Al caer la noche los últimos turistas tuvieron que abandonar el Palazzo Vecchio. Mientras se desparramaban por la plaza, muchos de ellos, sintiendo a sus espaldas el acecho de la fortaleza medieval, no pudieron resistir la tentación de volverse para echar un último vistazo a los dientes de calabaza de las almenas, que se recortaban sobre sus cabezas. Los focos se encendieron, bañaron de luz los ásperos sillares y aguzaron las sombras bajo las altas murallas. Al tiempo que las golondrinas se retiraban a sus nidos, hicieron su aparición los primeros murciélagos, a los que las luces molestaban menos para cazar que los chirridos de alta frecuencia de las máquinas eléctricas de los obreros. En el interior del palacio, los trabajos de restauración y mantenimiento se prolongarían otra hora, excepto en el Salón de los Lirios, donde en ese momento el doctor Lecter le consultaba alguna cosa al encargado de la brigada de reparaciones.
Acostumbrado a la mezquindad y a las agrias exigencias del Comitato delle Belle Arti, al encargado el doctor Fell le pareció el colmo de la cortesía y la generosidad. En cuestión de minutos, los trabajadores se pusieron a guardar su equipo, apartar pulidoras y compresoras arrimándolas a la pared y enrollar cuerdas y cables eléctricos. En un momento dispusieron en el Studiolo la docena de sillas plegables necesaria, y abrieron de par en par las ventanas para que el aire aventara el olor a pintura, barniz y estuco. El doctor Lecter dijo que necesitaba un atril adecuado, y los obreros le encontraron uno tan grande como un pulpito en el antiguo despacho de Nicolás Maquiavelo adyacente al salón, de donde lo trajeron en un carro de mano alto junto con el proyector del palacio. La pequeña pantalla que acompañaba al proyector no lo convenció y mandó retirarla. Para sustituirla, probó a proyectar las imágenes de tamaño natural sobre una de las lonas que protegían un muro ya restaurado. Después de ajustar las sujeciones y alisar las arrugas, encontró la lona de lo más práctica para sus propósitos.
Marcó los pasajes que pensaba utilizar en los pesados volúmenes que había apilado sobre el atril; después permaneció frente a una ventana mientras los miembros del Studiolo, con sus polvorientos trajes negros, iban llegando y ocupaban sus asientos. El tácito escepticismo de los eruditos se hizo evidente cuando cambiaron la disposición en semicírculo de las sillas y las colocaron de forma que recordaban a los bancos de un jurado. A través del alto ventanal, el doctor Lecter podía ver el Duomo y el campanario del Giotto, negros contra el occidente, pero no el Baptisterio tan caro a Dante, situado junto a ellos pero a menor altura. Los focos orientados hacia el edificio le impedían ver la plaza donde lo aguardaban sus asesinos.
Mientras aquellos sabios, los más renombrados especialistas en la Edad Media y el Renacimiento de todo el mundo, acababan de sentarse, el doctor Lecter compuso mentalmente su disertación. Necesitó poco más de tres minutos para organizar el material. El tema era el Infierno de Dante, y Judas Iscariote.
En consonancia con la predilección del Studiolo por el Prerrenacimiento, el doctor Lecter inició su exposición con el caso de Pier della Vigna, protonotario del Reino de Sicilia, cuya avaricia le había valido un lugar en el infierno dantesco. Durante la primera media hora, el doctor fascinó a los presentes con el minucioso relato de las intrigas que empujaron a della Vigna en su caída.
—Della Vigna perdió la vista y el favor de Federico II al traicionar la confianza del emperador movido por la avaricia —explicó el doctor Lecter, acercándose así a su tema principal—. El peregrino dantesco lo encuentra en el séptimo círculo del infierno, el reservado a los violentos. En el caso que nos ocupa, a los violentos contra sí mismos; como Judas Iscariote, della Vigna eligió ahorcarse.
«Judas, Pier della Vigna y Ajitofel, el ambicioso consejero de Absalón, están unidos en Dante por la avaricia y su consiguiente muerte por ahorcamiento.
«Avaricia y horca están indisolublemente unidas en las mentes antigua y medieval. San Jerónimo escribe que el mismo sobrenombre de Judas, Iscariote, significa "dinero" o "precio", mientras que el Padre de la Iglesia Orígenes afirma que Iscariote deriva del hebreo y significa "por ahogo", por lo que el nombre completo querría decir en realidad "Judas el Ahogado" —el doctor Lecter levantó la vista del atril y miró por encima de las gafas hacia la puerta—. Ah, Commendatore Pazzi, bienvenido. Ya que está junto a la puerta, ¿sería tan amable de reducir la intensidad de las luces? Esto le interesará, Commendatore, puesto que ya hay dos Pazzi en el Infierno de Dante… —los eruditos del Studiolo hicieron crujir sus papeles—. Me refiero a Camicion de Pazzi, que asesinó a un individuo de su misma sangre y está esperando la llegada de un segundo Pazzi; pero no es usted, es Carlino, que irá a parar todavía más abajo, al noveno círculo del Averno, por haber vendido a los güelfos blancos, el partido del propio Dante.
Un pequeño murciélago se coló por uno de los ventanales y dio unas cuantas vueltas por la sala sobrevolando las eruditas testas, un incidente habitual en Toscana al que nadie prestó mayor atención.
El doctor Lecter volvió a asumir su tono magistral.
—La avaricia y la horca, así pues, relacionadas desde la Antigüedad, y representadas conjuntamente en imágenes que aparecen y reaparecen una y otra vez en el mundo del arte —el doctor Lecter pulsó el mando a distancia y el proyector plasmó una imagen en la lona que cubría el muro. Las diapositivas se sucedieron con rapidez mientras el sabio proseguía su disertación—: Ésta es la representación más antigua que conocemos de la Crucifixión, tallada en un cofre de marfil de la Galia hacia el cuatrocientos después de Cristo. Uno de los paneles representa la muerte por ahorcamiento de Judas, que tiene el rostro vuelto hacia la rama de la que pende. Y aquí tenemos un estuche relicario de Milán, del siglo IV, y un díptico de marfil del siglo IX; en ambos se puede ver el ahorcamiento de Judas. Sigue mirando hacia arriba.
El murciélago aleteó contra la lona a la caza de insectos.
—En esta plancha de la puerta de la catedral de Benevento, vemos a Judas ahorcado y con las tripas colgando, tal como san Lucas, el médico, lo describe en los Hechos de los Apóstoles. En la siguiente diapositiva pende hostigado por arpías; sobre él, en la luna, se puede ver la cara de Caín. Y aquí, pintado por nuestro querido Giotto, de nuevo con las vísceras al aire.
»Por último, en esta edición del siglo XV del Infierno, la ilustración muestra el cuerpo de Pier della Vigna pendiendo de un árbol sangrante. No insistiré en el obvio paralelo con Judas Iscariote.
»Pero Dante no necesitaba ilustraciones. Su genio le permite hacer que Pier della Vigna siga vivo en el infierno y nos hable con angustiosos susurros y carraspeos sibilantes, ahogándose para siempre. Escuchémoslo mientras nos cuenta cómo, al igual que el resto de los condenados, arrastra su propio cadáver para colgarlo en un árbol de espinas:
Surge in vermena e in planta silvestra:
l'Arpie, pascendo poi de le sue foglie,
fanno dolore, e al dolor fenestra.
El rostro habitualmente blanco del doctor Lecter enrojeció mientras creaba para el Studiolo las gorgoteantes y sofocadas palabras del agonizante Pier della Vigna, sin dejar de apretar el mando a distancia para que las imágenes de della Vigna y de Judas con las tripas al aire se sucedieran en el extenso campo de la lona colgante.
Come l'altre verrem per nostre spoglie,
ma non'pero ch 'alcuna sen rivesta,
che non é giusto aver ció ch'otn si toglie.
Qui le strascineremo, e per la mesta
selva saranno i nostri corpi appesi,
ciascuno al prun de l'ombra sua molesta.
—Así recrea Dante, sin olvidar los sonidos, la muerte de Judas en la muerte de Pier della Vigna, por los mismos crímenes de avaricia y traición.
»Ajitofel, Judas, nuestro Pier della Vigna… Avaricia y horca, las dos caras inseparables de una misma autodestrucción. ¿Y qué dice el anónimo suicida florentino mientras sufre tormento al final del canto?
Lo fei gibetto a me de le mie case.
»"Yo convertí mi casa en mi cadalso." En una próxima ocasión es posible que deseen hablar del hijo de Dante, Pietro. Aunque parezca increíble, fue el único entre los primeros comentaristas del canto decimotercero que relacionó a Pier della Vigna con Judas. También creo que sería interesante abordar el asunto de la masticación en Dante. El conde Ugolino masticando el cogote del arzobispo, Satán con sus tres caras masticando a Judas, Bruto y Casio, todos ellos traidores, como Pier della Vigna… »Les doy las gracias por su amable atención.
Los eruditos aplaudieron con entusiasmo, a su manera floja y solemne, y el doctor Lecter se despidió de ellos sin encender las luces, llamando por su nombre a cada uno y llevando libros en ambos brazos para no tener que estrecharles la mano. Cuando abandonaban la tenue luz del Salón de los Lirios parecían arrastrar consigo el hechizo de la conferencia. El doctor Lecter y Rinaldo Pazzi, solos ya en el gran salón, oían discutir a los eruditos mientras bajaban las escaleras.
—¿Diría usted que he conseguido conservar el puesto, Commendatore?
—No soy un especialista, doctor Fell, pero no cabe duda de que los ha impresionado. Doctor, si no tiene inconveniente, lo acompañaré a casa para recoger las pertenencias de su predecesor.
—Son dos maletas, Commendatore, y usted lleva ya su cartera. ¿Está seguro de que quiere recogerlas?
—Llamaré a un coche patrulla para que me recojan en el Palazzo Capponi.
Pazzi estaba dispuesto a insistir tanto como fuera necesario.
—De acuerdo —dijo el doctor Lecter—. Tardaré un minuto en recoger.
Pazzi asintió, se acercó a los ventanales y sacó el teléfono celular sin apartar los ojos de Lecter.
El inspector se daba cuenta de que el doctor estaba perfectamente tranquilo. Del piso inferior llegaban ruidos de maquinaria.
Pazzi marcó un número y cuando Carlo Deogracias contestó, el inspector dijo:
—Laura, amore, no tardaré en llegar a casa.
El doctor Lecter recogió sus libros del atril y los metió en un bolso. Se volvió hacia el proyector, en el que el ventilador seguía zumbando mientras el polvo danzaba en el haz de luz.
—Tenía que haberles enseñado ésta, no me explico cómo me ha pasado por alto —el doctor proyectó la imagen de un hombre desnudo que colgaba bajo las almenas del palacio—. Usted sin duda la encontrará interesante, Commendatore Pazzi. Permítame que intente enfocarla mejor.
El doctor Lecter toqueteó el aparato; a continuación, se aproximó a la pared, y su negra silueta creció sobre la lona hasta adquirir el mismo tamaño que el ahorcado.
—¿Puede verlo bien? No es posible aumentarla más. Éste es el momento en que le mordió el arzobispo. Y debajo está escrito su nombre.
Pazzi no llegó hasta donde estaba el doctor Lecter, pero al acercarse a la pared percibió un olor químico, que por un instante atribuyó a algún producto de los que usaban los restauradores.
—¿Puede distinguir las letras? Dicen «Pazzi» al lado de un poema un tanto obsceno. Es su antepasado, Francesco, ahorcado en los muros del Palazzo Vecchio, bajo estas ventanas — dijo el doctor Lecter, y sostuvo la mirada del policía a través del haz de luz que los separaba—. A propósito, signor Pazzi, tengo que confesarle algo: estoy considerando seriamente la posibilidad de comerme a su esposa.
Apenas dicho aquello el doctor Lecter dio un tirón a la enorme lona, que se desplomó sobre Pazzi. Éste se debatía bajo ella, tratando de sacar la cabeza mientras el corazón le aporreaba en el pecho; pero el doctor Lecter se colocó rápidamente a su espalda, lo sujetó por el cuello con terrible fuerza y aplastó una esponja empapada en éter contra el trozo de lona que cubría el rostro de Pazzi.
El inspector, con los pies y los brazos arrapados en la lona, se agitaba con todas sus fuerzas y, resollando y trastabillando, aún fue capaz de echar mano a la pistola. Los dos hombres cayeron al suelo y Pazzi intentó apuntar la Beretta hacia atrás por entre sus piernas, apretó el gatillo y se disparó en el muslo segundos antes de hundirse en una espiral de negrura… El disparo de la pequeña bala calibre 380, que cayó en la lona, no había hecho mucho más ruido que los golpetazos y chirridos del piso inferior. Nadie subió h escalera. El doctor Lecter cerró las enormes hojas de la puerta del Salón de los Lirios y echó el pasador…
La sensación de ahogo y las náuseas asaltaron a Pazzi en cuanto empezó a volver en sí. Tenía el sabor del éter agarrado a la garganta y sentía una gran opresión en el pecho. Comprobó que seguía en el Salón de los Lirios y que no podía moverse. Estaba de pie, envuelto en la lona y atado con cuerdas, rígido como un reloj de caja, firmemente amarrado al alto carro de mano que los obreros habían empleado para transportar el atril. Tenía la boca amordazada con cinta aislante. Un torniquete había detenido la hemorragia del muslo. Observándolo, recostado contra el pulpito, el doctor Lecter se acordó de sí mismo inmovilizado en un carro de mano no muy distinto cuando les daba por pasearlo por el manicomio.
—¿Puede oírme, signor Pazzi? Respire hondo mientras pueda y despéjese un poco. Mientras hablaba, sus manos no dejaban de trabajar. Había traído al salón una gran máquina pulidora y manipulaba el grueso cable eléctrico de color naranja, en cuyo extremo estaba haciendo un nudo corredizo. El cable forrado de goma crujía mientras el doctor lo enrollaba en las trece vueltas tradicionales.
Culminó la tarea pegando un fuerte tirón al nudo corredizo y dejó, el cable sobre el pulpito. El enchufe asomaba entre las vueltas de cable al final del nudo.
La pistola de Pazzi, sus esposas de plástico, la navaja y la porra, todo lo que llevaba en los bolsillos y en la cartera estaba encima del atril.
El doctor Lecter buscó entre los papeles. Se guardó bajo la pechera de la camisa la documentación de los carabinieri, que incluía su permesso di sogiomo, su permiso de trabajo y las fotos y negativos de su rostro actual.
Allí estaba también la partitura que había prestado a la signora Pazzi. La cogió y se golpeó los dientes con ella. Sus fosas nasales se dilataron e inspiró con fuerza, con la cara pegada a la de Pazzi.
—Laura, si me permite que la llame por su nombre de pila, debe de usar una estupenda crema de manos por la noche, signore. Resbaladiza. Fría al principio y, al cabo de un momento, caliente —le susurró—. Con olor a azahar. Laura, «el aura». Ummm. Llevo todo el santo día sin probar bocado. De hecho, el hígado y los riñones estarán perfectos para consumirlos enseguida, esta misma noche; pero el resto de la carne tendrá que colgar una semana al fresco, a la temperatura de costumbre. No he visto el pronóstico del tiempo, ¿y usted? Supongo que eso significa «no».
»Si me dice lo que necesito saber, Commendatore, me resultará muy conveniente marcharme sin mi comida. La signora Pazzi permanecerá intacta. Le haré las preguntas y después ya veremos. Puede confiar en mí, ¿sabe? Aunque supongo que debe de costarle confiar en nadie, conociéndose a sí mismo.
»En el teatro me di cuenta de que me había identificado, Commendatore. ¿Se meó en los pantalones cuando me incliné a besar la mano de la signora Laura? Al ver que la policía no me detenía, me resultó evidente que usted me había vendido. ¿A Mason Verger, por casualidad? Parpadee dos veces para el sí.
«Gracias, es lo que pensaba. En cierta ocasión llamé al número que figura en ese aviso suyo que está por todas partes, lejos de aquí, por pura diversión. ¿Están esperándome fuera sus hombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele a embutido de jabalí rancio? Ya veo. ¿Le ha hablado de mí a alguien de la Questura? ¿Ha parpadeado una vez? Eso me había parecido. Ahora quiero que piense durante un minuto y a continuación me diga su código de acceso al archivo VICAP de Quantico. El doctor Lecter abrió su navaja Arpía.
—Voy a quitarle la cinta aislante para que pueda decírmelo —el doctor Lecter le enseñó la navaja—. No intente gritar. ¿Cree que podrá aguantarse sin gritar? Pazzi estaba ronco a causa del éter.
—Le juro por Dios que no sé el código. No puedo recordarlo entero. Podemos ir a mi coche, tengo papeles…
El doctor Lecter le dio la vuelta al carro para que Pazzi pudiera ver la pantalla, y pasó adelante y atrás las imágenes de Pier della Vigna ahorcado y Judas colgando con las tripas al aire.
—¿Cómo le gusta más, Commendatore? ¿Con las tripas dentro o fuera?
—El código está en mi agenda.
El doctor Lecter la cogió y pasó las hojas ante los ojos de Pazzi hasta encontrar el número, mezclado con los de teléfono.
—¿Y se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?
—Sí —carraspeó Pazzi.
—Gracias, Commendatore.
El doctor Lecter inclinó el carro hacia atrás y empujó a Pazzi hacia los ventanales.
—¡Escúcheme, doctor! ¡Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciará nunca. Nunca lo dejará tranquilo. No puede ir a su casa a por dinero, la están vigilando. El doctor Lecter usó dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro sobre el alféizar al balcón del otro lado.
Pazzi sintió la fría brisa en el rostro. Había empezado a hablar atropelladamente.
—¡No podrá salir vivo del edificio! ¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesenta millones de liras en metálico, cien mil dólares! Déjeme llamar a mi mujer. Le diré que coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.
El doctor fue a buscar el cable al atril y lo llevó arrastrando hasta el balcón. Había asegurado el otro extremo con varios nudos alrededor de la enorme pulidora. Pazzi no había dejado de hablar:
—Me llamará al teléfono celular cuando esté ahí fuera, y luego se marchará. Tengo el pase de la policía en el coche, podrá traerlo hasta la plaza. Hará todo lo que yo le diga. Verá el humo del tubo de escape, doctor. Podrá mirar abajo y ver que está en marcha, con las llaves puestas.
El doctor Lecter apoyó a Pazzi contra la barandilla del balcón, que le llegaba a la altura de los muslos.
Pazzi miró la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde Savonarola fue quemado, donde se había prometido que vendería a aquel hombre a Mason Verger. Alzó la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa, coloreadas por los reflectores, y deseó con todas sus fuerzas que Dios pudiera verlo.
Intentó no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la plaza, hacia su muerte, y escrutó el resplandor deseando contra toda razón que los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo sostuvieran de algún modo, que pudiera agarrarse a sus rayos. Sintió la fría goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo del ojo.
—Arrivederci, Commendatore.
La Arpía brilló a su alrededor hasta cortar la última ligadura que lo unía al carro, y Pazzi vaciló un instante antes de perder el equilibrio y cayó por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que ascendía a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras dentro del salón la pulidora corría por el entarimado hasta chocar con la barandilla, que la inmovilizó. La cuerda dio un tirón y el cuerpo saltó hacia arriba, con el cuello partido y las tripas colgando.
Pazzi y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio inundado de luz; el hombre pataleó de forma espasmódica, pero ya no se ahogaba, estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los sillares mientras el cadáver se columpiaba con las vísceras oscilando entre sus pies en un arco más amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad asomaba en una erección póstuma. Carlo salió como una exhalación del vano de una puerta con Matteo pisándole los talones, y atravesó la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas, dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocámaras hacia los muros.
—Es un truco —dijo alguien en inglés cuando pasaban a su lado.
—Matteo, cubre la puerta de atrás. Si sale, mátalo y córtalo —dijo Carlo, manejando el teléfono celular en plena carrera.
Ya dentro del palacio, subió los peldaños como un poseso hasta el primer piso, hasta el segundo… La enorme puerta del salón estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo apuntó el arma hacia la figura proyectada en el muro; luego, corrió al balcón. En unos segundos había inspeccionado también el despacho de Maquiavelo. Usando el teléfono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en la furgoneta aparcada ante el museo.
—Id a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo —Carlo volvió a marcar—: ¿Matteo?
El teléfono de Matteo sonó en el bolsillo de su chaqueta mientras trataba de recuperar el aliento ante la puerta posterior del palacio, cerrada a cal y canto. Había recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que la puerta no cedía, con la mano en la pistolera del cinturón, bajo el abrigo.
Abrió el teléfono.
—Pronto!
—¿Ves algo?
—La puerta está cerrada.
—¿El techo?
Matteo volvió a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que se había abierto justo sobre su cabeza.
Carlo oyó un crujido y un grito en el auricular, y echó a correr escaleras abajo, se cayó en un rellano, se levantó y siguió corriendo, pasó junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las estatuas que flanqueaban la entrada, dobló la esquina y aceleró hacia la parte posterior del palacio atropellando a unas cuantas parejas. Todo estaba oscuro y él corría con el teléfono chirriando en su mano como un animalillo herido. Una silueta blanca cruzó la calle a unos metros por delante y se interpuso en la trayectoria de un motorino, que la despidió contra el suelo; volvió a levantarse y se abalanzó hacia una tienda en la otra acera de la callejuela, chocó contra el escaparate, se dio la vuelta y corrió a ciegas, como un espantajo blanco, gritando «¡Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras se extendían por la desgarrada lona que lo cubría. Carlo sujetó entre los brazos a su hermano, cortó las esposas de plástico que ataban la lona, como una máscara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quitó de encima. Estaba cubierto de cuchilladas que le atravesaban el rostro, el abdomen, lo bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire. Carlo lo dejó el tiempo imprescindible para correr hasta la esquina y mirar en todas direcciones; luego, volvió junto a su hermano. Mientras las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el doctor Lecter se estiró las mangas de la camisa y caminó hasta una gelateria en la cercana Piazza de Giudici. Las motocicletas y los motorinos estaban alineados contra el bordillo de la acera.
Se acercó a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de gran cilindrada.
—Joven, estoy desesperado —dijo con una sonrisa apesadumbrada—. Si no estoy en la Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata —le enseñó un billete de cincuenta mil liras—. Fíjese si aprecio a mi mujer.
—¿Es todo lo que quiere? ¿Que lo lleve? —le preguntó el joven. El doctor Lecter le enseñó las palmas de las manos.
—Que me lleve.
La veloz motocicleta se abrió paso entre las hileras del tráfico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el joven motorista y cubierto con un casco que olía a espuma moldeadora y perfume. El piloto, que sabía lo que se hacía, dejó la Via de Serragli en dirección a la Piazza Tasso y avanzó por la Via Villani hasta torcer por el angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente máquina resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona que se desgarra, lo que agradó al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume barato del casco. Pidió al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del domicilio del conde Montauto, donde había vivido Nathaniel Hawthorne. El joven se guardó el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la luz trasera de la Ducati desapareció rápidamente carretera abajo.
Regocijado por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recuperó las llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenía en carne viva el pulpejo de la mano, que el guante había desprotegido al arrojar la lona sobre Matteo y saltar sobre él desde el primer piso del palacio. Se puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infección y sintió un alivio inmediato.
El doctor Lecter buscó entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se decidió por Scarlatti.