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El doctor Lecter no podía mejorar mucho la casa del alemán conservando el mobiliario. Las flores y los biombos ayudaban. Los toques de color producían efectos sorprendentes sobre los muebles macizos y la oscuridad del techo; era un contraste antiguo y sobrecogedor, como el de una mariposa posada en la manopla de una armadura. Según todas las evidencias, su lejano casero tenía una fijación con Leda y el Cisne. El bestial acoplamiento estaba representado en no menos de cuatro bronces de distinta calidad, el mejor de los cuales era una reproducción de Donatello, y en ocho pinturas. Una de ellas, la debida a Anne Shingleton, le encantaba por su extraordinaria precisión anatómica y su calenturienta versión de la jodienda. Las otras las cubrió con sábanas, y también la horrible colección de bronces cinegéticos del alemán.

A primera hora de la mañana el doctor Lecter puso la mesa para tres personas con sumo cuidado, la observó desde distintos ángulos con un dedo apoyado en una aleta de la nariz, movió los candelabros un par de veces y sustituyó los tapetes individuales de damasco por un mantel pequeño con el fin de reducir a un tamaño más adecuado la enorme mesa oval. El oscuro y amenazador bufete dejaba de parecerse a un portaaviones al ponerle encima piezas de servicio altas y relucientes calentadores de cobre. Además, el doctor Lecter había abierto varios cajones y los había llenado de flores para conseguir un efecto de jardines colgantes.

Se dio cuenta de que había demasiadas flores en la habitación, y decidió que convenía añadir más para corregir el efecto. Demasiado era demasiado, pero más que demasiado estaba bien. Dispuso dos centros de mesa florales: un montículo bajo de peonías blancas como SNO BALLS en una bandeja de plata y un amplio y alto ramo de apretadas campanillas de Irlanda, lirios holandeses, orquídeas y tulipanes papagayo que ocultaban la parte vacía de la mesa y creaban un espacio más íntimo.

La cristalería se alzaba ante los platos como una pequeña tormenta de hielo, pero la cubertería de plata estaba en un calentador esperando ser llevada a la mesa en el último momento.

Como cocinaría el primer plato en la mesa, dejó preparados los infiernillos de alcohol y dispuso a su alrededor el fait-tout de cobre, la sartén, la sartén para salteados, los condimentos y la sierra para autopsias.

Podría coger más flores a la vuelta. Clarice Starling no se inquietó cuando le dijo que iba a salir. El doctor le sugirió que siguiera durmiendo.