El mayordomo de Mason Verger, Cordell, era un hombretón de rasgos excesivos que habría sido guapo de haberles dado un poco de animación. Tenía treinta y siete años, y no podría volver a trabajar en la sanidad suiza, ni en cualquier otro oficio que lo pusiera en contacto con niños en aquel país.
Mason le pagaba un salario generoso para que organizara aquella ala del edificio, y era responsable del cuidado y alimentación del inválido. Le había demostrado ser de absoluta confianza y capaz de cualquier cosa. Mientras Mason interrogaba a las criaturas, Cordell había presenciado a través de la pantalla actos de crueldad que hubieran provocado la rabia o las lágrimas de cualquier otro.
Ese día Cordell estaba un tanto preocupado por el único asunto que consideraba sagrado, el dinero.
Llamó a la puerta con los nudillos dos veces, como de costumbre, y entró a la habitación de Mason. Estaba completamente a oscuras excepto por el resplandor del acuario. La anguila se percató de su presencia y salió del agujero, esperanzada.
—¿Señor Verger?
Pasó un momento antes de que Mason se despertara.
—Necesito comentar algo con usted. Tengo que hacer un pago extra en Baltimore esta semana a la misma persona de la que hablamos antes. No se trata de ninguna emergencia, pero sería prudente. Ese niño negro llamado Franklin comió veneno para ratas y estaba en estado crítico a principios de semana. Le ha contado a su madre adoptiva que usted le sugirió envenenar a su gato para que la policía no lo torturara. Así que le dio el gato a un vecino y se tomó el veneno él mismo.
—Eso es absurdo —dijo Mason—. Yo no tuve nada que ver con semejante cosa.
—Por supuesto, señor Verger, es completamente absurdo.
—¿Quién se ha quejado, la mujer que te consigue los críos?
—A ésa hay que pagarle ya.
—Cordell, tú no le hiciste nada a ese pequeño bastardo, ¿verdad? No le verían nada en el hospital, ¿o sí? Ya sabes que lo acabaré descubriendo.
—No, señor. ¿En esta casa? Nunca, lo juro. Usted sabe que no soy ningún estúpido. Y adoro mi trabajo.
—¿Dónde está Franklin?
—En el Hospital General de la Misericordia de Maryland. Cuando salga irá a un hogar comunitario. Ya sabe que la mujer con quien vivía fue borrada de la lista de hogares adoptivos por fumar marihuana. Ella es la que se está quejando de usted. Tal vez convenga hablar con ella.
—Una negrata drogadicta, no será mucho problema.
—No conoce a nadie a quien ir con el cuento. En mi opinión hay que manejarla con cuidado. Guantes de seda. La asistente social quiere que la hagamos callar.
—Pensaré en ello. Adelante, págale a la asistenta.
—¿Mil dólares?
—Pero que se entere de que es lo último que va a sacarnos.
Tumbada a oscuras en el sofá de la habitación de Mason, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, Margot Verger escuchaba la conversación entre su hermano y Cordell. Había intentado razonar con Mason, hasta que se quedó dormido. Era evidente que Mason la creía lejos de la habitación. Margot abrió la boca para respirar muy despacio aprovechando los siseos de la máquina. La luz del pasillo tiño de gris la penumbra de la habitación cuando salió Cordell. Margot siguió tumbada en el sofá. Esperó casi veinte minutos, hasta que el respirador se adaptó al ritmo del durmiente, y dejó la habitación. La anguila la vio salir, pero Mason no.