Al despertarse, Starling oyó lejana música de cámara y aspiró los penetrantes olores de la cocina. Se sentía como nueva y con apetito. Un golpecito en la puerta, y el doctor Lecter entró vestido con pantalones oscuros, camisa blanca y una corbata inglesa. Le traía un vestido largo en una bolsa y un cappucino caliente.
—¿Has dormido bien?
—De miedo, gracias.
—El chef me comunica que comeremos en hora y media. Los cócteles se servirán dentro de una hora; ¿le parece bien a la señora? He pensado que tal vez te guste esto; mira a ver cómo te está —dijo el doctor Lecter; luego colgó la bolsa en el armario y salió sin hacer ruido.
Starling no miró en el armario hasta después de darse un largo baño, pero cuando lo hizo se sintió muy complacida. Encontró un vestido largo de seda color crema, con un escote estrecho pero profundo, debajo de una exquisita chaqueta adornada con cuentas. En el tocador había un par de pendientes con colgantes de esmeraldas pulidas pero sin tallar. Las piedras despedían un intenso fuego verde a pesar de no tener facetas.
El pelo nunca le había dado problemas. Físicamente se sentía muy cómoda con aquella ropa. Aunque no estaba acostumbrada a vestir con tanta elegancia, no se entretuvo ante el espejo; se limitó a mirarse en él para comprobar que todo estaba en su sitio. El casero alemán había hecho construir unas chimeneas desproporcionadas. En la sala de estar ardía un único tronco enorme cuando Starling se acercó a la calidez del hogar haciendo suspirar la seda.
Música proveniente del clavicémbalo de un rincón. Sentado al instrumento, el doctor Lecter, en esmoquin. El doctor alzó los ojos y, al verla, contuvo el aliento. Sus manos también se detuvieron, abiertas sobre el teclado. Las notas del clavicémbalo apenas duran y, en el repentino silencio de la sala, Starling pudo oírlo inspirar.
Ante el fuego los esperaban dos copas. Lillet con una rodaja de naranja. El doctor se acercó a cogerlas y le tendió una.
—Aunque pudiera verte cada día, siempre recordaría este momento —le dijo él, mientras sus oscuros ojos la envolvían.
—¿Cuántas veces me ha visto, que yo no sepa?
—Sólo tres.
—Pero aquí…
—Esto está fuera del tiempo, y lo que haya podido ver mientras cuidaba de ti no compromete tu intimidad. Está guardado en el lugar que le corresponde, con las mediciones de tu temperatura y tu tensión arterial. Aunque tengo que confesarte que es un placer verte dormida. Eres muy hermosa, Clarice.
—El aspecto es un accidente, doctor Lecter.
—Si el atractivo fuera un premio a los merecimientos, seguirías siendo hermosa.
—Gracias.
—No me des las gracias.
Un movimiento imperceptible de la cabeza le bastó para expresar su incomodidad tan bien como si hubiera arrojado la copa al fuego.
—Lo he dicho como lo siento —aseguró Starling—. ¿Hubiera preferido que dijera «Me alegro de que me vea así»? Hubiera sido más original, e igual de cierto.
Starling se llevó la copa a los labios bajo su tranquila mirada de campesina, que no ocultaba nada.
En ese momento el doctor Lecter comprendió que, a pesar de todos sus conocimientos y su perspicacia, nunca sería capaz de predecir sus reacciones totalmente, o de poseerla por completo. Podía alimentar la oruga, podía susurrar a través de la crisálida, pero lo que surgiera después obedecería a su propia naturaleza y estaría fuera de su control. Se preguntó si llevaría la 45 en la pierna, bajo el vestido.
Clarice Starling le sonrió, las esmeraldas captaron el resplandor de la chimenea y el monstruo, desarmado, se felicitó por su exquisito gusto y su astucia.
—Clarice, la cena llama al gusto y al olfato, los sentidos más antiguos y los más próximos al centro de la mente. El gusto y el olfato tienen su asiento en zonas de la mente que preceden a la piedad, y la piedad no tiene cabida en mi mesa. Al mismo tiempo, las ceremonias, imágenes y conversaciones de la cena juegan en la cúpula de la corteza cerebral como milagros pintados en el techo de una iglesia. Puede ser mucho más atractivo que el teatro —acercó su rostro al de ella y leyó en sus ojos—. Quiero que comprendas qué riquezas aportas tú a todo eso, y cuáles son tus títulos. Clarice, ¿has observado tu reflejo últimamente? Me parece que no. Dudo que lo hayas hecho alguna vez. Ven al vestíbulo, ponte ante el espejo de cuerpo entero. El doctor Lecter cogió un candelabro del mantel.
—Mira, Clarice. Esa imagen encantadora eres tú. Esta noche vas a verte desde una cierta distancia durante un rato. Verás lo que es justo, verás lo que es verdadero. Nunca te ha faltado el coraje para decir lo que pensabas, pero las restricciones te impedían ver claro. Te lo diré una vez más, la piedad no tiene cabida en esta mesa.
»Si oyes cosas que pudieran resultarte desagradables, enseguida te darás cuenta de que el contexto puede hacer de ellas algo entre absurdo e irresistiblemente cómico. Si se dicen cosas dolorosamente ciertas, comprenderás que son verdades pasajeras que cambiarán —el doctor Lecter tomó un sorbo de su copa—. Si sientes que el dolor germina dentro de ti, no tardará en florecer convertido en alivio. ¿Me comprendes?
—No, doctor Lecter, pero recordaré todo ese rollo sobre la jodida autosuperación. Ahora me gustaría disfrutar de una cena agradable.
—Eso, te lo prometo —dijo el doctor sonriendo, una visión capaz de poner los pelos de punta a muchos.
Ninguno de los dos volvió la vista hacia la imagen de la mujer en el cristal, que se había empañado; se miraron mutuamente entre las brillantes llamas del candelabro mientras el espejo los miraba a ambos.
—Mira, Clarice.
Ella contempló las rojas chispas que giraban en la profundidad de sus ojos y sintió la impaciencia de un niño que avizora una feria lejana.
El doctor Lecter buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó una jeringuilla con la aguja tan fina como un cabello y, sin mirar, guiándose sólo por el tacto, la hundió en el brazo de la mujer. Cuando la extrajo, la diminuta herida ni siquiera sangró.
—¿Qué estaba tocando cuando entré?
—Si el amor nos gobernara.
—¿Es muy antiguo?
—Enrique VIII la compuso hacia 1510.
—¿La tocará para mí? —le pidió—. ¿La acabará ahora?