El doctor Lecter aparcó su camioneta a una manzana del Hospital de la Misericordia de Maryland y limpió las monedas con un paño antes de introducirlas en el parquímetro. Vestido con el mono acolchado que usan los trabajadores para protegerse del frío y con una gorra de visera larga para protegerse de las cámaras de seguridad, entró al edificio por la puerta principal.
Habían pasado más de quince años desde la última vez que el doctor Lecter estuviera en el Hospital de la Misericordia, pero la disposición básica del centro no había cambiado. Encontrarse de nuevo en el lugar donde había iniciado su carrera médica no le produjo la menor emoción. Las áreas restringidas de los pisos superiores habían sufrido una renovación cosmética, pero debían de conservar prácticamente la misma distribución que en sus tiempos si las cianocopias de los planos que había visto en el Departamento de Inmuebles no mentían.
Un pase de visitante obtenido en el mostrador de la entrada le permitió acceder a las plantas de habitaciones. Recorrió el pasillo leyendo los nombres de los pacientes y los médicos en las puertas. Se encontraba en la unidad de convalecencia postoperatoria, a donde se trasladaba a los enfermos que habían sufrido una intervención cardiaca o craneal una vez que salían de cuidados intensivos.
Cualquiera que hubiera observado al doctor Lecter avanzar por el pasillo habría pensado que le costaba leer; movía los labios sin producir sonidos y se rascaba la cabeza de vez en cuando como un retrasado. Al cabo de un rato, se sentó en la sala de espera, desde donde podía ver la entrada al pasillo. Esperó hora y media entre ancianas que contaban tragedias familiares y soportó El precio justo en la televisión. Por fin vio lo que había estado esperando, un cirujano que aún tenía puesta la bata verde del quirófano haciendo en solitario su ronda de visitas. Aquél era… El cirujano entró en una de las habitaciones para ver a un paciente… del doctor Silverman. El doctor Lecter se levantó rascándose la cabeza. Cogió un periódico desarmado de una mesita y salió de la sala de espera. Dos puertas más allá había otra habitación ocupada por otro paciente del doctor Silverman. El doctor Lecter se deslizó adentro. La habitación estaba en penumbra, el paciente, completamente dormido, con la cabeza y un lado de la cara aparatosamente vendados. En el monitor un gusano de luz daba brincos con regularidad.
El doctor Lecter se quitó a toda prisa el mono aislante y se quedó en bata quirúrgica. Se puso rundas de plástico en los zapatos, gorro, mascarilla y guantes. Se sacó del bolsillo una bolsa blanca para la basura y la desplegó.
El doctor Silverman abrió la puerta con la cabeza vuelta hacia el pasillo mientras hablaba con alguien. ¿Lo acompañaría una enfermera al interior del cuarto? No.
El doctor Lecter cogió la papelera y se puso a echar su contenido en la bolsa de la basura dando la espalda a la puerta.
—Perdone, doctor, enseguida me voy —dijo.
—No se preocupe —respondió el doctor Silverman, cogiendo la tablilla a los pies de la cama—. Continúe con su trabajo, por favor.
—Gracias, así lo haré —dijo el doctor Lecter al tiempo que le propinaba un golpe en la base del cráneo con la porra de cuero, poco más que un capirotazo atizado con un simple giro de la muñeca, en realidad, y lo sujetaba por el pecho mientras se desplomaba. Siempre sorprendía ver al doctor Lecter sosteniendo un cuerpo; tamaño por tamaño, era tan fuerte como una hormiga. Arrastró al doctor Silverman hasta el cuarto de baño y le bajó los pantalones. Lo dejó sentado en la taza del inodoro.
El cirujano se quedó con el torso doblado sobre los muslos. El doctor Lecter lo incorporó el tiempo suficiente para mirarle las pupilas y hacerse con las diversas tarjetas de identificación prendidas en la pechera de la bata quirúrgica.
Reemplazó las credenciales del cirujano con su propio pase de visita, invertido. Se colocó el estetoscopio alrededor del cuello enroscado al estilo de los profesionales y las complejas lentes quirúrgicas de aumento en la frente. Se guardó la porra de cuero en la manga. Ahora estaba listo para internarse en el corazón del Hospital de la Misericordia. El centro cumplía estrictamente las directrices federales en cuanto al manejo de drogas narcóticas. En la enfermería de cada planta se guardaban en un armario bajo llave. Para abrirlo eran necesarias dos llaves, en poder de la enfermera jefe y su primer ayudante. Además, se llevaba un estricto libro de registro.
En la zona de quirófanos, la más segura del hospital, cada sala recibía las drogas necesarias para la siguiente intervención unos minutos antes de que se introdujera al paciente. Las del anestesista se guardaban en una vitrina con una zona refrigerada y otra a temperatura ambiente, cerca de la mesa de operaciones.
Las existencias se almacenaban en un dispensario quirúrgico aparte, próximo a la sala de esterilización, que contenía cierto número de preparados que no era posible encontrar en el dispensario general del primer piso: poderosos tranquilizantes y exóticos sedantes hipnóticos que permiten realizar operaciones a corazón abierto y practicar cirugía cerebral sobre pacientes conscientes con los que es posible mantener una conversación. El dispensario quirúrgico siempre estaba vigilado durante la jornada laboral y los armarios no estaban cerrados con llave cuando el farmacéutico se encontraba allí. En una emergencia de cirugía cardiovascular no hay tiempo para buscar llaves. El doctor Lecter, con la mascarilla puesta, empujó las puertas de vaivén que daban paso a la zona de quirófanos. En un intento de desdramatizar el ambiente, habían pintado las paredes con distintas combinaciones de colores brillantes que hubieran dado la puntilla a cualquier moribundo. Junto al mostrador, unos cuantos cirujanos firmaban la entrada e iban desfilando hacia la sala de esterilización. El doctor Lecter levantó la tablilla de firmas y movió la pluma sobre ella sin llegar a escribir.
El horario del tablero informaba de que la primera intervención de la jornada, la extirpación de un tumor cerebral en el quirófano B, comenzaría dentro de veinte minutos. En la sala de esterilización el doctor Lecter se quitó los guantes, se lavó escrupulosamente hasta la altura de los codos, se secó las manos, se las empolvó y volvió a ponerse los guantes. Salió de nuevo al vestíbulo. El dispensario debía de ser la puerta siguiente de la derecha. La puerta, rotulada con una A y pintada de color albaricoque, tenía el rótulo GENERADORES DE EMERGENCIA. A continuación se encontraba la puerta de doble hoja del quirófano B. Una enfermera se colocó a su lado.
—Buenos días, doctor.
El doctor Lecter carraspeó bajo la mascarilla y murmuró un buenos días. Dio media vuelta hacia la sala de esterilización farfullando, como si hubiera olvidado alguna cosa. La enfermera se lo quedó mirando un momento y entró en el quirófano B. El doctor Lecter se quitó los guantes y los tiró al contenedor aséptico. Nadie le prestó atención. Cogió otro par. Su cuerpo seguía en la sala de esterilización, pero en realidad estaba recorriendo a toda velocidad el vestíbulo de su palacio de la memoria, pasando de largó junto al busto de Plinio y subiendo las escaleras que llevaban al Salón de Arquitectura. En una zona bien iluminada que dominaba la maqueta de Christopher Wren para la catedral londinense de San Pablo, las cianocopias del hospital lo esperaban sobre una mesa de dibujo. Los planos de los quirófanos del Hospital de la Misericordia, alineados uno junto a otro como en el Departamento de Inmuebles de Baltimore. Él estaba allí. El dispensario, ahí. No. Los planos estaban equivocados. La distribución debía de haber cambiado después de que se archivaran las cianocopias. Sobre el papel, los generadores aparecían al otro lado del vestíbulo, trente al quirófano A. Tal vez las etiquetas estuvieran confundidas. Tenía que ser eso. No podía permitirse dar vueltas de aquí para allá.
El doctor Lecter salió de la sala, empujó la primera puerta de la derecha y avanzó por el corredor que llevaba al quirófano A. La puerta de la izquierda. El rótulo decía «IRM». No, adelante. La siguiente puerta era el dispensario. Habían dividido el espacio en un laboratorio para imágenes por resonancia magnética y una zona separada para el almacenamiento de drogas.
La pesada puerta del dispensario estaba abierta, inmovilizada con una cuña. El doctor Lecter se coló en el interior rápidamente y cerró la puerta tras sí. Un farmacéutico rechoncho ordenaba cajas acuclillado junto a los aparadores.
—¿Puedo ayudarlo, doctor?
—Sí, por favor.
El joven empezó a erguirse, pero no pudo completar el movimiento. El falso cirujano le asestó un mamporro, y el farmacéutico se desplomó soltando una ventosidad. El doctor Lecter se levantó el faldón de la bata quirúrgica y se lo remetió en el mandil de jardinero que llevaba debajo.
Recorrió con la mirada los aparadores de arriba abajo leyendo las etiquetas a la velocidad del rayo: Ambien, amobarbital, Amytal, clorohidrato, Dalmane, fluracepán, Halcion… Se guardó docenas de frascos en los bolsillos. Luego registró el refrigerador: midazolán, Noctec, escopolamina, Pentotal, quacepán, solcidem… En menos de cuarenta segundos, el doctor Lecter estuvo de vuelta en el pasillo cerrando tras sí la puerta del dispensario. Volvió a la sala de esterilización y se miró en el espejo para asegurarse de que no se notaban los bultos. Sin prisa, cruzó de nuevo la puerta de vaivén con las tarjetas de identidad vueltas deliberadamente del revés, la mascarilla puesta y las lentes sobre los ojos con los cristales levantados; no sobrepasaba las setenta y dos pulsaciones mientras cambiaba saludos ininteligibles con otros médicos. Bajó en el ascensor, un piso, y otro, otro más, sin quitarse la mascarilla y con la vista en la tablilla que había cogido al azar. Es posible que los visitantes que se aproximaban al hospital se extrañaran de que aquel médico llevara la mascarilla puesta hasta bajar la escalinata y estar lejos de las cámaras de seguridad. Y puede que los desocupados que remoloneaban por la calle se sorprendieran al ver que un médico conducía una camioneta tan vieja y destartalada.
En la planta de quirófanos, un anestesista, después de aporrear la puerta del dispensario, encontró al farmacéutico aún inconsciente; pasaron otros quince minutos antes de que echaran en falta las drogas.
Cuando el doctor Silverman volvió en sí, se encontró tumbado junto al inodoro con los pantalones bajados. No recordaba haber entrado en la habitación y no tenía la menor idea de dónde estaba. Se le ocurrió que podía haber sufrido un desvanecimiento, tal vez un pequeño ataque ocasionado por la presión de un violento retortijón de tripas. Dudaba si moverse por miedo a que se desprendiera un coágulo. Se arrastró despacio hasta que consiguió asomarse al pasillo haciendo gestos con la mano. Un examen reveló una ligera conmoción.
El doctor Lecter hizo otro par de visitas antes de volver a casa. Se detuvo en una oficina de correos de los suburbios de Baltimore el tiempo necesario para recoger un paquete que había encargado a través de Internet a una empresa funeraria. Era un esmoquin con la camisa y la corbata cosidas a la chaqueta y la parte posterior abierta.
Todo lo que necesitaba ahora era el vino, algo muy, muy festivo. Para eso tenía que trasladarse a Annapolis. Hubiera sido estupendo poder hacer el viaje con el Jaguar.