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El doctor Lecter sostuvo una botella de Cháteau Pétrus a contraluz. El día anterior la había sacado del botellero y dejado en posición vertical por si tenía posos. Miró el reloj y decidió que era el momento de abrirla.

Aquél era el tipo de cosas que el doctor Lecter consideraba un serio riesgo, superior a los que le gustaba correr. No quería ser brusco. Quería disfrutar el color del vino en una jarra de cristal. ¿Y si, por descorchar la botella demasiado pronto, descubría que no había ningún exquisito aroma que pudiera perderse al decantarla en el recipiente? La luz reveló un poco de sedimento.

Sacó el corcho con el mismo cuidado con que hubiera trepanado un cráneo, y dejó la botella en el escanciador, que mediante una manivela y un husillo inclinaba la botella milímetro a milímetro. Esperó a que el aire salino hiciera su trabajo; luego, decidiría. Encendió un fuego de carbón vegetal y se sirvió una copa de Lillet con hielo y una rodaja de naranja mientras consideraba el fond en el que había trabajado durante días. Para preparar el caldo había seguido las inspiradas indicaciones de Alejandro Dumas. Tres días antes, a su regreso del bosque, había añadido a la cacerola un rollizo cuervo que se había estado atiborrando de bayas de enebro. Las pequeñas plumas negras habían flotado en las aguas tranquilas de la bahía. Las remeras las había conservado para hacer plectros para su clavicémbalo.

El doctor Lecter machacó sus propias bayas de enebro y empezó a freír chalólas en una sartén de cobre. Ató un manojo de hierbas frescas haciendo un impecable nudo quirúrgico a un cordel de algodón, y les echó encima el caldo utilizando un cucharón. Sacó de la cazuela de cerámica un solomillo, que la salsa había vuelto oscuro y jugoso. Lo escurrió, lo enrolló sobre sí mismo y lo ató procurando que tuviera el mismo diámetro a todo lo largo.

Al cabo de un rato el fuego estuvo en su punto, con el carbón bien apilado formando una meseta. El filete siseó sobre la parrilla y el humo formó en el jardín una espiral azul que parecía danzar al compás de la música de los altavoces. El doctor Lecter estaba oyendo la conmovedora composición de Enrique VIII Si el puro amor nos gobernara.

Bien entrada la noche, con los labios tintos en Cháteau Pétrus y una copa pequeña de cristal coloreada por el tono miel del Cháteau d'Yquem reposando en el pedestal, el doctor Lecter interpretaba a Bach. En su mente Starling corría sobre las hojas caídas en el bosque. Los ciervos se espantaron y ascendieron la colina en la que permanecía sentado, completamente inmóvil. Corriendo, corriendo, llegó a la segunda de las Variaciones Goldberg, mientras la llama de la vela lanzaba reflejos sobre sus manos. Una sutura en la música, un atisbo de nieve manchada de sangre y dientes sucios, esta vez tan sólo unas décimas de segundo que acabaron con un chasquido nítido, el proyectil de una ballesta atravesando un cráneo, y volvió a ver el hermoso bosque, fluyó la música, y Starling, nimbada de un halo de luminoso polen se perdió de vista con la cola de caballo agitándose como la de un ciervo blanco, y sin más interrupciones el doctor interpretó el movimiento hasta el final; el silencio aterciopelado que siguió estaba tan lleno de matices como el Cháteau d'Yquem.

El doctor Lecter sostuvo la copa ante la vela, que brillaba tras ella como el sol en el agua, y el vino adquirió el color del sol invernal en la piel de Clarice Starling. Faltaba poco para su cumpleaños, recordó el doctor. Se preguntó si le quedaría alguna botella de Cháteau d'Yquem de la cosecha del año en que había nacido. ¿Por qué no hacer un regalo a Clarice Starling, que tres semanas más tarde habría vivido tanto como Cristo?