Un escrupuloso silencio rodeaba a Mason Verger. Sus empleados lo trataban como si acabara de perder a un hijo. Cuando le preguntaron cómo se sentía, respondió:
—Como si hubiera pagado un montón de dinero por un espagueti muerto.
Después de un sueño de varias horas, Mason ordenó que llevaran niños a la sala de juegos próxima a su habitación para hablar con uno o dos de los más traumatizados; pero no había niños con traumas disponibles a corto plazo, ni tiempo para que su proveedor de los barrios pobres le traumatizara a un par.
A falta de otras víctimas, hizo que su ayudante Cordell cortara las aletas a unas cuantas carpas y se las fuera echando a la anguila. Cuando el bicho se hartó, se escondió en su roca dejando el agua teñida de rojo y gris, y llena de iridiscentes jirones dorados. Mason intentó martirizar a su hermana, pero Margot se retiró al gimnasio e hizo caso omiso de los mensajeros que le envió durante horas. Era la única persona de Muskrat Farm que se atrevía a desairar a Mason.
El sábado, en el noticiario vespertino de la televisión, pasaron una grabación de vídeo breve y mal editada obtenida de un turista, que mostraba la muerte de Rinaldo Pazzi antes de que se hubiera imputado el crimen al doctor Lecter. Áreas borrosas ahorraban a los telespectadores ciertos detalles anatómicos.
El secretario de Mason cogió el teléfono de inmediato para conseguir una copia sin editar, que llegó por helicóptero cuatro horas más tarde. La grabación tenía un origen curioso.
De los dos turistas que estaban filmando el Palazzo Vecchio en el momento de los hechos, uno perdió la sangre fría y su cámara le quedó colgando de la muñeca mientras Pazzi se precipitaba al vacío. El otro, de nacionalidad suiza, sostuvo la suya con firmeza a lo largo de todo el episodio; incluso hizo un barrido a lo largo del cable, que no dejaba de agitarse y balancearse en la pantalla.
El videoaficionado, que se llamaba Viggert y trabajaba en una oficina de patentes, temió que la policía secuestrara su cinta y la RAI la obtuviera gratis. Llamó enseguida a su abogado en Lausana, hizo los trámites necesarios para asegurarse el copyright de las imágenes y, tras reñida puja, vendió los derechos de difusión a la cadena televisiva ABC News. Los derechos para publicar una serie de artículos en Estados Unidos fueron a parar en primer lugar al New York Post y después al National Tattler.
La grabación ocupó de inmediato el puesto que merecía entre los clásicos del terror televisivo: Zapruder, el asesinato de Lee Harvey Oswald y el suicidio de Edgar Bolger; pero Viggert habría de lamentar amargamente una venta tan prematura, es decir, anterior a que el crimen se imputara a Lecter.
La copia de las vacaciones de los Viggert obraba en poder de Mason en su integridad. Entre otras cosas mostraba a la familia suiza gravitando en torno a los cataplines del David de la Academia horas antes de los sucesos del Palazzo Vecchio.
Mason, que no apartaba el ojo encapsulado de la pantalla, sentía escaso interés por el trozo de carne que se balanceaba al final del cable eléctrico. La sucinta lección de historia que La Nazione y el Corriere della Sera dedicaron a los dos Pazzi ahorcados desde la misma ventana con quinientos veinte años de diferencia tampoco le importaba. Lo que consiguió mantenerlo en tensión, lo que pasó una, y otra, y otra vez, fue el barrido cable arriba hasta el balcón en el que una figura delgada recortaba su borrosa silueta contra la débil luz del interior, saludando con la mano. Haciendo señas a Mason. El doctor Lecter saludaba a Mason doblando la mano por la muñeca, como si dijera adiós a un niño.
—Hasta luego —replicó Mason desde la oscuridad—. Hasta luego —farfulló la profunda voz de locutor, temblorosa de rabia.