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Mañana del viernes. Una pequeña habitación en el ático del Palazzo Capponi. Tres de las paredes encaladas están desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza ladeada hacia el ángulo de la firma como la de un pájaro curioso y los ojos en forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.

El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la estrecha cama, con las manos cruzadas sobre el pecho. Abre los ojos y, ya completamente despierto, el sueño sobre su hermana Mischa, muerta y digerida hace mucho tiempo, se transforma sin solución de continuidad en lúcida conciencia: peligro entonces, peligro ahora.

La certeza de estar en peligro no le quita el sueño, ni más ni menos que haber matado al carterista.

Vestido para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia los amplios espacios del palacio.

Ahora es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas estancias del edificio, libertad que nunca deja de subírsele a la cabeza después de tantos años de encierro en una celda subterránea.

Así como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio están impregnados de intelecto, el aire de la Biblioteca Capponi vibra con presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin apresuramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo. Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer…

El doctor Lecter abre su ordenador portátil y, a través del Departamento de Criminología de la Universidad de Milán, entra en el sitio web del FBI —www.fbi.gov—, como un particular más. Averigua que el Subcomité Judicial encargado de juzgar la operación antidroga de Clarice Starling aún no ha fijado una fecha. No tiene los códigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la página «Más buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un terrorista y un pirómano.

El doctor Lecter rescata el periódico de entre un montón de pergaminos, contempla la fotografía de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpía», tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la página del National Tattler con la misma facilidad con que seccionó la arteria femoral del gitano: la hoja entró en la ingle y volvió a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.

El doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de pergamino en blanco.

Coge una pluma y, con artística desenvoltura, dibuja en el pergamino el cuerpo de una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con elegante letra redonda: ¿Se te ha ocurrido preguntar alguna vez, Clarice, por qué no te comprenden los filisteos? Porque eres la respuesta a la adivinanza de Sansón: eres la miel en la boca del león.

A quince kilómetros de allí, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el instrumental, mientras su hermano Matteo practicaba una serie de llaves de yudo en la espesa hierba con los otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y rápidos; Fiero había sido jugador del equipo de fútbol profesional de Cagliari, aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un inglés aceptable y a veces rezaba con sus víctimas. Carlo había alquilado legalícente la furgoneta Fiat blanca con matrícula de Roma. Los rótulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los costados, y las paredes y el suelo del interior, cubiertos con mantas de mudanza, por si el sujeto se resistía una vez dentro del vehículo.

Carlo llevaría a cabo la operación tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se veía obligado a matar al doctor Lecter en la península, lo que frustraría la filmación, no todo estaría perdido. Carlo se sabía capaz de acabar con el doctor Lecter y cortarle manos y cabeza en menos de un minuto.

Si no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podría cortarle el pene y un dedo, suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plástico sellada al vacío y conservada en hielo, llegarían a manos de Mason en menos de veinticuatro horas, lo que haría acreedor a Carlo a una recompensa, además de a los honorarios acordados.

Bien colocados tras los asientos había una pequeña sierra mecánica, palas de mango largo, un sierra quirúrgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plástico con cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar los brazos del doctor, y un contenedor de DHL Express con los gastos de envío por avión ya pagados, adecuado a una estimación de seis kilos para la cabeza y un kilo para cada mano.

Si tenía oportunidad de grabar en vídeo una matanza de urgencia, Carlo estaba seguro de que Mason pagaría por ver la amputación en vivo del doctor Lecter, incluso después de haber apoquinado un millón de dólares por la cabeza y las manos. A tal fin se había hecho con una buena cámara, una fuente de luz y un trípode, y había enseñado a Matteo lo imprescindible para usarla.

Su instrumental de caza se había beneficiado de la misma escrupulosidad. Fiero y Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaídas. Carlo disponía de una hipodérmica y de una pistola de dardos cargados con suficiente tranquilizante para animales Acepromazine como para tumbar a uno del tamaño del doctor Lecter en cuestión de segundos. Le había dicho a Rinaldo Pazzi que emplearía en primer lugar la pistola de aire comprimido, que estaba cargada y lista; pero si se le presentaba la oportunidad de clavarle la hipodérmica en el culo o en las piernas, la pistola sería innecesaria.

Los secuestradores no pasarían más de cuarenta minutos en la península con su presa, el tiempo necesario para llegar al aeródromo de Pisa, donde los estaría esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba más cerca, tenía menos tráfico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar más.

En menos de hora y media estarían en Cerdeña, donde el comité de bienvenida del doctor se había vuelto insaciable.

Carlo lo había sopesado todo en su inteligente y hedionda cabeza. Mason no era un idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el menor daño; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa. Mason no quería problemas por el asesinato de un policía. Más valía hacer las cosas a su manera. Pero al sardo le salían sarpullidos sólo de pensar en lo que hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera encontrado al doctor Lecter por sí mismo. Probó la sierra mecánica. Se puso en marcha a la primera.

Carlo conferenció brevemente con los otros, y salió hacia la ciudad montado en un pequeño motorino, armado tan sólo con una navaja, una pistola y una hipodérmica.

El doctor Hannibal Lecter abandonó la ruidosa calle para penetrar a primera hora en la Farmacia di Santa María Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la Tierra. Se quedó unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados, aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los ingredientes de los obradores. El portero se había acostumbrado a sus visitas y los dependientes, desdeñosos por lo general, lo trataban con enorme respeto. Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia no debían de superar las cien mil liras, pero elegía y combinaba las fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos mercaderes de aromas, que vivían del olfato.

Para preservar aquel placer, había renunciado a alterar su nariz con otra rinoplastia que no fueran inyecciones de colágeno en la parte exterior. Para el doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nítidos como colores, que podía superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre otros aún húmedos. No había lugar más distinto a una cárcel que aquel. Allí el aire era música, y estaba saturado de pálidas lágrimas de incienso esperando a ser extraídas, de bergamota amarilla, madera de sándalo, cinamomo y mimosa concertadas sobre un sustrato al que el genuino ámbar gris, la algalia, el castóreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.

A veces, se imaginaba que podía oler con las manos, con los brazos y las mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el rostro y con el corazón. Por buenas razones anatómicas, el olfato sirve a la memoria con más prontitud que ningún otro sentido.

Recuerdos fragmentarios como fogonazos acudían a su memoria mientras permanecía bajo la suave luz de las hermosas lámparas modernistas de la Farmacia, aspirando, aspirando… Allí no había nada que pudiera recordarle la cárcel. Excepto… ¿qué era aquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, era ella. Pero no el Air du Temps que había percibido en cuanto la chica abrió el bolso junto a los barrotes de su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendían esos perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah… Sapone di mandorle. El famoso jabón de almendras de la Farmacia. ¿Dónde lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando él le tocó un dedo durante un instante, poco antes de escaparse. Starling, sí. Limpia y rica en texturas. Algodón tendido al sol y planchado. Clarice Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm. En contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con malos olores, y allí, en la Farmacia, tal vez se encontraba tan lejos como era posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.

Contra su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compró un montón de jabones, lociones y aceites de baño. Se llevó consigo unos cuantos; los demás los enviaría la farmacia, con las etiquetas que él mismo redactó en su elegante letra redonda.

—¿Desearía el Dottore incluir una nota? —le preguntó el dependiente.

—¿Por qué no? —contestó el doctor Lecter, y deslizó en la caja, doblado, el dibujo del grifo.

La Farmacia di Santa María Novella está adosada a un convento de la Via Scala, y Carlo, siempre tan piadoso, se quitó el sombrero mientras aguardaba cerca de la entrada al establecimiento, bajo una hornacina de la Virgen. Había notado que la presión de aire de las puertas interiores del vestíbulo hacía que las exteriores se movieran segundos antes de que alguien las empujara para salir. Eso le daba tiempo para esconderse y espiar cada vez que un cliente iba a abandonar el edificio.

Cuando salió el doctor Lecter llevando el delgado portafolios, Carlo estaba bien oculto tras el puesto de un vendedor de postales. El doctor echó a andar. Al pasar bajo la imagen de la Virgen, alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron mientras miraba la estatua y husmeaba el aire.

Carlo supuso que se trataba de un gesto devoto. Se preguntó si el doctor Lecter sería religioso, como suele ocurrir con los locos. Quizá pudiera conseguir que maldijera a Dios en el momento de la verdad; seguro que Mason sabría apreciarlo. Por supuesto, habría que mandar al piadoso Tommaso a donde no pudiera oírlo.

A última hora de la tarde, Rinaldo Pazzi escribió una carta a su mujer en la que incluía un soneto trabajosamente compuesto al principio de su noviazgo que nunca se había atrevido a enseñarle. Introdujo en el sobre los códigos necesarios para reclamar el dinero en custodia en Suiza, junto con una carta para que la enviara a Mason si éste se negaba a pagar. Dejó el sobre en un lugar en que sólo lo encontraría si tenía que ordenar sus efectos personales.

A las seis en punto, condujo su pequeño motorino hasta el Museo Bardini y lo encadenó a una barandilla de hierro en la que los últimos estudiantes de la jornada estaban recogiendo sus bicicletas. Vio la furgoneta blanca con rótulos de ambulancia aparcada cerca del museo y supuso que sería la de Carlo. Dentro había dos hombres. Cuando se volvió, sintió que le clavaban los ojos en la espalda.

Tenía tiempo de sobra. Las farolas ya estaban encendidas y caminó despacio hacia el río bajo las sombras propicias que proyectaban los árboles del museo. Al cruzar el Ponte alie Grazie, se asomó un momento para contemplar el perezoso Arno, y se permitió las últimas reflexiones sosegadas. La noche sería oscura. Perfecto. Las nubes bajas se deslizaban veloces sobre Florencia en dirección este, rozando la cruel aguja del Palazzo Vecchio, y una brisa cada vez más fuerte levantaba una polvareda de arenilla y excrementos de paloma pulverizados en la plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigió hacia la iglesia llevando en los bolsillos una Beretta 380, una porra de cuero basto y una navaja, dispuesto a usarlas con el doctor Lecter en caso de que fuera necesario matarlo.

La iglesia de Santa Croce cierra a las seis en punto, pero un sacristán dejó entrar a Pazzi por una pequeña puerta lateral. No quiso preguntarle si el «doctor Fell» estaba trabajando; prefirió comprobarlo por sí mismo y caminó a lo largo del muro con precaución. Los cirios que ardían en los altares de las capillas proporcionaban suficiente luz. Recorrió la extensión de la nave hasta tener una perspectiva del brazo derecho del crucero. Más allá de las velas votivas, costaba ver si el doctor Fell estaba en la Capilla Capponi. Avanzó por el crucero procurando no hacer ruido. Mirando. Una gran sombra se alzó en el muro de la capilla y durante unos segundos Pazzi contuvo la respiración. Era Lecter, inclinado sobre su lámpara, que había colocado en el suelo para calcar las inscripciones. El doctor se incorporó, miró hacia la oscuridad como un búho, volviendo la cabeza en el cuerpo inmóvil e iluminado desde abajo, con su enorme sombra vacilando tras él. Al cabo de un momento la sombra se encogió en el muro cuando el hombre se agachó para seguir trabajando.

Pazzi sintió que el sudor le recorría la espalda bajo la camisa, pero su cara permanecía impasible.

Faltaba una hora para el comienzo de la reunión en el Palazzo Vecchio, y Pazzi tenía intención de llegar tarde.

En su severa belleza, que reconcilia círculo y cuadrado, la capilla que Brunelleschi construyó en Santa Croce para la familia Pazzi es una de las obras maestras de la arquitectura renacentista. Es una estructura independiente a la que se accede atravesando un claustro con arcos.

Arrodillado en la piedra, Pazzi rezó en la capilla familiar mientras su propio rostro, más arriba, lo observaba desde el medallón de Della Robbia. Sentía sus plegarias constreñidas por el círculo de apóstoles del techo, y pensó que tal vez escaparían por el oscuro claustro al que daba la espalda y volarían hacia el cielo abierto, hacia Dios.

Se esforzó en visualizar algunas de las cosas buenas que podría hacer con el precio del doctor Lecter. Se vio en compañía de su mujer dando monedas a unos golfillos, y vislumbró una especie de artilugio sanitario que entregaban a un hospital. Vio las olas de Galilea, que se parecían enormemente a las de Chesapeake. Vio la mano rosa y bien torneada de su mujer en torno a su polla, apretándola para acabar de hinchar el capullo. Miró a su alrededor para comprobar que seguía solo, y habló con Dios en voz alta:

—Gracias, Padre, por permitir que elimine a ese monstruo, monstruo de monstruos, de la faz de Tu Tierra. Gracias de parte de las almas a las que ahorraremos dolor. Si aquel «nosotros» era mayestático o se refería a la sociedad que Pazzi había formado con Dios, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única respuesta. La parte de Pazzi incapaz de contemporizar le dijo que él y el doctor Lecter habían matado juntos, que Gnocco había sido víctima de ambos, desde el momento en que Pazzi no hizo nada por salvarlo y sintió alivio cuando la muerte selló sus labios.

Era indudable que la oración proporcionaba consuelo, reflexionó Pazzi al abandonar la capilla. Mientras atravesaba el oscuro claustro tuvo la nítida sensación de que no estaba solo.

Carlo, que esperaba bajo el alero del Palazzo Piccolomini, cogió el paso del policía. Apenas se dijeron nada. Dieron la vuelta al Palazzo Vecchio y confirmaron que la puerta de la Via dei Leoni estaba cerrada, y cerradas las ventanas de aquella fachada. La única puerta que permanecía abierta era la de la entrada principal.

—Bajaremos la escalinata y doblaremos la esquina del palacio para coger la Via Neri —dijo Pazzi.

—Mi hermano y yo estaremos en el pórtico de la Loggia. Los seguiremos a buena distancia. Los otros esperan en el Museo Bardini.

—Los he visto.

—Y ellos a usted —dijo Carlo.

—¿Hará mucho ruido la pistola de aire comprimido?

—No mucho, menos que una pistola normal; pero será oírla y verlo caer redondo. Carlo no le dijo que Fiero la dispararía amparado en las sombras del museo mientras Pazzi y el doctor Lecter estaban aún en la zona iluminada. No quería que Pazzi se apartara del doctor y lo alertara antes del disparo.

—Tiene que confirmarle a Mason que lo han cogido. Tiene que hacerlo esta misma noche —dijo Pazzi.

—No se apure. Ese cabrón va a pasar la noche suplicándole a Mason por teléfono —respondió Carlo, mirándolo por el rabillo del ojo para ver si conseguía ponerlo nervioso—. Al principio le pedirá que le perdone la vida; después de un rato, le implorará que lo mate.