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Uno de los axiomas de la unidad de Ciencias del Comportamiento dice que los vampiros son territoriales, mientras que los caníbales atraviesan el país de punta a punta. Sin embargo, la vida nómada no atraía especialmente al doctor Lecter. Su éxito en eludir a las fuerzas del orden se debía sobre todo a la consistencia de sus identidades falsas, ideadas para durar y adoptadas con suma prudencia, y a su facilidad de acceso al dinero. Los desplazamientos frecuentes y erráticos no formaban parte de su modus operandi. Gracias a dos identidades alternativas, consolidadas hacía mucho tiempo y provistas de excelente crédito, más una tercera para el manejo de vehículos, no le resultó difícil procurarse un cómodo nido a la semana de su regreso a Estados Unidos. Había elegido un lugar de Maryland a una hora de coche al sur de Muskrat Farm y razonablemente cerca de los ambientes musicales y teatrales de Washington y Nueva York. Nada de lo relacionado con las ocupaciones visibles del doctor Lecter podía atraer la atención ajena, y cualquiera de sus identidades principales hubiera sobrevivido a una verificación corriente. Tras una visita a su caja de seguridad de Miami, alquiló por un año una casa hermosa y aislada en la bahía de Chesapeake a un cabildero alemán. Desviando las llamadas a través de dos teléfonos con distinto sonido instalados en un apartamento barato de Filadelfia, podía conseguir inmejorables referencias siempre que las necesitara sin tener que abandonar la comodidad de su nuevo hogar. Asistía a los conciertos, ballets y óperas que le interesaban comprando entradas excelentes a revendedores, a los que siempre pagaba en metálico.

Una de las ventajas de su nuevo domicilio era que disponía de un amplio garaje doble con taller y una puerta levadiza excelente. En el interior guardaba sus dos vehículos, una camioneta Chevrolet con un bastidor de tubos y un torno fijo en la parte trasera, que tenía seis años de antigüedad y había comprado a un fontanero y pintor de brocha gorda, y un Jaguar sedán con sobrealimentador alquilado a través de un grupo de empresas de Delaware. La camioneta ofrecía un aspecto diferente de un día para otro. El equipo que alternaba en la parte trasera incluía una escalera de mano, tuberías, PVC, una barbacoa portátil y una bombona de butano.

Una vez arreglados los asuntos domésticos, se concedió una semana de música y museos en Nueva York, y envió los catálogos de las exposiciones más interesantes a su primo, el gran pintor Balthus, a Francia.

En Sotheby's adquirió dos instrumentos musicales extraordinarios, ambos piezas raras. El primero era un clavicémbalo flamenco de finales del XVIII, prácticamente idéntico al Dulkin de 1745 del museo Smithsoniano, con un teclado suplementario en la parte superior para tocar las composiciones de Bach, digno sucesor del gravicembalo que había disfrutado en Florencia. Su otra adquisición era un pionero de los instrumentos electrónicos, un theremin construido en los años treinta por el mismo profesor Theremin. Aquel instrumento había fascinado siempre al doctor Lecter, que se había hecho uno siendo niño. Se toca moviendo las manos desnudas sobre un campo electrónico, de forma que los simples gestos producen el sonido.

Ahora estaba cómodamente instalado y tenía con qué entretenerse…

El doctor Lecter conducía la camioneta de regreso a su nuevo hogar en la costa de Maryland tras pasar la mañana en el bosque. La visión de Clarice Starling corriendo entre las hojas de otoño por el camino forestal estaba a buen recaudo en su palacio de la memoria. A partir de ahora sería una fuente de placer a la que el doctor podría acceder en cuestión de segundos partiendo del vestíbulo. Vería correr a Starling, y era tal la calidad de su memoria visual que podría examinar las imágenes y encontrar detalles que había pasado por alto, oír de nuevo a los grandes y fuertes ciervos trotando colina arriba hasta perderse de vista, ver los callos de sus jarretes, y una cardencha verde enredada en el vientre del que pasó más cerca. Guardó aquel recuerdo en una estancia soleada del palacio, tan lejos como pudo del cervatillo asaeteado…

Llegó a casa, a su nueva casa, y la puerta del garaje descendió con un zumbido uniforme tras la camioneta.

Cuando el portón volvió a alzarse a mediodía, el Jaguar negro salió del interior llevando al doctor vestido para la ciudad.

Al doctor Lecter le encantaba ir de compras. Se dirigió directamente a Hammacher Schlemmer, el proveedor de accesorios de primera calidad para el deporte y el hogar, y allí se tomó su tiempo. Influido por su excursión matinal, sacó una cinta métrica y se puso a medir tres cestas de picnic enormes hechas de mimbre lacado, con sólidos compartimientos de cobre y correas de cuero cosido a mano. Al final se decidió por la de tamaño intermedio, dado que sólo contendría un servicio individual.

La caja de la cesta incluía un termo, prácticos vasos de distintos tamaños, porcelana resistente y cubiertos de acero inoxidable. Sólo se vendía con los accesorios, así que no tuvo más remedio que comprar el lote.

En sucesivas visitas a Tiffany y Christofle, el doctor pudo sustituir los pesados platos por otros de porcelana francesa Gien con escenas de caza, hojas y pájaros de montaña. En Christofle dio con un juego de su cubertería de plata del siglo xix preferida, con diseño Cardinal, la marca del fabricante grabada en la concavidad de las cucharas y la palabra «París» bellamente estilizada en la parte posterior de los mangos. Los tenedores tenían los dientes muy espaciados y en pronunciada curva, y los cuchillos pesaban agradablemente en la palma. Las piezas se adaptaban a la mano como pistolas de duelista. Cuando le llegó el turno a la cristalería, el doctor tardó en decidir el tamaño de las copas de aperitivo, y compró un bailón para el coñac. En cambio, no titubeó en cuanto a los vasos de vino; escogió unos Riedel, que compró en dos tamaños, ambos con las bocas lo bastante anchas para dejar espacio a la nariz.

En Christofle también encontró mantelillos individuales de suave lino blanco y unas hermosas servilletas de damasco con una rosa diminuta como una gota de sangre bordada en una esquina. El efecto le resultó sorprendente y compró seis, de forma que, ante cualquier eventualidad, siempre dispusiera de algunas limpias.

Compró dos buenos hornillos portátiles de gas de 35.000 unidades de calor, de los que se emplean en los restaurantes para cocinar a la vista de los comensales; una exquisita sartén para salteados y una cacerola fait-tout para salsas, ambas fabricadas en cobre por Dehillerin, de París; también adquirió dos batidores. No consiguió encontrar cuchillos de cocina de acero al carbono, que prefería a los de acero inoxidable, ni el resto de los cuchillos especiales que se había visto obligado a dejar en Italia.

Por último, visitó una tienda de suministros médicos próxima al Hospital General de la Caridad, donde descubrió una ganga en forma de sierra para autopsias Stryker casi nueva, que encajaba perfectamente en el fondo de la cesta de picnic, en el espacio destinado al termo. La garantía no había caducado y los accesorios incluían hojas normales y craneales, y una llave craneal, con lo que el doctor Lecter casi había completado su batterie de cuisine.

Las puertas vidrieras estaban abiertas al fresco aire de la noche. La luna asomaba entre las nubes en movimiento y teñía la bahía de hollín y plata. El doctor se sirvió un vaso de vino para estrenar la cristalería y lo dejó sobre un pedestal colocado junto al clavicémbalo. El bouquet se mezcló con el aire salino y el doctor Lecter pudo disfrutarlo sin necesidad de apartar las manos del teclado.

A lo largo de su vida había tenido clavicordios, espinetas y otros instrumentos de teclado antiguos. Sin embargo, prefería el sonido y la sensación de tocar un clavicémbalo; como no es posible controlar el volumen del sonido que los plectros arrancan a las cuerdas, la música llega al intérprete como una experiencia impredecible, repentina y entera. El doctor Lecter no apartaba los ojos del instrumento mientras abría y cerraba las manos. Se enfrentó al clavicémbalo recién adquirido como hubiera abordado a una desconocida atractiva, con un comentario ligero pero interesante, tocando una canción compuesta por Enrique VIII, Verde crece el acebo.

Satisfecho, probó con la Sonata en si bemol mayor de Mozart. El doctor y el clavicémbalo necesitaban tiempo para intimar, pero las respuestas del instrumento a sus manos le decían que se le entregaría pronto. La brisa había aumentado y las velas vacilaban, pero el doctor Lecter tenía los ojos cerrados a la luz, y seguía tocando con el rostro alzado. Las burbujas volaban de las manos en forma de estrella de Mischa, que las agitaba en la brisa que sobrevolaba la bañera, y al atacar el tercer movimiento era Clarice Starling la que volaba con ligereza a través del bosque, la que corría y corría, haciendo crujir las hojas bajo sus pies, mientras el viento hacía sonar el follaje de los árboles y los ciervos echaban a correr al verla, un ciervo joven y dos ciervas que brincaron fuera del camino como brinca un corazón queriendo salirse del pecho. El terreno se enfrió de repente y los desharrapados salieron del bosque arrastrando al cervatillo, que tenía una flecha en el costado y se resistía a la soga que tenía apretada alrededor del pescuezo; los hombres tiraron del animal herido para no tener que cargar con él hasta el hacha y, de pronto, la música acabó con un violento mazazo, la nieve se llenó de sangre y el doctor Lecter se aferró al taburete con ambas manos. Respiró hondo una vez, y otra, y otra más, volvió a poner las manos sobre el teclado y forzó una frase, luego dos, que resonaron hasta morir en el silencio. El doctor emitió un débil chillido que subió de tono y cesó tan abruptamente como la música. Se quedó sentado largo rato con la cabeza inclinada sobre el teclado. Luego se levantó sin hacer ruido y salió del salón. Hubiera sido imposible saber en qué parte de la casa a oscuras se encontraba. El viento de la bahía cobró fuerza, consumió las llamas de las velas, hizo sonar las cuerdas del clavicémbalo en la oscuridad arrancándoles ya un aire accidental, ya un débil chillido que llegaba de un pasado muy lejano.