Rinaldo Pazzi hubiera preferido vigilar ininterrumpidamente a su presa del Palazzo Capponi, pero no podía.
En lugar de eso, aún extasiado por la contemplación del dinero, no tuvo más remedio que enjaretarse el traje de etiqueta y asistir con su mujer al esperado concierto de la Orquesta de Cámara de Florencia.
El Teatro Piccolomini, construido en el siglo XIX como copia a media escala del glorioso Teatro La Fenice de Venecia, es un joyero barroco de dorados y terciopelo, con el espléndido techo abarrotado de querubines que desafían las leyes de la gravedad. No está de más que el teatro sea tan hermoso, porque los intérpretes suelen necesitar toda la ayuda que puedan obtener.
Es injusto, aunque inevitable, que la música sea juzgada en Florencia con el mismo rasero que se aplica a su inigualable patrimonio artístico. El público florentino constituye un amplio y exigente grupo de melómanos, lo cual no tiene nada de extraordinario en Italia; pero a menudo su hambre de música queda insatisfecha.
Pazzi se deslizó al asiento contiguo al de su mujer en medio de los aplausos que despidieron la obertura.
Ella le ofreció la fragante mejilla. Pazzi sintió que el corazón le henchía el pecho al admirarla en su traje de noche, lo bastante escotado como para que un tibio aroma surgiera desde el canalillo de los senos; sobre el regazo tenía la partitura en la elegante cubierta de Gucci que él le había regalado.
—Suenan infinitamente mejor con el nuevo viola —le susurró ella al oído. El excelente viola da gamba había sido contratado para sustituir a otro, inepto hasta decir basta y primo de Sogliato, que había desaparecido en extrañas circunstancias hacía unas semanas.
El doctor Hannibal Lecter contemplaba el patio de butacas desde uno de los palcos superiores, solo, inmaculado en su esmoquin, con la cara y la pechera flotando en la oscuridad del palco enmarcado por las barrocas molduras doradas.
Pazzi lo descubrió cuando se encendieron las luces brevemente después del primer movimiento, y en el instante en que iba a volver la vista, la cabeza del doctor giró como la de un búho y sus ojos se encontraron. Pazzi apretó la mano de su mujer lo bastante fuerte como para que se volviera a mirarlo; a partir de ese momento, Pazzi no apartó los ojos del escenario, mientras sentía el muslo de su mujer contra el dorso caliente de la mano, que ella retenía entre las suyas.
En el descanso, cuando Pazzi volvió de la cafetería trayéndole un refresco, el doctor Lecter estaba de pie junto a ella.
—Buenas noches, doctor Fell —lo saludó Pazzi.
—Buenas noches, Commendatore —dijo el doctor. Aguardó con la cabeza levemente inclinada, hasta que Pazzi no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.
—Laura, permíteme que te presente al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es la signara Pazzi, mi esposa.
La signara Pazzi, habituada a que alabaran su belleza, encontró lo que ocurrió a continuación encantadoramente divertido, aunque su marido no pensara lo mismo.
—Le agradezco el privilegio que me concede, Commendatore —dijo el doctor. Su lengua, roja y puntiaguda, apareció un instante entre los dientes antes de que se inclinara ante la mano de la signora Pazzi y acercara sus labios a la piel, tal vez más de lo acostumbrado en Florencia, ciertamente lo bastante como para que la mujer sintiera la respiración en su piel.
Los ojos del hombre la miraron antes de alzar de nuevo la reluciente cabeza.
—Me parece que aprecia usted particularmente a Scarlatti, signora Pazzi.
—Así es, en efecto.
—Ha sido encantador verla seguir la partitura. Hoy en día apenas lo hace nadie. Espero que esto le interese —cogió el portafolios que llevaba bajo el brazo y le enseñó una partitura antigua, manuscrita en pergamino—. Procede del Teatro Capranica de Roma, y es de 1688, el año en que se escribió la obra.
—Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!
—He marcado sobre papel de celofán algunas de las diferencias respecto a la partitura moderna a lo largo del primer movimiento —explicó el doctor Lecter—. Tal vez la divierta hacer lo mismo con el segundo. Por favor, cójala. Siempre puedo recuperarla del signor Pazzi; por supuesto, si el Commendatore no tiene inconveniente… El doctor lo miró con intensidad mientras aguardaba su respuesta.
—Si te apetece, Laura… —dijo Pazzi. De pronto lo asaltó una idea—. ¿Tiene intención de presentarse ante el Studiolo, doctor?
—Por supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato está . impaciente por verme desacreditado.
—Yo estaré en el casco antiguo —le informó Pazzi—. Aprovecharé para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los dragones del Studiolo para ganarse la sopa.
—Estoy seguro de que canta de maravilla, doctor —dijo ella mirándolo con sus enormes ojos negros, dentro de los límites de la decencia, pero próxima a rebasarlos. El doctor Lecter sonrió enseñando dos hileras de blancos dientecillos.
—Madame, si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaría el diamante Cape para que lo luciera. Hasta el viernes por la noche, Commendatore.
Pazzi se aseguró de que el doctor regresaba a su palco, y no volvió a mirarlo hasta que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.
—Te regalé el Fleur du Ciel para tu cumpleaños —dijo Pazzi.
—Sí, y me encanta, Rinaldo —respondió la signora Pazzi—. Tienes un gusto exquisito.