Era de día, y la blindada jaula de hormigón del edificio Hoover se cernía amenazante bajo un cielo lechoso.
En la era del coche bomba, la entrada principal y el patío están cerrados la mayoría de los días y el edificio, rodeado de viejos automóviles del Bureau que forman una improvisada barrera de protección.
La policía de Washington tiene la absurda política de dejar multas en algunos de los coches de la barrera un día sí y otro también; bajo los limpiaparabrisas se van formando fajos que el viento agita y desparrama calle abajo.
Un mendigo que se calentaba de pie sobre una reja de la acera llamó a Starling y levantó la mano. Tenía una mejilla manchada de color naranja de la Betadina de alguna sala de urgencias. Le tendió un vaso de plástico roto por los bordes. Starling buscó un dólar en su monedero y le dio dos inclinándose sobre el viciado aire caliente y el vapor.
—Dios la bendiga —dijo el hombre.
—Falta me hace —contestó Starling—. Deséeme suerte.
Pidió un café en el Au Bon Pain que había en la fachada del edificio que da a la calle Décima, como había hecho tantas veces a lo largo de los años. Lo necesitaba después de una noche en que apenas había pegado ojo, pero no quería que le entraran ganas de orinar durante la vista. Decidió no beberse más que la mitad. Vio a Crawford por la ventana y lo alcanzó en la acera.
—¿Quiere compartir este café? Pediré otro vaso.
—¿Es descafeinado?
—No.
—Entonces, mejor no, o me pondré a dar saltos.
Parecía viejo y consumido. Una gota clara le colgaba de la punta de la nariz. Se apartaron de la corriente de empleados que se dirigía a la entrada lateral del cuartel general del FBI.
—No sé de qué va esta reunión, Starling. No han llamado a ningún otro de los que participaron en el asunto del mercado de Feliciana, al menos que yo sepa. Pero estaré a tu lado.
Starling le dio un pañuelo de papel y se unieron a la ininterrumpida columna del turno de mañana.
Starling pensó que los oficinistas tenían un aspecto inusualmente elegante.
—Hoy es el noventa aniversario del FBI. Bush vendrá a soltar un discurso —le recordó Crawford.
En la calle lateral había cuatro furgonetas de televisión con antena de conexión vía satélite. Un equipo de filmación de la cadena WFUL montado en la acera grababa a un individuo joven con el pelo cortado a navaja que hablaba a un micrófono de mano. Un ayudante de producción subido al techo de la furgoneta vio acercarse entre la multitud a Starling y Crawford.
—¡Ahí está, es ésa del abrigo azul marino! —gritó a los de abajo.
—Vamos allá —ordenó el del corte a navaja—. Rodando.
El equipo provocó una marejada en la corriente humana hasta conseguir ponerle a Starling la cámara en la cara.
—Agente especial Starling, ¿puede hacer algún comentario sobre la investigación de la matanza en el mercado de pescado de Feliciana? ¿Cuándo se emitirá el informe? ¿Se le han presentado cargos por matar a los cinco…?
Crawford se quitó el sombrero y, fingiendo protegerse la vista de los focos, consiguió bloquear la cámara unos instantes. Sólo la puerta de seguridad contuvo al equipo de televisión.
«A estos cabrones les han dado el soplo.»
Una vez dentro de Seguridad, se detuvieron en el vestíbulo. La neblina los había cubierto de gotas diminutas. Crawford se echó al coleto un comprimido de ginseng, a palo seco.
—Starling, puede que hayan elegido este día por el revuelo del impeachment y el aniversario. Sea lo que sea lo que pretenden, con este follón podría írseles todo al garete.
—Entonces, ¿por qué filtrarlo a la prensa?
—Porque en este asunto no todo el mundo cojea del mismo pie. Te quedan diez minutos, ¿quieres empolvarte la nariz?