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Mason habló por el interfono y al cabo de un momento una figura alta entró en la habitación. Era tan musculosa como Margot y vestía de blanco.

—Les presento a Barney —dijo Mason—. Durante seis años fue el responsable de la sección de violentos en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en la época en que Lecter estuvo allí. Ahora trabaja para mí.

Barney iba a quedarse de pie delante del acuario, junto a Margot, pero el doctor Doemling le pidió que se acercara a la luz. Se sentó al lado de Krendler.

—¿Barney, no es así? Veamos, Barney, ¿qué titulación tiene usted?

—Tengo un TAE.

—Así que es auxiliar de enfermería. Bien, me alegro por usted. ¿Qué más?

—Tengo un título de diplomado en Humanidades por la Universidad Nacional a Distancia —dijo Barney impertérrito—. Y un certificado de asistencia a la Escuela Cummins de Ciencias Forenses, que me cualifica para participar en autopsias. Iba por las noches cuando estaba en la escuela de enfermería.

—¿Se pagó los estudios en la escuela de enfermería como auxiliar del forense?

—Eso es, retirando cadáveres del escenario de algún crimen y ayudando en las autopsias.

—¿Y antes?

—Estuve en los marines.

—Ya veo. Y cuando estaba en el hospital psiquiátrico vio a Clarice Starling y a Hannibal Lecter juntos. Dígame, ¿asistió a alguna de sus conversaciones?

—Me pareció que ellos…

—Vamos a empezar con lo que vio, no con lo que pensó sobre lo que vio. ¿Le parece?

—Es lo bastante listo como para dar su opinión —interrumpió Mason—. Barney, tú conoces a Clarice Starling.

—Sí.

—Y viste al doctor Lecter durante seis años.

—Sí.

—¿Y cómo era su relación?

Al principio a Krendler le costó entender la voz áspera y aguda de Barney; sin embargo, fue él quien hizo la pregunta pertinente.

—¿Se comportaba Lecter de una forma especial durante sus entrevistas con Starling, Barney?

—Sí. La mayoría de las veces ni siquiera se molestaba en contestar a los que lo visitaban —dijo Barney—. Otras abría los ojos lo justo para humillar a algún psiquiatra que estaba intentando comprender el funcionamiento de su cerebro. Hizo llorar a un catedrático que lo visitó. Con Starling era duro, pero le contestaba a casi todo. Ella le interesaba. Lo intrigaba.

—¿Cómo?

Barney se encogió de hombros.

—Prácticamente no veía mujeres. Ella es bastante atractiva…

—No me interesa su opinión al respecto —lo cortó Krendler—. ¿Eso es todo lo que sabe?

Barney no respondió. Lo miró como si los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de Krendler fueran dos perros enganchados. Margot reventó otras dos nueces.

—Continúa, Barney —dijo Mason.

—Eran sinceros el uno con el otro. Él te desarma con esa actitud. Tienes la sensación de que no se rebajará a mentir.

—¿Que no se «qué»? —lo interrumpió Krendler.

—Rebajará —respondió Barney.

—Erre, e, be, a, jota… —se oyó decir a Margot Verger desde la oscuridad—. O se avendrá. O condescenderá, señor Krendler.

—El doctor Lecter —prosiguió Barney— le contó a Starling cosas desagradables sobre sí misma, y luego le dijo algunas agradables. Ella aguantó el tipo con las malas, y después pudo disfrutar más de las buenas sabiendo que no eran palabrería barata. Él la consideraba encantadora y divertida.

—¿Quién es usted para juzgar lo que el doctor Lecter encontraba divertido? —dijo el doctor Doemling—. ¿Cómo ha llegado a semejantes conclusiones, celador Barney?

—Oyéndolo reír, loquero Doemling. Nos lo enseñaron en la escuela de enfermería, en una conferencia titulada «La sanación por el descojone».

O era Margot aguantándose la risa o es que el acuario burbujeaba más de la cuenta.

—Tranquilo, Barney. Cuéntanos el resto —lo animó Mason.

—Sí, señor Verger. A veces el doctor Lecter y yo hablábamos por la noche, cuando había tranquilidad. Hablábamos de los cursos que yo hacía y de otras cosas. Él…

—¿Estaba usted siguiendo algún curso de psicología a distancia, por casualidad? —tuvo que preguntarle Doemling.

—No, señor, no considero la psicología una ciencia. Ni el doctor Lecter tampoco —Barney continuó rápidamente, sin dar tiempo a que el respirador permitiera a Mason intervenir para reprenderlo—: Me limito a repetir lo que me dijo. El doctor era capaz de ver en qué se estaba convirtiendo la chica. Era encantadora de la misma forma que un cachorro, un pequeño cachorro que cuando crezca se habrá convertido en uno de esos tigres enormes. Con el que ya no podrás jugar. Tenía la testarudez de un cachorro, decía el doctor. Tenía todas las armas, en miniatura y en continuo crecimiento, y él sabía cómo luchar con cachorros como ella. Eso divertía a Lecter.

»Creo que la forma en que empezó todo entre ellos puede decirles mucho. La primera vez el doctor fue cortés, pero no le dio la menor importancia; entonces, cuando ella iba a marcharse, otro interno le tiró semen a la cara. Aquello avergonzó al doctor Lecter, lo sacó de sus casillas. Fue la única vez que llegué a verlo realmente enfadado. Ella también se dio cuenta y trató de usarlo a su favor. Tengo la impresión de que el doctor Lecter la admiraba por su coraje.

—¿Cuál fue la actitud de Lecter hacia el otro interno, hacia el que arrojó el semen? ¿Tenían algún tipo de relación?

—No exactamente —respondió Barney—. El doctor Lecter se limitó a matarlo aquella misma noche.

—¿No estaban en celdas separadas? —preguntó Doemling—. ¿Cómo pudo hacerlo?

—Estaban separados por tres celdas y en distintos lados del corredor —puntualizó Barney—. En mitad de la noche el doctor Lecter le habló un rato y luego le dijo que se tragara la lengua.

—Así que Clarice Starling y Hannibal Lecter se llevaban bien, ¿no es eso? —preguntó Mason.

—Tenían una especie de acuerdo —matizó Barney—. Intercambiaban información. El doctor Lecter le proporcionaba pistas sobre el asesino en serie tras el que andaba Clarice, y ella le correspondía con información personal. El doctor Lecter llegó a decirme que Starling daba la impresión de tener más nervio del que le convenía, un «exceso de celo», lo llamó. En su opinión la chica era capaz de trabajar demasiado próxima al filo si pensaba que su misión lo exigía. Y en cierta ocasión dijo que Starling tenía «la maldición del buen gusto». Sigo sin saber lo que quiso decir con aquello.

—Doctor Doemling, ¿quiere follársela, matarla, comérsela o qué coño quiere? —preguntó Mason, procurando agotar las posibilidades.

—Probablemente las tres cosas —respondió Doemling—. No me gustaría tener que predecir el orden en qué le gustaría llevarlas a cabo. Pero hay algo que sí estoy en condiciones de decirles. Da igual que la prensa amarilla, y los que tienen mentalidad de prensa amarilla, quieran darle al asunto un toque romántico y traten de convertirlo en «La Bella y la Bestia»; el objetivo de Lecter es la degradación de esa mujer, su sufrimiento y, en último término, su muerte. Ha salido en su defensa dos veces: cuando la ultrajaron arrojándole semen a la cara y cuando se le echaron encima los medios por disparar a aquella gente. Se presenta con el disfraz de un padre, pero lo que lo excita es la desgracia. Cuando se escriba la historia de Hannibal Lecter, y se escribirá, será presentada como un caso de «avunculismo de Doemling». Clarice Starling sólo conseguirá atraerlo estando en desgracia.

En el ancho y elástico entrecejo de Barney había aparecido un profundo surco.

—Señor Verger, ¿puedo decir algo, ya que me lo ha preguntado antes? —no esperó a obtener permiso—. En el manicomio, el doctor Lecter cambió de actitud hacia ella cuando vio que conservaba la calma, se limpiaba la leche de la cara y seguía haciendo su trabajo. En las cartas la llama una guerrera, y le recuerda que salvó a aquel niño durante el tiroteo. Admira y respeta su coraje y su disciplina. Dice por propia voluntad que no tiene intención de ir a por ella. Y una de las cosas que nunca hace es mentir.

—Ahí tienen exactamente el tipo de mentalidad de periódico basura de la que les hablaba —dijo Doemling—. Hannibal Lecter carece de emociones como la admiración y el respeto. No es capaz de sentir aprecio o afecto. Ésa es una equivocación romántica, muy propia de quienes han recibido una educación deficiente.

—Doctor Doemling, ¿no me recuerda, verdad? —dijo Barney—. Yo era el responsable del corredor de los violentos cuando usted intentó hablar con el doctor Lecter, como mucha otra gente. Pero si no recuerdo mal fue usted el que salió llorando. Después el doctor Lecter escribió una reseña de su libro para el American Journal of Psychiatry. No puedo culparlo si el artículo volvió a hacerle llorar.

—Ya está bien, Barney —dijo Mason—. Ve a encargarme el almuerzo.

—Desde luego no hay nada peor que un autodidacta de tres al cuarto —dijo Doemling cuando Barney salió de la habitación.

—No me había contado usted que había entrevistado a Lecter, doctor —dijo Mason.

—En aquella época estaba catatónico, fue imposible obtener de él la menor colaboración.

—¿Y por eso se echó a llorar…?

—Eso no es cierto.

—¿… y contradice en todo a Barney?

—Ese hombre está tan engañado como la chica.

—Seguro que a Barney también le gustaría tirársela —dijo Krendler.

Margot se aguantó una risita, pero no lo bastante como para evitar que Krendler la oyera.

—Si quieren que Clarice Starling le resulte atractiva, consigan que Lecter la vea en apuros —dijo Doemling—. Que el daño que sufra le sugiera el daño que él mismo podría infligirle. Verla herida de cualquier forma simbólica lo excitará tanto como si la viera acariciarse. Cuando el lobo oye balar a la oveja herida, llega corriendo, pero no para ayudarla.