Viaje de ida y vuelta en un día a Ginebra para ver el dinero.
El avión del puente aéreo a Milán, un ruidoso reactor Aerospatiale, trepó a los cielos de Florencia a primeras horas de la mañana y se meció sobre los viñedos, cuyas separadas hileras parecían una torpe maqueta de la Toscana hecha por un especulador de terrenos. Algo extraño ocurría con los colores del paisaje; las piscinas de las nuevas villas de los extranjeros ricos tenían un azul raro. A Pazzi, que miraba por la ventanilla del avión, le parecían del azul lechoso de un ojo de inglés viejo, un tono fuera de lugar entre los oscuros cipreses y los plateados olivos.
Los ánimos de Rinaldo Pazzi ascendían con el avión al pensar que no se haría viejo allí, a expensas del capricho de sus superiores, aguantando mecha para conseguir la pensión. Lo había atormentado el temor a que Lecter desapareciera después de matar a Gnocco. Cuando volvió a ver encendida la lámpara de trabajo del doctor en Santa Croce, sintió un alivio enorme; el doctor pensaba que no corría peligro.
La muerte del gitano no produjo la menor agitación en la Questura, donde la atribuyeron a algún ajuste de cuentas entre traficantes de drogas; por suerte, se habían encontrado jeringuillas usadas cerca del cuerpo, cosa nada rara en Florencia, donde se distribuían gratis.
Un viaje para ver el dinero. Había sido exigencia suya.
La visualización interna de Pazzi era capaz de recordar algunas imágenes con pelos y señales: la primera vez que se vio el pene en erección; la primera que vio su propia sangre; la primera mujer que vio desnuda; el primer puño borroso que vio acercarse a su rostro. Recordaba cierta ocasión en que entró por casualidad en la capilla lateral de una iglesia de Siena y sus ojos toparon de pronto con el rostro de santa Catalina de Siena, una cabeza de momia enmarcada en una impoluta toca blanca y guardada dentro del relicario en forma de iglesia.
Ver tres millones de dólares estadounidenses le produjo un impacto semejante. Trescientos fajos de billetes de cien con números de serie no consecutivos. En una habitación pequeña y desnuda, parecida a una capilla, en las oficinas del Crédit Suisse de Ginebra, el abogado de Mason Verger enseñó el dinero a Rinaldo Pazzi. Lo trajeron de la cámara acorazada con un carrito, en cuatro cajas de seguridad profundas y numeradas con placas de cobre. El Crédit Suisse puso a su disposición una máquina de contar billetes, una balanza y un empleado para utilizarlas. Pazzi hizo salir al empleado. Puso las manos sobre el montón de billetes una sola vez.
Rinaldo Pazzi era un investigador muy competente. Había descubierto y detenido a auténticos virtuosos del timo durante veinte años. Mientras estaba ante todo aquel dinero y escuchaba las instrucciones del abogado, no percibió la más mínima nota falsa; si les entregaba a Hannibal Lecter, ellos le entregarían el dinero.
Con la sangre agolpándosele en la cabeza, comprendió que aquella gente iba en serio; Mason Verger pagaría sin pestañear. Y no se hacía ilusiones respecto a la suerte del doctor. Estaba a punto de venderlo para que lo torturaran y lo mataran. Se ha de hacer justicia a Pazzi, que al menos reconocía en su fuero interno lo que estaba haciendo. «Nuestra libertad vale más que la vida del monstruo. Nuestra felicidad es más importante que su sufrimiento», pensó con el frío egoísmo de los desesperados. Si el «nuestra» era mayestático o incluía a Rinaldo y a su mujer, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única respuesta.
En aquel cuarto, fregado y suizo, inmaculado como una toca, Pazzi hizo el voto definitivo. Apartó la mirada del dinero y asintió. Entonces el abogado, el señor Konie, se acercó a una de las cajas, contó cien mil dólares y se los entregó.
El señor Konie habló brevemente por un teléfono móvil y luego se lo tendió a Pazzi.
—Es una línea terrestre, cifrada —le dijo.
Pazzi escuchó la voz de un norteamericano que hablaba con un ritmo peculiar; soltaba las frases en una sola espiración seguida de una pausa y se comía las oclusivas. El sonido lo angustiaba ligeramente, como si estuviera pugnando por respirar a la vez que su interlocutor.
Sin otro preámbulo, la pregunta:
—¿Dónde está el doctor Lecter?
Pazzi, con el dinero en una mano y el teléfono en la otra, no titubeó
—Investigando en el Palazzo Capponi, en Florencia. Es el… conservador.
—¿Tendría la bondad de mostrar su identificación a el señor Konie y pasarle el teléfono? No dirá su nombre por el aparato.
El señor Konie consultó una lista que se sacó del bolsillo y dijo a Mason unas palabras acordadas previamente como clave; luego, volvió a darle el teléfono.
—Tendrá el resto del dinero cuando el sujeto esté en nuestras manos, vivo —dijo Mason—. Usted no tiene que atraparlo, pero sí identificarlo para nosotros y ponerlo en nuestras manos. También quiero sus papeles, todo lo que tenga sobre el doctor. ¿Vuelve a Florencia hoy mismo? Recibirá instrucciones esta noche para un encuentro cerca de Florencia. Tendrá lugar como muy tarde mañana por la noche. En él recibirá instrucciones del hombre que se hará cargo del doctor Lecter. Le preguntará si conoce a alguna florista. Respóndale que todas las floristas son unas ladronas. ¿Me comprende? Quiero que le preste su cooperación.
—No quiero al doctor Lecter en mi… No lo quiero cerca de Florencia cuando…
—Comprendo su inquietud. No se preocupe, no lo estará —y se cortó la comunicación.
Tras unos minutos de papeleo, dos millones de dólares quedaron en custodia. Mason Verger no podría retirarlos, pero sí dar su autorización para que lo hiciera Pazzi. Un representante del Crédit Suisse acudió al despacho y lo informó de que el banco le cobraría una comisión si convertía la suma en francos suizos, y le pagaría un tres por ciento de interés compuesto sólo por los cien mil primeros francos. El empleado entregó a Pazzi una copia del artículo 47 del Bundesgesetz über Banken und Sparkassen, que regula el secreto bancario, y se ofreció a realizar una transferencia al Royal Bank de Nueva Escocia o a las Islas Caimán tan pronto fueran liberados los fondos, si ése era su deseo. En presencia de un notario, Pazzi autorizó la firma de su esposa como titular de la cuenta en caso de su fallecimiento. Finalizada la operación, el representante del Crédit Suisse fue el único que ofreció la mano a los demás. Pazzi y el señor Konie evitaron mirarse directamente, aunque el abogado se despidió con un «adiós» desde el umbral de la puerta. En el último tramo del viaje a casa, el vuelo del puente aéreo desde Milán hubo de sortear una tormenta, y Pazzi se quedó mirando el reactor de su costado, negro como una boca abierta contra el cielo gris oscuro. Los relámpagos y los truenos se desencadenaron cuando se balanceaban sobre la vieja ciudad, con el campanario y la cúpula de la catedral justó debajo, las luces encendiéndose en la temprana oscuridad, resplandores y detonaciones como los que Pazzi recordaba de su niñez, cuando los alemanes volaron los puentes sobre el Arno y sólo perdonaron al Ponte Vecchio. Y por un instante tan breve como un relámpago, volvió a ver con los ojos del niño al francotirador encadenado a la Madonna de las Cadenas para que rezara antes de ser fusilado.
Descendiendo entre el olor a ozono de los relámpagos, sintiendo el retumbar de los truenos en el fuselaje del avión, Pazzi, del linaje de los Pazzi, volvía a su vieja ciudad con designios tan viejos como el tiempo.