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Margot respiró hondo antes de entrar en el granero. Si tenía la intención de matarlo, tenía que ser capaz de mirarlo. Pudo oler a Carlo antes de abrir la puerta de la guarnicionería. Fiero y Tommaso flanqueaban a Lecter. No le quitaban ojo a Carlo, sentado en el sillón.

Buona sera, signori —dijo Margot—. Sus amigos llevan razón, Carlo. Estropéelo ahora y se quedan sin dinero. Después de haber llegado tan lejos y de haberlo hecho tan bien.

Los ojos de Carlo no se despegaban del rostro del doctor Lecter.

Margot sacó un teléfono celular del bolsillo. Pulsó unos números en la carcasa iluminada y acercó el aparato al rostro de Carlo.

—Lea —y lo sostuvo en la trayectoria de su mirada.

En la diminuta pantalla podía leerse: «BANCO STEUBEN».

—Ése es su banco de Cagliari, signor Deogracias. Mañana por la mañana, cuando todo haya acabado, cuando le haya hecho pagar por lo que le hizo a su valiente hermano, yo misma llamaré a este número, le diré a su banquero mi código y añadiré: «Entregue al señor Deogracias el resto del dinero que custodia para él». Su banquero se lo confirmará por teléfono. Mañana por la noche estará volando de vuelta a casa, convertido en un hombre rico. Como la familia de Matteo. Podrá llevarles los coglioni del doctor en una bolsa para que les sirvan de consuelo. Pero si el doctor Lecter no puede ver su propia muerte, si no puede ver a los cerdos cuando se acerquen para comerle la cara, usted se queda sin nada. Sea hombre, Carlo. Vaya a por sus cerdos. Yo me sentaré con ese hijo de puta. En media hora lo estará oyendo gritar mientras le devoran los pies.

Carlo echó atrás la cabeza y respiró con fuerza.

Piero, andiamo! Tu, Tommaso, rimani.

Tommaso ocupó su sitio en el sillón de mimbre junto a la puerta.

—Todo controlado, Mason —dijo Margot dirigiéndose a la cámara.

—Querré llevarme a casa la nariz. Díselo a Carlo —refunfuñó Mason, y la pantalla se oscureció.

Trasladarse fuera de su habitación suponía un esfuerzo extraordinario tanto para Mason como para los que lo rodeaban; había que volver a conectar sus tubos a unos contenedores instalados en su camilla con ruedas especial y conectar su macizo respirador a un transformador de corriente alterna. Margot escrutó el rostro del doctor Lecter.

El ojo destrozado estaba hinchado y cerrado entre las quemaduras negras que le habían producido los electrodos en los extremos de la ceja.

El doctor Lecter abrió el ojo bueno. Fue capaz de retener en su cara la frescura del costado marmóreo de Venus.

—Me gusta ese olor a linimento fresco y a limón —dijo el doctor Lecter—. Gracias por venir, Margot.

—Eso mismo me dijo cuando la matrona me hizo pasar a su despacho el primer día. Cuando estaban deliberando sobre Mason la primera vez.

—¿Eso dije? —recién salido de su palacio de la memoria, donde había repasado sus entrevistas con Margot, sabía que era así.

—Sí. Yo estaba llorando, con miedo a contarle lo de Mason conmigo. También me daba miedo sentarme, pero usted en ningún momento me ofreció asiento, porque sabía que tenía suturas, ¿verdad? Paseamos por el jardín. ¿Se acuerda de lo que me dijo?

—Que no tenías más culpa por lo que había pasado…

—«… que si me hubiera mordido el trasero un perro rabioso», eso es lo que me dijo. Usted me hizo mucho bien en esa ocasión y durante las otras visitas, y le estuve agradecida durante algún tiempo.

—¿Qué más te dije?

—Que usted era mucho más raro de lo que yo sería nunca —le recordó Margot—. Dijo que ser raro estaba bien.

—Si lo intentaras, serías capaz de recordar todo lo que hablamos. ¿Te acuerdas…?

—Por favor, no me suplique —le salió, a pesar de que no tenía intención de decirlo de esa manera.

El doctor Lecter se movió ligeramente y las sogas crujieron. Tommaso se levantó y se acercó a comprobar los nudos.

Attenzione a la bocca, signorina. Cuidado con la boca.

Margot no supo si Tommaso se refería a la boca del doctor Lecter o a sus palabras.

—Margot, ha pasado mucho tiempo desde que te traté, pero me gustaría que habláramos de tu historial médico, sólo un momento, en privado —dijo señalando con el ojo bueno hacia Tommaso.

Margot lo pensó unos instantes.

—Tommaso, ¿podrías dejarnos solos un momento?

—No, signorina, lo siento mucho; pero me quedaré ahí con la puerta abierta —y salió con el rifle al granero, desde donde se quedó vigilando a Lecter.

—Nunca te haría sentirte incómoda suplicando, Margot. Me gustaría saber por qué haces esto. ¿Te importa explicármelo? ¿Es que has empezado a aceptar el chocolate, como le gusta decir a Mason, después de haber luchado contra él tanto tiempo? Entre nosotros no hace falta que finjamos que estás vengando la cara de Mason.

Y ella se lo contó. Lo de Judy, lo de que querían tener un hijo. No le costó más de tres minutos; se quedó sorprendida de lo fácil que le resultaba resumir sus problemas.

Unos sonidos lejanos, un chillido y la mitad de un grito. Fuera, apoyado contra la valla que había levantado en el extremo abierto del granero, Carlo estaba probando la grabadora para convocar a los cerdos de los pastos del bosque con los gritos de angustia de víctimas muertas o rescatadas hacía mucho tiempo.

Si el doctor Lecter lo había oído, no dio muestras de ello.

—Margot, ¿crees que Mason te dará así como así lo que te ha prometido? Eres tú la que está suplicando a Mason. ¿Te sirvió de algo suplicarle cuando te desgarró? Es lo mismo que aceptar su chocolate y dejarle salirse con la suya. Sabes que obligará a Judy a hacérselo. Y ella no está acostumbrada. Margot no respondió, pero apretó las mandíbulas.

—¿Sabes lo que ocurriría si, en vez de arrastrarte ante Mason, simplemente le estimularas la próstata con la aguijada de Carlo? ¿La ves encima del banco de trabajo? Margot empezó a levantarse.

—Escúchame —susurró el doctor Lecter—. Mason te lo negará. Sabes que tendrás que matarlo, lo has sabido durante veinte años. Lo has sabido desde que te dijo que mordieras el almohadón y no hicieras tanto ruido.

—¿Está diciendo que lo haría por mí? No podría fiarme de usted en la vida.

—No, claro que no. Pero podrías confiar en que yo nunca negaría haberlo hecho. En realidad sería mucho más terapéutico para ti hacerlo tú misma. Recordarás que te lo recomendé cuando aún eras una niña.

—«Espera hasta que puedas solucionarlo tú misma», me dijo. Eso me alivió mucho.

—Profesionalmente, ése es el tipo de catarsis que tenía que aconsejarte. Ahora eres lo bastante mayor. ¿Y qué más da otro cargo por asesinato contra mí? Sabes que tendrás que matarlo. Y cuando lo hagas, la ley seguirá la pista del dinero, que la llevará derecha hasta ti y el recién nacido. Margot, soy el único sospechoso que te queda. Si muero antes que Mason, ¿quién me sustituirá? Podrás hacerlo cuando más te convenga, y yo te escribiré una carta babeando sobre lo mucho que disfruté matándolo.

—No, doctor Lecter, lo siento. Es demasiado tarde. Ya tengo mis propios planes —observó el rostro del hombre con sus brillantes ojos azules de carnicera—. Puedo hacer esto y dormir después, sabe que soy capaz.

—Sí, sé que puedes. Eso es algo que siempre me gustó de ti. Eres mucho más interesante, mucho más… capaz que tu hermano.

Ella se levantó para marcharse.

—Si le sirve de algo, doctor Lecter, lo siento.

Antes de que llegara a la puerta, él volvió a hablarle:

—Margot, ¿cuándo volverá a ovular Judy?

—¿Cómo? Dentro de un par de días, creo.

—¿Tienes todo lo que necesitas? Extensores, equipo de congelación rápida…

—Tengo todo el instrumental de una clínica de fertilización.

—Haz algo por mí.

—¿Sí?

—Maldíceme y arráncame un mechón de pelo, lejos de la frente, si no te importa. Llévate un trozo de piel. Acuérdate de ponérselo en la mano a Mason. Después de matarlo.

»Cuando llegues a casa, pídele a Mason lo que te prometió. A ver qué contesta. Tú me has entregado, tu parte del trato está cumplida. Sujeta el mechón en la mano y pídele lo que quieres. Y a ver qué dice. Cuando se te ría en las narices, vuelve aquí. Todo lo que has de hacer es coger el rifle tranquilizante y dispararle al que está ahí detrás. O golpearlo con el martillo. Tiene una navaja. Basta con que cortes las cuerdas de un brazo y me la des. Y te vayas. Yo me encargo del resto.

—No.

—¿Margot?

La mujer agarró el pomo de la puerta, dispuesta a rechazar otra súplica.

—¿Aún puedes cascar una nuez?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó dos. Los músculos del antebrazo se arracimaron y las nueces reventaron.

—Excelente —dijo el doctor soltando una risita—. Con toda esa fuerza, y nueces. Puedes ofrecerle nueces a Judy para hacerle pasar el mal sabor de Mason.

Margot volvió sobre sus pasos con la expresión crispada. Le escupió al rostro y le arrancó una mata de pelo cerca de la coronilla. Era difícil saber con qué intención. Mientras salía, Margot lo oyó tararear.

Mientras caminaba hacia la casa iluminada, la sangre pegaba el pequeño fragmento de cuero cabelludo a la palma de su mano, de la que el mechón colgaba sin que le hiciera falta cerrar los dedos a su alrededor.

Se cruzó con Cordell, que conducía un cochecito de golf cargado con el equipo médico necesario para preparar al paciente.