El depósito de cadáveres del condado de Clarendon, al norte de Virginia, está unido al hospital del condado por una pequeña esclusa neumática con un ventilador extractor en el techo y amplias puertas de dos hojas en cada extremo para facilitar la entrada y salida de cadáveres. Un ayudante del sheriff de pie ante ellas impedía el acceso a cinco reporteros y cámaras arremolinados a su alrededor.
Starling se puso de puntillas detrás del corro y levantó la placa. Cuando el policía la vio y asintió con la cabeza, Starling se abrió paso entre los periodistas. Los flashes la deslumbraron y un fogonazo relumbró a sus espaldas.
En la sala de autopsias reinaba un silencio que sólo interrumpía el ruido del instrumental al ser depositado en la bandeja metálica.
El depósito del condado tenía cuatro mesas de autopsia de acero inoxidable, con sendas balanzas y piletas. Dos de ellas estaban cubiertas con sábanas extrañamente moldeadas por los restos que ocultaban. En otra, la más próxima a las ventanas, se estaba llevando a cabo una autopsia rutinaria. El patólogo y su ayudante estaban enfrascados en alguna operación delicada y no levantaron la vista cuando Starling entró.
El insidioso chirrido de una sierra eléctrica llenó la sala y al cabo de un momento el patólogo apartó la parte superior de un cráneo, levantó un cerebro en el hueco de las manos y lo depositó en la balanza. Susurró el peso al micrófono de su solapa, examinó el órgano en el platillo de la balanza y lo hurgó con un dedo enguantado. Cuando advirtió la presencia de Starling por encima del hombro de su ayudante, puso el cerebro en la cavidad torácica abierta del cadáver, encestó los guantes de goma en una papelera como un crío lanzando gomas elásticas y dio la vuelta a la mesa para acercarse a la mujer. A Starling, estrechar aquella mano le daba repelús.
—Clarice Starling, agente especial, FBI.
—Doctor Hollingsworth, forense, patólogo, jefe de cocina y limpiabotellas —los ojos de Hollingsworth, de un azul intenso, relucían como huevos duros. Se dirigió a su ayudante sin apartar la vista de Starling—: Marlene, llame al sheriff, está en la UVI de Cardiología, y destape esos cuerpos, por favor.
Según la experiencia de Starling, los forenses solían ser inteligentes pero también juguetones y atolondrados en las conversaciones informales, y les gustaba presumir. Hollingsworth siguió la mirada de Starling.
—¿Le llama la atención lo que he hecho con el cerebro?
Ella asintió, pero le enseñó las manos, abiertas en son de paz.
—Aquí no somos descuidados, agente especial Starling. No he vuelto a meterlo en el cráneo por hacerle un favor al de la funeraria. En este caso tendrán un ataúd abierto y un largo velatorio, y no hay forma de evitar que parte del cerebro se escurra al cojín; así que llenamos el cráneo con gasas o lo que tengamos a mano, volvemos a cerrarlo y lo grapo por encima de las orejas para que no vuelva a abrirse. La familia tiene el cuerpo entero y todos felices.
—Lo entiendo.
—Dígame si entiende esto otro —dijo.
Detrás de Starling la ayudante del doctor Hollingsworth había destapado las mesas de autopsia.
Starling se dio la vuelta y lo vio todo en una sola imagen que se le quedaría grabada el resto de su vida. Uno al lado del otro, sobre las dos mesas de acero inoxidable, yacían un ciervo y un hombre. Del cuerpo del primero sobresalía una flecha amarilla. La flecha y las astas del animal habían sostenido la sábana como los mástiles de una tienda de campaña. El hombre tenía una flecha más corta y gruesa atravesándole la cabeza justo encima de las orejas. Llevaba una sola prenda, una gorra de béisbol calada del revés y clavada a la cabeza por la flecha.
Al verlo, a Starling le entró la risa, pero se reprimió tan rápido que los demás debieron de interpretar el ruido como expresión de su sobresalto. La similar colocación de los dos cuerpos, con el humano también de costado en lugar de en posición anatómica, revelaba que los habían sacrificado de forma casi idéntica; les habían extirpado el solomillo y los ijares con destreza y precisión, y habían rebanado los pequeños filetes de debajo de la columna.
Una piel de ciervo sobre acero inoxidable. La cabeza alzada sobre las astas en el cojín de metal, vuelta y con el ojo en blanco, como si intentara mirar hacia atrás, hacia el brillante astil que lo había matado; tumbado sobre el costado y su propio reflejo en aquel lugar de obsesivo orden, el animal parecía más salvaje, más ajeno al hombre de lo que nunca lo habría parecido en el bosque.
El hombre tenía los ojos abiertos y de la comisura le salía un hilillo de sangre, como lágrimas rojas.
—Produce extrañeza verlos juntos —dijo el doctor Hollingsworth—. Los dos corazones pesan exactamente lo mismo —miró a Starling y comprobó que se encontraba bien—. Hay una diferencia en el hombre. Mire esto: le han separado de la columna las costillas cortas y le han sacado los pulmones por la espalda. Casi parecen alas, ¿verdad?
—Un «Águila sangrienta» —murmuró Starling, que se había quedado pensativa.
—No lo había visto en mi vida.
—Tampoco yo —confesó Starling.
—¿Hay un nombre para eso? ¿Cómo lo ha llamado?
—El «Águila sangrienta». Está documentada en la biblioteca de Quantico. Es un antiguo sacrificio noruego. Desgajar las costillas cortas y extraer los pulmones por la espalda, luego aplastarlos de esa forma para darles la apariencia de alas. En los años treinta hubo un neovikingo que lo hizo en Minnesota.
—Usted verá un montón de cosas así, no como ésta, pero de este tipo…
—A veces, sí.
—Se sale un poco de mi terreno. Aquí nos traen sobre todo asesinatos corrientes, gente a la que han disparado o apuñalado… Pero ¿quiere saber lo que pienso?
—Me encantaría, doctor.
—Creo que este hombre, Donnie Barber según su carnet de identidad, mató al ciervo ilegalmente ayer, un día antes de que se levantara la veda. Sabemos que murió entonces. La flecha coincide con el resto de su equipo. Lo estaba despiezando a toda prisa. No he examinado los antígenos de la sangre de sus manos, pero es sangre del ciervo. Sólo pensaba llevarse lo que los cazadores de ciervos llaman la «lomera», y se puso a hacer una faena bastante torpe, vea este desgarrón a medio hacer, aquí. Entonces se llevó una sorpresa tremenda, esta flecha atravesándole la cabeza. Del mismo color, pero de otro tipo. Sin muesca en la parte de abajo. ¿Sabe lo que es? —Parece una flecha de ballesta —dijo Starling.
—Otra persona, puede que el individuo de la ballesta, acabó la faena con el ciervo, y lo hizo mucho mejor; luego, aunque parezca increíble, hizo lo mismo con el hombre. Fíjese con qué precisión la ha despellejado lo imprescindible, lo decididas que son las incisiones. Ningún estropicio, ningún desperdicio. Michael DeBakey no lo hubiera hecho mejor. No hay indicios de actividad sexual con ninguno de los dos. Los han sacrificado por la carne, eso es todo.
Starling se presionó los labios con los nudillos. Por un segundo el patólogo creyó que se besaba un amuleto.
—Doctor Hollingsworth, ¿ha encontrado los hígados?
Silencio. Antes de contestarle, el hombre la escrutó por encima de las gafas.
—Falta el del ciervo. Al parecer el del señor Barber no cumplía las normas de calidad de ese individuo. Le cortó una porción para examinarlo, hay una incisión justo a lo largo de la vena porta. El hígado está cirrótico y descolorido. Sigue en el cuerpo, ¿quiere verlo?
—No, gracias. ¿Qué me dice del timo?
—Las lechecillas, sí, faltan en los dos casos. Agente Starling, nadie ha pronunciado el nombre todavía, ¿no es así?
—No —dijo Starling—, todavía no.
Se oyó el bufido de la cámara neumática y un individuo curtido con chaqueta deportiva de tweed y pantalones caqui apareció en el umbral.
—¿Cómo está Carleton, sheriff? —le preguntó Hollingsworth—. Agente Starling, éste es el sheriff Dumas. Su hermano está ingresado en la UVI de Cardiología.
—Parece que aguanta. Dicen que se ha estabilizado, que lo tienen «en observación», sea lo que sea lo que signifique eso —explicó Dumas. Llamó a alguien—: Entre, Wilburn.
El sheriff estrechó la mano de Starling y le presentó al otro hombre.
—Éste es el oficial Wilburn Moody, guarda de caza.
—Sheriff, si quiere estar con su hermano, podemos volver arriba —ofreció Starling. El sheriff Dumas negó con la cabeza.
—No me dejarán entrar otra vez hasta dentro de hora y media. No se ofenda, señorita, pero yo pregunté por Jack Crawford. ¿Va a venir?
—Sigue en los juzgados. Cuando usted llamó estaba declarando. Espero que se ponga en contacto con nosotros a no mucho tardar. Le agradecemos que llamara tan pronto.
—El bueno de Crawford dio clase a mi promoción de la Academia Nacional de Policía de Quantico hace la tira de años. Un tío grande. Si la ha enviado a usted es que es buena. ¿Qué, empezamos?
—Cuando usted diga, sheriff.
Dumas sacó un bloc de notas del bolsillo de su chaqueta.
—Este individuo de la flecha en la cabeza es Donnie Leo Barber, varón blanco de treinta y dos años, con domicilio en un remolque del parque de caravanas de Cameron. Sin empleo conocido. Licenciado con deshonor de las Fuerzas Aéreas hace cuatro años. Tiene un certificado de especialista en fuselaje y grupos motores del ejército. Trabajó algún tiempo como mecánico de aviones. Pagó una multa por un delito menor, empleo de arma de fuego dentro los límites urbanos. Se declaró culpable de caza furtiva en el condado de Summit, ¿cuándo fue eso, Wilburn?
—Hace dos temporadas, acababan de devolverle la licencia. Era muy popular en el departamento. Nunca se molestaba en seguir al animal después de dispararle. Si no lo abatía, a esperar el siguiente. Una vez…
—Cuéntanos lo que te has encontrado hoy, Wilburn.
—Bueno, yo iba por la comarcal cuarenta y siete, a unos dos kilómetros al oeste del puente, hacia las siete de esta mañana, cuando el viejo Peckman me hizo señas de que parara. Iba con la lengua fuera y la mano en el pecho. Sólo conseguía abrir y cerrar la boca señalando hacia el bosque. Anduve unos… puede que no más de ciento cincuenta metros por la maleza y allí estaba ese tío de ahí, Barber, apoyado en un árbol con una flecha atravesándole la cabeza, y ese ciervo, con otra flecha. Estaban rígidos, de un día antes por lo menos.
—Ayer por la mañana temprano, si tenemos en cuenta que ha hecho frío —puntualizó el doctor Hollingsworth.
—Pero la temporada ha empezado esta mañana —continuó el guarda—. Este Donnie Barber tenía un aguardo elevado sin montar. Parece que llegó para prepararse con tiempo, o para cazar ilegalmente. Si no, ¿para qué iba a llevar el arco si sólo quería montar el acecho? Entonces aparece este ciervo imponente y el tío no se puede aguantar. Lo he visto montones de veces. Es más frecuente que la mierda de jabalí. Y entonces llega el otro cuando se ha puesto a sacar tajadas. No sabría decir nada por las huellas, porque había estado lloviendo muy fuerte, empezaba a escampar cuando llegué…
—Por eso hicimos un par de fotos y retiramos los cuerpos —explicó el sheriff Dumas—. El viejo Peckman es el dueño de ese bosque. El tal Donnie tenía un permiso de dos días para cazar allí, a contar desde hoy, con la firma de Peckman. Peckman solía hacerlo una vez al año, lo anunciaba en los periódicos y hacía que se lo movieran unos intermediarios. Donnie también llevaba una nota en el bolsillo de atrás que decía: «Mi enhorabuena por esos dos días para cazar ciervos». Los papeles están húmedos, señorita Starling. No tengo nada contra nuestros chicos, pero quizá convenga que examinen las huellas los de su laboratorio. Y las flechas. Todo estaba empapado cuando llegamos. Procuramos no tocar nada.
—¿Quiere llevarse las flechas, agente Starling? ¿Cómo quiere que las extraiga? —le preguntó el doctor Hollingsworth.
—Si es posible, me gustaría que las sujetara con retractores y las serrara por el lado de las plumas; luego empuje la otra mitad afuera. Así podré fijarlas con alambre al panel de pruebas —le pidió Starling, abriendo su cartera.
—No creo que tuviera tiempo de ofrecer resistencia, pero ¿quiere una muestra de las uñas?
—Prefiero que se las extraiga para hacer la prueba del ADN. No hace falta que las etiquete dedo por dedo, sólo separe las de las dos manos, ¿le importa, doctor?
—¿Podrán examinar la reacción en cadena de la polimerasa, y la repetición de secuencias cortas de los genomas haploides?
—En el laboratorio central sí. Le informaremos dentro de tres o cuatro días, sheriff.
—¿Pueden examinar la sangre del ciervo? —preguntó el guarda.
—No, basta con saber que es sangre animal —contestó Starling.
—¿Y si acabamos encontrando la carne del ciervo en el frigorífico de alguien? —sugirió Moody—. Sería importante determinar si pertenece a este ciervo, ¿no le parece? A veces necesitamos distinguir a un ciervo de otro mediante análisis de sangre, para los casos de caza furtiva. Cada ejemplar es distinto. No había pensado en eso, ¿verdad? Mandamos las muestras a Portland, Oregón, al Departamento de Caza y Pesca de allí; ellos le darán la información, si es que se puede esperar. Te contestan diciendo: «Éste es el ciervo número uno», o lo llaman «el ciervo A», con un número bien largo para el caso, porque supongo que sabe que los ciervos no' tienen nombre… Aquí de eso sabemos un poco. A Starling le gustaba la cara de Moody, curtida por las muchas horas pasadas a la intemperie.
—Pues a éste lo vamos a llamar «John Doe»,[6] guarda Moody. Le agradezco que me haya informado de lo de Oregón, puede que tengamos que hacer negocios con ellos alguna vez. Gracias —dijo, y le sonrió hasta que el hombre se ruborizó y se puso a jugar con el sombrero.
Mientras estaba inclinada revolviendo en su bolso, el doctor Hollingsworth se la quedó mirando embelesado. La cara de la mujer se había animado tras la charla con el pobre Moody. El antojo de la mejilla parecía más bien una quemadura de pólvora. Estuvo a punto de preguntárselo, pero se lo pensó dos veces.
—¿Dónde han guardado los papeles? No los han metido en bolsas de plástico, ¿verdad? —le preguntó Starling al sheriff.
—En bolsas de papel. Una bolsa de papel nunca le ha hecho daño a una prueba —el sheriff se frotó la nuca y miró fijamente a Starling—. Supongo que se imagina por qué llamé a su oficina, por qué quería que viniera Jack Crawford. Me alegro de que viniera usted, ahora que me he dado cuenta de quién es. Nadie ha pronunciado la palabra «caníbal» fuera de esta sala, porque la prensa saldría de estampida hacia el bosque y lo pondrían todo patas arriba. Lo único que saben es que podría tratarse de un accidente de caza. Han oído rumores de que el cuerpo sufre alguna mutilación. Pero no saben que a Barber le han dejado las costillas al aire. No hay muchos caníbales entre los que elegir, agente Starling.
—No, sheriff, no demasiados.
—Y es un trabajo jodidamente limpio.
—Sí, señor, una obra de arte.
—Puede que me se me haya ocurrido por haberlo visto tanto en los periódicos… pero ¿cree usted que esto puede ser obra de Hannibal Lecter?
Starling se quedó mirando una araña que se colaba por el desagüe de la mesa de autopsias vacía.
—La sexta víctima del doctor Lecter fue un cazador con arco —dijo.
—¿Se lo comió?
—A ése, no. Lo dejó colgado en un panel para herramientas con todas las heridas imaginables. Le dio el mismo aspecto que un grabado médico conocido como el «Hombre herido». Le interesan las cosas de la Edad Media.
El patólogo señaló hacia los pulmones extendidos sobre la espalda de Donnie Barber.
—Usted ha dicho que se trataba de un ritual antiguo.
—Eso creo —respondió Starling—. No sé si esto es obra del doctor Lecter. Si lo es, la mutilación no tiene nada que ver con ningún fetichismo, y lo de las alas no forma parte de un comportamiento compulsivo.
—Entonces, ¿qué es?
—Un capricho —dijo Starling, mirándolos para comprobar si la definición, que le parecía exacta, los había desconcertado—. Es un capricho, parecido al que hizo que lo atraparan la última vez.