Mason gimoteaba y berreaba para que lo llevaran a su habitación, igual que en el campamento cuando alguno de los chicos o chicas más pequeños se le resistían y conseguían escapar unos cuantos lametones antes de que pudiera aplastarlos bajo su peso. Margot y Cordell lo subieron a su ala en el ascensor y lo dejaron a buen recaudo en su cama, conectado a las fuentes de alimentación fijas.
Mason estaba tan encolerizado como Margot no recordaba haberlo visto, y las venas hinchadas le latían con fuerza sobre los huesos desnudos de la cara.
—Más vale que le dé algo —dijo Cordell cuando estuvieron en la sala de juegos.
—Aún no. Déjalo que piense un rato. Dame las llaves de tu Honda.
—¿Por qué?
—Alguien tiene que bajar y ver si hay alguien vivo. ¿Quieres ir tú?
—No, pero…
—Puedo llegar con tu coche hasta la guarnicionería, la furgoneta no cabe por la puerta. Ahora, dame las jodidas llaves.
Margot estaba delante del garaje cuando Tommaso salió corriendo del bosque y atravesó el prado, volviendo la cabeza de vez en cuando. «Piensa, Margot.» Miró su reloj. Las ocho y veinte. «A medianoche llegará el relevo de Cordell. Hay tiempo para hacer venir hombres desde Washington y que lo limpien todo.» Fue al encuentro de Tommaso conduciendo sobre el césped.
—He intentado alcanzar a ellos, un cerdo me golpea. Él…
—Tommaso hizo la pantomima de Lecter cargando con Starling— la mujer. Van en el gran coche. Ella tiene due —le enseñó dos dedos— freccette —se señaló la espalda y la pierna—. Freccette. Dardi. Clavadas. Bam —hizo el gesto de disparar.
—Dardos —dijo Margot.
—Dardos, puede que demasiado narcótico. Puede que sea muerta.
—Entra —dijo Margot—. Tenemos que ir a comprobarlo.
Margot, acompañada por el sardo, condujo hasta la puerta de doble hoja por donde Starling había entrado en el granero. Chillidos, gruñidos y agitación de lomos erizados. Margot avanzó tocando el claxon e hizo recular lo suficiente a los cerdos como para comprobar que había tres despojos humanos, ninguno reconocible. Entraron con el coche en la guarnicionería y cerraron las puertas.
Margot se dijo que Tommaso era la única persona viva que la había visto en el granero, aparte de Cordell.
Puede que aquella idea también se le pasara por la cabeza a Tommaso. Se mantuvo a prudente distancia sin apartar de ella sus inteligentes ojos oscuros. En sus mejillas había rastro de lágrimas.
«Piensa, Margot. No quieres ninguna mierda con los sardos. En el fondo saben que tú eres quien manejas el dinero. Te dejarán sin blanca en un segundo.»
Los ojos de Tommaso siguieron los movimientos de su mano mientras la metía en el bolsillo.
El teléfono celular. Marcó Cerdeña, donde eran las dos y media de la madrugada, y luego el número del domicilio particular del banquero Steuben. Le habló brevemente y pasó el teléfono a Tommaso. Éste asintió, dijo algo, volvió a asentir y le devolvió el teléfono. El dinero era suyo. Trepó al pajar y recogió su mochila, junto con el abrigo y el sombrero del doctor Lecter. Mientras recogía sus cosas, Margot cogió la aguijada eléctrica, comprobó la corriente y se la guardó en la manga. También cogió el martillo de herrero.