling se llevó la mano al profundo escote de su vestido y liberó sus pechos. El aire endureció los pezones al instante.

—No tienes por qué renunciar a éstos.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedeció el dedo de apretar el gatillo en el Cháteau d'Yquem caliente de su boca y una gota gruesa y dulce quedó suspendida del pezón como una joya dorada, temblando al ritmo de la respiración.

Él abandonó la silla sin dudarlo, dobló una rodilla ante ella e inclinó la cabeza, reluciente al resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema del busto indefenso.