Al atardecer del diecisiete de diciembre, sonó el timbre de Clarice Starling. En el camino de acceso al garaje vio el coche de un policía federal detrás de su Mustang. Era Bobby, el mismo que la había traído a casa desde el hospital después del tiroteo en el mercado de Feliciana.
—Hola, Starling.
—Hola, Bobby. Entra.
—Me gustaría, pero antes tengo que decirte algo. Me han dado un pliego para que te lo entregue.
—Bueno, hombre, pues dámelo en casa, que se está mejor —le dijo Starling, helada en mitad de la corriente.
La comunicación, con el membrete del inspector general del Departamento de Justicia, la intimaba a aparecer ante una comisión a la mañana siguiente, dieciocho de diciembre, a las nueve en punto, en el edificio J. Edgar Hoover.
—¿Quieres que te lleve mañana? —ofreció el policía. Starling negó con la cabeza.
—Gracias, Bobby, iré con mi coche. ¿Quieres un café?
—Te lo agradezco, pero no puedo. Lo siento, Starling —dijo el hombre, con evidentes ganas de marcharse. Se produjo un silencio incómodo—. Veo que tienes mejor la oreja — dijo al fin.
Starling le dijo adiós con la mano mientras el coche retrocedía por el camino de acceso. La notificación se limitaba a ordenarle que se presentara. No ofrecía ninguna explicación. Ardelia Mapp, veterana de las guerras intestinas del Bureau y azote del corporativismo machista del organismo federal, se puso de inmediato a preparar el té medicinal más fuerte que encontró, regalo de su abuela y famoso por levantar los ánimos. Starling temía aquel té, pero no había excusa que valiera. Mapp dio golpecitos al membrete con el dedo.
—El inspector general no tiene una mierda que decirte —soltó entre dos sorbos—. Si nuestra Oficina de Responsabilidad Profesional tuviera algo de que acusarte, o lo tuviera la del Departamento de Justicia, tendrían que comunicártelo, tendrían que entregarte un pliego de cargos. Tendrían que darte un jodido 645 o un 644 con los cargos bien claros, y si la acusación fuera criminal tendrías un abogado, puertas abiertas, todo lo que se les da a los criminales, ¿verdad?
—Sí, claro.
—En cambio, de esta forma te acojonan por adelantado. El inspector general es un cargo político, puede encargarse de cualquier caso.
—Pues se ha encargado de éste.
—Con Krendler metiendo cizaña. Sea lo que sea, si decides que quieres ir con uno de los de Igualdad de Oportunidades, tengo todos los números. Ahora, escúchame, Starling. Tienes que decirles que quieres que se grabe. Al inspector general las declaraciones firmadas se la traen floja. Lonnie Gains se llenó de mierda hasta el cuello por eso. Guardan un atestado de lo que dices, pero a veces cambia después de que lo has dicho. Ni siquiera ves una transcripción.
Cuando Clarice Starling llamó a Jack Crawford, la voz del hombre sonaba como si acabara de despertarse.
—No sé de qué se trata, Starling —le confesó—. Hare unas cuantas llamadas. Pero hay algo que sí sé; mañana estaré allí.