La armadura del diablo es un magnífico ejemplar de coraza italiana del siglo XV con yelmo provisto de cuernos que cuelga de un muro en el interior de la iglesia parroquial de Santa Reparata, al sur de Florencia, desde 1501. Además de los airosos cuernos, torneados como los de un antílope, presenta la particularidad de que los puntiagudos guanteletes ocupan el lugar de los escarpes, al final de las espinilleras, sugiriendo las pezuñas hendidas de Satán.
Según la leyenda local, el joven que portaba la armadura tomó en vano el nombre de la Virgen cuando pasaba ante la iglesia, y no consiguió quitársela hasta que suplicó el perdón de Nuestra Señora. Luego, la ofrendó a la iglesia como exvoto. Es una pieza impresionante que hizo honor a sus forjadores cuando una bomba de artillería cayó sobre el templo en 1942.
La armadura, cuya superficie exterior está cubierta por una capa de polvo que podría tomarse por fieltro, parece contemplar la nave mientras se celebra la misa. El incienso que se eleva del altar penetra a través de la visera.
Sólo tres personas asisten al oficio. Dos ancianas, ambas de riguroso luto, y el doctor Hannibal Lecter. Los tres comulgan, aunque el doctor parece un tanto reacio a rozar el cáliz con los labios.
El párroco les da la bendición y se retira. Las mujeres se encaminan hacia la puerta. El doctor Lecter prosigue con sus devociones hasta que se queda sólo en el interior del templo.
Desde la galería del órgano, el doctor se inclina sobre la barandilla y haciendo un esfuerzo pasa el brazo entre los cuernos y alza la polvorienta visera del yelmo. Dentro, un anzuelo enganchado a la lengüeta del guardapapo sujeta un sedal anudado a un envoltorio suspendido en el interior de la coraza a la altura que habría ocupado el corazón. El doctor Lecter tira del hilo y saca el paquete con sumo cuidado.
Dentro, pasaportes brasileños de inmejorable factura, carnets, dinero en metálico, libretas de ahorros, llaves. Se lo pone bajo el brazo, dentro del abrigo.
El doctor Lecter no suele perder el tiempo con lamentaciones, pero siente tener que abandonar Italia. En el Palazzo Capponi quedan cosas que le hubiera gustado encontrar y leer. Le hubiera gustado seguir tocando el clavicordio y, tal vez, componer; hubiera podido cocinar para la viuda Pazzi cuando se hubiera sobrepuesto a su dolor.