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Impruneta es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las villas de las colinas que la rodean, a varios kilómetros de distancia, puede verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una linterna para leer los epitafios.

Rinaldo Pazzi llegó a las nueve menos cinco con un pequeño ramo de flores que tenía intención de depositar en una tumba cualquiera. Entró en el recinto y caminó despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de sepulturas.

Sentía la presencia del otro hombre, aunque no podía verlo.

Carlo habló desde detrás de un mausoleo que lo ocultaba por completo.

—¿Puede recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenía acento sardo.

«Bien, tal vez supiera lo que se hacía.»

—Todas las floristas son unas ladronas —contestó Pazzi.

Carlo surgió de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido y ágil de extremidades, y Pazzi pensó que tenía algo de salvaje. Llevaba una chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabalí en la cinta. Pazzi calculó que le sacaba unos siete centímetros de envergadura y diez de altura. Debían de pesar poco más o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que podría encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestión de cinco minutos. El resplandor de las lamparillas de las tumbas los iluminaba desde abajo.

—El palacio tiene un buen sistema de alarma —dijo Pazzi.

—Ya le he echado un vistazo. Tendrá que decirme quién es.

—Hablará en una reunión mañana por la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?

—Claro —Carlo quiso presionar al policía, demostrarle quién llevaba las riendas—. ¿Estará con él, o es que le da miedo? Usted hará lo que le pagan para hacer. Tendrá que señalármelo.

—Cierre la bocaza. Yo cumpliré mi parte, lo mismo que usted. O se jubilará en Volterra, de puto, lo que más le guste.

En el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor. Se dio cuenta de que había juzgado mal al policía. Extendió las manos abiertas en son de paz.

—Cuénteme lo que necesito saber.

Carlo se acercó a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el pequeño mausoleo. Por la senda se acercaba una pareja cogida de la mano. Carlo se quitó el sombrero y los dos hombres permanecieron inmóviles, con las cabezas inclinadas. El inspector puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado sombrero de Carlo le llegó un olor rancio, como a embutido hecho de algún animal capado sin maña, e irguió la cabeza para evitarlo.

—Es rápido con la navaja. Y apunta bajo.

—¿Tiene pistola?

—No lo sé. Nunca la ha usado, que yo sepa.

—No quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente alrededor.

—¿Cómo piensa reducirlo?

—Eso es asunto mío.

Carlo se metió en la boca un colmillo de venado y mascó la ternilla haciendo sobresalir los dientes de vez en cuando.

—Y mío —replicó Pazzi—. ¿Cómo piensa hacerlo?

—Lo atontaré con una pistola de aire comprimido, le echaré una red y luego puede que le ponga una inyección. Tendré que mirarle los dientes rápido, por si lleva veneno en una funda.

—Tiene que hablar en una reunión. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si trabaja mañana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, irá andando desde allí al Palazzo Vecchio. ¿Conoce Florencia?

—Bastante bien. ¿Podrá conseguirme un pase de vehículos para el casco antiguo?

—Sí.

—No lo cogeré al salir de la iglesia —dijo Carlo. Pazzi asintió.

—Es mejor que aparezca en la reunión. Después puede que no lo echen en falta durante dos semanas. Cuando salga tengo una excusa para acompañarlo hasta el Palazzo Capponi…

—No quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estará alerta, mirará a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.

—Escúcheme. Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vecchio, porque la de la Via dei Leoni ya estará cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el río por el Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos árboles que tapan las farolas. A esas horas la escuela está cerrada y hay mucha tranquilidad.

—Digamos entonces que en el Museo Bardini, pero podría hacerlo antes si se presenta la ocasión, más cerca del palacio, o durante el día, si se huele algo y trata de huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quédese con él hasta que la pistola lo deje sin sentido, y luego lárguese deprisa.

—Lo quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.

—Créame, habrá desaparecido de la faz de la tierra, y con los pies por delante —le dijo Carlo, e hizo asomar el diente de venado entre la sonrisa que le produjo su propia broma.