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El piloto de la ambulancia aérea no estaba dispuesto a tomar tierra en la pista de Arbatax, corta y sin controladores, en plena noche. Aterrizaron en Cagliari, repostaron y esperaron hasta el amanecer; luego volaron a lo largo de la costa ante una espectacular salida del sol, que tino de un rosa postizo el rostro sin vida de Matteo.

En el pequeño campo de Arbatax los esperaba un camión con un ataúd. El piloto se quejó de su paga y Tommaso tuvo que interponerse para evitar que Carlo lo abofeteara. Al cabo de tres horas de camino por la zona montañosa, llegaron a casa. Carlo anduvo solo hasta el cobertizo de troncos sin desbastar que había construido con Matteo. Todo estaba listo, con las cámaras en su sitio para filmar la muerte de Lecter. Carlo se quedó de pie bajo la estructura y contempló su imagen en el gran espejo rococó colgado sobre el corral. Recorrió con la mirada los troncos que habían talado juntos, vio las manazas cuadradas de Matteo sosteniendo la sierra y de su garganta salió un grito salvaje, un alarido que el dolor le arrancaba de las entrañas, lo bastante fuerte como para resonar entre los árboles. Los colmilludos hocicos asomaron en el límite del prado. Fiero y Tommaso, hermanos como él, prefirieron dejarlo solo.

La algarabía de los pájaros llenaba el prado de la montaña. Oreste Pini se acercó desde la casa abrochándose la bragueta con una mano y agitando el teléfono celular con la otra.

—Así que perdisteis a Lecter. Mala suerte.

Carlo hizo como que no lo había oído.

—Mira, no todo está perdido. Esto aún puede funcionar —opinó Oreste—. Tengo a Mason al aparato. Quiere que hagamos un simulacro. Algo para enseñárselo a Lecter cuando lo cojamos. Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpo de verdad; Mason dice que no era más que un matón que contrataste. Dice que podemos… en fin, echarlo al corral cuando vengan los cerdos y poner el sonido grabado. Toma, habla con él.

Carlo se volvió y miró a Oreste como si acabara de llegar de la luna. Por fin, cogió el teléfono. Mientras hablaba con Mason su rostro se relajó y dio la impresión de que recuperaba cierta paz.

—Preparadlo todo —dijo Carlo apagando el teléfono. Carlo habló con Fiero y Tommaso, que, con ayuda del cámara, transportaron el ataúd hasta el cobertizo.

—No necesitáis un encuadre demasiado detallado —dijo Oreste—. Vamos a hacer unas tomas de los animales y luego vendremos desde allí.

Al ver actividad en torno al cobertizo, los primeros cerdos salieron de la espesura.

Giriamo! —chilló Oreste.

Los cerdos salvajes, marrones y plateados, altos hasta la cintura de un hombre y bajos de pecho, llegaron a la carrera, ligeros como lobos sobre sus pequeñas pezuñas, con los ojillos inteligentes reluciendo en sus diabólicas jetas y los gruesos músculos del cuello, que sobresalían bajo la cordillera de erizadas cerdas de los lomos, capaces de alzar a un hombre apresado por los enormes y aguzados colmillos.

Prontí! —advirtió el cámara.

No habían comido en tres días. Tras los primeros, apareció el grueso de la tropa, y avanzaron en línea cerrada hacia la meta, sin miedo a los hombres apostados tras la cerca.

Motore! —ordenó Oreste.

Partito! —respondió el cámara.

Las bestias se detuvieron a diez metros del cobertizo hozando y arremolinándose, un matorral de pezuñas y colmillos, con la cerda preñada en el centro. Saltaban hacia delante y volvían atrás como una melé de rugby, mientras Oreste los encuadraba con las manos.

Azione! —chilló a los sardos.

Carlo, que se había acercado a él por la espalda, le dio un tajo en las celulíticas nalgas y dejó que gritara. Lo cogió por la cintura y lo metió de cabeza al corral. Los cerdos cargaron. Oreste, tratando de ponerse en pie, se apoyó en una rodilla, pero la cerda lo golpeó en las costillas y cayó de bruces. Los otros se le echaron encima, gruñendo y chillando; dos jabalíes que se disputaban su cara le arrancaron la mandíbula y se la repartieron como un hueso de la buena suerte. Aun así Oreste casi consiguió incorporarse. Pero enseguida estuvo boca arriba, con la barriga desprotegida y desgarrada, contorsionando brazos y piernas por encima del remolino de lomos, gritando pero incapaz de producir palabras sin la mandíbula.

Carlo oyó un disparo y se volvió. El ayudante del director había soltado la cámara, que seguía rodando, e intentaba huir; pero no lo bastante deprisa como para escapar a la escopeta de Fiero.

Los cerdos, más calmados, empezaron a retirarse con sus trofeos.

—¡Toma azione, maricón! —soltó Carlo, y escupió al suelo.