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El olor del fuego de carbón en la guarnicionería del granero de Mason y los olores más arraigados de los animales y los hombres. El resplandor sobre el alargado cráneo del caballo de carreras Sombra fugaz, vacío como la Providencia, mirándolo todo con las anteojeras.

Carbones al rojo en la fragua del herrero, resplandeciendo y avivándose con el siseo del fuelle mientras Carlo calentaba una barra que ya había adquirido un rojo cereza. El doctor Lecter pendía bajo la calavera como un retablo atroz. Tenía los brazos estirados en ángulo recto, fuertemente atados con sogas a un balancín, una pieza de roble macizo del carro de los ponis. El balancín le recorría la espalda como un yugo y estaba fijado a la pared con una argolla fabricada por el propio Carlo. Las piernas no tocaban el suelo. Las tenía atadas por encima del pantalón como patas de cordero asado, con muchas vueltas de cuerda espaciadas y con sendos nudos. No había cadenas ni esposas, ninguna pieza de metal que pudiera dañar los dientes de los cerdos y hacérselo pensar dos veces. Cuando el hierro del horno estuvo al rojo blanco, Carlo lo llevó al yunque con las pinzas y lo golpeó con el martillo para darle forma de grillete, salpicando la semioscuridad de brillantes chispas que rebotaban en su pecho y en la figura colgante del doctor Hannibal Lecter.

La cámara de televisión de Mason, extraña entre las viejas herramientas, escrutaba al doctor, Lecter desde su trípode metálico, que le daba aspecto de araña. En el banco de trabajo había un monitor apagado.

Carlo volvió a calentar el grillete y salió corriendo para colocarlo en el elevador de carga mientras seguía candente y maleable. El martillo resonaba en el alto granero, el golpe y su eco, bang-bang, bang-bang.

Se oyó un áspero chirrido procedente del piso superior, donde Fiero trataba de sintonizar la retransmisión en diferido de un partido de fútbol en onda corta. El equipo de Cagliari jugaba en Roma contra la odiada Juventus.

Tommaso estaba sentado en un sillón de mimbre con el rifle de aire comprimido apoyado contra la pared. Sus oscuros ojos de sacerdote no se apartaban del rostro del doctor. Tommaso detectó una alteración en la inmovilidad del hombre amarrado. Era un cambio sutil, de la inconsciencia a un autodominio sobrehumano, puede que tan sólo una diferencia en el sonido de su respiración. Tommaso se levantó de la silla y gritó hacia el granero.

Si sta svegliando.

Carlo volvió a la guarnicionería con el diente de venado asomándole en la boca. Sostenía unos pantalones con las perneras llenas de fruta, verdura y trozos de pollo. Los frotó contra el cuerpo y las axilas del doctor.

Procurando mantener la mano lejos de su boca, lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza.

Buona sera, Dottore.

Un chisporroteo en el altavoz del monitor de televisión. La pantalla se iluminó y mostró la cara de Mason…

—Encended la luz de la cámara —dijo Mason—. Buenas noches, doctor Lecter. El doctor abrió los ojos por primera vez.

Carlo hubiera jurado que en el fondo de los ojos del demonio volaban chispas, pero prefirió pensar que eran reflejos de la fragua. Se santiguó contra el mal de ojo.

—Mason —dijo el doctor a la cámara. Detrás de Mason podía ver la silueta de Margot, negra contra el acuario—. Buenas noches, Margot —añadió en un tono más cortés—. Es un placer volver a verte.

A juzgar por la claridad con que se expresó, se podría haber pensado que llevaba un rato despierto.

—Buenas noches, doctor Lecter —saludó la áspera voz de Margot. Tommaso encontró el foco de la cámara y lo encendió.

La luz cruda los deslumbró a todos durante unos segundos. Al cabo, se oyeron los profundos tonos de locutor de Mason:

—Doctor, en unos veinte minutos vamos a servir a los cerdos del primer plato, es decir, sus pies. Después de eso celebraremos una fiesta en pijama, usted y yo. Para entonces, podrá ponerse unos pantaloncitos cortos. Cordell va a mantenerlo vivo mucho tiempo…

Mason siguió hablando mientras Margot se inclinaba para ver mejor la escena del granero. El doctor Lecter miró el monitor para asegurarse de que Margot lo estaba viendo. Entonces, con voz metálica y tranquila, le susurró a Carlo en la oreja:

—Tu hermano, Matteo, debe de oler peor que tú ahora mismo. Se cagó encima mientras lo abría en canal.

Carlo llevó la mano al bolsillo de atrás y sacó la aguijada eléctrica. A la brillante luz de la cámara, golpeó con ella el lado de la cabeza de Lecter. Luego, asiéndolo del pelo con una mano, apretó el botón del mango y sostuvo el instrumento ante los ojos del doctor mientras el potente arco voltaico chisporroteaba entre los electrodos.

—Vas a joder a tu madre —dijo, y le hundió el arco en el ojo.

El doctor Lecter no emitió el menor sonido. El único ruido salió del altavoz: Mason bramaba en la medida en que su respiración se lo permitía, mientras Tommaso, que se había abalanzado sobre Carlo, procuraba que soltara al doctor. Fiero bajó del piso superior para ayudarlo. Por fin consiguieron sentarlo en el sillón de mimbre. Sin soltarlo.

—¡Si lo dejas ciego no veremos un dólar! —le gritaban al unísono, cada uno por una oreja.

El doctor Lecter ajustó las celosías de su palacio de la memoria para aliviar el terrible resplandor. Ahhhhh. Apoyó el rostro contra el fresco mármol del costado de Venus. Volvió la cara para mirar directamente a la cámara y dijo con voz serena:

—No voy a aceptar el chocolate, Mason.

—Este hijoputa está loco. Bueno, después de todo ya lo sabíamos —dijo el ayudante del sheriff Mogli—. Pero ese Carlo está igual o peor.

—Baja ahora mismo y arréglalo —le ordenó Mason.

—¿Está seguro de que no tienen pistolas? —preguntó Mogli.

—Te pago para echarle cojones, ¿estamos? No. Sólo el rifle tranquilizante.

—Déjame hacerlo a mí —pidió Margot—. No fastidies todo obligándolos a demostrar quién es más machote. Los italianos respetan a sus mamas. Y Carlo sabe que manejo el dinero.

—Que saquen la cámara y me enseñen los cerdos —exigió Mason—. ¡La cena será a las ocho!

—Yo no pienso quedarme —replicó Margot.

—¡Vaya si te quedarás! —zanjó Mason.