—Te digo que podría funcionar —repitió Krendler frente a la susurrante oscuridad en que yacía Mason—. Hace diez años hubiera sido imposible, pero hoy en día puede barajar listas de clientes en el ordenador con una mano mientras se toca el chichi con la otra — aseguró, y se removió en el son bajo las brillantes luces de la zona de visitas.
Krendler veía la silueta de Margot recortada contra la pared del acuario. Ya se había acostumbrado a decir obscenidades en su presencia, y le estaba cogiendo gusto. Hubiera apostado cualquier cosa a que a Margot le hubiera gustado tener polla. Le entraron ganas de decir «polla» delante de ella, y se le ocurrió una forma de hacerlo:
—Así es como ha conseguido acotar el terreno y determinar las preferencias de Lecter. No me extrañaría que supiera incluso a qué lado se pone la polla el doctor.
—Tanta sabiduría me recuerda, Margot, que estamos haciendo esperar al doctor Doemling —dijo Mason.
El doctor Doemling había hecho tiempo entre los animales de peluche de la sala de juegos. Mason lo veía por la pantalla de vídeo examinando el suave escroto de la enorme jirafa, como habían hecho los Viggert con los del David. En el vídeo parecía mucho más pequeño que los juguetes, como si se hubiera comprimido, tal vez para abrirse paso como un gusano hacia una infancia mejor que la suya.
Visto a la luz de los focos, el psicólogo era un individuo seco, extremadamente pulcro aunque cubierto de caspa, con el pelo peinado de un lado sobre el cuero cabelludo cubierto de pecas y un dije de los Phi Beta Kappa en la cadena del reloj. Se sentó al otro lado de la mesa de café, frente a Krendler, que tuvo la impresión de que aquélla no era la primera visita del doctor.
La manzana que estaba en su lado del frutero tenía un agujero de gusano. El doctor Doemling hizo girar el cuenco para que el agujero mirara hacia otro lado. Tras las gafas, sus ojos siguieron a Margot, que se acercó a por un par de nueces y volvió junto al acuario, con un grado de asombro que bordeaba la grosería.
—El doctor Doemling es catedrático de Psicología en la Universidad Baylor. Ocupa la cátedra Verger —explicó Mason a Krendler—. Le he pedido que nos ilustre sobre el vínculo que podría haberse establecido entre el doctor Lecter y la agente especial Clarice Starling. Doctor…
Doemling miró hacia delante como si estuviera prestando testimonio en un tribunal y volvió la cabeza hacia Mason como si éste fuera el jurado. Krendler reconoció las estudiadas maneras y la hábil parcialidad del individuo acostumbrado a deponer como experto por dos mil dólares al día.
—Como es lógico, el señor Verger está al tanto de mis cualificaciones. ¿Desea usted conocerlas?
—No —dijo Krendler.
—He examinado las notas tomadas por la señorita Starling durante sus entrevistas con el doctor Lecter, las cartas que éste le ha enviado y el material que ustedes me han proporcionado sobre los antecedentes de ambos —empezó Doemling. Al oír aquello Krendler tuvo un sobresalto, pero Mason lo tranquilizó.
—El doctor Doemling ha firmado un compromiso de confidencialidad.
—Cordell pondrá sus diapositivas en la pantalla cuando lo desee, doctor —dijo Margot.
—Antes de eso, quisiera hacer una pequeña introducción —Doemling consultó sus notas—. Sabemos que el doctor Lecter nació en Lituania. Su padre tenía un título de conde que data del siglo X, y su madre procedía de una familia de la nobleza italiana, los Visconti. Durante la retirada alemana de Rusia, un grupo de panzer nazis bombardeó su propiedad próxima a Vilna desde la carretera y acabó con las vidas de sus padres y de la mayoría de la servidumbre. Después de aquello, los niños desaparecieron. Eran dos, Hannibal y su hermana. Desconocemos lo que ocurrió con la hermana. Lo que cuenta es que Lecter es huérfano, como Clarice Starling.
—Eso ya se lo conté yo —dijo Mason, que empezaba a impacientarse.
—Sí, pero ¿qué conclusiones sacó usted de esa información? —le replicó Doemling—. Yo no propongo una especie de simpatía entre huérfanos, señor Verger. Esto no tiene nada que ver con la simpatía. La simpatía no viene a cuento y, en cuanto a la piedad, usted sabe mejor que nadie lo piadoso que llega a ser. Ahora préstenme atención. Lo que la común experiencia de la orfandad proporciona a Lecter es ni más ni menos que una mayor capacidad para comprender a esa mujer y, en definitiva, para controlarla. Esto es una cuestión de control.
»La señorita Starling pasó su infancia en instituciones públicas y, por lo que ustedes me han explicado, no parece mantener ninguna relación estable con un hombre. Vive con una antigua compañera de universidad, una joven afroamericana.
—Lo más probable es que tengan un rollo —afirmó Krendler.
El doctor Doemling le lanzó una mirada tan elocuente que Krendler tuvo que mirar a otro lado.
—Nadie puede saber con certeza los auténticos motivos por los que dos personas viven juntas.
—Es uno de los misterios de que habla la Biblia —remachó Mason.
—Esa Starling tiene su aquel, si les gusta el trigo entero —apuntó Margot.
—En mi opinión el atraído es Lecter, no ella —dijo Krendler— Ya la han visto, es fría como el hielo.
—¿Está seguro, señor Krendler? —Margot parecía divertida.
—¿Crees que es lesbiana, Margot? —le preguntó Mason.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Sea lo que sea, lo lleva como si fuera asunto suyo y de nadie más, ésa es la impresión que me dio. Creo que es fuerte, y que lleva puesta una máscara, pero el día que la conocí no me pareció fría. No hablamos mucho, pero eso sí me quedó claro. Entonces no necesitabas mi ayuda, ¿verdad, Mason? Me echaste de la habitación, ¿te acuerdas? No estoy en absoluto de acuerdo en que sea fría. Las chicas con el aspecto de Starling necesitan mantener las distancias, porque siempre hay algún tonto del culo revoloteando a su alrededor.
Llegados a este punto Krendler tuvo la sensación de que Margot lo miraba más tiempo de lo normal, aunque sólo podía distinguir la silueta de la mujer.
Resultaba curiosa la colección reunida en aquella habitación: el tono cuidadosamente burocrático de Krendler; la seca pedantería de Doemling; los resuellos cavernosos de Mason, expurgados de oclusivas y nitrados de sibilantes; y la voz áspera y grave de Margot, lista para morder en cualquier momento pero amordazada por el bocado como un poni de alquiler. Y por debajo, los jadeos de la maquinaria que producía el oxígeno de Mason.
—He podido hacerme cierta idea sobre su vida privada a la luz de su aparente fijación con el padre —continuó Doemling—. La expondré con brevedad. Hasta ahora disponemos de tres documentos del doctor Lecter relacionados con Clarice Starling. Dos cartas y un dibujo. El dibujo es el reloj de la crucifixión que ideó mientras estaba en el manicomio — el doctor Doemling levantó la vista hacia la pantalla—. La diapositiva, por favor.
Desde algún lugar fuera de la habitación, Cordell hizo aparecer el extraordinario esbozo en el monitor elevado. El original estaba hecho con carboncillo sobre papel basto. En la cianocopia obtenida por Mason los trazos habían adquirido el color de los moratones.
—Intentó patentarlo —dijo el doctor Doemling—. Como pueden ver, Jesucristo aparece crucificado en la esfera de un reloj y sus brazos van girando para marcar la hora, como en los relojes del ratón Mickey. Pero lo más interesante es que la cara, la cabeza caída sobre el pecho, es la de Clarice Starling. Hizo el dibujo durante las entrevistas que mantuvieron. Ahora vamos a ver una fotografía de la mujer, y podrán comparar. Cordell, pónganos la foto, por favor.
No cabía duda, el Jesucristo de Lecter tenía la cabeza de Clarice Starling.
—Otra particularidad es que el cuerpo está clavado en la cruz por las muñecas en vez de por las palmas de las manos.
—Eso es correcto —intervino Mason—. Hay que poner los clavos en las muñecas y usar grandes cuñas de madera. Idi Amín y yo lo descubrimos a fuerza de probar cuando representamos la Pasión en Uganda una Semana Santa. Fue así como crucificaron a Nuestro Señor. Todos los cuadros de la Crucifixión están equivocados. La culpa la tuvo un error de traducción del hebreo al latín de la Vulgata.
—Gracias —dijo el doctor Doemling, picado—. Sabemos que la Crucifixión representa un objeto de veneración destruido. Observen que el minutero está en las seis, cubriendo castamente los genitales. La manecilla de las horas marca las nueve, o pasa un poco. Ese nueve es una clara referencia a la hora en que según la tradición fue crucificado Jesucristo.
—Y si juntamos el seis y el nueve, observen que obtenemos sesenta y nueve, una cifra muy popular en las relaciones interpersonales —tuvo que decir Margot.
En respuesta a la rencorosa mirada de Doemling, hizo crujir un par de nueces y dejó caer las cascaras al suelo.
—Ahora pasemos a considerar las cartas del doctor Lecter a Clarice Starling. Cuando quiera, Cordell —el doctor Doemling se sacó un puntero láser del bolsillo—. Vean ustedes que la escritura, una letra redonda y fluida trazada con una estilográfica de plumín cuadrado, parece obra de una máquina en cuanto a su regularidad. Este tipo de escritura es habitual en las bulas de los papas medievales. Es muy hermosa, pero regular hasta lo grotesco. No tiene absolutamente nada de espontánea. Quien escribe así, planea alguna cosa. Esta primera la envió inmediatamente después de su fuga, durante la cual acabó con la vida de cinco personas. Leamos parte del texto:
Y bien, Clarice, ¿han dejado de chillar los corderos? Me debes cierta información, ¿lo recuerdas?, y te voy a decir lo que me gustaría. Un anuncio en la edición nacional del Times y en el International Herald-Tribune el primer día de cualquier mes sería lo ideal. A ser posible, inclúyelo también en el China Mail.
No me sorprenderé si la respuesta es «sí y no». Los corderos callarán por el momento. Pero, Clarice, te juzgas con la misma piedad que la balanza de la mazmorra de Threave; tendrás que ganarte la bendición de ese silencio una y otra vez. Porque lo que te empuja a actuar es el sufrimiento, ver sufrimiento a tu alrededor, y el sufrimiento no acabará nunca. Hacerte una visita no forma parte de mis planes, Clarice; el mundo es más interesante contigo dentro. Asegúrate de tener conmigo la misma cortesía…
El doctor Doemling se ajustó las gafas sin montura nariz arriba y se aclaró la garganta.
—Éste es el clásico ejemplo de lo que en mis publicaciones he dado en llamar avunculismo y en la literatura especializada empieza a ser ampliamente conocido como «avunculismo de Doemling». Es muy probable que aparezca en el nuevo Manual de diagnóstico y estadística. Para los profanos puede definirse como el hecho de presentarse a sí mismo como un mentor experimentado y benévolo con el fin de sacar partido de alguna debilidad del pupilo.
»Deduzco a partir de las notas del caso que el asunto de los corderos hace referencia a un episodio de la infancia de Clarice Starling, el sacrificio de los animales en el rancho de Montana que fue su hogar adoptivo —continuó Doemling sin abandonar la sequedad de su tono.
—Era un toma y daca de informaciones entre Lecter y ella —puntualizó Krendler—. Él sabía algo sobre el asesino en serie Buffalo Bill.
—La segunda carta, siete años posterior, es, a primera vista, de condolencia y apoyo —continuó Doemling—. Empieza provocándola con alusiones a sus padres, a los que al parecer ella adoraba. Llama al padre «el difunto vigilante nocturno» y a la madre, «fregona». Y a continuación los adorna con las mismas cualidades excepcionales que ella les ha atribuido siempre, y acaba utilizándolas para disculpar los fracasos profesionales de la agente. Esto no tiene otro objetivo que congraciarse con ella para poder manipularla. »En mi opinión la señorita Starling podría haber desarrollado un fuerte vínculo con su padre, una imago, que le impide entablar relaciones sexuales con normalidad y podría inclinarla hacia el doctor Lecter en una especie de transferencia que, dada la perversidad de este hombre, él no desaprovechará ni por un instante. En esta segunda carta vuelve a animarla a ponerse en contacto con él a través de las secciones de anuncios personales de la prensa, para lo que le proporciona un nombre en clave.
«¡Por los clavos de Cristo, este tío no para de hablar!», pensó Mason, para quien la impaciencia y el fastidio eran tanto más insoportables cuanto que no podía moverse.
—¡Excelente, brillante, doctor, realmente asombroso! —exclamó Mason—. Margot, abre un poco la ventana. Tengo una nueva fuente de información sobre Lecter, doctor Doemling. Alguien que conoce tanto a Starling como al doctor y los ha visto juntos. Es la persona que más tiempo ha pasado con nuestro hombre. Quiero que hable usted con él. Krendler se removió en el sofá con un incipiente retortijón de tripas al comprender los derroteros que empezaba a tomar el asunto.