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La ambulancia aérea turbopropulsada se elevó sobre los tejados rojizos y viró hacia el sudoeste, en dirección a Cerdeña, con la Torre Inclinada de Pisa sobresaliendo por encima del ala de la avioneta, que el piloto inclinó más de lo que hubiera hecho de llevar un paciente vivo.

El frío cuerpo de Matteo Deogracias ocupaba la camilla preparada para el doctor Lecter. Su hermano mayor, Carlo, estaba sentado junto a él con la camisa tiesa de sangre. Carlo Deogracias ordenó al enfermero que se pusiera unos auriculares y subió el volumen de la música mientras hablaba por el teléfono celular con Las Vegas, donde un repetidor codificó su llamada y la transmitió a la costa de Maryland…

Para Mason Verger, noche y día venían a ser lo mismo. En aquel momento estaba durmiendo. Incluso las luces del acuario estaban apagadas. Tenía la cabeza ladeada sobre el almohadón y su único ojo abierto permanentemente, como los de la enorme anguila, que también dormía. No se oían más sonidos que los siseos y suspiros del respirador, y el suave burbujeo del acuario.

Por encima de ellos se oyó otro sonido, suave y urgente. El zumbido del teléfono personal de Mason. Su pálida mano anduvo sobre los dedos como un cangrejo y presionó el interruptor del aparato. El altavoz estaba bajo el almohadón; el micrófono, junto a la ruina de su rostro.

Primero oyó el ruido de fondo de los motores de la avioneta y, enseguida, una melodía empalagosa, Gli innamorati.

—Aquí estoy. Dime.

—Es un puto casino —se oyó decir a Carlo.

—Dime.

—Mi hermano Matteo ha muerto. Ahora mismo tengo la mano encima de su cadáver. Pazzi también está muerto. El doctor Fell los ha matado y ha huido. Mason no respondió enseguida.

—Me debe doscientos mil dólares por Matteo —dijo Carlo—. Para su familia. Los contratos con los sardos siempre incluían cláusulas para el caso de muerte.

—Lo comprendo.

—Pazzi se va a llenar de mierda.

—Mejor que se sepa que estaba sucio —dijo Mason—. Así les costará menos asimilarlo. ¿Estaba sucio?

—Aparte de esto, no lo sé. ¿Y si siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?

—De eso ya me ocuparé yo.

—Pues yo tengo que ocuparme de mí —dijo Carlo—. Esto pasa de la raya. Un inspector jefe de la Questura muerto. Eso no es bueno para mi negocio.

—Tú no has hecho nada, ¿o sí?

—No hemos hecho nada, pero si la Questura mezcla mi nombre con esto, porca Madonna! Me vigilarán para el resto de mi vida. Nadie hará tratos conmigo, no podré ni tirarme un pedo en la calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabía a quién tenía que filmar?

—No lo creo.

—La Questura habrá identificado al doctor Fell mañana o pasado mañana. Oreste atará cabos en cuanto vea las noticias, aunque sólo sea por la coincidencia.

—Oreste está bien pagado. No supone ninguna amenaza para nosotros.

—Para usted, puede que no; pero tiene que presentarse ante el juez por una acusación de pornografía el mes que viene. Ahora tiene algo con lo que negociar. Si no se lo habían dicho, debería empezar a patearle el culo a más de uno. ¿Tanto necesita a Oreste?

—Hablaré con él —dijo Mason cuidadosamente, con la profunda entonación de un anunciante de la radio saliendo de su rostro martirizado—. Carlo, ¿sigues con la caza, no? Ahora tendrás más ganas que nunca de cogerlo, me imagino. Tienes que encontrarlo, por Matteo.

—Sí, pero con su dinero.

—Pues mantén la granja en marcha. Consigue certificados de vacunación contra la peste y el cólera. Consigue jaulas para transporte aéreo. ¿Tienes un pasaporte en condiciones?

—Sí.

—Me refiero a uno bueno, Carlo, no a una de esas mierdas del Trastevere.

—Tengo uno bueno.

—Bien. Te llamaré yo.

Al ir a cortar la conexión en la ruidosa avioneta, Carlo apretó sin darse cuenta el botón de llamada automática. El aparato de Matteo sonó en la mano del muerto, que seguía aferrándolo con la tenacidad del rigor mortis. Por un instante, Carlo esperó que su hermano se llevara el auricular a la oreja. Alelado, pero comprendiendo que su hermano no contestaría, pulsó el botón de corte de llamada. Su cara se contrajo y el enfermero tuvo que desviar la mirada.