El lunes, Clarice Starling tuvo que comprobar las ventas de productos sofisticados del fin de semana, y su sistema tenía problemas que requerían la ayuda del técnico informático de la Unidad de Ingeniería. Incluso con listas drásticamente reducidas a dos o tres de las cosechas más selectas de cinco distribuidores de vinos caros, a dos proveedores de foie gras americano y a cinco colmados especializados, la cantidad de compras era formidable. Las llamadas de licorerías individuales a través del número de teléfono que figuraba en el boletín del Bureau tenían que introducirse una por una.
Basándose en la identificación del doctor Lecter como autor del asesinato del cazador de ciervos de Virginia, Starling redujo la lista a las compras realizadas en la costa este, excepto para el foie gras Sonoma. En París, Fauchon se había negado a cooperar. Starling no consiguió comprender lo que el empleado de Vera dal 1926, de Florencia, le decía por teléfono, y envió un fax a la Questura para pedir su ayuda por si el doctor Lecter encargaba trufas blancas.
Al final de la jornada de trabajo de aquel lunes diecisiete de diciembre, a Starling se le ofrecían doce posibles líneas de acción. Se trataba de combinaciones de compras realizadas con tarjetas de crédito. Un hombre había comprado una caja de Pétrus y un Jaguar con compresor de sobrecarga, con la misma American Express.
Otro había encargado una caja de Bátard-Montrachet y una caja de ostras verdes de la Gironda.
Starling comunicó cada posibilidad a las oficinas locales del Bureau para que las investigaran.
Starling y Eric Pickford trabajaban en turnos distintos pero solapados para poder tener la oficina en activo durante el horario comercial.
En su cuarto día de trabajo allí, Pickford empleó parte del tiempo en programar las llamadas automáticas de su teléfono. No puso etiquetas en los botones.
Cuando salió a tomar café, Starling pulsó el primer botón. Respondió el propio Paul Krendler.
Starling colgó y se quedó pensativa. Era hora de irse a casa. Haciendo girar lentamente la silla contempló todos los objetos de la Casa de Hannibal. Las radiografías, los libros, la mesa puesta para uno. Después apartó las cortinas y salió.
El despacho de Crawford estaba abierto y vacío. El jersey que le había tejido su difunta esposa colgaba en el perchero del rincón. Starling alargó la mano hacia la prenda, pero no llegó a tocarla. Se echó el abrigo al hombro e inició el largo camino hasta su coche. Nunca volvería a ver Quantico.