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La brisa que produjeron al entrar en el comedor agitó las llamas de las velas y los calentadores. Starling no había visto aquella sala más que de pasada y era maravilloso contemplar la transformación. Brillante, acogedora. La esbelta cristalería reflejaba las llamas de las velas sobre la mantelería color crema, y una pantalla de flores creaba un espacio íntimo y lo aislaba del resto de la gran mesa.

El doctor Lecter había sacado la plata de los calentadores poco antes y cuando Starling se puso a juguetear con sus cubiertos percibió un calor parecido a la fiebre en el mango del cuchillo.

El doctor le sirvió vino y un pequeño amuse-gueule como entrante, una sola ostra Belon y una porción de embutido; luego entretuvo la espera ante media copa de vino, admirando a Starling en el marco de la mesa que había decorado.

La altura de los candelabros era perfecta. Las llamas iluminaban las profundidades del escote y el vestido no tenía mangas que vigilar.

—¿Qué comeremos?

Él se llevó un dedo a los labios.

—Nunca preguntes, estropea la sorpresa.

Hablaron de la mejor manera de cortar plumas de cuervo y de su efecto sobre el sonido del clavicémbalo, y por un instante ella se acordó del cuervo que le robó a su madre los productos de limpieza en el balcón de una habitación de motel. Contemplándolo desde cierta distancia, juzgó el recuerdo irrelevante en un momento tan agradable, y lo apartó de su mente.

—¿Tienes hambre?

—¡Sí!

—Entonces, vamos con el primer plato.

El doctor Lecter cogió una bandeja del bufete y la colocó en la mesa; luego acercó un carrito que transportaba sus sartenes, infiernillos y pequeños cuencos de cristal con los condimentos.

Encendió los infiernillos, echó un buen pedazo de manteca de Charente en la fait-tout de cobre y la hizo girar para que se derritiera y adquiriera la tonalidad avellana de una beurre- noisette. Luego la retiró del fuego y la dejó sobre un salvamanteles de metal. Sonrió a Starling dejando ver sus dientes inmaculados.

—Clarice, ¿recuerdas lo que hemos dicho sobre comentarios agradables y desagradables, y sobre cosas que en su debido contexto resultan divertidas?

—Esa mantequilla huele de maravilla. Lo recuerdo, sí.

—Y ¿recuerdas a la persona que has visto en el espejo, y lo espléndida que parecía?

—Doctor Lecter, no se lo tome a mal, pero esto empieza a parecerse a Dick and Jane.[8] Lo recuerdo perfectamente.

—Estupendo. El señor Krendler nos va a acompañar durante el primer plato. El doctor Lecter cogió el centro de mesa grande y lo dejó sobre el bufete.

El ayudante del inspector general, Paul Krendler en carne y hueso, estaba sentado a la mesa en un sillón de roble macizo. Krendler abrió los ojos de par en par y miró a su alrededor. Tenía puesta la cinta para el pelo que usaba cuando corría y un elegante esmoquin funerario, con la camisa y la corbata cosidas a la chaqueta. Como el traje estaba abierto por la parte de atrás, al doctor Lecter no le había costado mucho ponérselo de forma que ocultara los metros de cinta aislante que lo sujetaban al sillón.

Puede que los párpados de Starling se movieran un milímetro y que sus labios se contrajeran imperceptiblemente, como solían hacer en la galería de tiro. A continuación el doctor Lecter cogió un par de pinzas de plata del bufete y arrancó la cinta que amordazaba a Krendler.

—Buenas noches otra vez, señor Krendler.

—Buenas noches.

Krendler no parecía el de otras veces. Su servicio de mesa tenía una pequeña sopera.

—¿No le gustaría dar las buenas noches a la señorita Starling?

—Hola, Starling —dijo, y pareció animarse—. Siempre deseé verte comer.

Starling lo consideró a distancia, como hubiera hecho el viejo y sabio espejo de cuerpo entero.

—Hola, señor Krendler —lo saludó, y volvió la mirada hacia el doctor Lecter, que seguía atareado con sus sartenes—. ¿Cómo ha conseguido capturarlo?

—El señor Krendler se dirige a una importante entrevista relacionada con su futuro en la política —dijo el doctor Lecter—. Margot Verger lo ha invitado como un favor hacia mí. Algo así como un toma y daca. El señor Krendler trotaba hacia la pista para helicópteros del parque Rock Creek para subir al de los Verger. Pero en lugar de eso ha decidido dar un paseíto conmigo. ¿Le gustaría bendecir la mesa antes de que cenemos, señor Krendler? ¿Señor Krendler?

—¿Bendecir la mesa? Sí, claro —Krendler cerró los ojos—. Padre, te damos las gracias por los alimentos que estamos a punto de recibir, y los dedicamos a Tu servicio. Starling es una chica demasiado mayor para estar jodiendo con su padre, por más que sea del sur. Por favor, perdónala por ello y empújala a mi servicio. En el nombre de Cristo, amén. Starling observó que el doctor Lecter mantenía los ojos piadosamente cerrados durante la oración.

—Paul —dijo Starling, que se sentía tranquila y rápida de reflejos—, tengo que reconocer que el apóstol Pablo no lo hubiera hecho mejor. Odiaba a las mujeres tanto como usted.

—Esta vez la has cagado del todo, Starling. Nunca te readmitirán.

—¿Era una oferta de trabajo lo que ha colado en la bendición? Nunca había visto semejante tacto.

—Voy a ir al Congreso —Krendler sonrió desagradablemente—. Acércate por el cuartel general de la campaña, tal vez encuentre algo para ti. Podrías ser chica de oficina. ¿Sabes escribir a máquina y llevar un archivo?

—Por supuesto.

—¿Y escribir al dictado?

—Utilizo un programa de reconocimiento de voz —replicó Starling, y continuó en tono más serio—: Si me perdona por hablar de negocios en la mesa, no es usted lo bastante rápido para colarse en el Congreso. Jugar sucio no basta para compensar una inteligencia de segunda. Duraría más como chico de los recados de un mafioso.

—No nos espere, señor Krendler —le urgió el doctor Lecter—. Vaya probando el caldo antes de que se enfríe —y levantó el potager, de cuya tapa sobresalía una pajita, hacia los labios de Krendler.

—Esta sopa no está buena —se quejó Krendler poniendo cara de asco.

—En realidad tiene más de infusión de perejil y tomillo que de otra cosa —le explicó el doctor—, y es más para nosotros que para usted. Sorba un poco más y déjelo circular. Starling parecía sopesar algo remedando con las manos los platillos de la Justicia.

—¿Sabe, señor Krendler? Cada vez que usted me miraba de soslayo, tenía la incómoda sensación de que había hecho algo para merecerlo —movió las palmas arriba y abajo muy seria, como si estuviera haciendo pasar un Muelle Mágico de una a otra—. Y no lo merecía. Cada vez que escribía algo negativo en mi expediente, conseguía hacerme daño y que me sintiera culpable. Dudaba de mí misma un momento, e intentaba aliviarme ese picor insidioso que no dejaba de decirme: «Papá sabe lo que te conviene». »Pero usted no sabe lo que me conviene, señor Krendler. De hecho, no sabe nada de nada —Starling bebió un sorbo del excelente borgoña blanco, y se volvió hacia el doctor Lecter—: Me encanta este vino. Pero creo que deberíamos sacarlo de la cubitera —y se volvió, como una anfitriona atenta, hacia el invitado—. Siempre será usted un… patán, y carente de atractivo —dijo con un tono benévolo—. Y ya hemos hablado bastante de usted en esta mesa tan agradable. Ya que es el invitado del doctor Lecter, espero que disfrute de la cena.

—Pero ¿quién eres tú? —dijo Krendler—. Tú no eres Starling. Tienes la misma mancha en la cara, pero no eres Starling.

El doctor Lecter echó cebollinos a la mantequilla caliente y dorada y en el instante en que el aroma empezó a flotar en el aire añadió alcaparras desmenuzadas. Sacó la sartén del fuego y puso en su lugar la sartén para salteados. Cogió un gran cuenco de cristal con agua helada y una bandeja de plata y los dejó al lado de Krendler.

—Tenía planes para esa boquita tan grande —dijo Krendler—, pero ya no te contrataré en la vida. ¿Quién crees que te dará trabajo ahora?

—No espero que cambie completamente de actitud, como hizo el otro Pablo, señor Krendler —dijo el doctor Lecter—. No lo veo en el camino de Damasco, ni siquiera en el camino hacia el helicóptero de los Verger.

El doctor Lecter le quitó la cinta del pelo como hubiera retirado la etiqueta de una lata de caviar.

—Todo lo que le pedimos es que mantenga la mente abierta.

Con cuidado, empleando ambas manos, el doctor Lecter levantó la tapa de los sesos de Krendler, la dejó sobre la bandeja y trasladó ésta al bufete. Apenas cayó una gota de sangre de la limpia incisión, pues previamente el doctor había soldado los vasos principales y sellado escrupulosamente los otros utilizando anestesia local. Había aserrado el cráneo en la cocina media hora antes de la cena.

El método que había utilizado para retirar la parte superior del cráneo de Krendler era tan antiguo como la medicina egipcia, claro que el doctor Lecter disponía de una sierra para autopsias con una hoja especial para el cráneo, una llave craneal y mejores medios anestésicos. El cerebro propiamente dicho no había sufrido. La cúpula gris y rosa del cerebro de Krendler sobresalía del cráneo truncado. De pie al lado de Krendler con un instrumento que parecía una cuchara para las amígdalas, el doctor Lecter cortó una tras otra cuatro rebanadas del lóbulo prefrontal. Los ojos de Krendler miraban hacia arriba como si estuviera siguiendo la operación. El doctor Lecter introdujo las rebanadas en el cuenco de agua helada, acidulada con zumo de limón, para que adquirieran solidez.

—«Qué bonito, mecerse en una estrella —cantó Krendler de repente—, y llenar con luz de luna una botella.»

En la cocina clásica, los sesos se empapan, se aplastan y se dejan a la intemperie durante la noche para que se endurezcan. Cuando uno ha de vérselas con el producto fresco, el reto es conseguir que la materia no se desintegre y se convierta en un puñado de grumosa gelatina.

Con una destreza apabullante, el doctor colocó las rebanadas endurecidas en un plato, las rebozó levemente con harina sazonada y luego las empanó con migajas de brioche tierno. Ralló una trufa negra sobre la salsa de la sartén y dio el toque final con un chorrito de zumo de limón.

Sin perder tiempo, pasó las rodajas por la sartén lo justo para que se doraran por ambos lados.

—¡Huele que resucita! —soltó Krendler.

El doctor Lecter las depositó sobre sendas rodajas de pan tostado en los platos recién sacados de los calentadores, las bañó con la salsa y espolvoreó trochos de trufa. Las decoró con perejil y alcaparras con sus tallos, y con un capullo de berro para darles un poco de altura, completó la presentación.

—¿Cómo está? —preguntó Krendler, que hablaba a voz en cuello tras las flores, como suele ocurrir con los lobotomizados.

—Verdaderamente exquisito —dijo Starling—. Es la primera vez que pruebo las alcaparras.

Al doctor Lecter el brillo de la salsa de mantequilla en los labios de Starling le pareció irresistible.

Krendler cantaba oculto tras los ramos, en general canciones de guardería, y los animaba a pedirle la que quisieran oír.

Sin prestarle atención, el doctor Lecter y Starling hablaban de Mischa. Starling estaba al tanto del destino que había corrido la hermana del doctor Lecter por sus conversaciones sobre el dolor de la pérdida; pero en esa ocasión él habló de forma esperanzada sobre la posibilidad de hacerla regresar. En medio de semejante velada, a Starling no le pareció descabellado que Mischa consiguiera volver, y expresó su esperanza de llegar a conocerla.

—Nunca podrías contestar los teléfonos de mi oficina —gritó Krendler entre las flores—. Suenas como un conejito de granja.

—Fíjate a ver si sueno como Oliver Twist cuando pida un poco más —le replicó Starling, y el doctor Lecter apenas pudo contener su regocijo.

Una segunda ración consumió casi por entero el lóbulo frontal y se aproximó por la parte posterior hasta el córtex premotor. Krendler se vio reducido a observaciones irrelevantes sobre objetos de su campo de visión inmediato y al monótono recitado de un poema obsceno e interminable.

Absortos en su charla, Starling y Lecter no se sentían más incómodos que si un grupo en la mesa vecina de un restaurante hubiera cantado; pero cuando el volumen del poema empezó a ser excesivo el doctor Lecter se levantó y fue a por la ballesta, que estaba en un rincón.

—Me gustaría que escucharas el sonido de este instrumento de cuerda, Clarice. Esperó a que Krendler se callara un momento y disparó una saeta que voló sobre la mesa y atravesó las flores.

—Si vuelves a oír este particular vibrato de la cuerda de ballesta en cualquier situación futura, ten por seguro que significa tu completa libertad, paz e independencia —dijo el doctor Lecter.

Las plumas y parte del astil asomaban entre las flores y se movían más o menos al ritmo de una batuta dirigiendo un corazón. La voz de Krendler calló de golpe y al cabo de unos pocos latidos la batuta se inmovilizó.

—¿Es más o menos un re por debajo de medio do?

—Exacto.

Al cabo de un momento Krendler emitió un gorgoteo al otro lado del telón vegetal. No era más que un espasmo en la laringe debido a la creciente acidez de su sangre a causa de lo reciente de su muerte.

—Vamos con el segundo plato —propuso el doctor—. Pero antes, un pequeño sorbete para refrescarnos el paladar antes de la codorniz. No, no, no te levantes. El señor Krendler me ayudará a despejar la mesa, si eres tan amable de disculparlo.

Dicho y hecho. Tras la pantalla de flores, el doctor Lecter se limitó a vaciar los platos sucios en el cráneo de Krendler y luego los amontonó en su regazo. Volvió a taparle el cráneo y, cogiendo la cuerda atada al pie rodante que sostenía el sillón, lo llevó hasta la cocina.

Una vez allí el doctor Lecter volvió a montar la ballesta. Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer ventajas.

Las codornices tenían la piel crujiente y estaban rellenas de foie gras. El doctor Lecter habló de Enrique VIII como compositor y Starling, de diseño asistido por ordenador para crear sonidos sintéticos, de la réplica de los víbralos. Tomarían el postre en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.