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Starling apagó la luz interior del Mustang y apretó el botón que abría el maletero antes de abrir la puerta.

Si el doctor Lecter estaba allí, si conseguía apoderarse de él, tal vez pudiera esposarlo de pies y manos y llevarlo metido en el maletero por lo menos hasta la cárcel del condado. Tenía cuatro juegos de esposas y bastante cuerda como para amarrarle los pies a las manos e impedir que pataleara. Más valía no pensar en lo fuerte que era.

Cuando puso los pies sobre la grava, se dio cuenta de que estaba cubierta por una fina escarcha. El viejo coche había crujido cuando Starling se apeó.

—Tenías que quejarte, ¿no, chatarra hija de puta? —susurró por debajo de su respiración. De pronto se acordó de cuando le hablaba a Hannah, la yegua que montó la noche de su huida, cuando quiso alejarse de la matanza de los corderos. Se limitó a entornar la puerta del coche. Se guardó las llaves en un apretado bolsillo del pantalón para que no sonaran. La noche era clara y la luna en cuarto creciente le permitía caminar sin encender la linterna cuando los árboles no ocultaban el cielo. Comprobó el borde de la grava y vio que estaba suelta y desigual. Lo más silencioso sería caminar sobre la huella de una rueda, donde la grava estuviera apisonada, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la cuneta y manteniendo la carretera en la periferia del ángulo de visión para observar su trazado. Era como atravesar la blanda negrura; oía cómo sus pies hacían crujir la grava pero no podía verlos.

El momento más duro se produjo cuando estuvo lejos del Mustang pero podía seguir sintiendo su presencia tras ella. No quería dejarlo allí.

De pronto era una mujer de treinta y tres años, sola, con una carrera arruinada, sin rifle, caminando en medio de un bosque por la noche. Se vio con claridad meridiana, vio las patas de gallo que empezaban a formarse en las comisuras de sus ojos. Deseó desesperadamente volver a su coche. El siguiente paso fue más lento; luego se quedó inmóvil y pudo oír su respiración.

El cuervo volvió a graznar, la brisa agitó las ramas desnudas sobre su cabeza y en ese momento el grito desgarró el aire de la noche. Un alarido horrible y desesperado, que creció, decayó y murió convertido en una súplica pidiendo la muerte, prorrumpido por una voz tan torturada que podía ser la de cualquiera.

Uccidimi! —y un nuevo grito.

El primero le heló la sangre, el segundo la lanzó al galope con la 45 aún enfundada, una mano sosteniendo la linterna y la otra extendida por delante hacia la negrura. «No, Mason, no lo hagas. No lo conseguirás. Rápido. Rápido.» Se dio cuenta de que podía seguir el surco de grava apisonada si se guiaba por el sonido de sus pisadas y por las piedras sueltas de los bordes. El camino giraba y seguía a lo largo de una valla. Una buena valla, de tubos, de tres metros de altura.

Le llegaban sollozos aterrados y ruegos, el grito que crecía, y más adelante, al otro lado de la valla, percibió movimientos entre los matorrales, que se convirtieron en un trote, más ligero que el de un caballo y de ritmo más vivo. Oyó gruñidos que no tardó en reconocer. Los gritos de agonía llegaban ahora de más cerca, claramente humanos aunque distorsionados, dominados por un solo alarido durante un segundo, y Starling supo que estaba oyendo una grabación o bien una voz amplificada con retroalimentación por un micrófono. Luz entre los árboles y la silueta del granero. Starling apretó la cabeza contra el frío hierro para mirar a través de la valla. Formas oscuras que corrían, largas, altas hasta la cintura de un hombre. A cuarenta metros de terreno despejado, el extremo de un granero, con las enormes puertas abiertas de par en par y una barrera con una puerta holandesa sobre la que pendía un espejo de marco recargado, que reflejaba la luz del granero proyectando un charco de claridad en el suelo. De pie en el césped sin árboles cercano al granero, un hombre corpulento con sombrero y un descomunal radiocasete. Se tapaba un oído con la mano mientras una retahíla de aullidos y sollozos salía por los altavoces. De pronto, salieron de entre los arbustos. Cerdos salvajes con pavorosas jetas, rápidos como lobos, con largas patas y anchos pechos, peludos, cubiertos de grises cerdas puntiagudas.

Carlo volvió atrás a toda prisa y cerró la puerta holandesa tras sí cuando las bestias estaban todavía a unos treinta metros. Se pararon en un semicírculo y quedaron expectantes, con los grandes colmillos curvos arremangando los morros en un refunfuño permanente. Como delanteros esperando el lanzamiento del balón, echaban a correr, se paraban, entrechocaban, gruñendo y haciendo rechinar los dientes.

Starling había visto toda clase de ganado, pero nada parecido a aquellos cerdos. Una belleza terrible emanaba de ellos, todo gracia y velocidad. Vigilaban la portezuela, chocaban entre sí y echaban a correr, y después retrocedían, sin dejar de escudriñar la barrera que cerraba el extremo del granero.

Carlo dijo algo por encima del hombro y desapareció en el interior del granero. La furgoneta retrocedió por el interior del granero hasta quedar a la vista. Starling reconoció el vehículo gris al instante. Se detuvo en ángulo junto a la barrera. Cordell salió de ella y abrió la puerta corrediza del costado. Antes de que apagara la luz superior, Starling pudo ver a Mason bajo el duro caparazón de su respirador, medio incorporado mediante almohadones y con el pelo enroscado sobre el pecho. Un asiento junto al ring. La luz de los focos se derramó sobre la portezuela.

Carlo cogió del suelo un objeto que Starling no consiguió reconocer al principio. Parecían unas piernas humanas, o toda la mitad inferior del cuerpo de una persona. Si se trataba de eso, Carlo tenía que ser tremendamente fuerte. Por un momento temió que fueran los restos del doctor Lecter, pero las piernas se doblaron de una forma que las articulaciones hubieran hecho imposible.

Sólo podían ser las piernas de Lecter si lo hubieran atado a una rueda y descoyuntado, pensó durante un segundo funesto. Carlo gritó hacia el interior del granero. Starling oyó un motor poniéndose en marcha.

La carretilla elevadora apareció en el ángulo de visión de Starling conducida por Piero, con el doctor Lecter alzado en alto por la horquilla, los brazos extendidos en el balancín y las botellas de plasma balanceándose por encima de sus manos con el movimiento del vehículo. Levantado para que pudiera ver a los voraces cerdos, para que pudiera contemplar lo que estaba a punto de ocurrirle.

La carretilla avanzaba con una espantosa lentitud procesional, mientras Carlo caminaba a un lado y Mogli, armado, al otro.

Starling se fijó en la insignia de ayudante de Mogli. Una estrella, a diferencia de las insignias de aquel condado. Pelo blanco, camisa blanca, como el conductor de la furgoneta de los secuestradores.

La profunda voz de Mason resonó desde la furgoneta. Tarareó Pompa y circunstancias y se carcajeó.

Los cerdos, avezados a los ruidos, no se asustaron de la máquina, que más bien pareció excitarlos.

La carretilla se detuvo junto a la barrera. Mason dijo algo al doctor Lecter que Starling no pudo oír. Lecter no movió la cabeza ni mostró el menor signo de haber oído. Estaba más alto que el mismo Fiero al volante del vehículo. ¿Miraba en dirección a Starling? Ella nunca lo sabría, porque había empezado a avanzar a toda prisa a lo largo de la valla, a lo largo de un lado del granero, hasta encontrar la gran puerta de dos hojas por la que la furgoneta había entrado marcha atrás.

Carlo arrojó los pantalones rellenos por encima de la barrera. Los animales se abalanzaron sobre el incompleto maniquí. Desgarraban, gruñían, tironeaban y rompían, sacaban pollos de los pantalones y hacían ondear las entrañas sacudiendo las cabezas con violencia. Una mélée de lomos erizados.

Carlo les había preparado un aperitivo ligero, sólo tres pollos y un poco de ensalada. En unos instantes habían hecho trizas los pantalones y con las fauces inundadas de saliva volvieron sus ávidos ojillos hacia la barrera.

Fiero hizo descender la horquilla hasta casi el nivel del suelo. La mitad superior de la puerta holandesa mantendría a los cerdos lejos de los puntos vitales del doctor Lecter, por el momento. Carlo le quitó al doctor los zapatos y los calcetines.

—«Este cerdito lo encontróooo, éste encendió el fueeeego, éste lo vigilóooo —entonó Mason desde la furgoneta—, éste echó la saaaal y éste tan gordito… ¡se lo comióoooo!».

Starling se estaba acercando a ellos por detrás. Todos miraban hacia el otro lado, hacia los cerdos. Pasó la puerta de la guarnicionería y avanzó hacia el centro del granero.

—No vayáis a dejar que se desangre —dijo Cordell, que estaba limpiando la lente de Mason con un paño, desde la furgoneta—. Estad atentos para apretar los torniquetes cuando yo os diga.

—¿Unas palabras antes del espectáculo, doctor Lecter? —dijo la profunda voz de Mason.

La cuarenta y cinco retumbó dentro del granero y de inmediato se oyó la voz de Starling:

—¡Las manos arriba y quietas! Apaga el motor. Fiero parecía no entender.

Fermate il motore —dijo el doctor Lecter, siempre dispuesto a ayudar. Ya sólo se oían los apremiantes chillidos de la piara.

Starling no veía más que un arma, en la cadera del hombre canoso de la estrella, inmovilizada en la pistolera por una correa de cuero de las que se desabrochan con el pulgar. «Lo primero de todo es hacer que se tumben», dijo la voz del instructor de la Academia en la mente de Starling.

Cordell se deslizó detrás del volante con rapidez y la furgoneta se puso en marcha, con Mason gritando dentro. Starling empezó a girar, pero captó el movimiento del sujeto canoso con el rabillo del ojo, se volvió hacia él, que gritó «¡Policía!» y desenfundó, y le alcanzó dos veces en el pecho, que al instante vertió copiosos chorros de sangre. La 357 de Mogli disparó dos veces contra el suelo, y él dio medio paso atrás mirándose el pecho, con la insignia agujereada por el grueso proyectil del 45 que, desviado por ella, había horadado el corazón al bies.

Luego se desplomó hacia atrás y quedó inmóvil en el suelo.

En la guarnicionería, Tommaso había oído los disparos. Empuñó el rifle de aire comprimido y subió al pajar, se dejó caer sobre las rodillas en la paja suelta y gateó hacia el costado que dominaba el interior del granero.

—¡El siguiente! —amenazó Starling con un tono que no se conocía. Tenía que actuar deprisa para aprovechar el efecto de la muerte de Mogli—. Al suelo, con la cabeza hacia la pared. Tú, al suelo, con la cabeza hacia aquí. Hacia aquí.

Girati dall'altra parte —explicó el doctor Lecter desde la carretilla elevadora.

Carlo alzó la vista hacia Starling, comprendió que lo mataría y se quedó quieto en el suelo. Ella los esposó deprisa con una mano, con las cabezas apuntando en direcciones opuestas, la muñeca de Carlo con el tobillo de Fiero y el otro tobillo de Fiero con la otra muñeca de Carlo, sin dejar de apoyar el cañón de la 45 en la oreja de éste.

Se sacó el puñal de la bota y dio la vuelta a la carretilla elevadora para ponerse detrás del doctor Lecter.

—Buenas noches, Clarice —dijo cuando pudo verla.

—¿Puede andar? ¿Lo sostienen las piernas?

—Sí.

—¿Puede ver?

—Sí.

—Voy a cortar las cuerdas. Con el debido respeto, doctor, si intenta joderme le volaré la tapa de los sesos aquí mismo. ¿Lo ha entendido?

—Perfectamente.

—Sea bueno y no le pasará nada.

—Sigues hablando como una luterana.

Starling no había dejado de ocuparse de las ligaduras. El puñal estaba bien afilado. Se dio cuenta de que el filo dentado cortaba deprisa la resbaladiza cuerda nueva. Lecter tenía el brazo derecho libre.

—Puedo hacer el resto si me das el puñal.

Starling dudó. Retrocedió fuera del alcance de su brazo y se lo dio. Ahora tenía que vigilarlo a él y a los dos hombres tumbados en el suelo.

—Mi coche está a unos doscientos metros en el camino forestal.

El doctor se había soltado una pierna. A continuación se puso a cortar la cuerda que retenía la otra, nudo a nudo.

—Cuando acabe de soltarse, no intente correr. No llegaría a la puerta —le dijo Starling—. Hay dos hombres esposados en el suelo detrás de usted. Hágalos arrastrarse hasta la carretilla y espóselos a ella para que no puedan llegar a un teléfono. Luego espósese usted con éstas.

—¿Dos? —preguntó él—. Cuidado, tendría que haber tres.

Al tiempo que decía aquello el dardo disparado por el rifle de Tommaso trazó una línea plateada bajo los focos y se quedó vibrando en mitad de la espalda de Starling. Ella giró, ya un poco mareada y con la visión turbia, vislumbró el cañón al borde del pajar y disparó, disparó, disparó… Tommaso rodó hacia el interior con las astillas clavándosele en el cuerpo, mientras el humo giraba a la luz de los focos. Starling disparó otra vez con la vista completamente oscurecida y se llevó la mano a la cadera intentando coger un cargador, aunque las piernas ya no la sostenían.

El alboroto parecía haber excitado aún más a los cerdos, que viendo a los hombres en tan atractiva posición chillaban y gruñían empujando la barrera.

Starling se derrumbó de bruces y el cargador suelto cayó de la pistola y rebotó contra el suelo. Carlo y Fiero levantaron las cabezas y empezaron a reptar unidos por las esposas, a arrastrarse torpemente como un murciélago enorme hacia el cadáver de Mogli, la pistola y las llaves de las esposas. Se oyó a Tommaso montar el rifle en el pajar. Le quedaba un dardo. Se levantó y se acercó al borde mirando por encima del cañón, buscando al doctor Lecter al otro lado del carro elevador.

Tommaso avanzó a lo largo del borde del sobrado; en cuestión de segundos no quedaría ningún lugar donde esconderse.

El doctor Lecter cogió en brazos a Starling y retrocedió rápidamente hasta la portezuela holandesa procurando mantener el elevador entre ellos y Tommaso, que avanzaba con precaución, vigilando sus pisadas por el borde del pajar. El sardo disparó el dardo, que, dirigido al pecho de Lecter, golpeó el hueso de la espinilla de Starling. El doctor Lecter tiró de los cerrojos de la puerta holandesa.

Fiero, frenético, agarró la cadena con las llaves de Mogli, mientras Carlo reptaba hasta la pistola y los cerdos trotaban en desbandada hacia la pitanza que intentaba erguirse. Carlo consiguió disparar la 357 una vez y uno de los animales rodó por el suelo, pero los otros saltaron por encima de su compañero sobre Carlo y Fiero, y sobre el cadáver de Mogli. Otros atravesaron el granero y se perdieron en la noche.

El doctor Lecter, llevando a Starling, estaba detrás de la puerta holandesa cuando los cerdos pasaron como una exhalación.

Desde el pajar, Tommaso podía ver el rostro de su hermano en medio de la piara; al cabo de unos segundos, sólo fue una masa sanguinolenta. Dejó caer el rifle sobre el heno. El doctor Lecter, tieso como un bailarín y sosteniendo en sus brazos a Starling, salió de detrás de la puerta y atravesó descalzo el granero, bordeando el mar de agitados lomos y chorros de sangre. Una pareja de grandes cochinos, uno de ellos la cerda preñada, cuadraron las patas y bajaron las testuces para embestirlo.

Cuando el hombre los miró y no pudieron husmear el miedo, volvieron grupas y regresaron trotando a los sencillos manjares del suelo.

El doctor Lecter no vio refuerzos procedentes de la casa. Una vez bajo los árboles del camino forestal, se paró para arrancarle los dardos a Starling y succionó las dos heridas. La punta clavada en la espinilla se había doblado contra el hueso. Los cerdos agitaron los matorrales a poca distancia.

Le quitó las botas a Starling y se las puso él. Le apretaban un poco. Dejó la 45 en el tobillo de la mujer para poder alcanzarla sin tener que soltarla.

Diez minutos más tarde, el guarda de la entrada principal levantó la vista del periódico y la dirigió hacia un sonido distante, un ruido de desgarro, como el de un caza con motor de explosión en vuelo rasante. Era un Mustang de cinco litros que atravesaba el paso superior de la interestatal a cinco mil ochocientas revoluciones por minuto.