43

Cordell, el secretario de Mason Verger, empleando una muestra enmarcada sobre su escritorio, reconoció la elegante letra de inmediato. El papel era del Hotel Excelsior de Florencia, Italia.

Como un creciente número de ricos en la era de Unabomber, Mason hacía pasar su correspondencia por un fluoroscopio semejante al de la central de Correos. Cordell se puso unos guantes y comprobó la carta. El fluoroscopio no detectó cables ni baterías. De acuerdo con las estrictas instrucciones de Mason, fotocopió la carta y el sobre manejándolos con pinzas, y se cambió de guantes antes de recoger las copias y entregárselas a Mason.

La inconfundible letra redonda de Lecter decía lo siguiente:

Querido Mason:

Gradas por ofrecer una recompensa tan sustanciosa por mi cabeza. Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de localizarían a distancia, una recompensa es más efectiva que un radar. Inclina a las autoridades de todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme por cuenta propia, con los resultados que has podido ver.

En realidad, te escribo para refrescarte la memoria en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada entrevista en el Ladies' Home Journal sobre la represión de la droga aseguras que diste tu nariz, junto con el resto de tu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot, que meneaban sus colitas a tus pies. Estás muy equivocado: te la comiste tú mismo, como aperitivo. Por el sonido crujiente que hacías mientras la masticabas, yo diría que tenía una consistencia similar a la de las mollejas de pollo. «¡Sabe a pollo!», fue tu comentario en aquel momento. Me recordó los ruidos que hacen los franceses en los bistrots cuando se atiborran de ensalada de gésier.

¿A que ya no te acordabas, Mason?

Hablando de pollos, durante la terapia me contaste que, mientras pervertías a los niños desfavorecidos en tu campamento de verano, te diste cuenta de que el chocolate te irritaba la uretra. Tampoco te acordabas de eso, ¿a que no?

¿No se te ha ocurrido pensar que me contaste un montón de cosas de las que ahora no te acuerdas?

Hay un paralelismo indudable entre tu, Mason, y Jezabel. Como agudo estudioso de la Biblia que eres, te acordaras de que los perros se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo demás, después de que los eunucos la arrojaran por la ventana.

Tu gente podía haberme asesinado en la calle. Pero me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus sicarios, es obvio cómo planeabas tratarme. Mason, Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja que te dedique unas palabras de consuelo. Y ya sabes que no miento nunca. Antes de morir, me verás la cara.

Todo tuyo,

Hannibal Lecter, D.M.

PD. Me preocupa, sin embargo, que no vivas hasta entonces, Mason. Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes que cuidarte, propenso como eres (y seguirás siendo) a contraerla. Te recomiendo vacunación inmediata, así como inyecciones para inmunizarte ante la hepatitis Ay B. No quiero perderte antes de tiempo.

Mason parecía un tanto sofocado cuando finalizó la lectura. Esperó, esperó y cuando cogió el ritmo del respirador dijo alguna cosa, que Cordell no consiguió entender. El secretario se inclinó junto a su boca y fue recompensado con una lluvia de saliva.

—Ponme al teléfono con Paul Krendler. Y con el porquero.