Días de conversaciones, a veces oyéndose a sí misma y preguntándose quién era aquella mujer que hablaba con un conocimiento tan íntimo de sus pensamientos. Días de sueño, caldos espesos y tortillas. Y un día el doctor Lecter dijo:
—Clarice, debes de estar harta de las batas y los pijamas. En el armario hay varias cosas que tal vez te gusten. Puedes ponértelas, aunque sólo si te apetece —y en el mismo tono añadió—: He puesto tus cosas, el bolso, la pistola y la cartera, en el cajón de arriba de la cómoda, por si las necesitas.
—Gracias, doctor Lecter.
En el armario había ropa de todo tipo, vestidos, trajes chaqueta, un brillante vestido de noche con la parte superior de cuentas. Los pantalones de cachemira y los jerséis la atraían. Eligió un conjunto de cachemira marrón claro y mocasines. En el cajón estaba su cinturón con la pistolera yaqui, vacía desde la pérdida de la 45, pero la funda del tobillo estaba allí, junto al bolso, con la pistola recortada. El cargador estaba repleto de gruesos cartuchos y la recámara, vacía, tal como solía llevarla en la pierna. Y allí estaba también el puñal para la bota, en su vaina. Dentro del bolso encontró las llaves del coche.
Starling era y no era ella misma. Cuando pensaba en todo lo ocurrido, era como si lo contemplara tras una barrera, y se veía a sí misma a distancia.
Se sintió feliz al ver su coche en el garaje cuando el doctor Lecter la acompañó afuera.
Echó un vistazo a los limpiaparabrisas y decidió que debía cambiarlos.
—Clarice, ¿a que no sabes cómo nos siguieron los hombres de Mason hasta el aparcamiento del supermercado?
Starling se quedó mirando el techo del garaje, pensativa.
Le costó menos de dos minutos encontrar la antena atravesada entre los asientos traseros y el portaequipajes, y no tuvo más que seguir el cable para encontrar la baliza. La apagó y la llevó hasta la casa cogiéndola por la antena como hubiera podido llevar una rata sujeta por la cola.
—Buena calidad —dijo—. Muy moderno. Bastante bien instalado, también. Apostaría a que tiene las huellas del señor Krendler. ¿Puede darme una bolsa de plástico?
—¿Podrían localizarla desde un avión?
—Ahora ya está apagada. No podrían rastrearla con un avión a menos que Krendler haya admitido que la ha empleado. Y ya sabe que no lo ha hecho. Pero Mason sí podría hacerlo con su helicóptero.
—Mason está muerto.
—Vaya —dijo Starling—. ¿Podría tocar para mí?