Los montones de papeles, expedientes y disquetes amenazaban con venirse abajo y sepultar a Starling en su cubículo. Sus peticiones de espacio no obtenían respuesta. «Hasta aquí hemos llegado», decidió un día. Y con la desfachatez de los que no tienen nada que perder se adueñó de un amplio despacho en el sótano de Quantico. Se suponía que aquel lugar estaba destinado a convertirse en el cuarto oscuro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuanto el Congreso asignara fondos. No tenía ventanas, pero sí muchas estanterías y, dada la función que cumpliría en el futuro, una doble cortina opaca en vez de puerta.
Algún anónimo vecino de despacho imprimó un cártel en letra gótica que decía «LA CASA DE HANNIBAL» y lo clavó a la cortina con alfileres. Temiendo perder el sitio, Starling lo retiró y lo guardó dentro.
Casi enseguida encontró un tesoro de efectos personales en la biblioteca de la Facultad de Derecho de Columbia, donde tenían una Sala Hannibal Lecter. En ella se conservaba documentación original de su carrera médica y psiquiátrica, y transcripciones del juicio y de procesos civiles emprendidos en su contra. En su primera visita a la biblioteca Starling tuvo que esperar cuarenta y cinco minutos mientras los empleados buscaban las llaves sin éxito. En la segunda, se encontró con el responsable de la sala, un indolente becario que tenía todo el material sin catalogar.
La paciencia de Starling no había mejorado al cruzar la barrera de los treinta. Gracias a las gestiones del jefe de unidad Jack Crawford en la oficina del fiscal, obtuvo una orden judicial para llevarse toda la colección a su despacho en los sótanos de Quantico. La policía federal se encargó del traslado en una sola furgoneta.
Como Starling había supuesto, la orden produjo cierto revuelo, y lo ocurrido acabó llegando a oídos de Krendler.
Al final de dos largas semanas, Starling había conseguido organizar la mayoría del material en su improvisado centro Lecter. A última hora de la tarde de un viernes, se lavó la cara y las manos para quitarse el polvo y la mugre de los libros, bajó la intensidad de la luz y se sentó en un rincón del suelo mirando las estanterías abarrotadas de papeles. Quizá se quedara dormida un momento…
Un olor la despertó y se dio cuenta de que no estaba sola. Era olor a betún. La habitación estaba en penumbras, y el ayudante del inspector general, Paul Krendler, paseaba despacio a lo largo de las estanterías, hojeando libros y bizqueando ante las fotos. No se había molestado en llamar; no había dónde hacerlo en las cortinas, pero por lo demás Krendler no acostumbraba llamar, sobre todo en las agencias subordinadas. Y allí, en aquellos sótanos de Quantico, se sentía entre las clases bajas.
Una de las paredes estaba dedicada al doctor Lecter en Italia, con una gran fotografía de Rinaldo Pazzi ahorcado con las tripas fuera ante el Palazzo Vecchio colgada como un póster. La pared de enfrente contenía lo referente a sus crímenes en Estados Unidos, y estaba presidida por una fotografía policial del cazador con arco que Lecter había asesinado hacía años. El cuerpo pendía de un tablero para herramientas y tenía todas las heridas que aparecen en las ilustraciones medievales del «Hombre herido». En las correspondientes estanterías había numerosos expedientes de los casos apilados junto a los sumarios civiles de procesamientos por muerte dolosa entablados contra Lecter por las familias de las víctimas.
Los libros de medicina procedentes de la consulta del doctor Lecter seguían un orden idéntico al que habían guardado en su antiguo despacho de psiquiatra. Starling los había organizado examinando con lupa las fotografías policiales de la consulta. Casi toda la luz del penumbroso cuarto procedía de una radiografía de la cabeza y el cuello del doctor colocada en un soporte luminoso instalado en la pared. El resto, de la pantalla de un ordenador situado sobre una mesa auxiliar en una esquina. El salvapantallas era «Criaturas peligrosas». De vez en cuando, el altavoz soltaba un gruñido. Amontonados junto a la pantalla estaban los resultados de las pesquisas de Starling. Las notas, recetas, facturas clasificadas por temas, penosamente reunidas y reveladoras del modo de vida de Lecter en Italia, y en Estados Unidos antes de que lo confinaran en el hospital psiquiátrico. Era un catálogo provisional de sus gustos.
Usando un escáner plano como soporte, Starling había dispuesto un servicio de mesa individual con lo que había sobrevivido de su hogar en Baltimore: porcelana, plata, cristal, mantelería de un blanco radiante y un candelabro; un metro cuadrado de elegancia que contrastaba con el grotesco decorado del despacho.
Krendler cogió el ancho vaso de vino e hizo sonar el cristal golpeándolo con la uña de un dedo.
El ayudante del inspector no había tocado nunca a un criminal, ni había rodado por el suelo con ninguno, y se imaginaba al doctor Lecter como a una especie de demonio inventado por los medios de comunicación, y como una oportunidad de medrar. Se imaginaba su propia fotografía formando parte de un despliegue como aquél en el museo del FBI una vez muerto Lecter. Se imaginaba las sumas astronómicas de su campaña. Krendler tenía la cara pegada a la radiografía del espacioso cráneo del doctor, y cuando Starling abrió la boca, dio un respingó y manchó la placa con la grasa de la nariz.
—¿Puedo ayudarlo, señor Krendler?
—¿Qué hace sentada ahí, a oscuras?
—Estaba pensando, señor Krendler.
—Los del Capitolio quieren saber qué estamos haciendo respecto a Lecter.
—Esto es lo que estamos haciendo.
—Hágame un resumen, Starling. Póngame al día.
—¿No prefiere que el señor Crawford…?
—Y ése, ¿dónde anda?
—El señor Crawford está en los juzgados.
—Tengo la impresión de que anda un poco perdido, ¿no le parece?
—No, señor, a mí no me lo parece.
—¿Qué está haciendo? Los de la universidad nos llamaron hechos una furia cuando usted se llevó todo esto de su biblioteca. Este asunto podía haberse manejado con más delicadeza.
—Hemos reunido todo lo que hemos podido encontrar sobre Lecter en este despacho, tanto objetos como documentación. Sus armas están en Armas de Fuego y Herramientas, pero tenemos duplicados. Y tenemos lo que queda de sus papeles personales. —Y todo esto, ¿a santo de qué? ¿Usted qué quiere, capturar a un criminal o escribir una tesis doctoral? —Krendler hizo una pausa para almacenar aquella estupenda rima en su polvorín mental—. Imagínese que un peso pesado de los republicanos en la Comisión de Seguimiento Judicial me pregunta lo que usted, agente especial Starling, está haciendo para capturar a Hannibal Lecter. A ver, ¿qué le digo?
Starling dio todas las luces. Comprobó que Krendler seguía gastándose el dinero en trajes caros y ahorrándolo en camisas y corbatas. Los huesos de sus velludas muñecas le asomaban por las mangas.
Starling se quedó un momento mirando la pared, atravesándola con la mirada y tratando de no perder los estribos. Se obligó a ver a Krendler como a un alumno de la Academia de Policía.
—Sabemos que el doctor Lecter tiene una identidad sólida —empezó diciendo—. Lo más probable es que tenga otra igual de buena, tal vez más. Respecto a eso siempre ha sido muy escrupuloso. No cometerá un error tonto. —Al grano.
—Es un hombre de gustos refinados, algunos bastante exóticos, en comida, vino, música… Si vuelve, querrá esas cosas. Tendrá que apañárselas para conseguirlas. No estará dispuesto a privarse de ellas.
»E1 señor Crawford y yo hemos examinado las facturas y papeles que se han podido recuperar de su vida en Baltimore, antes de que lo detuvieran, y todas las que la policía italiana ha podido proporcionarnos, así corno las denuncias de sus acreedores presentadas tras su detención. Hemos elaborado una lista de algunas de las cosas que le gustan. Aquí la tiene. El mismo mes en el que el doctor Lecter sirvió las lechecillas del flautista Benjamín Raspail a los miembros del patronato de la Orquesta Filarmónica de Baltimore, compró dos cajas de burdeos Cháteau Pétrus a tres mil seiscientos dólares la caja. Además, compró cinco cajas de Bátard-Montrachet a mil cien dólares la caja, y distintos vinos más baratos. «Después de su huida, pidió el mismo vino al servicio de habitaciones del hotel de Saint Louis, y volvió a comprarlo en Vera dal 1926, en Florencia. Es un producto nada corriente. Estamos investigando las ventas de cajas de los mayoristas e importadores. »Encargó foie gras de categoría A a doscientos dólares el kilo al Iron Gate de Nueva York, y a través del Oyster Bar de la estación Grand Central consiguió ostras verdes de la Gironda, Francia. La comida para el patronato de la Filarmónica empezó con esas ostras, a las que siguieron lechecillas, un sorbete y luego, como puede leer en este artículo de Town & Country —leyó en voz alta rápidamente—, "un notable ragú oscuro y brillante, cuyos ingredientes no nos fue posible descubrir, con acompañamiento de arroz al azafrán. Su sabor era deliciosamente inefable, con exquisitos tonos bajos que sólo la exhaustiva y cuidadosa reducción au fond puede proporcionar". Nunca se ha podido identificar a la víctima que aportó la materia prima del ragú. Bla, bla, bla… y sigue describiendo el elegante servicio de mesa y demás zarandajas con todo detalle. Estamos comprobando las compras con tarjeta de crédito en los proveedores de porcelana y cristalería. Krendler resopló por la nariz.
—Mire, en este pleito civil le reclaman el pago de un candelabro Steuben, y el concesionario de coches Galeazzo de Balrimore lo demandó para que devolviera un Bentley. Estamos controlando las ventas de Bentleys, tanto nuevos como de segunda mano. No puede decirse que sean muchas. Y las ventas de Jaguars con compresor de sobrecarga. Hemos enviado faxes a los proveedores de restaurantes especializados en caza para que nos informen de sus ventas de jabalíes, y emitiremos un boletín la semana previa a la llegada de Escocia de las perdices patirrojas —tecleó en el ordenador y consultó una lista, después se separó de la pantalla al sentir el aliento de Krendler en el cuello—. He solicitado fondos para comprar la cooperación de algunos revendedores de estrenos, los buitres culturales, en Nueva York y San Francisco; hay un par de orquestas y unos cuantos cuartetos de cuerda por los que siente especial predilección, le gustan las filas seis o siete y siempre compra asientos de pasillo. He distribuido las mejores fotografías de que disponemos en el Lincoln Center y en el Kennedy Center, y en la mayoría de las salas de conciertos. Tal vez con su intervención, señor Krendler, el Departamento de Justicia podría aportar dinero —al ver que no se daba por aludido, prosiguió—: Estamos comprobando las suscripciones recientes a publicaciones culturales que Lecter recibía hasta ahora, de antropología, lingüística, matemáticas, música, la Physical Review…
—¿Y qué me dice de putas sadomasoquistas? ¿No contrata chaperos? Starling era consciente del placer que experimentaba Krendler haciéndole semejante pregunta.
—No que nosotros sepamos, señor Krendler. Fue visto hace años en conciertos con distintas mujeres muy atractivas, un par de ellas personalidades prominentes de la vida social de Baltimore que participaban en obras benéficas y esa clase de cosas. Tenemos las fechas de sus cumpleaños para comprobar los regalos que les envían. Por lo que sabemos ninguna de ellas sufrió el menor daño, y ninguna ha querido hablar sobre él nunca. No sabemos absolutamente nada sobre sus preferencias sexuales. —Siempre he pensado que era homosexual.
—¿Algún motivo en especial, señor Krendler?
—Todas esas sandeces artísticas que se gasta. Música de cámara y comida de vernissage. No es nada personal, si es que siente usted algún tipo de simpatía por ese tipo de gente, o tiene amigos así. Lo principal, lo que quiero que se le meta en la cabeza, Starling, es que más vale que empiece a ver cooperación por aquí. No admitiré secretismos ni camarillas. Quiero una copia de cada 302, quiero cada línea de investigación, cada pista. ¿Lo ha entendido, agente especial Starling?
—Sí, señor.
—Asegúrese de hacerlo —dijo Krendler ya en la puerta—. Ésta es su oportunidad de mejorar su situación aquí. Su carrera, por llamarla de algún modo, necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
El futuro cuarto oscuro ya estaba equipado con un extractor de aire. Mirándolo a la cara, Starling presionó el interruptor y el aparato empezó a succionar el olor de su loción para el afeitado y su betún. Krendler desapareció tras las cortinas sin decir adiós. El aire vibraba ante los ojos de Starling como el calor reverberando en la galería de tiro. En el vestíbulo, Krendler oyó la voz de Starling a sus espaldas:
—Saldré con usted, señor Krendler.
A Krendler lo esperaba un coche con conductor. Seguía estando en el nivel de transporte ejecutivo, pero se daba importancia con un Mercury Grand Marquis sedán. —Aguarde un momento, señor Krendler —le dijo Starling antes de que subiera al coche. Krendler se volvió sorprendido. Aquello podía ser el comienzo de algo. ¿Una rendición a regañadientes? La antena se le enderezó.
—Ahora estamos en plena calle —dijo Starling—. Sin chatarra que nos grabe, a no ser que la lleve usted.
Empezó a apoderarse de ella un impulso que no pudo resistir. Para trabajar entre los polvorientos papeles se había puesto una camisa vaquera holgada sobre un top ajustado. «No debiera hacerlo —se dijo—. Que se joda.» Tiró de las presillas de la camisa hasta abrirla del todo.
—¿Lo ve?, yo no llevo micrófonos —tampoco llevaba sujetador—. Es posible que ésta sea la única vez que hablemos en privado, y me gustaría hacerle una pregunta. Durante años me he limitado a hacer mi trabajo y, en cuanto ha podido, usted me ha clavado una puñalada por la espalda. ¿Cuál es su problema, señor Krendler?
—Le agradezco la sinceridad… Buscaré un hueco en mi agenda si quiere revisar…
—¿Qué le parece ahora mismo?
—Todo son figuraciones suyas, Starling.
—¿Es porque no quise salir con usted? ¿Empezó esta mierda cuando le dije que volviera a casa con su mujer?
Krendler le echó otro vistazo. Desde luego, micrófonos no llevaba.
—No sea tan creída, Starling… Esta ciudad está llena de conejitos de granja.
Entró en el coche, se sentó junto al conductor y dio unos golpecitos en el salpicadero. El cochazo se puso en marcha. Krendler movió los labios con los que hubiera querido decirle:
«Conejitos de granja como tú». Tenía por delante, estaba convencido, un montón de discursos que pronunciar, y quería perfeccionar su karate verbal y adquirir el dominio de la pulla que va derecha a los titulares.