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—¿Quieres enfocar el aparato de una puta vez, Cordell? —en la profunda voz de locutor de Mason, con sus consonantes sin labialidad, «aparato» y «puta» sonaban más bien como «ajaiato» y «juta».

Krendler estaba a su lado en la parte oscura de la habitación para ver mejor el monitor elevado. En el calor de aquel cuarto de enfermo, se había atado la chaqueta de su chándal de yuppie a la cintura y lucía su camiseta de Princeton. La cinta del pelo y las zapatillas destacaban a la luz del acuario.

En opinión de Margot, Krendler tenía hombros de pollo. Cuando él entró, apenas intercambiaron un saludo.

No había contador de revoluciones ni de tiempo en la cámara de la licorería, y el ajetreo del negocio en vísperas de las Navidades era considerable. Cordell hizo correr la cinta de un cliente a otro a lo largo de un montón de ventas. Mason mataba el tiempo mortificando a todo el mundo.

—¿Qué dijiste cuando entraste en la tienda con tu chándal y enseñaste la chapa de hojalata, Krendler? ¿Que te estabas entrenando para la seguridad de las Olimpiadas? —Mason había acabado de perderle el respeto desde que Krendler había empezado a ingresar los cheques. Krendler era incapaz de ofenderse cuando sus intereses estaban en juego.

—Dije que iba de incógnito. ¿Qué vigilancia le has puesto a Starling?

—Margot, explícaselo —dijo Mason, que al parecer prefería ahorrar su escaso aliento para los insultos.

—Hemos traído a doce hombres de nuestro servicio de seguridad de Chicago. Están en Washington. Han formado tres equipos, un miembro de cada uno es ayudante del sheriff en el estado de Illinois. Si la policía los sorprende cogiendo a Lecter, dirán que lo reconocieron y que es una acción cívica y bla, bla, bla. El equipo que lo capture se lo entrega a Carlo. Se vuelven a Chicago y aquí no ha pasado nada. La cinta de vídeo seguía corriendo.

—Un momento… Cordell, retrocede treinta segundos —dijo Mason—. Mirad eso.

La cámara de la licorería cubría el área que iba de la entrada a la caja registradora. En la borrosa, imagen sin sonido de la cinta, se veía entrar a un individuo con una gorra de visera larga, chaqueta de leñador y manoplas. Tenía las patillas largas y llevaba gafas de sol. Dio la espalda a la cámara y cerró la puerta cuidadosamente.

El comprador explicó al dependiente lo que quería en cuestión de segundos y lo siguió fuera de cámara, hacia los botelleros.

Pasaron tres minutos. Por fin, regresaron al encuadre. El dependiente limpió el polvo de la botella y la rodeó de borra antes de meterla en una bolsa. El cliente sólo se quitó la manopla derecha y pagó en metálico. La boca del dependiente se movió diciendo «gracias» a la espalda del hombre, que se dirigía hacia la salida.

Una pausa de unos segundos, y el dependiente llamó a alguien que estaba fuera de cámara. Un individuo corpulento apareció a su lado y corrió hacia la puerta.

—Ése es el propietario, el que vio la camioneta —explicó Krendler.

—Cordell, ¿puedes hacer una copia y aumentar la cabeza del cliente?

—Estará en un segundo, señor Verger. Pero será borrosa.

—Hazlo.

—No se quita la manopla izquierda —dijo Mason—. Puede que me hayan tomado el pelo con la radiografía que compré.

—Pazzi dijo que se había operado la mano, ¿no?, que ya no tenía el dedo de más —dijo Krendler.

—Puede que Pazzi tuviera el dedo metido en el culo, ya no sé a quién creer. Tú lo conoces, Margot, ¿qué dices? ¿Era Lecter?

—Han pasado dieciocho años —respondió Margot—. Sólo asistí a tres sesiones con él y siempre se quedaba detrás de su escritorio, no daba paseos por el despacho. Era muy tranquilo. De lo que más me acuerdo es de su voz. Se oyó la de Cordell en el interfono.

—Señor Verger, ha venido Carlo.

Carlo olía a cerdo, o peor. Entró en la habitación sosteniendo el sombrero contra el pecho y el hedor a embutido de jabalí rancio que emanaba de su cabeza obligó a Krendler a expulsar aire por la nariz. En señal de respeto, el secuestrador sardo inmovilizó en la boca el diente de venado que masticaba.

—Carlo, mira esto. Cordell, rebobina hasta el momento en que entra en la licorería.

—Ése es el stronzo hijo de la gran puta —dijo Carlo antes de que el sujeto del vídeo hubiera dado cuatro pasos—. La barba es reciente, pero tiene la misma forma de moverse.

—¿Le viste las manos en Firenze, Carlo?

Certo.

—¿Cinco dedos en la izquierda, o seis?

—… Cinco.

—Has dudado.

—Porque tenía que decir cinque en inglés. Eran cinco, estoy seguro.

Mason separó las descarnadas mandíbulas, única forma de sonrisa que le quedaba.

—Me encanta. Lleva las manoplas para que los seis dedos sigan en su descripción —dijo.

Puede que la fetidez de Carlo hubiera penetrado en el acuario a través de la bomba de aireación. La anguila salió a echar un vistazo y se quedó fuera, dando vueltas y más vueltas, trazando su infinito ocho de Moebius, enseñando los dientes al respirar.

—Carlo, puede que acabemos este asunto pronto —dijo Mason—. Tú, Piero y Tommaso sois mi primer equipo. Confío en vosotros, aunque no pudisteis con él en Florencia. Quiero que tengáis a Clarice Starling bajo constante vigilancia el día anterior a su cumpleaños, el día de su cumpleaños y el siguiente. Os relevarán cuando esté dormida en su casa. Os daré un conductor y una furgoneta.

Padrone —dijo Carlo.

—¿Sí?

—Quiero un rato en privado con el dottore, por mi hermano Matteo —Carlo se santiguó al pronunciar el nombre del difunto—. Usted me lo prometió.

—Comprendo tus sentimientos perfectamente, Carlo. Tienes toda mi comprensión. Mira, quiero dedicarle al doctor Lecter dos sesiones. La primera noche, quiero que los cerdos le coman los pies con él viéndolo todo desde el otro lado de la barrera. Y lo quiero en buena forma para eso. Tráemelo en perfecto estado. Nada de golpes en la cabeza, ni huesos rotos ni lesiones en los ojos. Luego esperará una noche sin pies, para que los cerdos acaben con él al día siguiente. Hablaré con él un ratito, y después lo tendrás para ti solo durante una hora, antes de la última sesión. Te pediré que le dejes un ojo y que esté consciente para verlas venir. Quiero que les vea las caras cuando le coman la suya. Si tú, por decir algo, decides caparlo, lo dejo a tu discreción; pero quiero que Cordell esté presente para cortar la hemorragia. Y lo quiero filmado.

—¿Y si se desangra el primer día en el corral?

—No se desangrará. Ni morirá durante la noche. Lo que hará esa noche es esperar mirándose los muñones. Cordell se ocupará de eso y reemplazará sus fluidos corporales, supongo que necesitará un gotero intravenoso para toda la noche, puede que dos.

—O cuatro si hace falta —se oyó decir por los altavoces a la voz desencarnada de Cordell—. Puedo hacerle incisiones en las piernas.

—Y tienes mi permiso para escupir y mear en los goteros al final, antes de que lo lleves al corral —dijo Mason a Carlo con su tono más cordial—. O correrte en ellos, si lo prefieres. El rostro de Carlo se iluminó al imaginarlo; luego se acordó de la musculosa signorina y le dirigió una mirada culpable de reojo.

Grazie mille, padrone. ¿Podrá venir a verlo morir?

—No lo sé, Carlo. El polvo de los graneros me sienta fatal. Quizá tenga que verlo por la tele. ¿Me traerás a alguno de los cerdos? Quiero tocar uno.

—¿A esta habitación, padrone?

—No, ya me bajarán un momento conectado a la fuente de alimentación.

—Tendré que dormirlo, padrone —dijo Carlo dubitativo.

—Mejor una cerda. Tráela al césped, delante del ascensor. Puedes usar el elevador de carga sobre la hierba.

—¿Piensan hacerlo con la furgoneta o con la furgoneta y un coche? —preguntó Krendler.

—¿Carlo?

—Con la furgoneta sobra. Necesito un conductor.

—Tengo algo mejor para usted —dijo Krendler—. ¿Se puede dar más luz? Margot accionó el interruptor y Krendler dejó su mochila sobre la mesa, junto al frutero. Se puso guantes de algodón y sacó lo que parecía un pequeño monitor con antena y una repisa para elevarlo, además de un disco duro externo y un compartimiento para las baterías recargables.

—Es difícil vigilar a Starling porque vive en un callejón sin salida y no hay donde esconderse. Pero tiene que salir, es una fanática del ejercicio al aire libre —los informó Krendler—. Ha tenido que apuntarse a un gimnasio privado porque no puede seguir usando el del FBI. La pillamos aparcada ante el gimnasio el jueves y le pusimos una baliza debajo del coche. Es una de ésas con ánodo de níquel y cátodo de cadmio, y se recarga cuando el motor se pone en marcha, así que no la descubrirá por quedarse sin batería. El programa informático incluye estos cinco estados contiguos. ¿Quién va a manejarlo?

—Cordell, ven aquí —dijo Mason.

Cordell y Margot se arrodillaron junto a Krendler, y Carlo se quedó de pie junto a ellos, con el sombrero a la altura de las narices de los otros.

—Miren esto —dijo Krendler accionado el interruptor—. Es como el sistema de navegación de un coche, excepto que muestra dónde está el coche de Starling —en la pantalla apareció un plano del centro de Washington—. Se hace zoom y se mueve el área con las flechas, ¿lo ven? Ahora no indica nada. Una señal de la baliza en el coche de Starling encendería este piloto y se oiría un pitido. Entonces se busca la fuente en la vista general y se utiliza el zoom. El pitido va más rápido conforme nos acercamos. Aquí está el barrio de Starling a escala de plano callejero. No hay señal del coche porque estamos fuera de cobertura. En cualquier punto del Washington metropolitano o de Arlington estaríamos dentro. Lo he sacado del helicóptero que me ha traído. Esto es el convertidor para el enchufe de corriente alterna de la furgoneta. Una cosa. Tienen que garantizarme que este aparato no caerá en las manos equivocadas. Podría tener un montón de problemas, esto aún no se vende en las tiendas de espías. O me lo devuelven o lo tiran al fondo del Potomac. ¿Entendido?

—¿Lo has entendido, Margot? —preguntó Mason—. ¿Tú también, Cordell? Que cojan a Mogli de conductor y lo ponéis al corriente.