Margot Verger y Barney pasaban el tiempo juntos. No hablaban mucho, pero veían partidos de rugby en la sala de recreo, Los Simpsons y a veces conciertos en las cadenas educativas, y juntos siguieron Yo, Claudio. Cuando el turno de Barney le obligaba a perderse varios episodios, los grababan en vídeo.
A Margot le gustaba Barney, le gustaba la camaradería con que la trataba. Hasta entonces no había conocido a nadie con tan pocos prejuicios. Barney era listo, y había en él algo indefinible, como de otro mundo. Eso también le gustaba.
Margot tenía una sólida formación en Humanidades, además de su licenciatura en Informática. Barney, que era autodidacta, tenía opiniones que iban de lo pueril a lo penetrante. Ella podía proporcionarle un contexto. Su propia educación era una meseta amplia y abierta, aunque acotada por la razón. Pero la meseta descansaba encima de su mentalidad como la Tierra plana de los antiguos sobre una tortuga.
Margot le hizo pagar cara su broma sobre mear de pie. Estaba segura de tener las piernas más fuertes que él, y el tiempo le dio la razón. Fingiendo grandes esfuerzos con pesos moderados, lo convenció para hacer una apuesta sobre levantamiento con las piernas, y recuperó sus cien dólares. Además, aprovechando su menor peso, lo derrotó haciendo levantamientos con un solo brazo, el derecho, pues el izquierdo nunca se había recuperado de una lesión infantil originada en un forcejeo con Mason.
Algunas noches, cuando Barney había acabado su turno con Mason, se entrenaban juntos ayudándose mutuamente en el banco. Era un trabajo serio durante el que apenas emitían otro sonido que el de sus respiraciones. A veces se limitaban a darse las buenas noches cuando ella guardaba sus cosas en la bolsa de deporte y desaparecía hacia las dependencias familiares, prohibidas al personal.
Aquella noche Margot entró en el gimnasio negro y cromo procedente de la habitación de Mason, con los ojos arrasados en lágrimas.
—Pero, mujer —dijo Barney—, ¿qué te pasa?
—Nada, mierdas de familia, ¿qué te voy a contar? Estoy bien —respondió Margot.
Trabajó como una posesa, levantando más de la cuenta, más veces de las adecuadas. En una ocasión Barney se acercó a coger una barra de discos y meneó la cabeza.
—Te vas a romper algo —le advirtió.
Ella seguía acelerando en una bicicleta fija cuando Barney decidió parar, se fue al vestuario y dejó que la humeante ducha hiciera desaparecer por el desagüe la larga jornada. Era una instalación sin tabiques con cuatro alcachofas superiores y otras tantas a la altura de la cintura y los muslos. A Barney le gustaba abrir un par de duchas y dejarlas converger sobre su oscuro corpachón.
En unos segundos quedó envuelto en una espesa niebla que lo aisló de todo salvo del agua que azotaba su cabeza. La ducha era uno de sus lugares de reflexión favoritos. Nubes de vapor. Las nubes. Aristófanes. Las explicaciones del doctor Lecter sobre el lagarto que se meó encima de Sócrates. Se le ocurrió que, antes de que lo aporreara el implacable martillo lógico del doctor Lecter, alguien como Doemling hubiera conseguido avasallarlo. Cuando oyó el chorro de otra ducha, no le prestó mayor atención y siguió frotándose. Otros empleados usaban el gimnasio, aunque por lo general a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Forma parte de la etiqueta masculina no prestar mucha atención a los demás usuarios de las duchas comunes de un gimnasio; sin embargo, Barney no pudo evitar preguntarse de quién se trataba. Esperaba que no fuera Cordell, que le ponía los pelos de punta. Era extraño que alguien hubiera acudido allí a aquellas horas. ¿Quién coño sería? Barney se dio la vuelta para que el agua le cayera sobre los hombros. Nubes de vapor, fragmentos del individuo que estaba a su lado, visibles entre los chorros como fragmentos de un fresco en una pared enyesada. Un hombro musculoso, una pierna… Una mano bien torneada restregando un grueso cuello y unas espaldas anchas, uñas rojo coral… Ésa era la mano de Margot. Los dedos de los pies, también pintados. La pierna de Margot. Barney volvió a meter la cabeza bajo el potente chorro de la ducha y respiró hondo. Al alcance de su mano, la figura se había vuelto y se frotaba con energía. Ahora se estaba lavando la cabeza. Aquél era el liso abdomen de Margot, sus pequeños pechos erguidos sobre los grandes pectorales, los pezones duros apuntando al chorro, las ingles de Margot, nudosas en el lugar donde el tronco se unía a los muslos, y eso tenía que ser la raja de Margot, enmarcada por una cresta rubia estrecha y desmochada con mimo. Barney aspiró tanto aire como pudo y lo aguantó en los pulmones. Notaba el crecimiento del problema. La mujer brillaba como una yegua, hinchada al límite por la dura sesión de entrenamiento. Cuando su interés se hizo demasiado evidente, Barney se dio la vuelta. A lo mejor conseguía desentenderse de ella hasta que se marchara. La ducha de al lado paró. En cambio, la voz se puso a hablar.
—Oye, Barney, ¿cómo están las apuestas por los Patriots?
—Con… con mi colega puedes conseguir Miami y cinco y medio. Barney miró por encima del hombro.
Margot se estaba secando a la distancia justa para que el agua de la ducha de Barney no la alcanzara. El pelo empapado se le pegaba a los hombros. Ahora tenía la cara sonrosada y el rastro de las lágrimas había desaparecido. Tenía una piel preciosa.
—Entonces, ¿vas a aceptar los puntos? —le preguntó ella—. Las apuestas en la oficina de Judy están a…
Barney no podía mirar otra cosa. El vellón de Margot, perlado de góticas, enmarcando el rosa de los pliegues. Tenía la cara ardiendo y una erección de caballo. Se sentía confuso y avergonzado. Volvió a ocurrírsele aquella idea desagradable. Nunca se había sentido atraído por los hombres. Margot, a pesar de todos sus músculos, era muy distinta a un hombre, y le gustaba.
Y, además, ¿qué era aquella mierda de ir a la ducha con él?
Cerró su ducha y se quedó frente a ella, chorreando. Sin pararse a pensarlo, le puso la mano en la mejilla.
—Por amor de Dios, Margot… —dijo, con la voz alterada. Ella bajó los ojos.
—Maldita sea, Barney. No…
Barney estiró el cuello e, inclinándose hacia delante, intentó besarla en cualquier parte de la cara sin tocarla con el miembro, pero no pudo evitarlo. Ella se apartó y miró el hilillo de cristalino fluido que salía del hombre y lo unía a su vientre liso; como un rayo, le plantó en el pecho un antebrazo digno de un defensa, que le hizo perder el equilibrio y lo dejó sentado sobre el suelo de la ducha.
—Jodido bastardo —farfulló Margot—. Tenía que habérmelo imaginado. ¡Cabrón! Coge tu cosa y métetela por el culo.
Barney se levantó y salió del vestuario. Se puso la ropa sin secarse y se fue del gimnasio sin abrir la boca.
La habitación de Barney estaba en un edificio separado de la casa, unas antiguas cuadras con techo de pizarra convertidas en garajes con apartamentos en el piso superior. Por la noche se quedaba hasta tarde tecleando en su ordenador portátil. Estaba intentando concentrarse en el curso que seguía por Internet cuando sintió temblar el suelo, como si alguien enorme subiera las escaleras.
Un ligero golpe en la puerta. Cuando la abrió, se encontró con Margot, envuelta en un jersey grueso y cubierta con un gorro de lana.
—¿Puedo entrar un momento?
Barney se miró los pies unos segundos y luego se hizo a un lado.
—Barney, oye, siento lo que ha pasado —le dijo—. Me ha entrado el pánico. Quiero decir, la he cagado y después me he asustado. Me gustaba que fuéramos amigos.
—A mí también.
—Pensaba que podíamos ser, no sé, como colegas.
—Venga, Margot. Yo también dije que quería que fuéramos amigos, pero no soy un puto eunuco. Te has metido en la jodida ducha conmigo. Y estabas impresionante, eso no es culpa mía. Entras desnuda en la ducha y me veo delante dos cosas que me gustan un montón.
—Yo y un coño —dijo Margot. Se sorprendieron riéndose al mismo tiempo.
Margot se le acercó y lo atrapó con un abrazo que hubiera lesionado a cualquiera menos fuerte que Barney.
—Escucha, si tuviera que haber un tío, serías tú. Pero no es lo mío. De verdad que no. Ni ahora ni nunca. Barney asintió.
—Lo sé. Ha sido superior a mis fuerzas.
Se quedaron callados unos instantes sin deshacer el abrazo.
—¿Quieres que inténtenlos ser amigos?
Barney lo pensó por un momento.
—Claro. Pero tendrás que poner un poco de tu parte. A ver qué te parece el trato: voy a hacer un esfuerzo enorme para olvidar lo que he visto en la ducha, y tú no volverás a enseñármelo nunca más. Y tampoco me enseñes las tetas, ya puestos. ¿Qué te parece?
—Puedo ser muy buena amiga, Barney. Ven a casa mañana. Judy cocina y yo no me quedo atrás.
—De acuerdo, pero seguro que no cocinas mejor que yo.
—Ponme a prueba —lo retó Margot.