Sobre Muskrat Farm reinaba una quietud que parecía el silencio del antiguo Sabbath. Mason estaba entusiasmado, terriblemente orgulloso de poder llevar a cabo aquel sueño. Para sí, comparaba su éxito con el descubrimiento del radio.
El libro de ciencias ilustrado era el que más recordaba de sus años de colegial; era el único lo bastante alto como para permitirle masturbarse en clase. Solía mirar una imagen de Madame Curie mientras se manipulaba, y ahora pensaba a menudo en ella y en las toneladas de pechblenda que había hervido para obtener el radio. Los esfuerzos de aquella mujer habían sido muy semejantes a los suyos, estaba convencido.
Mason se imaginó al doctor Lecter, producto de todas sus investigaciones y dispendios, reluciendo en la oscuridad como la redoma en el laboratorio de la Curie. Imaginó a los cerdos que se lo iban a comer yéndose después a dormir al bosque, con las panzas reluciendo como bombillas.
Era viernes por la tarde, casi de noche. Los obreros de mantenimiento se habían ido. Ninguno de los trabajadores había visto llegar la furgoneta, que no entró por la puerta principal, sino por el camino forestal que atravesaba el parque nacional y hacía las veces de carretera de servicio de Mason. El sheriff y sus ayudantes habían completado su registro rutinario y estuvieron lejos de la propiedad antes de que el vehículo llegara al granero. Ahora la entrada principal estaba custodiada y sólo un mínimo retén de confianza permanecía en Muskrat.
Cordell estaba en su puesto en la sala de juegos, donde lo relevarían a medianoche. Margot y el ayudante Mogli, que se había puesto su placa para despistar al sheriff y no se la había quitado, estaban con Mason. Y la banda de secuestradores profesionales se afanaba en el granero.
Antes de la noche del domingo todo habría acabado y las pruebas habrían ardido o estarían en proceso de digestión en las barrigas de los dieciséis cerdos. Mason pensó que podía darle a la anguila alguna exquisitez del doctor Lecter, tal vez su nariz. Luego, en los años por venir, contemplaría a la voraz cinta trazando su eterno ocho y sabría que el signo del infinito representaba a Lecter muerto para siempre, por los siglos de los siglos, amén. No obstante, Mason sabía que es peligroso conseguir exactamente lo que se desea. ¿Qué haría después de haber matado al doctor? Podía malograr unos cuantos hogares adoptivos y atormentar a unos cuantos niños. Podía beber martinis hechos con lágrimas. Pero la diversión auténtica, ¿de dónde la sacaría?
Qué tonto sería si dejaba que el miedo al futuro le estropeara aquel tiempo de éxtasis. Esperó la rociada diminuta del ojo, esperó que se aclarara la lente, luego sopló en un tubo- conmutador: siempre que le apeteciera podría poner el vídeo y ver a su presa…